LETRAS | PENSAMIENTO | SANTO DOMINGO | ESPACIO CARIBE | EDICIONES

Lo que no quiso decir el lírico quisqueyano (sobre José J. Pérez)
Salomé Ureña de Henríquez
Libro de Américo Lugo
Temas políticos (sobre el libro de Alejandro Angulo Guridi)
El día de América
El propósito de la Normal
Moral social (FORMATO PDF, LIBRO COMPLETO)

EUGENIO MARÍA DE HOSTOS, SOCIÓLOGO PUERTORRIQUEÑO

Tulio M. Cestero[1]

 

Hizo un siglo el 11 de enero de este año [1939] que advino al mundo en la menor de las cuatro grandes Antillas, Puerto Rico, Eugenio María de Hostos, quien, por la armonía de pensamiento y acción en servicio del ideal, alienta la esperanza de que en las islas del Mar Caribe habrá de cumplirse un ciclo luminoso como aquel que la admiración universal ha denominado «el milagro griego».

Y hace 66 años que por primera vez reuniéronse en esta margen del «gran río color de león», en el convivio espiritual, el eximio argentino Mitre, numen de esta docta casa y el esclarecido antillano, cuyo primer centenario conmemora en esta sesión pública la Academia Nacional de la Historia.

De solar andaluz, Ecija, con casa y capilla blasonada, según Real Carta Ejecutoria de Hidalguía, otorgada por el rey Don Juan II en 1437, procedía la rama de la familia Ostos, trasplantada al Nuevo Mundo: a México, Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico. Eugenio María de Hostos y de Bonilla, nacido en hacienda de Río Cañas, partido de Mayagüez, en la noche del 10 al 11 de enero de 1839, era vástago de la rama plantada en las Antillas y tenía en su sangre los jugos vitales de las tres islas, pues el abuelo, don Juan José de Hostos (que fue el primero, según lo observa el historiador dominicano Rodríguez Demorizi, en escribir con H el apellido), pasó de Cuba a Santo Domingo y por la cesión de Santo Domingo a Francia, en 1795, emigró a Puerto Rico, en donde casó con la dominicana que fue la abuela de Eugenio María.

Eugenio María de Hostos legó a la posteridad vasta obra escrita, que casi en total ha permanecido inédita. Noticia reciente, me permite informar que están impresos ya doce volúmenes de la edición oficial dispuesta por el gobierno insular de Puerto Rico. Ejerció el magisterio en la República Dominicana y en Chile. Actuó en el periodismo y en la tribuna en España, en Nueva York, en Chile, en Buenos Aires y en la República Dominicana.

Defendió con sacrificio ilímite la emancipación de la isla nativa y la de Cuba, y peregrinó por América sirviendo en grado eminente los ideales de la civilización americana.

Tres de sus obras fundamentales, Lecciones de Derecho Constitucional, Moral Social y Sociología, de gran mérito intrínseco, tienen valor óptimo en cuanto concurso honesto y sabio para la organización de nuestros pueblos. Luchador infatigable, nobilísimo temperamento en que se equilibran la ardentía y la prudencia, alto de espíritu, austero de vida, amante inflexible de la verdad, la pasión de patria le mueve en todos y en cada uno de los pueblos americanos. Fue, pues, maestro, guía, apóstol, como hubo de calificarle, el primero, un argentino ilustre, aquí en Buenos Aires, José Manuel Estrada.

PRIMERO, ANTILLANO

La primera vocación de Hostos fue la milicia, y en ésta, el arma de artillería: pero el padre, que había sido escribano real y secretario de la reina Isabel II, le inclinó a la jurisprudencia, que sin duda le abriría cómoda carrera en la Corte.

Entre los estudios secundarios, que cursó en Bilbao, y el inicio de los universitarios, en Madrid, Hostos hizo dos viajes a Puerto Rico. Entonces se le reveló el régimen colonial, que tenía, muy abajo, en la sima, al negro esclavo, y muy arriba, en el ápice, al militar peninsular omnipotente. Herida su conciencia por tal espectáculo, después del segundo viaje, compuso y publicó en Madrid su primer libro La peregrinación de Bayoán que fue, según su propia expresión: «un grito sofocado de independencia por donde empecé mi vida pública».

En Madrid milita, y cuan vigorosamente, en el grupo revolucionario de Castelar, Giner de los Ríos, Salmerón, Azcárate, Pi y Margall, Buiz Zorrilla, Várela, Sagasta, Leopoldo Alas. Agita, inflama, conspira. Años después dirá a su padre: «la indiferencia con que me encerré en 1868 en mi casa, cuando los mil que nada habían hecho por el triunfo de la Revolución de Septiembre pavoneaban delante de mí las migajas del poder que debían a la situación que yo había contribuido a crear; el exclusivo ocuparme de las Antillas, cuando nadie se ocupaba de ellas; mi rompimiento con España por defender a Cuba...»

Cuando de Barcelona le llama la juventud liberal para «cooperar a una acción desinteresada y generosa», pues había allí «un partido liberal que buscaba un foco, hay un ansia de progreso que necesita satisfacción», y es necesario que él, Hostos, «trate de realizar ese pensamiento”; publica El Progreso, para servir activamente, así lo expresa a Nicolás María Rivero, «el renacimiento social, acaso más próximo en este momento de decadencia universal y de los principios del Partido Progresista», y lo concreta en estas fórmulas: «Libertad individual asegurada por la consagración legal de todos los derechos del espíritu; y Libertad municipal, fianza y práctica a un mismo tiempo de la libertad individual».

El programa de su prédica periodística se lo comunica al general Espartero, jefe del Partido Progresista, y a don Salustiano de Olozaga, refugiado en París, a quien considera el jefe intelectual de ese partido. Y en él estampa que quiere: gobierno y asambleas coloniales para Cuba y Puerto Rico. En carta a Olozaga, Hostos le refiere cómo «la mala fe y el patriotismo ciego han dicho que queríamos la independencia de las islas, es decir, lo contrario de lo que dice la declaración. Deseo saber si Vd., como yo, opina que las Antillas no pueden seguir regidas como están, si opina Vd., como yo, que el régimen actual nos lleva inevitablemente a la anexión (a Estados Unidos, se sobreentiende); si Vd., como yo, desea la pronta independencia de Cuba y Puerto Rico; pero de tal modo que independencia no sea rompimiento de relaciones, sino creación de las que no existen hoy; de las relaciones del afecto y del interés material, moral y etnológico».

