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Ojos de tabaco

 

RAFAELLA

La llamé en la tarde. Como casi todas. Porque era raro que ella me llamara. Siempre tenía una excusa válida, por lo menos válida.

Esa tarde había una luz diferente. Naranja que se servía del pasto, más naranja aún, como espejo para embarrar lo demás con esa magia caliente. Así, con ese resplandor entrando como franjas por las rendijas de madera, llamé a Rafaella desde mi habitación, que estaba en otro edificio, a unos cien o ciento cincuenta metros de la suya.

La noche anterior le había dicho:

 -Nada, Rafi, cuando puedas llámame para ir a cenar, podemos ir al sitio ese de Alex, el italiano amigo mío de Bayahibe- y ella respondió:

 -Sí, ya, mañana-.

Faltaba poco para las siete y todavía no escuchaba ese ring endemoniado. Ese día, antes de llamarla, le volví a escribir:

"Son las seis y veinte de la tarde. El sol todavía baila delirante con el seductor horizonte. Esta tarde hay una gran nube naranja que contamina todo en una espesura romántica en cada uno de sus posibles sentidos. Esta tarde podría escribir otro poema de amor que espante a los vanguardistas. Pero en el fondo de mi paisaje, allá un poquito antes del sol, se dibuja en diagonal el camino gris por donde antes te veía bajando. Entre todos los verdes del follaje, el amarillo apastelado de las grandes flores, el verde azuloso de las sombras, el gran disparo naranja del cielo, entre todas esas cosas, te veía salir con un suave vestido de hilo blanco que parecía estar suspendido sin tocar tu cuerpo y tu ondulada cabellera rubia que hacía el papel de linterna cuando era de noche.  Tuve la incertidumbre de si era o no tu cuerpo el que flotaba rozando la hierba, o el fantasma de un sueño obsesivo que se burlaba de mis obscenas esperanzas.

Esas tardes, como la de hoy, poseían un olor dulce y espeso. Eran tardes bañadas de un perfume indeleble, de un aroma a ceniza de azúcar, a hierba húmeda y a jugo de melón. Esa sensación de estar oliendo un beso que andaba flotando en busca de unos labios que le sirvieran de aeropuerto. Pero esta tarde, aunque se tiñe de ese perfume, carece de tu figura angelical apareciendo por entre los árboles. Esta tarde ya se va hundiendo en el azul pálido que va dejando la inminente ausencia del sol y de ti. Un azul que sólo esa cabellera incendiada puede aplacar.

En esta tarde ya son las seis y treinta, y tengo la insoportable certeza de que veré tu fantasma."

Entonces fue cuando la llamé, y el custodio me dijo que me esperara y como a los seis minutos saltó su voz en el teléfono. -Hola, ya, ¿y?- Le dije que la llamaba para ver si íbamos a cenar. Ella me dijo que si, que tenía que dormir un rato porque estaba muy cansada, y que luego me llamaba, que como a las nueve, tal vez un poquito antes. Entonces colgué y fingí leer algo de Cioran para que el tiempo pasara más rápido y poder verla. A las nueve y cuarto me llamó. Y yo no me lo creía, pero me llamó y me dijo que estaba lista, que la pasara a buscar. Esa noche fuimos donde Alex, el italiano de Bayahibe. Todo el camino la miraba y me reía. Porque se me salía por la boca toda la emoción de estar tan cerca de Rafaella. A veces pasaba la palanca de los cambios muy despacito, para ver si por casualidad le rozaba una pierna con la parte trasera de mi mano, y lo logré par de veces, y ella me miraba pero no decía nada, y yo con tanta hambre de escucharla hablar o besarla.

Llegamos como a las diez y Alex estaba esperándome en una mesa con dos velones blancos y una botella de un vino italiano, también blanco, en un cubo de metal lleno de hielo. Yo pedí una ensalada de cangrejo con rúcola y ella un filete de mero con espinacas. Alex me miraba y me guiñaba el ojo diciendo bárbaro, que hembra! Yo le correspondía lleno de complicidad como si fuera verdad que esa hembra (como ella odiaba que se refirieran a su persona) era la mía. Luego de la cena nos paseamos por la playa y la arena se sintió como un bálsamo en las plantas de los pies. Sostuve su mano izquierda -que no se resistió pero tampoco tomó ninguna iniciativa-, nos sentamos y la besé. Primero en la mano, luego en la mejilla, por último en los labios. No se resistió, imaginé que iba a acariciar mis labios con su lengua, pero no ocurrió. Prendió un cigarrillo y me dijo que quería ver una estrella fugaz, que sólo una vez en su vida había visto una. Yo cerré los ojos y pedí que apareciera una, así volando por ahí, aunque fuera un cocuyo, como señal de que eso de besarnos y estar juntos estaba bien y la estrella salía corriendo a confirmárlo. Pero apareció el humo disparado de su boca y  aves nocturnas, y dejé de imaginar.

