Ediciones del Cielonaranja
LETRASPENSAMIENTOSANTO DOMINGOEDICIONES MIGUEL D. MENA

LA MISIVA DE POBORSKY /// Maickel Ronzino y Miguel R. Hernández

CUADRO TERCERO

 

(Sara y Guillermo se sientan sobre inodoros. El luce inanimado. Ella pasa gradualmente de un nerviosismo exagerado a una inanimación. Mientras tanto, Alberto, dando tropezones, se prepara para irse, introduciendo algunos objetos en el armario; lo arrastra hacia la puerta, la abre, titubea en salir, la cierra, retrocede con el mueble y se sienta como los otros, quienes no le hacen caso. Ahora los tres están sentados como inanimados: Sara en el centro, y a los lados, un poco más adelante, Alberto y Guillermo. Breve silencio.)

 

Alberto. - Pido perdón.

Sara. - Te perdono.

Guillermo. - Yo también te perdono.

Alberto. - Tú no tienes que perdonarme.

Sara. - Yo también pido perdón.

Guillermo. - Te perdono. 

Sara. - ¡A ti no! (Señalando a Alberto.) ¡A él!

Guillermo. - De todas maneras te perdono, y a mí mismo también.

Alberto. - Nadie te pidió perdón.

Guillermo. - Yo sí.

 

(Pausa.)

 

Alberto. - ¡Pues yo no perdono a nadie!

Sara. - ¡Pues yo tampoco!

 

(Silencio.)

 

Alberto (lentamente, se levanta y se dirige a los otros). - Yo... interpreto... que... (Reflexiona y vuelve a sentarse.)

 

(Silencio.) 

 

Guillermo (lentamente, se levanta y se dirige a los otros). - Yo... me figuro... que... (Reflexiona y vuelve a sentarse.)

 

(Silencio.)

 

Sara (lentamente, se levanta y se dirige a los otros). - Yo... juzgo... que... (Reflexiona y vuelve a sentarse.)

 

(Silencio. Durante el siguiente diálogo, los tres permanecen sentados en la misma postura; hablan como en un letargo. Sara se va excitando gradualmente.)

 

Sara. - Es curioso como nos deshicimos de ella. (Silencio.) Hace años que no tenemos noticias suyas. (Silencio.) Lo raro es que no la extraño. (A Guillermo.) Y tú, ¿la extrañas?

Guillermo. - Tengo hambre. (Advierte que Sara espera su respuesta.) ¿Eh?

Sara (un poco agresiva). - He preguntado: ¿la extrañas? (Reflexiona.)

Guillermo. - ¿Cuándo? 

Sara. - Me avergüenza lo fácil que nos deshicimos de ella. 

Guillermo. - Están gruñéndome las tripas.

Sara (chismosa, pausado y mirando al público). - Apenas llegada su primera menstruación, se embarazó y se amancebó.

Guillermo. - ¿¡Eeeeh!?

Sara (un poco agresiva). - Estoy hablando de tu hija. ¿La recuerdas? (Se queda esperando la respuesta.) ¿Eh?

Guillermo. - ¿Eeeeh?

Sara. - He preguntado: ¿eh? (Permanecen un breve momento mirándose a los ojos; ella agresiva, y él sorprendido sin comprender.)

Guillermo. - Tengo hambre. 

Sara. - ¡Bueno! Supongo que los hijos son ingratos... al menos, eso dicen.

Guillermo. - ¿Hay algo en la nevera?

Sara. - Ni siquiera la quise mucho. Apenas la vi unas cuantas veces. Estaba yo muy ocupada en... en... no recuerdo en qué.

Guillermo. - ¿Hay algo en la nevera?

Sara. - ¿Alguna vez viste nevera en baño? (Pausa.) Con el varón, (Improvisa el nombre.) eeeeh Juancito, fue distinta cosa.

Guillermo (sorprendido). - ¿De qué estás hablando?

Sara (excitada). - Su cuerpecito yace en un frasquito de formol y conserva encendida mi cualidad materna, o si no, gloriosamente asesinado por una noble causa política, sirvió de ejemplo al pueblo y cambió los designios de la patria, (Sollozando.) y, y, y... (Empieza a llorar.) ¡Soy una madre orgullosa! (Llora a gritos.)

Guillermo (se para entusiasmado; aplaudiendo). - ¡Excelente! ¡Bravo! ¡Cuanta fuerza dramática en tus delirios! Y ese puede ser un gran guión. ¡No perdamos ni un minuto!  ¡Vamos tras la fama! ¡El éxito! ¡Hagamos fortuna! ¡Anímate¡ ¡Quién sabe qué suceda!

Sara (entre sollozos). - No puedo seguir viviendo así.

Guillermo. - Cálmate pichoncillo mío. No te pongas triste que me aflijo yo también. (Busca a Alberto, que continúa como inanimado, y se lo recuesta a Sara en las piernas. Solemne.) Ten aquí un hijo. El sirve para el caso.

Sara. - Ustedes son mi familia.

Guillermo. - Bésale que es tu hijo.

Sara (besa tiernamente a Alberto en la frente). - Son quienes yo más quiero.

Guillermo. - Regálale con tu sexo.

Sara. - Quiero que vivamos siempre en armonía.

Guillermo (a Alberto). - Hijo, disponga a gusto de mamá.

Sara. - Usen el baño que quieran, cuando quieran.

