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EUGENO MARÍA DE HOSTOS, CIUDADANO DE LA INMORTALIDAD

Miguel Collado

 

 

Fueron varias las ocasiones en que el ilustre dominicano Federico Henríquez y Carvajal tuvo que contestar la siguiente pregunta: “¿Cómo ha visto y ve usted al señor Hostos?” Una de ellas fue cuando, el 14 de enero de 1939 pronunciaba su histórico discurso a propósito del centenario de natalicio del apóstol antillano:

“Siempre lo vi i aun lo veo de alma entera. Así lo vi siempre porque estuve, en un lapso de veintiocho años, muy cerca de él, junto a él, a su lado; nunca en frente i tampoco a sus espaldas. Era bueno. Era sabio. Era justo”. (1)

Es en esa misma ocasión, y al cierre de su discurso, cuando el amigo entrañable de Hostos y de Martí exclama y sentencia:

“...se oye de nuevo el clamor de la noche triste, el cual ya no es una censura ni una protesta, sino una clarinidad de la Historia que nos dice: ‘Los Grandes Muertos dan testimonio de que Los Grandes Vivos no mueren. Ellos sobreviven, cuando son sembradores e iluminadores i con sus obras i con su vida edifican el alma de las generaciones del presente i el alma de las generaciones del futuro...’” (2)

Decimos nosotros ahora, a cien años de su fallecimiento, que Eugenio María de Hostos siempre ha sido un Gran Vivo y desde su tumba centenaria sigue dando testimonio de ello, porque la grandeza de su obra espiritual y el ejemplo de su vida como extraordinario ser humano le sirven de fundamento incuestionable; porque fue un Sembrador como ningún otro en América y porque no hubo senda por donde anduviera que no iluminara con la luz de su pensamiento. Quizá por todo esto es que una extraordinaria mujer y brillante educadora como Doña Ivelisse Prats Ramírez de Pérez nos hace la siguiente confesión:

“...mientras más tiempo pasa más lo admiro y reverencio, más me asombran su valor infinito, su modestia acrisolada, su vocación abnegada de darlo todo por la libertad de los pueblos y de los espíritus.[...] Estaba lleno de una bondad y generosidad que lo condujeron por la vida bordeando el martirio, libre de los egoísmos mundanos, aferrado a esa utopía que cuando hablaba la hacía ver y tocar a sus discípulos, como un mago racional y persuasivo que usaba en vez de trucos la brujería inefable de su inflamado verbo”. (3)

Hostos murió “el 11 de Agosto de 1903, a las 11 p.m., durante una perturbación atmósférica” (4), como si acaso la naturaleza expresara su dolor por la muerte de quien tanto la amó. Con dolor profundo, con una pena muy honda, Don Federico describe la atmósfera que, al día siguiente, sirve de manto a esa circunstancia funesta en que tienen lugar las honras fúnebres al Sembrador, al Iluminado:

“La tarde era triste...mui triste! Llovía. La lluvia caía como lágrimas del cielo. El sol, envuelto en una clámide de nieblas, se hundía en el ocaso como si se extinguiese para siempre. La tarde era triste...mui triste! El silencio reinaba en el cementerio...Mudo, con el mutismo de la Esfinge, el cadáver de fisonomía socrática yacía en el féretro. Mudo estaba el séquito bajo la pesadumbre del gran duelo. Muda la ciudad doliente. Muda la Naturaleza”.(5)

Y es en esa tarde triste del 12 de agosto de 1903, golpeado en el hondón de su alma por la partida de su amigo casi hermano, cuando Don Federico Henríquez y Carvajal pronuncia aquel memorable discurso panegírico del que todavía truena la ya célebre frase: “Esta América infeliz que sólo sabe de sus grandes vivos cuando pasan a ser sus grandes muertos”.

Francisco Henríquez y Carvajal, uno de sus más leales colaboradores en su afanosa empresa transformadora del sistema educativo dominicano, fue el médico de su confianza que presenció su despedida definitiva. En su ofrenda a Hostos, titulada “Mi tributo”, él recomienda:

“Es preciso conocer á Hostos; profundizarlo, para conocerlo; conocerlo, para encantarse en él; encantarse en él, para amarlo; amarlo, para darlo á conocer, para enseñarlo como es él en verdad; conocerlo profundamente, conocer en todo su alcance el gran poder de su mente razonadora y el noble sentimiento que lo animó, que le dio siempre una fisonomía de inacabable bondad, para, tal como es, mostrarlo al pueblo...” (6)

Una mujer, una ejemplar educadora, Luisa Ozema Pellerano Castro (1870-1927), una de las primeras graduadas de Maestra Normal, en 1887, en el Instituto de Señoritas fundado por la eximia poetisa Salomé Ureña de Henríquez, pronunció, ante la tumba del Maestro de Maestros, las siguientes palabras elegíacas:

“¢!Ha muerto el amado Maestro!¢, era el alarido de dolor inconforme que se exhalaba de todas las almas. Y mi alma, surjiendo de las sombras de ese dolor, se decía á cada instante: ‘¡Mentira! Es un sueño. El no ha muerto; él no puede morir, porque vive en el espíritu de las generaciones educadas en su apostolado de verdad y amor’.

Y hoy, ante la tumba cubierta de flores que guarda tus restos mortales, torna el alma conmovida á repetirme que tú eres inmortal, porque fuiste bueno y sabio, y enseñaste lo que predicabas y viviste lo que predicaste. Por eso tu vida fue perenne ejemplo de altísima enseñanza moral”.(7)

Las palabras de Luisa Ozema aparecieron en el periódico mocano El Pueblo, 18 días después del fallecimiento del Ciudadano de América, con el siguiente título: “El inmortal”. De aquí que consideremos a Eugenio María de Hostos como un luminoso Ciudadano de la Inmortalidad.

NOTAS
(1) Rev. Clío, Santo Domingo, VII (XXXIV): 47, marzo-abril, 1939.

(2) Loc. cit..

(3) “Mi rosa blanca para el Maestro”. Listín Diario, Santo Domingo, enero 11, 2003.

(4) Eugenio M. Hostos. Biografía y bibliografía. Santo Domingo : Imp. Oiga..., 1905. Pág. 26.

(5) Rev. Clío, Santo Domingo, VII (XXXIV): 47, marzo-abril, 1939.

(6) “Mi tributo”. En: Eugenio M. Hostos. Biografía y bibliografía. Santo Domingo : Imp. Oiga..., 1905. Pág. 347.

(7) Periódico El Pueblo, Moca, agosto 29, 1903.

Revista Ahora 8 de Septiembre de 2003 • Edición número 1,322


Pedro Henríquez Ureña: Sociología de Hostos
Chiqui Vicioso: Eugenio María de Hostos: Otra mirada
Chiqui Vicioso: Hostos, el periodista
Diómedez Núñez Polanco: Hostos y Bosch en la dominicanidad
Basilio Belliard: Bosch y Hostos