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Ojos de tabaco

 

OJOS DE TABACO

Bailaba un poco entre su dedo índice y su dedo mayor. Bailaba así como columpiándose cada vez que con el pulgar empujaba uno de los extremos y como un resorte, volvía a subir y bajar repetidas veces con un ritmo cortado. El fueguito del otro extremo hacía dibujitos elípticos cada vez que el pulgar golpeaba el extremo opuesto, y así iba ella creando casi música de luz con tres dedos y el cigarillo encendido. Intenté reconocer un patrón de movimiento, de ritmo. Algo así como la clave del guanguancó, ta, ta, ta, tata... pero en vano. Me esmeraba en reconocer algún tipo comportamiento organizado que me abriera puertas para un posible ataque. Totalmente desconcertado y fascinado por su falta de orden, me entregué por completo a una observación obsesiva de su mano izquierda, olvidándome del vaso de ron, el cual iba disminuyendo la intensidad de su colorido a medida que el hielo se derretía.

Luego de treinta y dos golpes con el pulgar al extremo apagado del cigarillo, cambió todo el posible patrón que comenzaba a armar en mi cabeza. El pulgar, en vez de golpear el cigarrillo, golpeó su dedo anular afortunadamente libre de anillos. Lo sorpredente fue que al igual que en los golpes en el cigarrillo, cuando el pulgar se impulsó desde el anular, se desprendió otra leve cantidad de ceniza del extremo encendido. Ahora había otro elemento en la arrítmica orquesta.

El pulgar comenzó a ponerse histérico. Iba del cigarrillo al anular, del cigarrillo al anular. La mano completa se volteaba de vez en cuando, apuntando de esta forma el extremo encendido hacia su rostro, permitiéndome distinguir algunas facciones de su nariz y sus pómulos. Otras veces volteaba de igual forma el cigarro hacia su cara, pero sólo usando el pulgar para empujar hacia abajo y girando un poco el eje de los dos dedos donde bailaba el tubito humeante.

MI fascinación crecía. Confieso que siempre me he sentido repudiado por el cigarrillo, por el tabaco en cualquiera de sus manifestaciones, aunque debo admitir también, que más de una vez me ha tentado la idea de fumar pipa. (Alguna obsesión con Magrite que ha sido vencida por la mayor intensidad de mi repudio por el tabaco). Sin embargo el rito de luz que tomaba forma en el otro extremo del bar, me cautivaba de forma completa. Aunque sólo podía distinguir leves facciones de su rostro, su belleza se me hacía evidente con los pequeñitos destellos de luz que se estralleban en su nariz y que rebotaban de sus ojos hasta hundirse en los míos.

Exactamente a las 11:45 pm, el ritmo del pulgar aceleró todo el baile que pasaba en su mano. Dos golpes en el cigarrillo, dos golpes en el anular, dos golpes en el cigarrillo, uno en el anular, una pausa larga, un pequeñín y joven golpe en el meñique y de vuelta al anular, para volver a comenzar en aquel movimiento allegro ma non troppo. El cigarrillo iba disminuyendo lentamente, y una lomita de cenizas se empecinaba en nacer a pocos centimetros del cenicero. Su mano derecha permanecía inmóvil sobre la mesa. De vez en cuando el índice y el mayor derecho comenzaban un tap que corroboraba con el ritmo del pulgar izquierdo. El pulgar derecho, anulado por su hermano izquierdista, dormía sobre una cama de servilletas rojas.

A las 11:47 pm, el cigarrillo quedaba extinto entre sus dedos, y con un gesto de satisfacción, estrujó el extremo antes encendido contra el piso frío del cenicero verde que descansaba en la mesa. La mano izquierda, ahora despojada de su pareja de baile, buscaba algo entre sus cabellos, peinaba su cabeza en busca de cualquier cosa humeante o encendida. Momento preciso para atacar. Me levanté de la silla y comencé a caminar hacia el extremo que la alojaba. En el camino tomé sigilosamente una caja de Marlboros de una de las mesas cercanas, con la cajetilla en la mano comencé a revivir el baile de su mano izquierda a dibujarme los golpecitos y cadencias que sus dedos ejecutaban con el cigarillo encendido, los contornos que la pequeña hoguera dibujaba en el espacio, su rostro ligeramente iluminado por esa luz bailarina. Lentamente la distancia entre los dos se acortaba, y por un momento me pareció ver dos focos naranjas en sus ojos. Ojos de tabaco encendido. Una vez en su territorio imediato, saqué uno de los cigarrillos de la caja y se lo ofrecí apuntando el extremo filtrado a ella.

-No fumo, odio el cigarrillo- dijo Ojos Encendidos.

Y en seguida sentí la presencia a mis espaldas de una inmensa mirada masculina, que ahora se hacía evidente, era la dueña de los ojos de tabaco y el humo del cigarrillo.

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