 

(A continuación, los tres adoptan un comportamiento grave y solemne.)

 

Alberto (levantando la cabeza). - Mi estimada señora, sería yo un hipócrita si consintiera en continuar en este tierno ejercicio familiar en el que usted y vuestro esposo me queréis involucrar, pues aún frescas se hallan las huellas que me dejaron las palabras tan brutales vuestras. 

Sara (se levanta con vehemencia haciendo caer a Alberto de sus piernas). - No tan brutales fueron como lo fue el comportamiento vuestro, del cual no fueron ellas nada más que merecida consecuencia.

Alberto (irritado, levantándose y sacudiéndose). - Mi muy señora mía, si bien muy cierto es que yo me hallo en circunstancias que no me dejan corresponderos, más con obras que con deseos, al buen servicio que me hacéis, acogiéndome en este baño vuestro e impidiendo que yo viva o muera según al destino se le antoje, también muy cierto es que un ser humano soy, y un ser humano, por más en deuda que pueda estar, requiere de una cierta y determinada dosis de consideración y respeto. 

Sara. - Adorado huésped, ¿no iréis a hacer por los derechos humanos un grito de esto?

Guillermo. - Señor, señora, familia: nuestro intento de restablecer la armonía, si establecida vez alguna estuvo, tropieza con el resistente obstáculo de las inquebrantables voluntades vuestras. Ameritamos pensar en un acto reconciliador: unas vacaciones al océano o a las montañas, la pipa de la paz, una cena, unos rezos en la intimidad de una catedral...

Sara. - ¿¡Una cena!?

Guillermo. - ¡Sí, una cena!

Alberto. - ¿¡Cena!?

Guillermo. - ¡Sí, cena, cena!

Sara. - ¿Una cena he escuchado?

Guillermo. - ¡Sí, una cena habéis escuchado!

Alberto. - ¿De cena habéis hablado?

Guillermo. - ¡Sí, de cena he hablado!

Sara.  - Por fin producís una idea meritoria de hurras y bienaventuranzas. Si alguna razón hay para albergar esta culinaria esperanza, es desvencijar la modorra y la apatía que mora siempre entre nosotros.

Alberto. - Fríamente analizado, de sumo interés no deja de carecer la idea, máxime que podría acercarnos, o al menos echar un balde de agua a la inmisericorde insensatez que en ocasiones varias hemos sido arrastrados..

Guillermo. - Pues todo acordado, sólo nos queda revestir este lugar y revestirnos nosotros con todo el lucimiento y esplendor que la etiqueta y protocolo de rigor señalan, para dar el carácter magistral que reclama la ocasión.

Sara. - Solamente una objeción tengo para haceros. ¿Sobré qué mesa la cena efectuaremos? Porque, ¿alguna vez mesa visteis dentro de baño alguno?

 

(Silencio. Los tres lucen preocupados.)

 

Guillermo. - Remedios debemos encontrar a este percance que nos trae la fortuna despiadada, al asecho siempre de cualquier asomo de felicidad para al punto aniquilarla.

Alberto. - Pues… en todo caso, la mesa sirve como superficie, el piso también.

Sara. - ¡Imposible! Para los almuerzos cotidianos podrá servir el piso, pero para una cena de la envergadura que se amerita, necesaria es la usanza de una mesa. Antes del piso preferiría usar el... la... las... los...

Guillermo. - La... lo... las... ¡El armario! (Sara y Guillermo se abrazan y se disponen a mover el armario de lugar.)

Alberto (aterrado, se abalanza sobre el armario). - ¡Papá! (Sara y Guillermo se quedan sorprendidos observando a Alberto por un breve momento.)

Guillermo. - Vuestro preciado armario, mi buen amigo Alberto, bajo la aprobación y licencia que seguro estoy concederéis, desempeñará un importantísimo papel en el espléndido convite que intentamos procurar.

Alberto (aferrado al armario). - Yo... yo... no puedo.

Sara. - Vamos, responded un sí y al instante mismo prepararemos manjares deliciosos.

Alberto (con carácter didáctico; mirando constantemente al público). - Es cuestión de honor y nostalgias. Este armario ha recorrido varias de mis antecedentes generaciones. Lo utilizó mi abuelo en Andalucía tiempo antes de emigrar a América, la Latina por supuesto. Le fue otorgado como regalo de cumpleaños, sus dieciséis, por parte de mi bisabuelo; señor importante que echó en Málaga raíces, pero quien fuera oriundo de Badalona, Cataluña, España; primo séptimo de los condes Jiménez Barberá de Sabadell, los que en la Península Ibérica fueron importadores grandes de tabaco caribeño. Pero el armario inicialmente le perteneció a mi tatarabuelo, varón fundamental que a la exploración de tierras marroquíes y argelinas dedicó su vida, quien por el armario a cambio dio una cantimplora hecha con piel de oso castellano, y una gran cazuela de dulce de leche con avellanas, en un trueque que con guerreros beduinos hubo realizado. Como podéis ver, el armario posee no solamente un ínfimo valor utilitario, sino también un apreciado valor sentimental, e histórico. (Con pomposidad.) Es el legado de una raza.

 

(Silencio.)

 

Sara. - Justo hubiera sido echar a la fuerza a este malagradecido. ¡Bah! (Escupe al piso y se pone a realizar labores domésticas.) 