A poco, el capitán general, Conde de Cheste, trunca la prédica de El Progreso, que se desarrollaba lánguida entre la asfixiante vigilancia del fiscal censor y la adversidad artera y solapada y la conspiración del silencio que pone plomo en las alas más vigorosas. Al general Prim le había escrito: «creyendo lo bastante en las fuerzas de la juventud para creer en la eficacia de las ideas, dispuesto a auxiliar a los que realicen o intenten realizar nuestro ideal político; resueltos a combatir a quien burle las esperanzas del progreso político de Europa, nos encerramos en los límites determinados por nuestros principios y en la esfera de acción que las circunstancias y nuestra clara línea de conducta delinean».

En Madrid, han encarcelado a su amigo Salmerón y a su maestro Sáez de Río. Al primero, le exhorta: «ya que nos prohíben ser hombres a la luz del día, seamos hombres a la luz de la conciencia, y en vez de maldecir, bendigamos la intemperancia de la idea agonizante. Que una idea y no un hombre, un poder que caduca y no un poder transitorio, es lo que viola en ustedes la conciencia encarcelada». Y al maestro venerable, escribe el mismo día: «Bienaventurado el que sufre persecuciones por la verdad, y bien hallado el que vive en sí mismo, y puede, con benévola sonrisa, lastimarse del error de las pasiones. Perdónelos usted, maestro, los infelices no saben que se hieren. Piensan que el arma que mal usan, mata, en el hombre, la idea que odian y se engañan. La muerte de esta herida es la idea infernal que hace tres siglos se pudre en toda Europa y hace tres siglos pudre a España».

En agosto de 1868 está en París. Ha pensado venir a América, pues no cree ya en la revolución española. Ha advertido que Pi y Margall «no tiene fondo», y que Castelar «sólo tiene superficie»; pero éste le llama a Madrid, con el augurio de que «puede ser un triunfador en la revolución española». En la frontera, en ruta hacia Barcelona, supo que Isabel II había caído en Alcolea al empuje de Serrano, a quien ella en devaneos moceriles denominara «el general bonito».

En octubre Hostos está en Madrid como franco beligerante por las Antillas: reclama que la Revolución de Septiembre satisfaga los compromisos contraídos con ellas.

En El Universal imprime: «Revolucionario en las Antillas, como activa y desinteresadamente lo he sido, lo soy y lo seré en la Península; como debe serlo quien sabe que la revolución es el estado permanente de la sociedad, quien no puede ocultarse del movimiento, sin tener la necesaria propensión de las ideas a realizarse, revolucionario en las Antillas, forzosamente estacionarias y forzosamente propensas a moverse, quiero para ellas lo que he querido para España. Y así como lo primero que quería para España era dignidad, cuya falta me angustiaba, y más que otra cosa me obligó a emigrar, así lo primero que quiero para Puerto Rico y Cuba es dignidad».

Para ponderar el valor de Hostos, hay que tener en cuenta que en Puerto Rico se reprimió con sangre la intentona de Lares en ese año, y que Cuba estaba en armas. Hostos tremola la bandera abolicionista y pide el gobierno propio para las dos islas. «Sin igualdad civil, increpa, sin igualdad política no hay dignidad, sin dignidad no hay vida. Las Antillas no viven, languidecen, como languidecía la tenebrosa España de Isabel de Borbón». Y en los últimos días de ese año del triunfo de la revolución española, Eugenio María de Hostos enjuicia el régimen colonial en la tribuna del Ateneo. Al pie mismo de ésta, su presidente, Moreno Nieto, le abrazó con este comentario: «Señor Hostos, lo hemos perdido». «No, replicóle Hostos, me han ganado».

Castelar, en carta de 3 de febrero siguiente, le promete que: «en cuanto vaya a las Cortes pediré la responsabilidad del Gobierno Provisional por su política reaccionaria y por las leyes con que ha vulnerado la seguridad de nuestros hermanos de América. Más tarde, cuando tratemos la organización política del país, reclamaré con mi palabra y apoyaré con mi voto la autonomía en las dos islas, única solución justa, único medio de conservar la integridad del territorio nacional». «Cuente Vd. conmigo, agrega, para agitar la opinión, para hablar, para escribir, para hacer manifestaciones en el sentido de esas soluciones  (parlamento y gobierno propios para Cuba y Puerto Rico) que creo patrióticas y justas... Y ya saben cuantos me conocen un poco, que defiendo la libertad para todos, y que no admito ni excepción ni transacción de ningún género. Con América, con toda América, tengo especiales deberes. Tengo allí pueblos y gobiernos a quienes debo agradecimiento eterno».

El tribuno Castelar no cumplió sus promesas. El gobernante Castelar se humilló ante las furiosas turbas de voluntarios cuando el sacrificio de los expedicionarios del Virginius. Por eso Hostos le tildó de «desleal y artificioso» y «traidor a los principios». Pi y Margall, por su parte, aunque con franqueza, se le negó a llevar a las Cortes la cuestión de las Antillas. Hostos se la plantea entonces a Serrano, presidente del gobierno provisional. El soberbio Duque de la Torre, título éste que le valieron las intrigas anexionistas con el presidente Santana, de la República Dominicana, consideró impertinencia esa reclamación de justicia para las que habían sido sus ínsulas.

Rehusó Hostos la representación de Puerto Rico en las Cortes. No había aceptado la gobernación civil de Barcelona, lo que admiró a Ruiz Zorrilla. Estaba solo. Más allá del mar lo esperaba la siembra prolífica. El 10 de octubre de 1869, precisamente el primer aniversario de la revolución cubana, en camino de Nueva York, le escribe al padre, que va a «intentar con esfuerzos personales, con las armas en la mano, la conquista de la independencia».

Años más tarde, cuando Benito Pérez Galdós trace con péñola vigorosa los cuadros de los Episodios Nacionales, en Prim, en el relato del motín sangriento de la famosa noche madrileña de San Daniel, surgirá en su mente la viril figura de Eugenio María de Hostos así: «En el pasillo grande del Ateneo permanecían dos corrillos de trasnochadores. El más nutrido y bullicioso ocupaba el ángulo próximo a la puerta del Senado; allí analizaba la bárbara trifulca un antillano llamado Hostos, de ideas muy radicales, talentudo y brioso...»

PATRIOTA ÍNTEGRO

No cabía la isla de Puerto Rico en la Constitución de España. No cupo tampoco en ella Eugenio María de Hostos, según lo declaró rotundamente al llegar a Nueva York, en el otoño de 1869, atraído por la seguridad que le daban de Puerto Rico de estar «todo organizado» para el levantamiento, y habérsele escrito de Nueva York que «saldría una expedición militar para Puerto Rico».

