FREDDY
MILLER OTERO, SALIENDO DLE COLOR SEPIA.
Miguel D. Mena
Ocurrió a principio de los ochenta y en aquel pasillo siempre
oscuro de la tercera planta de la antigua Voz Dominicana. Ramón Lacay
Polanco, narrador siempre en suspenso, correctísimo en su traje marrón a
cuadros y su maletín negro, hablaba sobre un viejo amigo suyo, Freddy
Miller Otero, también narrador y poeta, pero sobretodo, bohemio, quien
salió con su “Diabla del mar “ y se perdió en pleno Mar Caribe, allá por
1959.
El nombre quedó como flotando en el aire hasta que en
1986 Pedro Peix y Tony Raful, en “El síndrome de Penélope en la poesía
dominicana”, publicaron fotos y un poema suyo. Aparte de aquella clásica
imagen de René del Risco, cigarro en mano y pose de crooner mexicano,
nunca había visto una foto tan reveladora.
Los escritores dominicanos siempre andan de saco. La de
Miller Otero lo mostraba pipa en mano, una botella que no parece Cerveza
Presidente sino algo más fuerte, y un vasito de esos que dan para todo.
Aunque es borrosa y no se le ven los ojos, Freddy Miller está ahí,
haciendo honor a su legado.
El texto seleccionado en aquella obra fue el “Poema del
loco aburrido”, el mismo poema –extraña coincidencia-, que escogería
Ivan Alfonseca en su clásica “Antología biográfica. La juventud de Santo
Domingo en la poesía contemporánea” (1942). Tras ese poema algo comenzó
a hilarse. Poesía sarcástica, lúdica, crítica de los sentidos
reiterativos y ordenados, de la asepsia del orden –trujillista- de
entonces. Alfonseca señalaba entonces que el autor era además
dramaturgo, que “por el año de 1938 publicó sus primeros trabajos en
periódicos y revistas dominicanos, tales como el ‘Listín Diario’,
‘Cosmopolita’ y ‘Ágora’”.
Luego traté de seguirle las huellas. Imposible. Los
críticos lo habían prácticamente ignorado. Ni en las antologías de
Manuel Rueda y Lupo Hernández Rueda (1972), ni en las de José Alcántara
Almánzar (1972) ni en los críticos más renombados, desde Ramón Francisco
hasta Diógenes Céspedes, encontré pistas. Busqué algunas notas en Bruno
Rosario Candelier, en José Enrique García, en Jenny Montero y otros
especialistas de la cuentística dominicana, pero en vano.
Al parecer Freddy Miller Otero había pasado de largo
entre nuestros críticos. Finalmente apareció un cuento suyo, “El lago de
los patos”, publicado por Domingo Hernández Contreras en su “Antología
del cuento psicológico dominicano” (1995).
¿Cómo era posible que un autor de esa factura no hubiese
sido tomado en cuenta para hilvanar un discurso más profundo sobre las
condiciones de la insularidad, sobre los confines del orden y ese rostro
que fuimos durante aquellos treintaiún años, y que en parte seguimos
siendo?
Finalmente en el Instituto Iberoamericano de Berlín pude
tomar prestado esa joya de libro que con “Cuentos color sepia” (1957).
En ese manojo de ocho cuentos bien que podríamos salir de ese callejón
sin salida que son las eternas reducciones de aquellos años, como si
toda la vanguardia hubiesen sido el postumismo, los independientes del
40 y la Poesía Sorprendida. Bien que podríamos ir más allá de los otros
dos descubrimientos recientes que hemos hecho –Angel Rafael Lamarche y
J.M. Sanz Lajara-. Bien que podríamos enfrentarnos a un autor que sin
lugar a duda nos podría permitir lanzar puentes hacia Juan Rulfo y
Miguel Ángel Asturias, aunque difícilmente haya conocido la obra de
ambos.
El discurso que traza Miller Otero subraya las
producciones del orden dictatorial y su base de miseria interna, tanto
en lo espiritual como en lo económico. En “Hay muchos hombres en la
calle” asistimos a ese círculo vicioso de
migración-miseria-prostitución. En “Eusebia” nos enfrentamos a ese
pasado de monterías y del campo como misterio. En “La mecedora azul”
llegamos casi al climax narrativo. Con unas pinceladas que bien
recordarían aquella Comala mítica, de repente las mecedoras se
convierten en metáforas de la inamovilidad de aquel orden: “Uno a uno,
los viejos se fueron quedando dormidos. Murieron algunos minutos.
Poco a poco, la mecedora azul fue quedando vencida y suspendió, por fin,
la insistencia de adelantar y retroceder”. No se puede hablar de
“denuncia” ni de “literatura social” ni de esos otros artilugios con los
que la metáfora queda estampada en alguna gaveta del interés histórico.
En Freddy Miller los avances se establecen a partir del reconocimiento
de los extremos que nos conforman. Hay que ir a los bordes, bien que
podría ser su consigna. Ir a ese “más allá” de lo presente –el suyo-. El
color sepia nos da una pista. El país se traza alejada de sus palmas y
sus insistencias primigenias. Sus personajes avanzan dentro de ese
enmadejamiento de la vida cotidiana, como si lo importante fuera trazar
esa falta de respiración en el sujeto, y por lo tanto, su exclusión de
todo lo vital.
Y así podríamos seguir con los otros cuentos, delirando
ante ese trazo tan certero, la economía de medios, los planos
cinematográficos, el tono cubista de sus personajes. Incluso, hay un
cuento que podría contarse entre los dignos predecesores del Macondo
garciamaquiano, “María lunera“. Las lágrimas se convierten, más que en
la expresión del dolor, en un coro de inestabilidad, de
prestidigitación: „Y la casa se convirtió en una preocupación
colectiva. Las niñas lloraban también sin saber por qué. La abuela
salía a contemplarla y la humedad le molestaba en los ojos. Y el perro,
el perro feroz a quién María daba siempre de comer, se echaba
—vigilante— a su lado, mirándola con ternura, a cada rato”
Cerrar las páginas de „Cuentos color sepia“ fue como
delirar entre esos colores grisáceos de aquellos años –en gran parte
también éstos. De repente fuimos otra cosa, hubo otros decires, viejos
eslabones salieron de sus fondos marinos.
Parece ser que Freddy Miller Otero no se perdió de todo
en su mar, aquella tarde de 1959, con su diabla y todo. Con seguridad
que pronto habremos de compartir ese país sepia que todavía se pinta
así, aquí.
Febrero 2002