Alberto. - Comprendedme por favor. Mancharía la memoria de mis antepasados si rebajara el rango al mueble, de digno armario, a vil mesa. Yo... yo... no puedo.

Guillermo (como dictando una cátedra universitaria). - Amado amigo, no solamente no mancharíais la memoria de los antepasados vuestros, sino que la honraríais. ¡Pero si no existe otro mueble tan fundamental y tan famoso como la mesa! Si no, decidme amigo mío, ¿no es a su alrededor que en las internacionales cumbres, año tras año, acuerdan los Jefes de Estado mutua cooperación, crecimiento y demás pendejadas? (Pausa.) Pero si hasta en mitos y leyendas podéisla encontrar, como el caso es el de esa del Rey Arturo, en cuyo tiempo se instituyó aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la mesa redonda; o también, el de la última cena, celebrada por discípulos y Jesucristo en una larga mesa, según yo me la imagino, como de veintidós pies de largo por cinco de ancho. ¿Habéis leído, Alberto, el libro de Dios?

Alberto. - ¿Dios también escribe libros?

Guillermo. - Quiero decir La Biblia, Alberto, La Biblia.

Alberto. - Ah. El gran best-seller.

Guillermo. - Pues, ¿habéis advertido las innumerables veces que aparecen ahí los vocablos vino y pan, Alberto? ¿Y no esas cosas se asocian con la mesa?

Alberto. - Tal vez tengáis razón. Lo creo, lo creo, sí.

Guillermo. - Pues, mi buen amigo Alberto, eso es todo lo que para deciros tengo sobre la jodida mesa.

Sara. - ¡Ya no aguanto más! (Arrastra el armario hasta el centro del escenario. Le puede poner encima un mantel o cualquier objeto de mesa.)

Guillermo. - Pero pichoncillo mío, hubieras llamado al tramoyista. Bajo el consentimiento de Alberto, por supuesto.

Alberto. - Quiero prestarlo para todo. Me convenciste con eso de los caballeros de la mesa redonda. (Soñador.) Desearía ser caballo. (Relincha.)

 

(Arrastran inodoros para sentarse alrededor del armario.)

 

Guillermo (exageradamente cordial, de pie mientras los otros se sientan). - ¡Bienvenidas las llegadas sean de huéspedes tan excelentísimos!

Alberto. - Dispénsenme, pero, ¿no habré llegado con algún retraso?

Guillermo. - ¡Ha llegado a muy buen tiempo!

Sara (altanera). - A tiempo exquisito me parece a mí.

Guillermo. - Usted también, madame. ¡Ha llegado a muy buen tiempo!

Sara. - A tiempo exquisito me parece a mí.

Guillermo. - ¡Yo seré vuestro anfitrión!

Alberto (levantándose mientras Guillermo se sienta; exageradamente cordial). - ¿Y usted señor? ¿Qué tal se siente usted, señor?

Guillermo. - ¡Bien, bien, muy bien!

Alberto (entre risas). - De humor, quiero decir, no de salud.  

Guillermo (tapándose la boca avergonzado). - ¡Oh, no sabía!  (Reflexiona.) ¡Bien, bien, muy bien!

Sara (a Guillermo). - Tremendamente bien.

Guillermo (a Alberto). - Tremendamente bien.

Sara. - Vergonzosamente bien.

Guillermo. - Vergonzosamente bien.

Sara. - Repugnantemente bien.

Guillermo. - Repugnantemente bien.

Alberto. - ¡La cena!, está servida.   

Sara. - Oh, muchas gracias, pero he bebido multitudes de vasos de agua. Adoro el agua.

Guillermo. - Yo tengo el vientre inflado de vientos. Debo tener comienzo de apendicitis.

Sara. - Ese no es síntoma de apendicitis.

Guillermo. - ¿Ah no? 

Alberto (suspira). - ¡Qué alivio! Yo me pasé la tarde entera merendando sin parar. Deben ser los nervios.

Guillermo. - Pues que el pan sea la palabra.

Alberto. - Degustaremos las palabras.

Sara (parándose muy espigada y pasándose la mano por el vientre). - Y sin ningún riesgo de perder la línea.

 

(A continuación los personajes interpretan roles diferentes, cambiándose los parentescos entre ellos. Ahora Sara es la Madre de Guillermo y Alberto es el Padre.)

 

(Para enfatizar los cambios de roles, los actores pueden utilizar máscaras o pelucas.)

 

Madre (a Guillermo). - ¡Pero tú, sí comerás! ¡Y de ahí no te pararás hasta que te lo hayas comido todo!

Padre (a Guillermo). - Oye lo que tu madre expresa, hijo. Mira que ingresarás a la universidad y los estudiantes deben alimentarse bien.

Guillermo. - Pero padres queridos, apenas acabo de partir del bachillerato y ya quieren que yo entre en la universidad, y me obligan a comer enormísimos pedazos de carne porcina.

Madre. - ¡Cállate! Ahora nada entiendes, pues sólo eres un niño, pero mañana nos tendrás que agradecer. (Afirmando con la cabeza y sonriendo, mientras le pasa la mano a Guillermo por la cabeza). Mañana nos sabrás agradecer.

Padre (empieza a reír). - Sí, contamos contigo para sobrevivir.

Madre. - Eres hijo único.

Padre. - Nuestra única esperanza. (Cada réplica de estas les produce una risa enorme.)