Mientras, aporta su talento, su coraje y su aptitud para el sacrificio a la causa cubana. Se afilia a los clubs revolucionarios, funda uno, pronuncia discursos, escribe, dirige el órgano de la Junta Revolucionaria, La Revolución y se gana el pan escaso con traducciones para la editorial Appleton. Pero en aquel ambiente revolucionario su patriotismo integral de antillano repulsa a quienes, siguiendo la gravitación de la industria azucarera cuyo mercado único era la Unión, pues España cerraba los suyos a la producción de Cuba, buscan la solución del tremendo problema de la isla en la anexión a los Estados Unidos.

En discurso pronunciado en el club político, «que entonces compartía la influencia de la Junta”(la observación es de Hostos), éste planteó el problema. En la citada carta, resume en sustancia el discurso: «Este es, dijo, una fracción del pueblo cubano y portorriqueño que no ha venido aquí para huir de los españoles; sino para encontrar recursos militares con que combatirlos, auxiliando a la Junta, que es representante del gobierno de Cuba, o sin contar con ella; porque los emigrados representan al pueblo y éste no ha delegado su poder de hacer por sí mismo lo que directamente puede hacer ».

En esa carta, Hostos, refiérese a otro discurso que pronunció en ese club político, presentes «el general norteamericano Mac Mahon y otros hombres inteligentes, partidarios de Cuba anexionada». Hostos propuso y redactó una proclama, firmada en el acto por los hombres más responsables y más ricos de la Junta, en la que se ofreció a los portorriqueños cuantos recursos necesitaran para alzarse, y haciendo constar que «los cubanos eran independientes». «Jamás orador alguno, consigna Hostos, ha sido bendecido como lo fue en aquella noche el que representaba la pureza de la revolución de las Antillas». Después, cuando en el Congreso de Colombia se presenta moción en favor de Cuba, Hostos patentiza «que los antillanos nos declaramos hermanos y continuadores de los independientes del Continente». Encargado de redactar el mensaje de gracias a los diputados colombianos, Hostos, escribe: «redacté el programa completo de la revolución de las Antillas; se me hizo por la Junta, por todos los anexionistas y por algunos portorriqueños y cubanos celosos, una oposición despiadada que estuvo a punto de dar en tierra con lo mismo que se había aclamado con gritos incesantes de entusiasmo. Pero al fin prevaleció la idea, y la parte más sana de la Emigración declaró suyo aquel programa».

La concepción de Hostos conformábase a los imperativos geográfico-históricos.

Años más tarde, en la Escuela Nornal de Santo Domingo, en discurso que ha sido juzgado ápice del pensamiento filosófico americano, promulgará el egoísmo que lo guía; «formar una patria entera con los fragmentos de patria que tenemos los hijos de estos suelos...” «Y cuando ya las legiones de reformados de conciencia y en razón, por buscar lógicamente la aplicación de la verdad a un fin de vida necesario para la libertad y la civilización del hombre en estas tierras y para la grandeza de estos pueblos en la historia, busquen en la actividad de la virtud patriótica la Confederación de las Antillas, la Confederación pasará sobre ese muerto», es decir, sobre aquel vivo que no tuvo el egoísmo de alistarse en tal «alta empresa». Hasta el 4 de octubre de 1870 bregó Hostos en Nueva York, agobiado por el dolor de su riente patria nativa en primer término. Su coterráneo Basora escribía: «la independencia de Puerto Rico volverá loco a Hostos»; y éste a su progenitor: «si los coetáneos lo niegan, la posteridad dirá que Eugenio María de Hostos fue el verdadero director de la revolución de las Antillas». Y recogido en su generoso ánimo, ante las adversidades y la incomprensión que le acosan, estampa en su Diario: «Es necesario hacer esfuerzos de carácter, para hacer conocer que el hombre que juzga a España sin el odio ni la pasión que parecen necesarios en esta empresa, es un hombre de esfuerzos morales e intelectuales».

EL  PEREGRINO  APASIONADO

En el prólogo de la segunda edición de La peregrinación de Bayoan, en Santiago de Chile, Hostos apunta: «Raynal, Robertson, dePradt, Prescott, Irving, Chevalier, me presentaron a América en el momento de la conquista, y maldije al conquistador. Un viaje a mi patria me la presentó dominada y maldije al dominador. Otro viaje posterior me la presentó tiranizada y sentí el deseo imperativo de combatir al tirano de mi patria. El patriotismo que hasta entonces había sido sentimiento se irguió como resuelta voluntad. Pero si mi patria política era la isla infortunada en que nací, mi patria geográfica estaba en todas las Antillas, sus hermanas ante la geología y la desgracia, y estaba también en la libertad, su redentora».

El 4 de octubre de 1870, Eugenio María de Hostos, que había creado a Bayoan, infundiendo al barro indígena fe en América, emprendió la peregrinación hacia estas tierras continentales sudamericanas. Cartagena de Indias y Panamá fueron sus primeras etapas.

La tercera, Lima, de meses. Allí funda la Sociedad de Auxilios para Cuba y la Sociedad de Amantes del Saber, en pro ésta de la enseñanza; y funda La Patria, un diario en que defiende la doctrina liberal, y al inmigrante chino, que la usura y el latifundista explotan.

En Chile permanece más de dos años. Recorre medio país en la propaganda cubana, entre la montaña y el mar. Funda también sociedades pro auxilio de Cuba y en favor de la enseñanza. Colabora en La Patria de Valparaíso y publica la segunda edición de La peregrinación de Bayoan, y la Memoria de la Exposición de Artes e Industrias, premiada con medalla de oro. Pugna en varias conferencias por el ingreso de la mujer en las aulas universitarias, y forma con éstas el libro La enseñanza científica de la mujer, y escribe los estudios sobre Plácido, el poeta cubano, y sobre Hamlet, el que a distancia de casi medio siglo, Mitre y Rufino Blanco Fombona habrán de reputar el primero de cuantos se han escrito acerco del drama inmortal.

Activo, inquebrantable, viaja, escribe, perora, y anuda amistades. Nobles amistades.

Arribó Hostos a Buenos Aires el 29 de septiembre de 1878. En carta de Valparaíso, Santiago Estrada le ha prevenido que si las riberas del Plata «tienen abrojos, también guardan savia para las buenas semillas». «Y quien por la libertad suspira, no debe olvidar que Buenos Aires fue cuna de la libertad de Sud-América. El hogar de mi padre, mío y de mi hermano tendrá siempre asiento y sombra aparejados para el peregrino de las Antillas».