Al otro día trabajé poco en el estudio. A penas hice par de dibujos y volví corriendo a la casa para que el teléfono sonara, pero no sonó. Ese día escribí algo para ella, aunque ella no lo leería nunca.

"¿Por qué espero una llamada? ¿por qué espero que un ring me trace planes y expectativas?

Si, es verdad que estoy hasta el cuello de mierda, pero ¿y qué?

En los hombros siempre siento ese caliente sacudido que me tumba en delirios. Claro, que inútiles, digo, pero bastantes curativos en estas circunstancias o circo estancias. Sin embargo sigo esperando el sonido. De alguien, de nadie, de quien sea que se tome el riesgo. Soy una radiación atómica para lo que dicen alma."

También, un poco más tarde, ya entrada la noche, le escribí un poema que si leyó, se lo puse en un sobre amarillo por debajo de su puerta.

"Si aparecieras como aparece la noche,

suavemente, con certeza.

Como puntal de espuma oscura

que corroe cualquier distancia y cualquier veneno.

Oh! Si aparecieras como detrás de una puerta,

tan dura y tan sola.

Si aparecieras llevando en los labios un ramo de agua,

un pedazo de cualquier planeta.

Si de un salto apareciera tu dibujo en mi espacio vacío,

partiendo la luz con tu sombra.

Si tan sólo aparecieras...

colgada de un poema con las manos envueltas de espejos,

sin tan sólo tu presencia

se hiciera como la materialización de un conejo.

Oh! si tan sólo aparecieras con espadas en tus dedos."

Pero no apareció mi Rafaella esa noche. Aunque al otro día la vi y le dije que me acompañara a caminar por la playa. Me dijo que sí, después de que terminara sus obligaciones escolares. Yo estaba totalmente drogado de ella, y me pasaba todo el tiempo leyendo en el sofá con la enana esperanza de que el teléfono sonara, y por mi madre que mi teléfono tiene que ser mudo o hijo de puta, porque ni siquiera rechinaba con la brisa suave que entraba por el balcón. Cuando llegamos a la playa volví a sentir ese remanso en los dedos de los pies. Rafaella y yo vimos cientos de aguavivas (o como ella le decía “malas aguas”) en la arena, y nos dimos al intento de reventarlas con piedrecitas o tajadas de cáscaras de coco abandonadas por los turistas. Yo sabía que amaba a Rafaella y también que Rafaella amaba a otro, pero igual andaba loco por ella todo el tiempo y en todas partes. Cuando nos aburrimos de los monstruos marinos, la miré a los ojos y lentamente le di un abrazo. Ella no se resistió, pero tampoco le dio por sobarme la espalda o pellizcarme el cuello, sino que se quedó parada como aguantando un dulce tormento.

En dos semanas  se regresaba al Perú, y a mi ya eso me sabía a mierda, pero me repetía sin llegar a creérmelo, que en dos semanas ella se podía enamorar de mi y entonces vendría a Santo Domingo o yo me iría al Perú y todo estaría bien. La mañana próxima le puse otros dos papeles bajo su puerta que pretendía lograr dicha fantasía.

1.“Ya siento que te vas. Que te montas en un avión de color blanco (como casi todos los aviones) y te vas a otro país en otro continente, con otra hora, con otro clima y con otro que no soy yo.

Y esa certeza, aunque aterradora, me convence a decirte cosas que no te diría ni demente si te quedaras en este país, en este continente, en esta hora,  en este clima y conmigo.