Guillermo (suspira profundamente, da un golpetazo en el armario y se para bruscamente; caminando de un lado a otro). - Pretendo, queridos padres, tomarme unas cortas pero necesarias vacaciones. Tiempo para reflexionar y meditar me es menester para dar orden a las ideas que mi mente aloja. Es cuanto.

Padre. - Pero hijo, tuviste toda la vida para reflexionar. Vacaciones podrás tomar luego de concluir tus estudios superiores, la carrera que sea, y el tiempo no debes nunca desperdiciar.  Recuerda que “el tiempo es oro”.

Guillermo. - Pero papá, apenas parto del bachillerato. Requiero tiempo y vacaciones para pensar bien...

Madre. - ¡Tonterías, sandeces, pendejadas! Reflexionar en demasía es asunto de sabios estériles. Tiempos de globalización vivimos: lo utilitario y práctico se impone, lo fútil y vacuo se desdeña. ¡Mañana levantado a las 5 AM y buscarás los documentos de rigor para tu ingreso en la universidad!

Guillermo. - Pero ni siquiera sospecho qué destino dar a mis días. Por eso exijo tiempo y vacaciones. O vacaciones y tiempo. O tiempo y vacaciones al mismo tiempo. O vacaciones y tiempo en las mismas vacaciones. El orden de los factores no altera la semántica.

Padre. - Hijito mío, creo que tu madre posee la razón, ya que...

Guillermo. - Papá, escúchame. Lo que necesito es...

Madre. - ¡Deja hablar a tu padre, adolescente insolente! ¡Vacaciones, tiempo y reflexión! ¡La santísima trinidad de la vagancia invocas! Más necesitarías orden y progreso, como reza el lema de la bandera brasileña.

Padre. - Josefina Antonia del Villar, háblale a tu hijo con un poco de ternura. Sabes lo sensible y susceptible que es. Se parece un poco a mí.

Madre. - ¡Le hablo como a un hombre que es!

Padre. - ¡Pero aún es un niño! ¡Sólo tiene dieciséis añitos!

Madre. - A esa edad llegó mi padre a la capital a convertirse en contador público autorizado, y vivió en múltiples pensiones, y fue quinielero, chinero en las esquinas, zapatero y corredor de verduras para poder sostenernos a mí y a mis once hermanos de padre y madre, más otros nueve de mujeres distintas que dejó en el campo. A este muchacho se le ha proporcionado demasiado lujo. ¡Que se faje ahora!

Padre. - Insisto. Aún un niño es.

Guillermo. - Querida madre, aún no sé qué hacer con mi vida. Además, para serles franco, yo pienso que eso de universidad no es para mí.

Madre. - ¿Ah no? Entonces, ¿qué es para ti?

Guillermo. - Pues... pues… no lo sé. Por eso me son imprescindibles unas vacaciones, para averiguarlo. Primero, quiero acumular vivencias, quiero conocerlo todo, quiero amar muchas mujeres, quiero viajar por todo el mundo. ¡Quiero ser famoso! Yo podría ser un genio, un santo o un gurú. (Reflexiona.) No. Podría ser un presidente y tener mi propia enana que me barra el frente de la casa. (Reflexiona.) No. Podría ser un nuevo padre de la patria, o un tío nada más. (Reflexiona.) No. Quiero ser artista. ¡Sí! ¡Eso es! ¡Quiero ser un gran artista! (Pausa.)

Madre. - El chico quiere ser un gran artista.

Padre. - Y quiere acumular vivencias.

Madre (estalla en un ataque de risas). - No te preocupes mi hijo, deja todo en nuestras manos. Al fin y al cabo, lo que eres es producto de nuestro trabajo tesonero.

Padre (contagiado con la risa de la Madre). - Y del amor también. (El padre y la Madre ríen estrepitosamente. El Padre continúa riendo mientras transcurren las primeras réplicas que siguen, hasta quedarse como inanimado.)

 

(Cambio de roles. Ahora Guillermo es la Madre de Sara y Alberto es el Hermano.)

 

Sara (alegre, infantil). - ¡Mamá, mamá, soy tan feliz! (Recuesta tiernamente la cabeza del pecho de su Madre.) ¡Soy tan feliz! ¡Y tú, mamá, también debes serlo, porque él me quiere, mamá! ¡Se ha prometido en matrimonio conmigo!

Madre (alegre, abraza a Sara). - ¡Ay mi hija! ¡Qué desolada se va a quedar mi vida sin ti ahora!

Sara. - Estamos juntos en la maravillosa obra de la escuela. El representa a un tal Romeo y yo a una tal Julieta. ¿No es eso emocionante, mamá?  

Madre. - ¡Ay niña loquita! Yo creí que hablabas de Don Chichí. Seré feliz sólo cuando te vea casada con Don Chichí. 

Sara (levantándose disgustada). - ¡Mamá! ¿Cómo puedes mencionarme a ese hombre cuando yo te hablo del amor? 

Madre. - No logro imaginarme cómo estaríamos sin Don Chichí. Otorgarle a Don Chichí tu mano es lo más justo que podemos hacer.

Sara. - ¡Pero si ese hombre me repugna madre! Siempre está insinuándome bajezas. Le tengo asco, madre.