En El Argentino de José Manuel Estrada, publicó el 31 de octubre y el 8 de noviembre sus primeros dos artículos: Los canales magayánicos, en el último de los cuales evoca el océano Pacifico, que pronostica, «arrullará la cuna de la nueva humanidad». Entonces dejará de mirar hacia el oriente la gran familia que en norte y mediodía, levante y poniente, en ecuador y trópicos, ocupa en buscar y obedecer inspiraciones de otro mundo social e intelectual, el tiempo que debiera emplear en seguir las inspiraciones de la naturaleza.

Antonio S. Pedreira, que para escribir su libro Hostos, ciudadano de América, pudo compulsar el Diario de Hostos y papeles íntimos y correspondencia, consigna que al arribar a Buenos Aires Hostos recibió «el saludo cariñoso de los amigos y desconocidos que le esperaban. Alentador y grato fue aquel recibimiento para quien estaba acostumbrado a la indiferencia». Acá, prosigue la pugna por Cuba, viaja a Río Cuarto y a Rosario; polemiza con españoles. Hubo un conato de duelo en que lo apadrinan y disuaden Guido Spano y José M. Estrada. De la misma fuente biográfica es el dato de haber sido huésped de Mitre en quinta de Belgrano y de haber pronunciado Mitre el discurso en la comida con que le despidieron sus amigos.

Al partir Hostos, hombre sincero, en carta a Mariano Valera, en quien personifica sus gratos sentimientos al país, publicada en La Tribuna el 23 de febrero de 1874, manifiesta: «Acaso a ningún país debo yo la indulgencia cariñosa que éste me ha concedido; pero no será la gratitud vocinglera la que hable por mi labios ». Declara haber recibido una enseñanza «en esta sociedad que sale del dolor por el trabajo». «No había pasado, decía, ociosamente por delante del país, labrador de su destino».  De bruces sobre la ancha página de La Tribuna, con fervor admirativo por la prodigiosa realidad que la Argentina aporta hoy a la civilización americana, he copiado párrafos de esa carta de Hostos. Helos aquí: «El pueblo argentino está en la historia y vino a ella con una fecundísima precocidad. Aun era esclavo y tuvo todas las virilidades de los libres al rechazar victoriosamente una invasión. Era colono y tuvo todas las expansiones de la independencia al conquistarla. Era débil y tuvo toda la osadía de los fuertes al imponerse la misión de pueblo libertador».

«Era apenas nación y ya combatía triunfalmente por salvar el lejano destino de nación. Era una sola ciudad conmovida por la actividad de sus ideas, cuando quiso reducir a su ideal a los elementos menos preparados para comprenderlo».

«Era un ensayo de democracia y tuvo veinte años de constancia para imponer a la autocracia, amparada en la barbarie, la ley de la civilización y la forma definitiva de las organizaciones democráticas. Era un convaleciente de una formidable tiranía y tiene toda la salud de la libertad. Es un recién nacido del progreso, concibe y realiza las ideas más generosas y los hechos más fecundos del progreso».

«Visto por fuera, el pueblo argentino está lleno de promesas. Trabaja como bueno. Es tan osado explorador del porvenir, que, como los anglosajones de América, parece que ha situado su porvenir en su presente».

“Ha suprimido el desarrollo moral de toda vida y de un ímpetu solo se ha colocado desde la infancia vacilante en la temeraria juventud. Fijo un ojo en Europa, otro en América, se explaya allí en propia atmósfera moral e intelectual, señálase aquí el círculo de acción más vasto y más generoso que ambicioso, aspira más a la dirección intelectual que a la política de la raza cuya virtud más poderosa, la expansión, posee en grado eminente».

«Vista por dentro, la República Argentina tiene aún más recuerdos del pasado colonial; en la enseñanza aun corrosiva de sus veinte años de esclavitud política; en la levadura de la barbarie que sus condiciones orgánicas, tanto como su ignorancia de las formas reales de la libertad, hicieron fermentar y mantienen en fermentación latente obstáculos que es necesario separar y que denotan un desnivel peligroso entre la parte de la sociedad culta que se ha apoderado del secreto de su vida y la parte mayor de sociedad inculta que propende a las formas anárquicas en la conducta de la vida». «Este contraste que en cada movimiento de la joven sociedad se patentiza; en cada desarrollo de su fuerza es perceptible; que en la vida parcial de las provincias como en la vida total de la Nación toma formas palpables; que crea dos atmósferas intelectuales, una para el pueblo ineducado, otra para el pueblo que se educa en ese espectáculo del progreso material; este contraste se manifiesta con estallidos de dolor en la misma prensa periódica, servidor leal del pueblo culto en sus diarios más dignos de respeto, servidora inconsciente de la barbarie en sus diarios más dignos de cuidado vigilante».

En carta pública, el día del aniversario de Cuba, ha mencionado al primer magistrado del Perú don Manuel Pardo, a quien envía el impreso. Este, al corresponderle en carta privada, le explica, cómo «antes de tomar una iniciativa oficial» ha pensado estudiar el terreno en las demás repúblicas americanas para ver si acogían o no la idea del Congreso de Plenipotenciarios, para resolver la actitud que convendría a los hispanoamericanos en la presente lucha de España y Cuba, ante la cual si la opinión está completamente formulada en Sud-Améríca, los gobiernos no la han sabido interpretar». «Sólo ha encontrado, agrega, acogida en los chicos, y como Vd. comprenderá sin necesidad de que me detenga en ello, la ausencia de los grandes en una asamblea de ese género no haría ningún bien a Cuba y desautorizaría la iniciativa del Perú y la importancia de las resoluciones que se adopten». Y aconseja esperar, pues «el tiempo es el aliado más poderoso de las buenas causas».

