Ediciones del Cielonaranja
LETRASPENSAMIENTOSANTO DOMINGOEDICIONES MIGUEL D. MENA

LA MISIVA DE POBORSKY /// Maickel Ronzino y Miguel R. Hernández

PERSONAJES

Guillermo

Sara

Alberto

Interior de un baño, con algunos inodoros, lavamanos y duchas. En el fondo y al centro, otro baño, pequeño, con un solo inodoro, un solo lavamanos y una sola ducha. En el fondo y a la izquierda, una puerta. Adelante y a la izquierda, un armario. 

CUADRO PRIMERO

(En el fondo a la derecha, frente a un tocador, Sara, sola en escena, juega a ser actriz: interpreta a Blanche Dubois de “Un tranvía llamado deseo”, con un humor alegre y delirante. Hay algunos vestidos traposos tirados a su alrededor. El tocador puede ser real o imaginario.)

Sara. - Blanche ha bebido sin parar desde que Mitch se fue. Se apodera de ella una alegría histérica. Y ahora me coloco la tiara de piedras preciosas sobre la cabeza, ante el espejo del tocador. ¿Cómo está mi hermana? (Habla excitadamente como ante un grupo de admiradores.) ¿Qué les parece si nos vamos a nadar, un baño de luna en la vieja cantera? (Riendo.) Si es que hay alguien lo bastante sobrio como para conducir. ¿Y el bebé? Es lo mejor para detener el zumbido en la cabeza. Pero tengan cuidado al bucear en lo profundo. Si se dan con una roca no salen hasta mañana. Stanley entra en la cocina estrellando la puerta. Está bebido. ¿Quieres decir que nos quedaremos solos toda la noche?

(Alberto asoma la cabeza desde dentro del armario. Sara reacciona ante él tomándolo como Stanley.)

Sara. - Oh, es verdad, recibí un telegrama de un viejo admirador.  

Alberto (un poco irritado). - A pesar de tantos diálogos, costosas terapias, fastidiosas tertulias, además de gratificantes partidos de dominó; a pesar de todo continúas insultándome con tu obstinación. 

Sara. - Me invita a un crucero en yate por el Caribe.

Alberto. - Observa lo que dices. Te deleita echar la vida por la borda y enaltecer la ficción. ¿Hablas de yate? ¿Crucero? ¿Caribe? ¡Mírate! ¡Mírate ahí!   

Sara. - Respiraré los aires de la mar océana.

Alberto. - Te quedas en puro gesto simulado, y para colmo, manteniéndote sin ver por la ventana a los vecinos forasteros.

Sara. - El señor Shep Huntleigh es un viejo galán mío.

Alberto. - Los galanes no existen en nuestro mundo.

Sara. -  Durante mi último año de colegio fuimos muy amigos.

Alberto. - Sé concreta.

Sara. - Me lo encontré en Biscayne Boulevard.

Alberto. - ¿Pero por qué esa testarudez que te ciega la razón?

Sara. - Entonces, justamente ahora, este telegrama.

Alberto. - ¿Cuántas veces no te dije que prefería ensalada verde a las doce? (Afligido.)  y nunca hubo más que excremento de lagarto sobre la mesa que jamás compramos.

Sara. - La disyuntiva es el ajuar.

Alberto. - Y para colmo, ése, tu marido, bufón sin auditorio, incapaz de nada creativo o  útil.

Sara. - Seré agasajada con elegancia. Justamente cuando pensé que mi suerte estaba echada a perder.

Alberto. - Nunca he podido soportar a un tipo así, y haciendo gala conmigo de su  altruismo mediocre. Si me encontrara yo en condiciones ordinarias lo hubiera despreciado a mi antojo, escupido la cara, pisado los pies y maldecido su nombre.  (Compadecido.) El pobre.

Sara. - Este hombre es de Dallas, donde el oro sale a chorros de la tierra.

Alberto (reflexivo). - Aunque eso de condiciones ordinarias es una ilusión de tiempo extremadamente breve. Lo corriente y común de hoy, en un momento del ayer, fue algo inadmisible, extraordinario.

Sara. - Oh. Cuando pienso en lo divino que será tener un poco de privacidad, podría llorar de alegría.

Alberto. - Entonces  llega uno a una edad en que el mundo no le encaja. A veces pienso que el promedio de vida debería ir disminuyendo.

