 Lo que no quiso decir el lírico quisqueyano (sobre José J. Pérez)
Lo que no quiso decir el lírico quisqueyano (sobre José J. Pérez) 
          Salomé Ureña de Henríquez
          Libro de Américo Lugo
          Temas políticos (sobre el libro de Alejandro Angulo Guridi)
          El 
        día de América
        El propósito 
          de la Normal
          Moral 
        social (FORMATO PDF, LIBRO COMPLETO)   
        
        SALOMÉ UREÑA DE HENRÍQUEZ
          
        
  Esta poetisa dominicana, que habría sido la admiración y el orgullo de cualquiera  sociedad antigua, (porque las sociedades antiguas aprecian más y saben apreciar  mejor que las nuevas a los cultivadores de la poesía y de las artes), nació en  Santo Domingo, capital de la República Dominicana. Tendría a su muerte,  ocurrida poco ha, unos 45 años de edad. Esto quiere decir que vivió entre los  azares, amarguras patrióticas y desalientos sociales que entristecen a las  grandes almas en los períodos de luchas civiles.
        Salomé Ureña de  Henríquez vivió así: nació entre las guerras civiles que precedieron a la  anexión y la guerra nacional que sucedió a la forzada anexión de Santo Domingo  a España.
        Así nacida entre  dos luchas, creció entre otras mil, pues todo el periodo que media entre el  triunfo de la independencia dominicana en 1865, y el principio de la  estabilidad política en 1874, fue un lapso de continua agitación y de  incesantes perturbaciones del orden público.
        Después de este  espacio de tiempo tan luctuoso, tan sangriento, la poetisa dominicana tuvo que  vivir entre los halagos del progreso que tanto ambicionaba para su patria y el  despecho que debía producirle el convencimiento de que el progreso alcanzado  por su patria era tan desigual como el de casi todos los pueblos  latino-americanos: mucho progreso material y mucho retroceso moral; rápido  progreso intelectual y lento progreso de libertad.
        Por lo mismo que  vivió en un tiempo tan triste, Salomé Ureña de Henríquez se formó un alma muy  fuerte; y como tenía vocación poética, es mejor decir, como por naturaleza  tenía la capacidad de dar formas expresivas a sus sentimientos, se fue haciendo  - y educándose por sí misma, - una gran personalidad moral y una grande artista  de la palabra escrita.
        Parece que desde  temprano empezó a cultivar su talento poético, pues ya de años atrás lo revela  en su composición a la Patria,  uno de los poemas cortos más vibrantes de la lira contemporánea en nuestra  América.
        Pero cuando esta insigne  poetisa desplegó su entusiasmo poético y cantó como una verdadera musa de la  patria, con imponente tono y con solemne majestad, fue cuando su pobre patria  empezó a convalecer un poco de la debilitante anarquía que la postraba. Esta  convalecencia de la buena patria dominicana fue allá por los años de 1874, 1875  y 1876, años breves de esperanza, de buen gobierno, de efectiva libertad y de  progresos. Desde entonces Salomé Ureña de Henríquez cantó todo lo que sentía la  sociedad de que formaba parte; y lo cantó con tal fibra, con tal fuerza, con  tal unción, que parece en sus versos la sacerdotisa del verdadero patriotismo.
        Es una desgracia  de nuestra América latina que sus pueblos vivan tan ignorados los unos de los  otros, que apenas hay en Sud-América (como no sea en Venezuela y Colombia,  vecinas a Santo Domingo) quien sepa el nombre de esta nobilísima representante  de todos los deseos puros, de todos los entusiasmos patrióticos, que son la  esperanza común de cuantos aman el porvenir de nuestra América. Si no  viviéramos en esa deplorada lejanía y aislamiento, el nombre de Salomé Ureña de  Henríquez no sólo sería familiar en todos nuestros pueblos, sino que sus  poesías se habrían vulgarizado en todo el Continente. Pero, dicha sea la  verdad, la poesía de esta poetisa no es de las que gusta al vulgo. Lenguaje  severo, tono elevado, sentimientos profundos; y ninguna de estas cualidades son accesibles al vulgo  en parte alguna.
        Salomé Ureña de  Henríquez no se contentó con ser poetisa y patriota de palabra, sino que puso  en práctica su entusiasmo poético y su devoción patriótica, consagrándose en  cuerpo y alma a la más triste y penosa de las funciones sociales, pero también  a la más trascendental: se dedicó al magisterio.
        Naturalmente, no  había de ser una maestra vulgar, y tomó sobre sus hombros la tarea de ayudar a  la reforma de la enseñanza que entonces se estaba efectuando con grandes  penalidades del reformador. La reforma de la enseñanza aplicada a la de la  mujer, dio útil y fructuosa ocupación a aquella noble alma tan ansiosa de bien  para sus semejantes.
