LA
MECEDORA AZUL.
Con insistencia pedante, la mecedora azul se adelanta y
retrocede a cada impulso brutal de Don Braulio.
Don Braulio...??? Sencillamente: Don Braulio es un
viejito chistoso, que viste siempre de negro, de ojillos vivaces y
verdes, ese verde azuloso que da fondo apacible al paisaje, irregular y
confuso, de un rostro de anciano.
Don Braulio es alegre. Le agrada la charla. Recibe, con
aire cordial y lleno de ocurrencias, el beso en los labios de cualquier
copa. Piropero. Inquieto. Nervioso.
De noche (es un mundo de hombre!), Don Braulio se
acomoda entre cojines parapetados en su mecedora azul y mientras fuma
cigarro tras cigarro, sediento de humo, se da a la tarea de perseguir
recuerdos. A veces salen huyendo. Pero un poco más adelante, en el mismo
camino, Don Braulio los apresa, los tortura y al final, los doma, los
adiestra, los moldea. En este arte de amansar pedazos de pensamiento es
un obrero maravilloso: un maestro.
Cuando alguien le pregunta que cómo logra fustigar el
olvido y expresar tan fuerte, responde orgulloso :
—Es fácil. Lo único que hay que hacer es coger los
pasajes y dejarlos un rato salcochando en la mente. Luego se mastican,
cuidadosamente, las ideas, y verá Ud. que la digestión espiritual, a
base de ser ajustada, facilita el recuerdo y alimenta la expresión. No
es...?
Don Braulio es tan necesario para el feliz
funcionamiento del ambiente vecindario que, noche por noche, se agrupan
varías mecedoras, con sus jinetes, a lo que ya constituye una tertulia
de lonjevos, empeñada en abrazar vigilias y remembranzas.
Pero lo más raro, lo más prominente, es el contraste que
ofrece con el cuadro, la mecedora azul de Don Braulio. Es la misma
mecedora de hace quince años. Jamás usa otra montura. Cabalga sin
descanso sobre ella. Centauro formidable!
Las horas se desplazan unas a otras, y a la luz de una
luna maniática, el grupo se aferra, tercamente, al trabajo de abrir
baúles de ensueños remotos; depósitos de historia; armarios llenos de
esperanzas vertiginosas y maletines repletos de inexperiencias perdidas
al través de la distancia.
Una noche la luna olvidó maquillarse. Su palidez salió
al encuentro de todos los pájaros dormidos al calor de la sombra del
bosque; se confundió con la faz de los lirios q. aún. dormidos, se
empinan a mirar por sobre la cabellera verde del follaje, y, ansiosa de
chismes olvidados, se puso a escuchar, con intensión maligna, al
reducido grupo de lonjevos.
La charla se hizo cumbre. Surgían imágenes melodiosas,
imágenes vivas. El colorido y el tema fuerte se hicieren requisito de la
noche.
Las horas, de vez en cuando, bostezaban de hastío. Los
grillos se habían confabulado para ofrecer, en coro, un pasaje de
Wagner. Y con mirada de bestia poderosa, la luna imponía la frialdad de
su conciencia rocosa sobre todos los detalles que encontraba.
Uno a uno, los viejos se fueron quedando dormidos.
Murieron algunos minutos. Poco a poco, la mecedora azul fue quedando
vencida y suspendió, por fin, la insistencia de adelantar y
retroceder.
La luna tuvo entonces una mirada de bestia miedosa y,
con rapidez de perseguida, se escondió tras el biombo chino de un cúmulo
gris.
Solo quedó el contraste cómplice de la mecedora
azul, que abrazó, desde ése momento, la quietud inquebrantable para sus
dos balances.