Su amigo chileno Manuel Antonio Malta, le comunica a Hostos desde Santiago sus esfuerzos en pro de la causa cubana, expresándole que ninguno de los gobiernos americanos es bastante fuerte para servirla, renegarla o perseguirla, actitud que es prueba de que «hay una chispa inextinguible, que se conserva y aguarda su época, sus hombres y sus tiempos». Prensa y periodistas, agrega, «no han sabido comprender sus deberes ni su poder en cuestiones como ésta». La palabra austera de José Manuel Estrada, en la página ya clásica La cuestión de las Antillas, interpretó «la conducta de Sud-América en aquel momento en que, a su juicio, ya había pasado el Continente», «por la suma de pasiones, de arrebatos, de odios, de amores frenéticos y de movimientos heroicos por que atravesaban las Antillas»; y por tanto, «las convicciones y leal simpatía del pueblo argentino y del resto de la América Continental, favorables a la causa de los revolucionarios cubanos, no tomarán proporciones tales que puedan determinar una cooperación efectiva a su victoria, ni oficial ni particularmente». «La solidaridad americana, concluyó, es un bello ideal, pero no es una realidad fecunda». En el último párrafo de Estrada, repercutió la vibración argentina concordante con «el calor de la palabra patriótica y potente» de Hostos, con su «estremecimiento en presencia del holocausto que acaba de ser ofrecido en los altares de una deidad implacable». Hostos decidió, tras profunda meditación, ir a Cuba a combatir con las armas. «Yo he venido a la América Latina, le escribió al rector Vicente Fidel López, al declinar su oferta de una cátedra en la Universidad de Buenos Aires, con el fin de trabajar por una idea. Todo lo que de ella me separe, me separa del objeto de mi vida».

ENCRUCIJADA EN LA PEREGRINACIÓN

Acaso no llegaron a destino las dos cartas que Hostos escribió a su padre, una desde Buenos Aires, y la otra desde Río de Janeiro, exponiéndole su resolución y las cuales menciona en la que en abril de 187,4 le ratificó desde Nueva York, que iría a Cuba a «consumar con la acción lo que he predicado con la palabra».  «A pesar de que este paso es perfectamente natural, explicábale, en un hombre que ha tratado de ser tan lógico como yo, no lo daría tan pronto ni en la dirección que llevaré, si las injusticias cometidas con los expedicionarios del Virginias no hubiesen concluido de exacerbar la casi creo funesta pasión de justicia que me domina». En el examen que en ella hace de su vida, apunta: «mi temeraria propaganda, siempre solo y sin recursos, por Colombia, Perú, Chile y la República Argentina; las posiciones, el bienestar y hasta la felicidad que en todos esos queridos pueblos he rehusado por seguir en mi empresa, actos son que los hombres no comprenden, porque los hombres no comprenden el sacrificio de una vida a una idea».

En las impresiones de Santos que Hostos envió a La Tribuna, decía: «Sea posible o imposible la patria americana, yo soy un patriota americano que guiado por el amor a la justicia y aspirando a la absoluta imparcialidad, estudia en la carne viva de estas sociedades el secreto de su vida pasada, presente o venidera, para morir seguro de que alboreará para la humanidad el día de una nueva civilización, y de que ese día tiene por otro el continente en que se funden todas las razas y todas las ideas». Y cuando ya en junio de ese año presiente la frustración de su esperanza heroica, en carta a Guillermo Matta, le confía: «Yo puedo y debo servir a la humanidad, que es más grande que la patria y más capaz de comprenderlo, y estoy resuelto a retirarme a Suiza o a Alemania para convertir en obras perdurables el pensamiento y la experiencia de mi vida, o hacerme de toda América latina en general, y de Chile o Argentina en particular, una patria de mis ideas en la cual pueda vivir olvidado y pensar trabajando y siendo útil».

Persistía Hostos en ir a Cuba, «aunque fuese una locura», como lo escribía; luchaba en New York con la adversidad pecuniaria sin aceptar ayuda de los revolucionarios, ni la del propio Aguilera; cuando sus compatriotas expulsos le llamaron a Puerto Plata, en la República Dominicana, en donde había de encontrar «algunos de los mejores amigos de su vida». Pero el gobierno español, advertido, impidió la realización de sus planes de insurrección en Puerto Rico. Fue su primer contacto directo con Quisqueya, como le placía denominarla. El Pacto del Zanjón, en 1878, terminó la insurrección cubana.

EL  CENTRO  LOGÍSTICO

Eugenio María de Hostos, cuyo matrimonio con Relinda Otilia de Ayala, hija de un emigrado patriota cubano, había bendecido dos años antes el arzobispo de Caracas, establecióse en marzo de 1879 en Santo Domingo, como director de la Escuela Normal, fundada conforme a sus planes pedagógicos.

Desde el descubrimiento, la isla Española había sido el centro logístico del Mar Caribe. La Antilla-centro, la definía Hostos.

La Escuela Normal de Santo Domingo, creada por decreto del presidente provisional Luperón en 1879, había de ser el alma mater del antillanismo. Por eso cuando cuatro años después gradúanse los primeros cuatro maestros normales, en la oración que Hostos pronuncia en su local, que fue otrora iglesia de la Orden Tercera, concluía evocando la escena de una campesina que días antes había entrado a orar entre las risas de los alumnos: «Ojalá que llegue pronto el día en que la escuela sea el templo de la verdad ante el cual se prosterne el transeúnte, como ayer se prosternó la campesina. Y entonces no la rechacéis con vuestras risas, no la amedrentéis con vuestra mofa; abridle más las puertas, abridle vuestros brazos, porque la pobre escuálida es la personificación de la sociedad de las Antillas, que quiere y no se atreve a entrar en la confesión de la verdad».

Aquel ambiente, vigoroso y entusiasta, de tan prolífica tradición cultural y patriótica, era el más propicio para el pensamiento de Hostos. Cuando en 1892, ejerza la docencia en Chile, él lo describirá: «Durante diez años los esfuerzos de la Escuela Normal, del Instituto Profesional, de la Escuela Preparatoria, del Colegio en que el presbítero Billini acogió y secundó la reforma, dieron resultados tan satisfactorios que era necesario ser indiferente a la vida y progresos de una sociedad juvenil para no alborozarse con ella y no presagiar bien de suelo y entendimiento nacional en donde tan corto tiempo de trabajo bastaba para tan pingües resultados».

Esa primera etapa de la obra de Hostos en Santo Domingo, tan fecunda, se truncó cuando, vencidos los movimientos liberales de 1886 y 1888, con fraude en las urnas y por las armas, se inició el poderío omnímodo de Ulises Heaureaux, que duró doce años, hasta la tragedia, acaso única en la vida latinoamericana, en que el dictador defendió arma en mano el poder estructurado con tanta astucia como ambición implacable.

Pedreira, en su biografía de Hostos, consigna que: «siéndole imposible a Hostos toda colaboración con un gobierno ilegal, se alejó el maestro de Santo Domingo, después de haber celebrado con Ulises Heaureaux una larga entrevista, que hasta la fecha ha quedado en el misterio». Como Pedreira ha compulsado los papeles íntimos de Hostos, es obvio que éste no dejó nota de tal entrevista. Más de una vez ha circulado desde entonces la especie en charlas, desde luego de difícil comprobación.