Madre. - Pero tiene muy buenas entradas, y si tenemos un lugar donde vivir y no vivimos como mendigos en la calle, se lo debemos sólo a él. (Reflexiona; melancólica.) Gracias a Don Chichí, tú, tu hermano y yo continuamos vistiéndonos y alimentándonos luego que tu padre falleció. ¡Ay tu pobre padre! ¡Con qué tremenda amargura lo recuerdo! Toda su vida fue un triste estúpido empleado público, y ni un solo de sus compañeros fue a su entierro. Ni yo misma fui. Murió víctima de un desengaño. Cuando el partido político al que fijaba sus esperanzas alcanzó el poder al fin, esperaba un ascenso, pero el pobrecito, lo que obtuvo fue una cancelación.     

Sara. - Mamá, no te pongas triste. Todo entre nosotros va a mejorar. Lo presiento. Mi caballero enamorado y yo conquistaremos los grandes escenarios del mundo con nuestro genio y belleza.

Madre (con mucha ternura). - ¡Ay niña idiota! Eres todavía muy joven para pensar en el amor. Pronto olvidarás toda esa vaina.

Sara (muy entusiasmada). - ¡Oh mamá, te quiero! (Abrazándola y besándola.) ¡Siento que quiero a todo el mundo, mamá! ¡Quiero que sientas la felicidad como yo la siento, mamá! ¡Felices para siempre, mamá!

Madre (apesadumbrada, abrazando y acariciándole el pelo). - ¡Ay Dios mío! ¿Qué dirá tu hermano de esto? (Reflexiona.) Aunque... ¿es adinerado ese tal Romeo?

Sara. - ¡Ay mamita! ¡Qué linda eres!

Hermano (absurdamente severo y sarcástico). - ¿A qué se debe el brote de afecto entre las dos? (Sara lo abraza con fuerza.)

Madre (muy agitada). - ¡Ay!  Es que tu hermana...

Hermano. - ¡Silencio! (A Sara.) ¡Mejor háblame tú, que yo detesto el síndrome de doñas del cual ella padece!

Sara (suspira soñadoramente). - Ay es que… ay hermanito, la maravilla de las maravillas se ha prometido en matrimonio conmigo.

Hermano (a la Madre). - ¿Pero qué le has hecho? ¿De quién habla la niña?

Madre. - No es de Don Chichí.

Sara. - Éramos enamorados de ficción y ahora lo somos de verdad.

Madre. - Se ha enamorado de un tal Romeo y se va a casar con él.

Hermano. - ¿Con quién?

 

(Cambio de roles. Ahora Guillermo es el Padre de Alberto y Sara es la Madre. Ambos le cantan a Alberto “Cumpleaños feliz”. Le aplauden con júbilo.)

 

Padre (entrega a Alberto un pequeño objeto envuelto en papel de regalo con una moña grande). - ¡Felicidades!

Alberto (descubre un preservativo. Lo saca de su envoltura y lo observa desconcertadamente con una sonrisa estúpida). - ¿Papá?

Madre. - Un profiláctico.

Alberto. - ¿Mamá?

Padre (como dictando una cátedra universitaria). -Hijo mío, se le otorga un regalo compuesto por dos elementos que se inter-relacionan. El primero es ese profiláctico, que supongo que sabrá lo que es y para qué. Usted alcanza hoy la mayoría de edad, por lo tanto, ya puede usted votar por los candidatos de su preferencia o fecundar a una hembra de su especie. Dos actividades de extrema trascendencia para el individuo y el Estado. En lo tocante a la preñez, tenga en cuenta que usted aún no es un ente productivo, en vista de lo cual, debe ser cauteloso con la reproducción y con las enfermedades venéreas. ¡Pero no se me vaya a quedar de mojigato, pues buena señal no es! ¡Y si llego alguna vez a confirmar lo que ya temo, entonces prepárese, que lo mato como un perro! No obstante, es precisamente para erradicar ese temor que está el segundo elemento; el más indispensable del regalo. (Silencio.)

Alberto (con la misma sonrisa que se le ha quedado congelada). - ¿Ajá?

Padre (orgulloso). - Usted será entrenado en una casa de citas.

Alberto. - ¿Casa de citas?

Padre (turbándose). - Sí, sí... eeeeh... donde se dan cita los hambrientos. 

Madre. - ¿Los hambrientos?

Padre. - Sí, eeeeh... los que van... eeeh, (Figurando con las manos un cuerpo de mujer.)  por peritas en la materia. 

Alberto. - ¿La materia?

Padre (cada vez más turbado). - Sí, sí, sí... eeeh lo vaginal... lo peneano... eeeh lo orgásmico...

Madre. - ¿Lo orgásmico?

Padre. - Sí, eeeh, cuando yo termino lo mío contigo.

Madre. -¡Aaaaah!

Alberto. - Papá, no puedo creerlo. Apenas puedo hablar. Siempre lo consideré una bestia, pero nunca esperé manifestaciones tan extremas. Mamá, ¿usted lo apoya?

Madre. - Albertico, cumples hoy dieciséis años y jamás se te ha notado interés por mi sexo.

Alberto. - ¡Mamá, eres mi madre! ¡¿Cómo interesarme por su sexo?!

Madre (impacientándose). - ¡No estoy hablando del sexo de mi sexo, estúpido!     

Padre (lascivo, acercándose a la Madre). - Ella se refiere al sexo de ella y yo. 

Madre. - ¡Tampoco a ese sexo!