        Gracias a la  sinceridad de su enseñanza y al cariño realmente maternal con que trataba a sus  discípulas, formó un discipulado tan adicto a ella y a sus doctrinas, que bien  puede asegurarse que nunca, en parte alguna y en tan poco tiempo, se ha logrado  reaccionar de una manera tan eficaz contra la mala educación tradicional de la  mujer en nuestra América latina, y formar un grupo de mujeres más inteligentes,  mejor instruidas y más dueñas de sí mismas, a la par que mejor conocedoras del  destino de la mujer en la sociedad. 
        Además de poetisa  y reformadora de la enseñanza, Salomé Urena desempeñó otro alto ministerio: fue  madre; y contribuyó este carácter a enaltecerla tanto, por lo altamente que  desempeñó su misión de madre, que acaso no habría sido tan querida ni tan  venerada por el pueblo, si no hubiera unido el sacerdocio de la maternidad al  de la enseñanza y al de la poesía.
        En nuestros  pueblos, demasiado jóvenes todavía para apreciar a los que se consagran a las  letras, a las ciencias y a las artes, es una verdadera maravilla que uno de  ellos haya podido, sabido y querido estimar en vida y honrar en muerte a una  mujer que se salió del trillo de la vida femenil. Por eso es tan honrosa para la República Dominicana  su conducta en muerte y en vida con su inmortal poetisa.
        En vida, a  excepción de alguna que otra envidia, que aún los más modestos y los más  hábiles en rehusarla no suelen esquivar, la poetisa y educadora de Santo  Domingo gozó de las consideraciones que el mérito reclama de todos los que no  llevan su envidia hasta la perversidad y la perversidad hasta la infamia.
        En muerte, Salomé  Ureña de Henríquez ha sido honrada del modo más sencillo, más digno y más  patético, no por un pueblo que remedaba a otros pueblos, sino por una  muchedumbre que lloraba.
  La descripción  del entierro de la poetisa quisqueyana enternece, estimula y edifica: casi se puede haber  soportado la vida, con tal de morir entre corazones tan amigos.
        Para honrar la  memoria de esta noble mujer, que cuanto más sobreviva será más admirada por su  patria, ya ha habido quien proponga tres cosas: la primera, establecer un  Instituto Profesional con el nombre de Salomé Ureña de Henríquez, encargado de  continuar su obra de reforma en la educación de la mujer; la segunda, la  publicación de sus poesías; y la tercera... pero la tercera es un sueños de  enfermos: ¡figúrense ustedes que es nada menos que hacer una patria a imagen y  semejanza de los nobles sentimientos y de las altas ideas de la  poetisa-patriota!
        Las poesías de  Salomé Ureña de Henríquez son todas del género lírico y de carácter  eminentemente subjetivo; pero como el sujeto es una entidad de primer orden en  cuanto dice relación a sentimientos nobles y a ideas generosas, la tarea de la  poetisa dominicana abarca todos los tonos: el familiar, cuando hablan en ella  los sentimientos de familia; el elevado, cuando hablan los nobles impulsos y  deseos de la educadora; y el tono de la indignación y del entusiasmo, cuando  hablan ideas, sentimientos y aspiraciones patrióticas.
        Indudablemente,  lo más grande que hay en la poetisa dominicana es la fibra patriótica. Cuando  se conozcan  en América los cantos patrióticos de Salomé Ureña de Henríquez, no habrá nadie  que les niegue la superioridad que tienen entre cualesquiera otros de la misma  especie en nuestra América.
  Algunas  composiciones consagradas por ella a la educación de la mujer, compiten con sus  poesías patrióticas en alteza de miras y en nobleza de expresión. Aunque no  muchas, estas composiciones son muy notables y dignas de coleccionarse.
        Los tributos  poéticos de Salomé Ureña de Henríquez a los afectos, a los seres queridos, al  hogar, a su digno esposo y a sus hijos, forman una serie de composiciones  extraordinariamente subjetivas, pues todas juntas sugieren la certidumbre de  que la poetisa era además una mujer; no hay ninguna de ellas que no sugiera  algún sentimiento delicado, alguna recóndita sonrisa de complacencia, algún  noble estímulo para la vida, alguna de esas tristezas reconfortantes que sirven  de séquito, y a veces de ovación, al mérito moral e intelectual desconocido. 
        
        Hostos y Bonilla, Eugenio María de: Meditando. París,   Francia: Sociedad de Ediciones Literarias y Artística, Librería Paul Ollendorff,   1909. [pp. 224- 233]