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Lo que no quiso decir el lírico quisqueyano (sobre José J. Pérez)
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LO QUE NO QUISO EL LÍRICO QUISQUEYANO


José Joaquín Pérez será tanto más estimado de sus compatriotas cuanto más se generalice entre ellos la capacidad de juzgar la sensibilidad poética y la facilidad de concepción y de composición del más nacional de sus poetas líricos.

Como lírico, descuella en tres composiciones palpitantes: la Oda a la Industria; la Elegía a Salomé Ureña de Henríquez; la narracioncilla El Mambí. Cualquiera de esas tres composiciones dice de un verdadero poeta subjetivo: especialmente en el canto elegíaco a la poetisa muerta, hablan con tal fuerza del poeta la entonación general y las vibraciones del sentimiento personal, que sólo medio ambiente faltó a la obra para ser considerada obra de arte.

Pero cuando se dice de José J. Pérez que es el más nacional de los líricos americanos se afirma a la vez una realidad, y se consigna una decepción.

Era tan nacional el lírico extinguido en estos días, que apenas se puede dar crédito al desencanto que se experimenta cuando en la obra del poeta no se encuentra lo que más se deseaba y esperaba: la expresión continua del sentimiento predominante en el alma del poeta.

De él se esperaba la obra lírica que mejor hubiera podido servirle para vaciar su corazón de quisqueyano, su conocimiento de la vida de Quisqueya, su entusiasmo por las cosas de su tierra, sus tristezas por los dolores de su tierra. De él se esperaba que, por nacionalismo, pasara de la lírica a la épica.

En realidad no era sólo esperar el cumplimiento de una promesa tácita que, juntas, hicieran facultades afectivas o aptitudes intelectivas del poeta: era también una promesa expresa. Y hecha en dos formas complementarias una de otra. En forma de libro, como Fantasías indígenas; en forma de subtítulo de ese libro, cuando habla de colección de «Episodios y leyendas del Descubrimiento, Conquista y Colonización».

A eso a que él espontáneamente se llamaba en su obra juvenil, es precisamente a lo que estuvo llamándolo la expectativa de los que supieron descubrir Fantasías la levadura de una obra metódica, reflexiva y progresiva.

Las dos aptitudes para tal obra de arte y patriotismo, desde Fantasías indígenas las mostró el poeta. Si las hubiera cultivado en una obra de esfuerzo reflexivo, habrían llegado a completo desarrollo y habríamos tenido no ya sólo un poeta de vocación, sino un artista de eficaz y fecunda reflexión.

I

Con la sensibilidad que por la patria histórica y demótica, es decir, en cuanto vida y costumbres de la sociedad en que nació y vivió, y con la facilidad de composición métrica que siempre tuvo, José J. Pérez estaba en capacidad de dotar a las letras patrias con la obra que acaso es más capaz de cerrar el ciclo del primer estado y abrir el del segundo estado de la vida nacional.

Esa obra era el Romancero de Quisqueya. De los pocos moldes métricos con que ha atinado la poética española para dar forma precisa al sentimiento poético de la familia íbero-semítica, que va heredando la lengua conglomerada de los pobladores de la Península habitada por tipos humanos y lingüísticos tan diferentes como los turanios de la falda occidental de los Pirineos, los arrianos de las márgenes españolas del Mediterráneo y los semitas arraigados en las costas oceánicas del Oeste, el romance es el más eficaz.

Es tan eficaz para moldear la expresión que esa familia literaria da a sus afectos y a sus conceptos, y a la apasionada y conceptuosa imaginación con que substituye la realidad de la vida, que lo que no le cabe en el romance, no le cabe en ninguna otra forma métrica. Tan exacta es la afirmación, que el único molde en que ha cabido la epopeya de esa familia, es el romance.

A él apelan espontáneamente los poetas oriundos de España cada vez que necesitan dar expresión a sus afectos nacionales, y así en la Península como en la América española, las pocas tentativas épicas que efectivamente corresponden al carácter nacional son las que tienen por molde el romance.