Alberto. - ¿Al sexo de quién entonces?

Madre. -¡Al sexo de nadie!

Padre. - ¿Pero de cuál sexo hablas?

Alberto. - De algún sexo habla.

Madre. - ¡Sí! ¡Estoy hablando del sexo masculino y del sexo femenino! El caso es que la gente se pregunta en qué pones los ojos, y el motivo está muy bien justificado. Ni una sola sirvienta jamás se ha quejado de que te hayas propasado.

Alberto. - Bueno, lo cierto es que todavía no encuentro a la mujer de mis sueños, a esa que encarne la inocencia y el amor, a la que entregaré mi corazón por su angelical pureza. Y entre las sirvientas suyas no han habido más que mujeres grajosas, altamente plebes y con pelos en los sobacos, madre. (Pausa.)  

Madre. -¡Hum! El muchacho pone en riesgo la reputación del apellido: ¡Jiménez!

Padre. - Y tiene una idea del sexo un poquitito rarísima. De seguir así, se verá obligado a reservárselo sólo para mear.

Alberto. - No estaba hablando sobre sexo. Hablaba del amor.

Madre. - ¿Y no es lo mismo?

Alberto.  - No. El sexo es solamente un accesorio del amor.

Padre. - No. El sexo es soberano e independiente como la República.

Madre. - Tanto el sexo como el amor me aburren. Más importante es el poder adquisitivo.

Padre (lascivo, se acerca a la Madre). - De él depende el sexo que me tiro cuando quiero.

 

(Cambio de roles. Ahora Sara es la Madre de Guillermo y Alberto es el Padre.)

 

Guillermo. - ¡Esto es ridículo! Tengo casi mayoría de edad y los derechos universales del adolescente plantean que...

Madre. - ¡Qué derechos ni derechos! ¡Los únicos derechos los tiene el que provee!

Padre. -  El chico quiere siempre llevarnos la contraria.

Madre. - En mis tiempos, alzar la voz así a los progenitores era motivo de zurras ejemplares.

Padre. -  Cuando recibía el catecismo se cagaba en los pecados capitales.

Madre. - Siempre tuve expectativas muy elevadas de él. Temo quedar defraudada.

Guillermo. - Mamá, hieres mi autoestima.

Padre. - ¡No le digas eso! ¿No ves que él sufre?

Madre. - ¡Pero no! (Se levanta con vehemencia.) ¡Quiero que sea perfecto! ¡Por eso hay que azotarle! (Amenaza a Guillermo con una bofetada.)

Padre. - ¡Josefina Antonia!

Madre. - ¡Josesito, no me detengas!

Padre. - Cuidado Josefina, por favor. No golpees al niño. Ya sabes que se traumatizan fácilmente. Lo leí en un artículo del Reader’s Digest.

Madre. - ¿Golpes? ¿Pero quién propugna por golpes? Sólo pondré las cosas en su lugar. Y tú, muchachito, harás lo correcto, a como dé lugar. Mañana mismo te inscribirás en la universidad y en dos semanas empezarás a estudiar... (Reflexionando.) a estudiar...

Padre. - ¿Medicina?

Madre. - No. El muchacho es débil. Se le contagiarían todas las enfermedades de sus pacientes. Estudiará... estudiará...

Padre. - ¿Agronomía?

Madre. - No. Mi hijo no va a estar metido en el lodazal como un campesino. Estudiará... estudiará...

Padre. - ¿Pedagogía?

Madre. - No, no, no. No es lucrativo. ¡Prohibido que mi hijo eche su vida en los salones de una escuela!

Guillermo. - Estudiaré cine o teatro o algo así. Mi sensibilidad la debo encausar por los linderos del artitismo.

Padre. - ¿Contabilidad?

Madre. -  No. Carece de la pompa que le deseo a nuestro hijo. Además, no quiero ver a mi hijo contándole los bienes a nadie. Que otros se los cuenten a él.

Padre. - ¡Josefina! ¡Yo soy contable!

Madre. - Por eso es que lo digo. Me siento con todo el derecho para hablar de...  ¡Derecho! ¡Eso es! No hay abogados en la familia del Villar. ¡Eso es! Serás abogado. Ese oficio va muy bien con tus inclinaciones. ¡Eso es! Josesito, alégrate: tendremos un jurisprudente en la familia. (Ríe con ganas.)   

Guillermo. - Pero madre, me siento artista.

Madre. - Artista, cine, teatro, ¡bah! Eso es profesión de vagos, gente sin obligaciones.  Nosotros contamos contigo para sobrevivir. Toma eso como hobbie. Pero como carrera, como sustento, ¡NO! 

Guillermo. - Madre, mamá, ma...

Madre. - Serás abogado. Sigamos cenando.

 

(Cambio de roles. Ahora Guillermo es la Madre de Sara y Alberto es el hermano.)   

 

Hermano. - ¿Quién mejor pretendiente que Don Chichí? Un señor ya maduro y rico.

Sara. -  Espera que conozcas a mi caballero enamorado. Te será monísimo.

Hermano (suspira). - Mira... permíteme ponerte al tanto de las cosas. Hemos contraído ineludibles compromisos con Don Chichí, por tanto, te debes casar con él.

Madre. - Pero hijo, si su joven es adinerado, no veo yo por qué no...