EL  PENSADOR  Y  EL  GUERRERO

Extramuros de Santo Domingo del Puerto extendíase, en dos pedregosas calles en pendiente, la Villa de San Carlos, en donde desarraigados por la insurrección patria se avecindaron pudientes emigrados cubanos que tenían explotaciones de caña de azúcar en el agro aledaño. En lo alto de la cuesta, en la roca viva, la plaza asombrada por higueras silvestres y laureles. En uno de sus lados erguíase la iglesia, sólida, enjabelgada de rojo, y cuyo campanario era, con la Torre del Homenaje, los dos pináculos de aquel Santo Domingo, que contemplado aún entonces a la luz del plenilunio por su arquitectura civil, religiosa y militar, era como la cristalización de una ciudad española del siglo decimosexto.

En esa Villa edificó Eugenio María de Hostos una casita de madera, y allí nacieron sus cuatro hijos dominicanos. Desde ella, podía su mirada espaciarse en la floresta cercana, que flores y frutas pintaban y aromaban, y otear el Mar Caribe, si en las mañanas manso luego al mediodía deshace sus olas en la costa ríspida. En Santiago de Chile, Hostos, no obstante cuanto amaba a Chile, como lo escribía en carta íntima, sentía la nostalgia de esa casita que él no hubiera dejado por palacios, pues afirmaba, «hasta el suelo y el cielo eran propios, pese a los imbéciles que andan disputándole patria al que por fuerza de conciencia se ha incorporado todas las Américas». La consideró Hostos su «hogar completo», en el que sus hijos respiraban «el aire de sus tierras y sus aguas » y en donde, según lo expresaba, podía él solazarse «en el baño de brisa de aquellas nuestras mañanas y aquellas nuestras noches que parecen repetición, mañana y tarde, de las mañanas y las noches de la infancia del mundo, tan puras, tan deleitosas, tan felices son». Esa casita de San Carlos fue su hogar propio, su hogar completo (Hostos subrayó en la carta que estoy citando, las palabras propio y completo) y hubo que agregar que: sus «cimientos tenían parte de su «sudor» y parte de las lágrimas y la sangre con que ha sido destino mío amasar el pan de los míos».

En 1885 llegó a Santo Domingo Máximo Gómez y se avecindó también en San Carlos. Hostos, en artículo publicado en 1881, había escrito que «después de las tres personificaciones malogradas de la revolución, Céspedes Aguilera y Agramonte, ningún otro hombre la personificó tan tenaz, tan viril, tan honradamente como Máximo Gómez». «En cierto modo — añadía—, y a los ojos de aquellos que vemos en la Revolución de Cuba el primer paso de una evolución trascendental, Máximo Gómez fue la personificación más absoluta del propósito recóndito de la revolución»... Y «así cuando un antillano que no es cubano, como Máximo Gómez no lo es, llega a influir tan poderosamente en un momento de la vida antillana tan trascendental como es la evolución hacia la independencia, ningún otro hombre, aun siendo cubano, personifica tan bien como él personifica el recóndito propósito de la revolución». Y, concluía que «desde ese punto de vista, que es el más vasto y desde el que se columbran más vastos horizontes, Máximo Gómez es la personificación más absoluta que ha tenido la revolución de Cuba».

He solicitado si hay entre los papeles íntimos de Hostos referencias o apuntes acerca de sus relaciones de entonces con Máximo Gómez, pues ellas fueron, sin duda, frecuentes, íntimas y de recíproca compenetración. Adolfo de Hostos, su hijo, me dice en carta reciente, «no haber encontrado papel alguno relativo a las relaciones con Máximo Gómez cuando vivían en San Carlos». El guerrero sí expresó en página publicada en La Habana, a la muerte de Hostos, ligarle al pensador: «grandes vínculos de amistad, de cuyo afecto me dio más de una vez pruebas inequívocas en circunstancias difíciles de mi accidentada existencia. Lo mismo que el doctor Betances, era para mí este hombre una especie de mentor alumbrándome el camino con sus sabios consejos y robusteciendo mi fe y mi constancia cuando tratábamos de la redención de Cuba. Un día, no he podido olvidarlo, me dijo estas palabras: «Cada uno por su lado tiene que trabajar y dar duro; tenemos muchas veces, aunque cueste sangre, que abrir campos de claridades. Las evoluciones muchas veces,  envilecen y cuestan más caro; por eso cuando se enarbola la bandera de la justicia y del derecho por las manos esclarecidas del pueblo, es muy menguado aquel que piensa en el fracaso, porque se va derecho al triunfo».

En ese artículo de 1881, en concepto de Hostos, a Máximo Gómez, «no obstante que nadie había tenido la fortuna de militar tan victoriosamente como él en favor del propósito, le tocaría la gloria que merece de terminar la primera meta del camino: la independencia de Cuba». Pero «el dolor que ha de costar el hacerle practicable ese camino», según propias palabras de Hostos, le tocaría a otros, es decir, al antillano o a los otros antillanos «que no nacidos en Cuba y consagrados en cuerpo y alma al triunfo de la independencia de Cuba, habían personificado tan absolutamente como Máximo Gómez el principio esencial, la independencia de las Antillas, que será el resultado histórico de la independencia de Cuba y que hasta más absolutamente que él han personificado él o esos antillanos no nacidos en Cuba el principio y el objetivo de la revolución, pues él o ellos han sido los que han enarbolado la bandera de la confederación que materializa ese ideal». Con este concepto de Hostos coincide Martí, años después, cuando organiza la segunda insurrección cubana con el eje del genio militar y el civismo de Máximo Gómez.

Máximo Gómez, en la página necrológica ya citada, asienta que Hostos por sus ideas políticas pudo muy bien haber descollado como uno de los primeros estadistas de América. «Yo que hablé muchas veces con él en la íntima confianza de la amistad respecto a este particular pude apreciar sus ideas, pero él nunca se sintió inclinado a esa clase de labor aunque encantaba oírlo expresarse tratándose de la independencia de las Antillas, suponiendo incompleto que lo fuera Cuba nada más».

Ante el guerrero, ¿cómo exponía el pensador la concepción que llenó su existencia? ¿Como organización suprema que abarcase a los tres estados insulares? En artículo publicado en Santo Domingo en agosto de 1884, en la gran nacionalidad que vislumbra, caben las tres islas, afines étnicamente, de iguales tradiciones religiosas, políticas, económicas y administrativas, usos y costumbres. Esa gran nacionalidad, concluía, «algún día mediará entre el Norte y el Sur del Continente, como media el fiel en la balanza para ponderar y equilibrar y dar a cada uno lo suyo».