Por las noches, cuando ya estoy arropado, me pongo a mirar las tonalidades de sombras en el techo, a construir mapas, caminos, montañas, entonces en cualquier momento, bum! ahí me apareces, tu cara luminosa dibujada en el techo con los ojos de miel apuntados a los míos.  Yo siempre había pensado que esas cosas eran pendejadas, pero entonces bum! me sales en el techo y ya no me parece tanta mierda, porque me dan ganas de saltar como un gato y de abrazarte y darte un beso justamente debajo del mentón. Pero luego me acuerdo que te vas a otro continente, con otra hora, con otro clima y con otro que no soy yo y entonces me pongo a pensar que el techo es un hijo de puta y que debería saber si en el cuerpo hay circuitos o sistemas que manejen este tipo de conducta para mandar al carajo el interruptor que dió ordenes de que bum!, me aparezcas,  y que me den tantas ganas de subirme por las paredes para darte el beso debajo del mentón. El caso es que no estás en el techo, no estás conmigo en este país, en este continente ni todo ese rollo que te decía. Así que bueno, ahí te va; no me sale pero ya sabes... Y sólo me apareces en el techo y el beso me sabe a concreto o a madera y no a fruta madura como saben tus labios y esa partecita donde se unen tus clavículas, justo donde comienza el esternón y aterrizan las dos posibilidades del esternocleidomastoideo.

 Así que en ese otro país, en otro continente, con otra hora, otro clima y con ese otro tipo tan dichoso que no soy yo, espero un día bum! aparecer en tu techo y bajar a tu cama o al sofá de la sala y darte un beso debajo del mentón y saborear por fin tu fragancia espesa de profundidad desconocida y sabor a jugo de fruta”.

2.“Te veo desde lejos, porque estás en otra parte. Perteneces a otra parte, aunque desde aquí te puedo ver y oler, quien sabe... De aquel lado salpicas todo; tan rubia, de aroma tan limpia.

Esta distancia, hace que aunque todo sea más doloroso, sea más interesante. Porque nos convertimos en cliché, en hermoso cliché de aquel abusado abismo entre dos mundos. Como una bachata y el adagio de Albinoni, el #1. Que real parece ahora aquel texto de Cortázar, el de Rayuela, el capítulo 93 (si, ya sé que lo menciono demasiado, ¿y qué?, métanme preso!)

"...porque un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado..."

Ningún puente se sostiene de un solo lado, ni siquiera de este lado que tiene tantas ganas de sostenerlo... Vivo construyendo puentes, y como la mayoría se sostienen de un solo lado, por supuesto que se estrellan a millón por hora... O de este o del otro, pero siempre de un solo lado, (¿puente azulado?).

Lo peor es que no necesito binoculares ni telescopios para verte brillar dentro de esa espléndida y lujosa burbuja que está más lejos que el carajo. Y de todas formas te veo sonriendo como si tuvieras en la boca mazorcas de maíz (¿de que otra cosa pueden ser las mazorcas?).

Hoy te escribo porque se me ocurre hundirme, no por vos (así hablaría si fuera argentino, y además me refiriera a ti, como una mina, y el Brugal lo cambiara por fernet con coca, y un pichón fuera un porro, el café fuera mate y Toño o Tulile fueran Charly García. Joseíto Mateo fuera Gardel, los políticos fueran los mismos, total, da igual. Y te preguntaría ¿viste? a cada rato. A veces me dan ganas de ser argentino, y andar diciendo "che! boludo", suena bien eso de "che! boludo", que carajo!, además estaríamos más cerca. Cambiaría el Conde por Florida, el MAM por el MALBA, la 27 de febrero por la 9 de julio. Los obeliscos no necesitarían cambio, pero Punta Cana sería Punta del Este (uruguaya y argentina), mi nombre de repente sería Diego y tendría pecas... y me cagaría en la mierda y ni se me ocurriría ser vegetariano, estaría igual de mal mi economía y bue….

Me hundo porque me gusta hundirme, claro que sólo cuando algo o alguien valen la pena para hundirse, digo. Pero me gusta porque en ese momento en donde sólo me queda un C.c. de aire, una mierdésima de oxígeno, pujo por salir  y uhaaaa!!!!! uff!!! como esos pececitos voladores, planear un rato y splash!, caer de nuevo, de cabeza en la gelatina negra donde siempre acabo sumergido.

Te veo desde aquí y podía olerte hasta que cagué todo con el botellón de cloro. Te puedo llamar desgarrando mi garganta y espero a ver si también de aquel lado, aunque el puente no llega, puedes ver un loco haciéndote señas con los brazos, agitando la cabeza y las manos como haciendo arcos en el aire  a punto de saltar hacia ese puente que ya empieza a desparramarse por todo mi espacio vacío.”