Hermano (interrumpiéndola bruscamente). - Nada se sabe de él. Más vale malo conocido que bueno por conocer. Es decir, más vale Jack el Destripador conocido que Mahatma Gandhi por conocer.

Sara (altanera). - Esto se torna un poco intolerable para mi gusto. Me voy.

Hermano (agarrándola violentamente por el brazo; forcejean). - Yo, como el hombre  de este hogar, tengo el deber y la responsabilidad de velar por la integridad moral y física de cada uno de sus miembros.

Sara. - ¡Suéltame, demente!

Hermano. - ¿Quieres abandonar a tu familia, eh? ¿Quieres abandonar a tu madre para irte a quemar un amorío que ningún futuro tiene? Porque, ¿qué puede tener futuro en esta nación?

Madre. - Ay mi hijo, yo ya soy una mujer vieja. Por mí...

Hermano. - Madre, ¡váyase a freír tusas!

Madre. - ¡AYMARIASANTISIMA!

Sara. - ¡Los detesto! ¡Y me parece que también los odio!

Hermano. - Egoísta. Sólo piensas en ti misma y al diablo los demás.

Madre. - No es mala tu definición de egoísta, hijo, aunque algo vulgar.

Sara. - ¡Yo lo quiero!

Hermano. - No sabes lo que dices, muchacha desobediente.

Madre. - Es que está enamorada.

Hermano. - Mamá, ¿cómo permitió que ocurriera todo esto? ¿Todo debo hacerlo yo?

Madre. - Ay mi hijo, yo ya soy una mujer vieja. Por mí...

Hermano. - Mamá, no sabe usted hacer nada bien. (Música trágica. Sara y su Madre se abrazan y lloran.) A tan elevados niveles llega su egoísmo que no permite que comprenda nada. Pues bien, prepara tu equipaje que te marchas. Es preciso enclaustrarte en un lugar bien lejos. En un convento.

 

(Cambio de roles. Ahora Guillermo es el Padre de Alberto y Sara es la madre.)

 

Alberto. - A pesar de ser yo un niño, mi conciencia ya es adulta. Es por eso que la esencia del meollo la capto, ¡rápidamente! Y lo que alcanzo a observar es inadmisible, un fiasco. El mundo ya me apesta y su gente me asquea. Lo quiero abandonar todo. Me quiero ir. Mi postura es radical, aunque guardo mis escrúpulos. (Soñador.) Desearía tanto del amor.

Madre (enérgica). - Representas un grave problema para nosotros. Algo habrá que hacer contigo.

Alberto. - Mamá, usted es detestable. Cuando se decidió a tener un hijo, alquiló un vientre dizque para no perder su figura.

Padre. - Ignóralo. El es todavía virgen.

Madre. - ¡Pues me lo deberías agradecer, porque si no te odiara si hubieras estropeado mi buen estilo de vida! ¿Te parece justo cargar con una horrible y pesada barriga durante nueve meses? ¡La maternidad no me aplastará! ¡Toda mi vida está repleta de actividades y si por alguien tuviera que sacrificar alguna, aunque fuera la más insignificante, entonces no podría ser buena para nadie! La maternidad es tan sólo un aspecto más de mi vida, y ni siquiera uno de los más importantes.

Alberto. - Entonces cometió un error al tener prole.

Madre. - ¡Ingrato! Si no hubieras nacido nunca hubieras tenido la oportunidad de ganar dinero.

Padre (lascivo, acercándose a la Madre). - ¡Ja, ja! Y es muy divertido hacer hijos, (A Alberto.) ¡y usted, prepárese, que será entrenado en una casa de citas!

Alberto. - Papá... es que no puedo.

Padre. - ¡Pues en esta familia los hombres son responsables y decentes!

Alberto. - Pero todavía soy un niño.

Padre. - Pues con más razón, para que se me haga hombre.

Alberto. - Lo tengo como un niño.

Padre. - ¿Eh?

Madre. - ¿Cómo?

Padre. - ¡Déjeme vérselo!

 

(Alberto, de espaldas al público, se baja los pantalones. La Madre y el Padre, sentados de frente a Alberto y al público, se le acercan para observarle el órgano, y luego hacen gestos y exclamaciones de preocupación y decepción.)

 

Madre (al Padre). - ¿Qué te parece?

Padre (a la Madre, preocupado). - Bueno...

Madre. - Dime.

Padre. - No sé.

Madre. - ¿Tal vez?

Padre. - ... Quizás...

 

(Silencio. Los personajes adoptan sus propias identidades. Los tres lucen preocupados y abatidos.)

 

Alberto. - ¡Bueno! Concluida la cena, sólo nos queda defecarla.

Sara. - Hay ocasiones en que la vida es irónica.

Alberto.  - También las hay en que no.

Guillermo. - La hay que tomar con filosofía.

Sara. - Nos cocinamos dentro de la olla del mundo.

Alberto (entusiasmado). - Pero si andamos tan bien encaminados hacia el ocio y la muerte.

Guillermo. - Nada resultó como nos lo pintaron.

Sara. - El porvenir nos amenaza, ¿lo notan?

Alberto (golpeándose rudamente la cabeza con las manos). - Tengo concreto en mi cerebro.

Guillermo. - Las carcomas de mis pensamientos me roen las neuronas.

Sara. - No merezco esta vida, necesito glamour.

Alberto. - Espero mi muerte con impaciencia.

Guillermo. - Si por lo menos ocurriera una tragedia.

