LETRAS     PENSAMIENTO     SANTO DOMINGO     MIGUEL D. MENA     EDICIONES  

-Mario y sus advertencias
-Las galletas
-El bautismo de Mario
-Las fotografías
-Mario y sus proyectos
-Los poemas que espantan
-Rafaella
-Glooning
-Varias formas
-Mario y sus nostalgias gastronómicas
-El sacerdote
-No sé a qué se refiere, señora
-El diario de Mario
-Los amigos de Mario
-Lo perfecto que somos
-Mario y sus rabias
-El muerto
-La antítesis de Mario
-El amigo imaginario de Mario
-Del otro lado
-Mario y sus pesadillas
Ojos de tabaco

 

LAS GALLETAS

Ser más pequeño que los demás no era su mayor problema, sino subirse en la banqueta plástica, alejándose de los mármoles rosáceos para escurrirse por encima del refrigerador casi de nácar y rodar por las gavetas como polilla borracha  para por fin, y después de tanto  esfuerzo, encontrar vacía la lata de galletas.

Era difícil encontrar  las galletas. La búsqueda se había convertido en una cacería de tesoros, un juego implícito entre niño y adulto que tenía como única norma no ser expuesto a los demás niños de la institución.

Todas las semanas y completamente adrede, ella cambiaba los sabores de las galletas, todos exquisitos, exóticos e importados. Primero los wafles rellenos de naranja y miel, las de chocolate y menta, luego las crujientes con mermelada de melocotón y piña, las de canela y vainilla, las redonditas que sabían a avena y maní y por último las de tres niveles, todos cubiertos de chocolate.

Ella conocía de su debilidad por las galletas, lo sospechó cuando llegó desde el interior, hace ya seis años y trajo consigo sus escasas pertenencias en una lata grande y blanca de galletas holandesas con un lazo rojo mal hecho.

Él siempre se las ingeniaba para encontrarlas, a veces más rápido, otras no tanto, pero ella, caprichosa e infantil, escondía hasta cinco latas diferentes de las cuales por lo menos tres estaban vacías, (una forma de subir el nivel del juego).

Él rodaba por toda la planta baja, como pelotica desorientada; un pulular veloz y estratégico, hábil, flexible, como James Bond o el conejo Bugs, alerta a todos los recovecos del ático, el comedor, pero especialmente la cocina, donde por accidente podría estrellarse con una fruta consoladora o la maravillosa anatomía de una cucaracha.

A la hora de dormir ella iba arropándolos  a todos, y con él se tomaba, por supuesto, tres o cuatro minutos extras. Le guiñaba un ojo, le pasaba la mano por la frente mientras con la otra, con habilidad de carterista, iba resbalando  una galleta debajo de su almohada. Él siempre se hizo el desatento, pero el olfato entrenado no le dejaba escapar del  migajoso aroma de las galletas.

Es difícil saber si los otros niños sospechaban aquel juego lleno de favoritismo y tratos especiales.

La mañana empezaba igual para todos. Los huevos sancochados, el pedazo de tostada y el chocolate tibio y sin azúcar. Las clases de español, luego la merienda que para casi todos consistía en jugo de limón y galletas de soda. Galletas de soda, no de miel, ni avena, ni chocolate ni melocotón. Él evitaba aquel sacrilegio a sus meriendas nocturnas y se tomaba el receso para explorar rincones y aventurarse por la cocina en busca de un tesoro o un hada madrina.

A los ocho años, cualquier espacio se convierte en una isla del tesoro y cualquier niño en explorador pirata del siglo XVII. Especialmente con los artefactos de cobre traídos de Londres, los cuales nunca se supo para que servían, las máscaras africanas pertenecientes al  antiguo patrón ahora ausente, los baúles como elefantes sentados sobre el mármol, las bayonetas, los bustos de yeso ya amarillentos y corroídos, el piano de media cola empolvado y el gavetero lleno de discos de pasta y pañuelos viejos de un valor mucho mayor al que cualquiera se hubiera imaginado.

Era maravillosa la búsqueda tanto como las galletas en si.

El sótano, como en los cuentos de hadas eran lugar prohibido, oscuro y frío. Por lo tanto tenebroso y sumamente atractivo, a veces premiado con golosinas que ella le dejaba o con castigos y regaños de la madre superiora.