Lejos de ser desdeñado o considerado, como indiscretamente es, una forma métrica de poco arte, se debiera cultivar del modo más cuidadoso, y con la mira premeditada de vaciar en él la epopeya de toda la familia.

Es seguro que si José Joaquín hubiera unido a su capacidad para hacer magníficos romances, la idea de que ellos son el molde único de nuestra familia en la fábrica de lo bello nacional, en la idealización de la vida nacional, en la construcción del ideal poético de la familia étnica, habría llegado infaliblemente al romance de Quisqueya.

Tan llamado era a esa obra, que a veces la comienza del modo más inconsciente, y sin percibir siquiera que está fuera del molde. Así en Fantasías indígenas, que son un romancero malogrado, a cada paso despunta el romancero. Unas veces despunta en forma inadecuada; otras veces toma su forma nacional.

Cuando describe los cacicazgos aborígenes, que hubiera debido ser el segundo romance del Romancero de Quisqueya, tanto falta el molde a la idea poética, que instintivamente se van substituyendo las cuartetas con romances.

Cuando, al contrario, encierra en su molde natural la idea que ha de expresar, se manifiesta el consorcio de forma y fondo que caracteriza la obra poética lograda. Así en Anacaona:

Si la retrata:

«Esbelta como junco de la orilla
De Ozama rumoroso, y sonrosada
Como esos caracoles que tapizan
El extenso arenal de nuestras playas...»
Si conserva para la posteridad poética su adiós:
«¡Melancólica reina del misterio!
¡Apacible Nonum! oye mi adiós,
Y en mis noches de largo cautiverio,
Mis lágrimas reflejen tu fulgor.»

En composiciones, como la dulce Vaganiona, que da ropaje poético a un consejo popular, la parte de la composición que ha entrado en molde es mucho más eficaz en su objetivo estético, y muchísimo más en su propósito nacional, que la parte, aunque bella, en que sale del molde métrico de la epopeya española:

«El indio de la montaña
Oye a veces en el viento
Profundísimo lamento
Que cruza la soledad...
Es que canta en la espesura
La doliente Vaganiona,
Cuando la tumba abandona
Do la encerrara su amor».

Expresivos como son, esos versos concuerdan mucho menos con la idealización de la poética superstición metrificada por el vate, que estos fluentísimos versos de romance, que sólo por conducto de ellos habrían concluido por llevar al oído y al corazón del pueblo la dulce superstición de Vaganiona:

«Un día llega en que la virgen
De las márgenes de Ocoa,
No recorre las colinas
De la selva rumorosa,
Ni con guirnaldas de flores
La cándida frente adorna,
Ni da al aura sus cantares,
Cuando el alba tornasola
Las nieblas de la mañana
Mensajeras de la aurora.
«En su cabaña la tarde
La sorprende silenciosa:
Palidecen sus mejillas,
Cubren su frente las sombras,
Y su sueño es intranquilo,
Porque cada leve hoja
Que sacude el soplo errante
De la noche, la acongoja,
Fingiéndole una plegaria
De tristísima memoria.
¡Ay! es que un amor perdido
La inocente Vaganiona
En el fondo de su alma
Infeliz recuerda y llora.»

Algunas veces, como en El último Cacique, el contraste de lo bello realizado con lo bello meramente concebido, se manifiesta a vista de miope, como para probar palpablemente el malogro de fuerza poética que acarrea, en las composiciones poéticas de carácter nacional, el desdén o el olvido o el descuido de los poetas de nuestro origen que expresamente no cultivan el romance como la única forma métrica que es adecuada en nuestro idioma para reseñar y perpetuar nuestras ideas épicas.