Sara. - Nunca puedo tolerar a quien no me tolere.

Alberto. - Nunca pienso lo que digo antes de recordarlo.

 

(Se empieza a escuchar un timbre de teléfono.) 

 

Sara. - ¿Qué es ese sonido? ¿Alguna ambulancia de la ONU o la sirena de la policía londinense?

Alberto. - Creo que es el teléfono. Lo tomaré. (Pausa.) Pero... recuerdo ahora, de manera lúcida y diáfana, que no tenemos teléfono, aunque siempre he deseado uno, ya sea de disco o de teclado, con o sin alambre. Me da lo mismo. (Pausa.) Qué extraño, sigue sonando el teléfono. ¿Saben?, debe ser curiosa la razón por la que no tenemos teléfono, aunque no me preocupa y sigue sonando. Qué extraño. ¿Nunca lo han pensado?  

Guillermo (muy emocionado, se abalanza a la puerta y la abre). - ¡Es... es…! (Deja de sonar el teléfono.)

Sara. - ¿Quién es?

Alberto. - ¿Qué quiere?

Guillermo (toma un sobre que le entregan y cierra la puerta). - ¡Es... es...!

Sara. - ¡Dinos qué quiere quien es!

Guillermo. - ¡Es para mí! ¡Es... es la misiva! ¡La catapulta al éxito mío, tuyo, nuestro, (Al público.) vuestro! Está fechada en París. (Empieza a abrir el sobre desesperadamente.)

Alberto. - ¿Misiva? ¿De quién?

Guillermo (apretando la carta con los puños y elevándola). - De Poborsky. Ha llegado la misiva de Poborsky. (Abriendo la carta.) Seguro los elogios son muchos y de toda índole. (Empieza a leer para sí.)

Sara. - Debe ser una broma. Ningún personaje importante le pondría atención.

Guillermo. - ¡Esto no iba dirigido a mí! ¡No puede ser! 

 

(Guillermo deja caer la carta y se desploma en un inodoro con la cabeza adentro. Sara la toma del suelo, se coloca junto a Alberto y la leen para ellos mismos moviendo los labios sin pronunciar palabra. Después de un breve instante, se empieza a escuchar una grabación de la voz de Poborsky, hablando con un marcado acento extranjero.)

 

Voz de Poborsky. - Saludos estimado signore Guillermo Nuñez del Villar. He leado su carta di entre cienta que riciabo all days. Sorry my españole. Hablo siete lenguas y thirteen dialects, pero right now I am aprendo spañole: I to be in love de una mulatita of your tierra. Me atajó mucho el sello del sobre. Aparte de director, soy también coleciono selos. Permitedma decile diretomente mi motivou per cribil you la misiva. E doloroso, pero enojoso tambén, lo de que le debo decile. Lo quiero e comunicalte e que il suo guione -si saí podé llamárlese- haber servido di ditonante para reactivá una úlcera péptica que dede hace anos no mi molistaba. Il suo guione, caro amico, e vergonzoso. Eperando no ofendele, ni desanimalo, pero il suo guione e bruto, horrible, very bad, ¡une merda, merda! Tal vez I’m be molto strong with you, pero cumplo sólo uno debere del ciníata de salva ja lo cinéfelos di utá. Atentamente, M. Poborsky. Podata: il suo guione no fe del to inútil; mi ha servio per dar fiogo in the chiminea.

 

(Silencio.)

 

Sara. - Me consuela el dolor ajeno.

Alberto. - Y el mundo se hace mejor para vivir.

Sara. - ¡José Reyes SI que compuso un BUEN himno!

Alberto. - And we make all your dreams come true!

Sara. - ¡Cuántas posibilidades tiene el mundo!

Alberto. - ¡Y nosotros ninguna!

Guillermo (levantando la cabeza del inodoro). - Quiero algo, quiero escapar. (Se levanta y se dirige lentamente al pequeño baño del fondo.)

Sara. - No puedes. Los tres ya somos prófugos.

  

(Lo que sigue va muy rápido y superpuesto.)

 

Alberto. - Si cuando ande en valle de sombra de muerte se me presenta...

Sara. - El modo de pretender que a mi entender...

Alberto. - ... un medio como inglés asustado tras el emblema de...

Sara. - ... una vida technicolor que la felicidad pospuesta...

Alberto. - ... su sangre ahumada, no será buen día.

Sara. - ... hasta que la muerte depare la... perdí el hilo.

Alberto (a Guillermo). - ¿Porqué no dices nada?

Guillermo. - No tengo texto que decir. 

Sara (entre dientes, con sonrisa fingida, disimulando ante el público). - ¿Qué estás diciendo? Acuérdate que sí.

Alberto. - A la cuenta de tres te acuerdas y lo dices. Uno, dos y... tres.

Guillermo (con acento argentino). - No es porque yo sepa o me crea que sé esto, che. No. Es justamente porque no sé qué sé o qué creo saber por lo que lo digo. Justamente.

Alberto. - Hay que tener fe en la eficacia de la sugestión.  

Sara. - Yo siempre tengo fe.

Guillermo (dentro del pequeño baño del fondo, grita desesperadamente). - ¡AGUA!

 

(Alberto y Sara se miran con terror, se acercan y se dan un beso en la boca y, como si les supiera mal, hacen muecas, escupen y se limpian las bocas con los brazos y las manos.)

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