¿Carecía Hostos de temperamento político? Ambición personal no la tuvo. En la carta que escribió a su padre, análisis de su vida a los 35 años, le decía: « Siendo tal vez el hombre más fuerte de mi tiempo, he hecho el mal de pasar por débil, sacrificando a mis doctrinas el poder que hubiera resultado de abandonarme muchas veces a las pasiones que los otros despertaban en mí para obedecerme ciegamente». En los dos países en donde actuó en la madurez, República Dominicana y Chile, se colocó al margen de las controversias locales; pero en su enseñanza abundan las ideas y los medios de fomentar el bienestar colectivo.

Acaso no tuvo la ponderación exacta entre la idea y el acto, entre el sueño y el plan, la virtud ejecutiva, pues, cardinal para el gobierno.

Si no excediese de los límites de esta disertación, sería proficuo espigar en los escritos y correspondencia de Hostos, tales ideas de hombre de gobierno. He aquí un ejemplo de su perspicacia política: en carta de febrero de 1868 dirigida desde Barcelona a don Salustiano de Olozaga, el jefe progresista, Hostos preconiza la creación en España de: «Un partido conservador, un verdadero partido conservador, hijo de la libertad para conservar la libertad conquistada», y le agrega, proponerse demostrar en El Progreso, que publicaba a la sazón: «que los partidos obedecen conscia o inconsciamente, a la lógica de los hechos, que se está en un momento de renovación, que si ésta se realiza y de ella sale un partido liberal, libre de toda antigüedad tradicionalista, y un partido conservador independiente del torpe miedo a la libertad que hasta ahora ha tenido, que si éste se forma por iniciativa del liberal, y con elementos liberales, no será temible a la libertad, la favorecerá, la hará radicar en el país...». Prédica ésta, iniciada en 1865, que también hace constar, «unos no la entienden o afectan no entenderla: «Ciegos de buena fe», comenta, le creían ciego, y jóvenes, hombres experimentados, eminencias consagradas, e inteligencias obscurecidas, todos habían convenido fríamente o desacordado con vehemencia».

Pues bien, cuando en 1876 el golpe militar de Martínez Campos restaura la monarquía, Cánovas del Castillo organiza el Partido Liberal Conservador y la inteligencia de éste con el Liberal que acaudilla Sagasta, por cierto amigo íntimo de Hostos, asegura el régimen, encauza y consolida los progresos políticos en que reposa la fama de estadista de Cánovas del Castillo.

EL  ARROGANTE  HOMBRE  DEL  TRÓPICO

Cuando en 1885 reanudóse en Cuba la guerra de independencia, Hostos, que dirigía en Santiago de Chile un liceo, y profesaba una cátedra en la Universidad, actuó allí como Delegado de la Junta Revolucionaria y escribió al general Gregorio Luperón, expulso entonces en Saint Thomas, incitándole a dirigir «el movimiento de las Antillas que Cuba ha vuelto a iniciar», a tomar «la parte que legítimamente le correspondía como uno de los libertadores de América». «Si no me engaño — expresábale—, ha llegado la hora de un movimiento general y es necesario secundarlo o producirlo». En esa carta insiste en su concepto de que la República Dominicana es «el centro natural y fecundo de reunión, concepción, acción y ejecución de los planes que los antillanos ganosos de asegurar el porvenir de las Antillas pudieran formar».

Luperon murió a poco; pero Hostos, tan pronto pudo vencer las dificultades, entre ellas las pecuniarias, emprendió el viaje con su familia. Mas ¡ay!, llegó a Nueva York dos días antes de que la escuadra de los Estados Unidos triunfante en Santiago de Cuba pusiera proa sobre Puerto Rico. Hostos rehusó participar en la  expedición militar de los Estados Unidos que ocuparía a su patria. Él lo habría hecho, sí, escribió a su esposa, primero: «para aconsejar a los puertorriqueños que recibieran como libertadores a los norteamericanos, y a éstos que reconocieran la independencia de Puerto Rico, y en segundo lugar, habría ido con el inviolable carácter de un patriota, no con el de un agente o guía del gobierno y del jefe americano». Resuelto el gobierno de Washington D. G. a anexar a Puerto Rico, agrega Hostos, «no me queda otra cosa que esperar a que se reúna el Congreso y conseguir de congresales previsores que se opongan a la anexión».

Hostos planteó rotundamente los términos, en un manifiesto; primero, que el gobierno de los Estados Unidos en Puerto Rico fuese temporal; y segundo, que el pueblo de la isla, en plebiscito, expresase libremente su voluntad. «En los Estados Unidos, promulgó, no hay autoridad, ni fuerza, ni poder, ni voluntad que sea capaz de imponer a un pueblo la vergüenza de una anexión llevada a cabo por la violencia de las armas, sin que maquine contra la civilización más completa que hay actualmente entre los hombres, la ignominia de emplear la conquista para domeñar las almas».

Después de organizar en Nueva York la Liga de Patriotas Puertorriqueños, llegó a Puerto Rico tras treinta y cinco años de expatriación, e inició campaña fundada en los principios del Derecho Internacional. Sus compatriotas, que no le respaldaban, aunque le aplaudieran en público, lo diputaron en comisión ante el presidente Mackinley.  Compareció en la Casa Rlanca. La escena la ha pintado a grandes trazos uno de sus compañeros de misión, el novelista Manuel Zeno Gandía, así: « Hostos fue oído como un prócer; hizo volver la cara a las más eminentes personalidades. Mr. Day, Secretario de Estado, escritor, poeta lírico, le llamó el arrogante hombre del trópico»... Dos figuras se mostraron erguidas en el gran proscenio de Washington: William Mackinley, el presidente vacilante... y Eugenio María de Hostos, reclamando con sus compañeros de comisión el reconocimiento de los puertorriqueños a una patria libre, y la sanción de un plebiscito que expresara cuál era su voluntad... Esta comisión a Washington fue el último gesto de Hostos. Fui testigo y declaro que fue inmarcesible».

Al pueblo de Puerto Rico le propuso Hostos la disciplina de una Liga, molde de propia personalidad, para emanciparse, por la escuela y por el trabajo, para estructurar la completa definitiva independencia política. Esta Liga, le escribió Máximo Gómez, en abril de 1899, la tenía «por indispensable para formar el pueblo de Puerto Rico» y «por conveniente para el desarrollo de los pueblos dominicano y cubano, a donde irán, decía, algún día los propósitos y buenas intenciones de la Liga de Patriotas a despertar la idea de una organización metódica de la civilización».