El último Cacique es una de las Fantasías más bellas de José Joaquín. Relato de un hecho lleno de dolor histórico; dibujo de un atleta moral que simboliza todos los anhelos, todas las zozobras, y, al fin, toda la desesperación de una raza perseguida; episodio final del siniestro poema de la Conquista, se ha impuesto al poeta, que le ha consagrado tiempo, espacio, esfuerzo y entusiasmo. En general, es una bella pieza; pero, en general, es una obra malograda. Lejos de concurrir a su efecto poético, la variedad de nombres y el alarde de riqueza metrofónica no han hecho otra cosa que debilitar la narración del hecho, la pintura del protagonista y la condenación de los consumadores del mal que el poeta ha querido encomendar a la memoria y al corazón de las generaciones justicieras.

Esa debilitación de esfuerzo y mérito se palpa. Basta oponer, exactamente como el poeta lo ha hecho, las robustas quintillas endecasílabas del exordio al facilísimo romance que retrata a Cotubanama: las quintillas son buenas; pero no son del molde; el romance, corriente como agua de su propio manantial, obtiene sin esfuerzo lo que las quintillas pretensoras no consiguen.

Dicen las quintillas:

   «Nebuloso el crepúsculo vertía
Del ocaso, en su trémulo oscilar
Tibios reflejos de la luz del día,
Como postrera y lánguida agonía,
Sobre las ondas del cerúleo mar;
    Cuando rústica, indígena piragua
Donde reina perenne confusión,
Va dividiendo con empuje el agua,
Dejando atrás las costas de Iguayagua,
Cual rápida, fugaz exhalación.
    Tienen algo siniestro las miradas
De los que en ella amontonados van,
Y, al horizonte sin cesar clavadas,
De una isla las costas vislumbradas
Devoran con creciente y vivo afán.
   ¿Quiénes son los que así, desheredados
De su tierra natal, su patrio edén,
Lanzándose a la mar desesperados,
Se ven a los peligros condenados,
En pos quizá del inseguro bien?»
Dice el romance:
Bajo las palmas enhiestas
Del bosque, al vago rumor
De ese concierto sublime
Con que saludan a Dios
La agreste naturaleza
Y el humilde corazón;
En indolencia apacible,
Sin cuidado ni temor,
La hamaca de leves plumas
En su rústica mansión
Colgaba el indio inocente
De Iguayagua habitador.
Era esa tribu temida
De Quisqueya en la extensión,
Por su indómito coraje,
Si tendía el arco veloz.
Cuando al combate llamaba
Del lambí guerrero el son.
La tumba de Cayacoa,
Del opulento señor
Que en lides mil el primero
Fundó su dominación,
Siendo del feroz caribe
El constante triunfador,
Cantos de gloria perennes
Recibía en ovación,
Como una eterna memoria
De su inquebrantable ardor.
COTUBANAMA, el guerrero
Do gran prez, al que «el feroz»
Apellidaba el intruso
E inicuo conquistador,
El trono de los caciques
Ocupaba en la región
Vasta y rica de Iguayagua,
Paraíso seductor.
Último sagrado asilo
Que codicia el español.»

Si a todas las composiciones del volumen en que descansa la fama literaria de José Joaquín Pérez se aplicara la misma comparación crítica, de todas resaltaría la evidencia de que el romance es, para exponer en castellano el movimiento épico de nuestra familia nacional, el molde único. Y como Fantasías Indígenas son manifestaciones del sentimiento de la vida nacional, tal como lo experimentó un poeta de corazón y de talento, nada hubiera sido tan fácil para él como convertirlas en la epopeya popular del quisqueyano, vaciando en romances uniformes la materia épica que su obra contiene.

Cuando el agradecimiento que merece un bienhechor del alma de su pueblo, haya dado a José Joaquín el homenaje que él merece, se coleccionará toda su obra. Y entonces, por sobre composiciones posteriores muy superiores en sí mismas a las mejores de Fantasías Indígenas descollarán las Fantasías, que fueron la promesa del Romancero de Quisqueya.

Santo Domingo, 1900.


Hostos y Bonilla, Eugenio María de: Meditando. París, Francia: Sociedad de Ediciones Literarias y Artística, Librería Paul Ollendorff, 1909. [pp. 196-209].