Se sabe que el tamaño de las cosas es directamente proporcional a la edad, y por supuesto, a los ocho el orfanato, antigua casa del Conde, de un Conde cualquiera,  era una copia del palacio de Versailles.

Una mañana se levantó ardiendo en fiebre, y en seguida ella dejó todas sus responsabilidades para encomendarse al cuidado y al aseo. Lo mimaba, lo premiaba con galletas, e iba naciendo en su rostro aquel instinto maternal que invade a las mujeres después que cumplen los treinta.

Ulises empeoraba. La fiebre le iba cocinando toda la viveza y agilidad que antes lo caracterizaba. Sus ojitos verdes se tornaban amarillos, y su boca empezaba a contraerse y a palidecer con rapidez tenebrosa.

-No sé qué decirle señora, es un virus desconocido, por lo menos por  aquí. Hay muchos tipos de virus, algunos duran varios días, otros un poco más, algunos son inofensivos… otros no- dijo el doctor.

Un hombre con escasa cabellera y la típica bata blanca (ya no tan blanca) envolviéndolo como un rollito de carne.

Ella intentaba no escuchar, no plantearse aquella posibilidad. Trató de internamente obviar la opinión del médico, con argumentos que cuestionaban su credibilidad, con historias improvisadas ante un explicación antónima a la que quería escuchar.

Ulises siguió de Guatemala a guatepeor. Sus manos enrojecieron, sus ojos se hincharon y su garganta rechazaba todo alimento, incluso leche o galletas.

Después de una semana en constante decadencia, las funciones biológicas de Ulises renunciaron.

Lo que vino los días siguientes es lo común. La Secretaría de protección del niño hizo la investigación a lugar. Inspeccionaron la cocina, la condición de los dormitorios, las ventilación de los baños, el tipo de pintura usada, el aceite, incluso los cabellos de la cocinera y las uñas de las maestras.

Ella no presenció el velorio, mucho menos el entierro. Contenida en su habitación bordaba mantelitos con las iniciales UJ y hacía surcos en las paredes calizas con las uñas (de las manos).

Pasaron meses antes de que la recuperación se hiciera visible. Una mañana de miércoles, ella volvió a integrarse en el salón. Había cosas nuevas, luces nuevas, niños nuevos. Entre ellos un pequeñín muy parecido a Ulises. Casi rompe en llanto, pero la madre superiora la sostuvo por el codo y le sonrió como obligándola a continuar el proceso de cura e integración.

El salón tenía aproximadamente diez metros de largo por cuatro de ancho. Había ocho mesas blancas repartidas en dos filas paralelas, en donde se sentaban entre 45 ó 50 niños. Ellas se sentó en la mesa donde dibujaba el pequeño de ojos verdes, redibujándole la memoria de Ulises. Tenía el mismo pelo corto y negro, los mismos ojos verdes, aunque la piel del nuevo era un poco más tostada y era todavía más pequeño que el desaparecido.

Su reintegración fue más rápida de lo que la superiora esperaba, y para la alegría de todos, las grandes ojeras que le subrayaban los ojos desaparecieron al igual que aquella mueca torcida la cual nadie pensó podría ya desaparecer.

-¿Te gustan las galletas?- le preguntó con aquella vieja sonrisa maternal.

El niño elevó las dos aceitunitas que llevaba en los ojos e hizo un gesto de afirmación con una sonrisita pícara y recién nacida.

Esa noche, a la hora de dormir, repitió aquel viejo rito que tantas veces había ensayado con Ulises. Al principio con una leve amargura de culpa, de traición al recuerdo de UJ, pero la ausencia y el tiempo curan el peor de los males. La mano en la frente, el guiño, la galleta de miel y avena debajo de la almohada, el beso en la mejilla. Por tres noches consecutivas practicaron aquel ritual de besos y harina, el guiño, la mano, la galleta, el beso en la mejilla.

Una mañana se levantó ardiendo en fiebre, y en seguido ella dejó todas sus responsabilidades para encomendarse al cuidado y el aseo. Lo mimaba, lo premiaba con galletas, e iba naciendo en su rostro aquel instinto maternal que invade a las mujeres después que cumplen los treinta.

© Ediciones del Cielonaranja ::webmaster@cielonaranja.com