Una vez más el gran luchador se quedó solo, y en ésta, solo en medio de su propio pueblo. A la sazón el gobierno dominicano le llamó para confiar a su sabiduría la organización de la enseñanza.

Reanudó, pues, la fecunda tarea interrumpida once años atrás; pero allí, como en toda la cuenca del Caribe, había que enfrentarse con la anarquía demagógica que desquiciaba a los pueblos frente a las arrogancias del imperialismo. Fue entonces cuando, como postrera manifestación de tan pujante personalidad, irguió el dilema imperativo: ¡civilización o muerte!

LA  REPRESENTACIÓN  DE  HOSTOS  EN  AMÉRICA.

«Los pueblos no miran nunca el carácter de los medios y los esfuerzos que se han hecho para ayudarlos a ser, sólo para los medios fecundos tienen ojos, y no ven ni pueden ver los hechos infecundos». Tal observación, que expuso Hostos en carta al poeta cubano Diego Vicente Tejera, por el olvido del procer Francisco Vicente Aguilera en las fiestas inaugurales de la República de Cuba, habría podido aplicarla pro domo sua. Por verdad tan cruel, ante el cadáver de Hostos, prorrumpió la emoción dolorosa de Federico Henríquez y Carvajal: «¡Oh América infeliz que no sabe de sus grandes vivos sino cuando son sus grandes muertos »!

Vida tan recta, tan honesta, tan fecunda, tan consagrada a los ideales de América, volvía a la tierra dominicana, tan desconocida como los frutos de su sabiduría y de su espíritu: la Moral Social, las lecciones de Derecho Constitucional y la Sociología que sus discípulos dominicanos recogieron y publicaron y que, por la videncia de conceptos, la originalidad ideológica, y la experiencia, cuentan entre las primeras en el pensamiento americano, y por más de un aspecto, sin par. Vida y obra, en suma, que constituyen una sola lección: la que despierta o forja conciencias; la que descubre la verdad para servirla; la que arma con la razón al desvalido; la pasión de justicia que garantiza la dignidad humana, y cuya doctrina es agua viva que fertiliza y fuego que purifica y alumbra. Por el espíritu, Hostos ha triunfado a través de las generaciones y se incorpora de pleno derecho a la excelsa jerarquía humana de los mentores, de los apóstoles, de los libertadores.

En 1928 inícianse en Santiago de Chile, con motivo de reunirse allí la V Conferencia Internacional Americana, las emotivas fiestas en planteles de enseñanza bautizados con nombres de nuestras repúblicas y que custodian los pabellones que simbolizan sus glorias. Presidía el acto el jefe del Estado, con las 18 delegaciones integrantes de aquel Congreso Panamericano, el primero que se congregaba después de la terrible tragedia cuyas consecuencias amenazan ahora mismo los fundamentos de la civilización cristiana.

Designado por la Conferencia para llevar su palabra en el acto, rememoré la obra de Hostos y su significación; y permitidme, pues, que repita en parte mis propias palabras. Dije: «Cuando Eugenio María de Hostos, ligado a ilustres chilenos por hermandad ideológica, vino por segunda vez a nuestra nación, había fundado ya la enseñanza normal en la República Dominicana, había predicado el civismo en la escuela y en la vida, nutriendo moral e intelectualmente a una generación de dominicanos, ésa que ahora sustenta la nacionalidad con inquebrantable vocación, y escrito una de las obras más vastas, sólidas y nobles, nacidas en mente de americano tan grande por la ciencia como por la rectitud y templanza del ánimo». «Hostos era un real ciudadano de América... He evocado el recuerdo de tan perfecto sembrador de americanismo, para presentar a los alumnos de las escuelas de Santiago las banderas de las diecisiete repúblicas que con Chile deliberan en la V Conferencia...»

En Lima, en la VIII Conferencia Internacional Americana, abierta bajo el signo de la batalla de Ayacucho, la batalla de la solidaridad de los pueblos americanos, tuve la fruición de presentar la moción de la delegación de mi patria, que, aprobada por unanimidad, ha ungido a Eugenio María de Hostos, «por su vida y su obra, ciudadano eminente de América».

La conmemoración del centenario del nacimiento de Hostos ha hecho resonar su nombre desde el Pontomac hasta el Río de la Plata: ha erguido su efigie moral e intelectual en el horizonte continental. En la República Dominicana, con el alto auspicio del Generalísimo Trujillo, se ofrendan actos y libros a su memoria venerada. En Cuba se han editado volúmenes en tributo a sus servicios a la independencia de aquella nación. En Chile se prepara edición de los frutos de su intelecto en aquella tierra que también amó tanto. Puerto Rico, la patria irredenta, edita sus obras completas; le ha erigido un monumento en la Universidad de San Juan; ha publicado el tomo Hostos y América y el 11 de enero de este año presentó su busto en mármol a la Unión Panamericana, que al colocarlo en la galería de los Héroes de América, a la vez dejó cumplida la resolución de la VIH Conferencia Internacional Americana, a que antes me referí, la cual recomendó al Consejo Directivo «asociarse a la conmemoración del centenario del nacimiento de Eugenio María de Hostos, con un acto público solemne realizado en su sede, en el que participen representaciones de las repúblicas de América en la forma que ellas decidan ».

Eugenio María de Hostos está ya en el Olimpo de América, con Washington, con Bolívar, con San Martín, con O'Higgins, con Morelos, con Duarte, con Martí, con todos los que con virtud heroica y sacrificio sublime fundaron las patrias americanas. Él, sin embargo, no alcanzó el dolor y la gloria supremos inherentes a la creación de la patria política en ámbito geográfico delimitado. ¿Cuál es, pues, su representación en tan augusta asamblea? La del ideal irredentismo portorriqueño. La del servicio a la dignidad humana. La del pensamiento en brega infatigable para estructurar la civilización americana, como la avizoró en su apasionada peregrinación continental, como la adoctrinó en su pugna para que los pueblos antillanos, libres, prósperos, independientes y soberanos, sean el factor de equilibrio en la civilización de América, que habrá de ser tan prolífica que a todos los hombres asegure el bienestar y la libertad; tan hospitalaria, que en ella quepan todas las razas y todos los credos; tan justa, que satisfaga a plenitud todos los derechos!



[1] Transcripción parcial del Boletín de la Academia Nacional de la Historia, vol. XIII, Buenos Aires, 1940, pp. 339-365.