Ese día no la pude ver, mucho menos oler. No estuvo en su casa, porque pasé por allá y el custodio me dijo que Rafaella había dejado un recado a su mamá y que volvía a las ocho. Pero ya eran como las diez y ni señal de ella. Y me fui al Papa Jack’s y me tomé como doce tragos de Barceló Imperial a las rocas, decisión equívoca, porque con cada trago aumentaba mi amor y, por lo tanto, mi soledad punzante e insolucionable. Cuando regresé al apartamento eran las cuatro y diecinueve de la madrugada. Entré medio borracho y me senté frente a este mismo computador.

“No hay nada debajo de mi puerta. No hay un papel que diga:

-Mario, excusa que no apareciera antes, tuve que hacer una diligencia de suma importancia, pero igual me he pasado todo el día pensando en ti. ¡Como he querido abrazarte, como he querido ser pulpo a tu alrededor! Te dejo este papelito como evidencia de mis largas reflexiones y de mi deseo peculiar y especial de tenerte conmigo-

            Pero no, no decía eso. No había ningún papel o evidencia que ver. Abrí la puerta despacio, como si por hacerlo así, algún papel se materializara de repente y apareciera el mensajito escrito con tu caligrafía nítida y pura contra el piso rojo. Primero abrí la puerta un poco, esperando la sorpresa de un pedacitdo de papel blanco. Nada. La fui empujando poco a poco, anticipando el rectángulo blanco, esperando algo contrastando contra el inmenso escarlata; nada. Empujé un poco más, con la vista explorando el suelo, con una obsesión casi antropológica, caso arqueológico de encontrar un papelito blanco que hiciera de consuelo por pasar todo el día esperándote. Nada. Abrí el tramo restante de un tirón (digo, de un empujón), y ... nada.

No estaba la notita, ni el papelito, mucho menos tú, dibujada en el largo sofá azul con tus dientes rebosados de deseo por aplastar mi carne.”

Por suerte Rafaella nunca leyó esta nota. Hubiera pensado que estaba loco,  que padecía de alguna obsesión. A la gente se le ocurre cualquier cosa cuando lee pensamientos intensos.

Esta mañana, a las nueve y once, me preguntó si podía llevarla al aeropuerto, porque su avión salía a la una y no tenía cómo llegar. Inmediatamente vi una puerta para besarla de nuevo. Entonces le dije que sí y agregué:

 -Sí, te llevo y te recojo como a las doce en la parte de atrás del edificio- y Rafaella contestó

  -Ya, como a las doce-.

A las once con cincuenta y nueve, yo ya tenía quince minutos esperándola. La vi que comenzaba a bajar la escaleras, mirando hacia un lado, y su pelo se veía hermoso, cayendo como en una versión latinoamericana de Boticcelli. Corrí a ayudarla con las maletas y las pusimos en el baúl. Cuando se montó en el carro, inundó todo con ese aroma a Rafaella que algún perfumista  de la patria celestial le había diseñado. Le di un beso en la boca y ella no se resistió pero tampoco me sostuvo por la parte trasera de la cabeza para corresponder con su parte. Pusimos música de Caetano y el carro en marcha. Lo que más me molestaba era esa audaz falta de iniciativa, hubiera preferido un rechazo energético sobre aquella apática forma de aceptar mis caricias, sin un ápice de pasión o ganas. Giré a la izquierda y miré toda la sensual forma de su oreja. Reí. Rafaella preguntó por qué me reía y le contesté que por nada, que me gustaba su oreja deshuesada y hermosa. Sonrió. Por alguna razón, ese momento me pareció oportuno para decirle que la amaba. No me dijo que ya lo sabía, pero por su lenta y desinteresada reacción me di cuenta de que sí lo sabía desde hacía tiempo. Me dijo entonces el discurso aquel de que yo era excelente persona, y que me quería mucho pero no de esa forma y todo ese rollo. Que tenía un problema y que el problema no era yo. Como si yo me fuera a creer toda esa baba, tan desfasada como mis tácticas para conquistar mujeres. Entonces subí el volumen de Caetano a veinte, me puse mis lentes de sol, que hasta entonces descansaban en mi cabeza, y aceleré la marcha sin darle respuesta. Cinco minutos después ya se veía el letrero de entrada al aeropuerto. Suspiró como aliviada. Me miró. Por primera vez me miró y sonrío. Yo aceleré todavía más el motor de mi Volkswagen y me pasé a toda velocidad la entrada del aeropuerto que se quedaba atrás a un ritmo espantoso, con la mirada asustada de Rafaella clavada todavía en la gran señal verde que decía en letras blancas y de ambos lados: AEROPUERTO-TERMINAL DE PASAJEROS.

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