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-No sé a qué se refiere, señora
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-Los amigos de Mario
-Lo perfecto que somos
-Mario y sus rabias
-El muerto
-La antítesis de Mario
-El amigo imaginario de Mario
-Del otro lado
-Mario y sus pesadillas
Ojos de tabaco

 

EL SACERDOTE

El sacerdote llegó como a las tres y media. Todavía vestido de civil y sosteniendo con el antebrazo izquierdo contra la barriga una copia de “Memorias del Fuego”. Pancha lo oyó llegar y se apresuró a la puerta para darle la noticia. En el marco de la puerta había una macha de pintura blanca, y el sacerdote naturalmente extrañado se detuvo a recordar si antes había estado allí. Pancha le dio la noticia, no tanto alterada pero sorprendida. El sacerdote no mostró perturbación. Subió las escaleras despacio, cada peldaño de un verde apastelado y grisáceo, marcado por los pasos, grabando canales de historia en el centro. El sacerdote se sentó frente al computador, el único en el pueblo y que además contaba con la exclusividad de tener conexión con el world wide web. Por media hora no tocó el teclado, miraba su reloj ruso y se rascaba compulsivamente la parte trasera de su oreja izquierda. Pensante, cuando en fin se atrevió a posar sus dedos en el teclado, que a primera vista parecía que le iba a quemar los dedos cuterizándolos. Abrió su copia de WORD y escribió: “Nuestra unión ha terminado. Le agradecería no me contactara y menos por este número de teléfono”. Dio el mandato a su pequeña impresora y el génesis de las letras fue originándose al ritmo de los cartuchos de tinta.

El sacerdote tenía ya tres años en el pueblo, y junto con él trajo algunas lluvias y bendiciones. Sin embargo la sequía más larga de la historia, de ocho meses, azotaba las cosechas inscribiéndose en los libros de récords. El sacerdote apagó el computador y la impresora, salió de la pequeña oficinita al fondo del pasillo, y junto con el cerrar de la puerta, casi en unísono, retumbó como pájaro rabioso el timbre del teléfono.

-¿Parroquia San Martín?- preguntó una voz dulce y femenina.

-Le agradecería que no me llamara a este número- respondió el sacerdote mientras leía en el papel las palabras que su impresora acababa de escupir.

-Excúseme padre pero me urge hablar con usted-

-Bueno, pues adelante-

-Padre, el niño ha nacido-

El sacerdote no respondió, ni movió los labios todavía abiertos, ni despegó su mirada del marco de la ventana que curiosamente también tenía en su parte superior izquierda una mancha de pintura blanca.

-Padre, ya sé que faltaban tres semanas, pero el niño ha nacido, ¿qué le puedo decir? ¿ya sabía usted que era niño verdad?-

El sacerdote tocó con el dedo índice y el mayor de la mano izquierda la mancha blanca, todavía fresca, húmeda.

-Si, ya sabía que era niño- dijo sin cerrar la boca para articular. Jugó un poco con la pintura, la movió con los mismos dedos por el marco de pino de la ventana del mismo verde que los peldaños. Hacía dibujitos de crucecitas.

-Gracias por llamar- se despidió colgando el auricular y volviendo perturbado a la mancha blanca.

El padre se rascó la oreja derecha, de donde ahora brotaba misteriosamente pintura blanca, se untó despreocupado un poco en la nariz y los labios mientras empezaba a escuchar afuera una ola de gritos y llantos, entre los cuales se distinguía con claridad milagrosa los de un niño, primogénito en los brazos de una mujer.

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