Sara (improvisando con agitación). - Este hombre es un caballero y me respeta. Lo que quiere es mi compañía. Las grandes riquezas suelen traer soledad a la gente, y una mujer culta, inteligente y de finos modales, puede enriquecer la vida de un hombre enormemente. La belleza física es una posesión transitoria, pero la belleza de la mente y la riqueza de espíritu y la ternura del corazón -y yo tengo todas esas cosas- no se pierden, crecen con los años.

(Alberto muestra gestos y actitudes lascivas que irán en aumento al transcurrir este monólogo.)

Alberto. - Bueno, para hablar, ya se habló mucho. Estamos solos aquí.  (Pausado; insinuativo.) Solos tú y yo, Sara. Desnúdate y entremos al armario.

Sara. - Qué extraño que me llamen una mujer abandonada, cuando yo tengo todos esos tesoros en mi corazón. (Suspira.)

Alberto. - Pierde cuidado. Mis intenciones no son más que eróticas.

Sara. - Me considero a mi misma una mujer muy, muy rica. ¡Pero Stanley, he sido una tonta derrochando mis perlas ante un cerdo!

Alberto. - ¡Ni Stanley ni cerdo! ¡Sí Alberto y hombre! ¡Y para más señas masculino, varón, macho, deseoso y carnal! ¡Entremos al armario!

Sara. - ¡Cerdo, cerdo! Y lo digo también por tu amigo, el señor Mitchell.

Alberto. - ¡Eres perversa, sádica!

Sara. - Vino a verme esta noche. Me repitió calumnias, historias viciadas que tú le contaste. Lo puse de patitas en la calle.

Alberto. - A pesar de la espesura de mi baba y de mi falo incontrolable, continúas con tu juego, relegándome al fondo de tu espectáculo público. ¡Entremos al armario!

Sara. - Pero luego volvió, con un ramo de rosas, implorando mi perdón. Entonces le dije, gracias, pero estuve loca al pensar que nos podíamos adaptar el uno al otro. Pues, adiós para siempre, amigo mío. Y que no queden malos sentimientos.

Alberto. - Estrujas tu arrogancia y vanidad en mi cara, y pretendes que yo me cruce de brazos.

Sara. - Oh. 

Alberto. - ¡Pues no soy perro faldero!

Sara. - ¡Oh!

Alberto. - ¡Ni oso amaestrado!

Sara. - ¡Dios mío!

Alberto. - ¡Soy un hombre testiculado y escrotado, por lo que demando ser atendido como tal!

Sara (ansiosa, finge tomar un teléfono). - Operadora, operadora. Deme la Western Union, ¿Western Union? Yo quiero... anote este mensaje: “En situación desesperada.  ¡Ayúdenme! ¡Estoy atrapada! ¡Caí en una tram...!” ¡Oh!

Alberto (aproximándose a Sara, decidido a tomarla violentamente). - ¿Por quién me tomas?

Sara (se aleja y adopta una postura como si estuviera acorralada). - ¡No vengas para acá!

Alberto. - ¡Atención, amerito atención!

Sara. - ¡Oh!

Alberto. - ¿Te crees una reina engreída y yo tu idiota siervo, eh? ¡Ja!

Sara. - ¡Déjame salir!

Alberto. - ¡Entremos al armario! ¡Ya!

Sara (indicándole un sitio alejado). - ¡Tú párate allá!

Alberto. - ¡Eres una mujer, y una mujer no va a ser nunca jamás, siempre y cuando lo continúe siendo, por mucho que se esfuerce o rece, ni mucho más ni mucho menos y en resumidas cuentas, nada más que una mujer! ¡Así como un helicóptero jamás va a ser nada más que un helicóptero! (Avanza hacia ella.)   

 Sara (retrocede y hace un gesto de desmayo). - ¡Aléjate! ¡No des otro paso o te… algo terrible va a pasar! ¡Te lo aseguro!

Alberto (agitando los brazos con violencia). - ¡Ven acá! ¡Entremos al armario!

Sara. - ¡Te lo advierto, no lo hagas, estoy en peligro!

Alberto (avanza más hacia ella. Sara lo encara con un cepillo de inodoro). - Si prefieres, yo entro primero y tú después. Me da lo mismo.

Sara. - Te lo puedo incrustar en la cara, y lo haré si tú...

Alberto. - O si no, tú primero y yo después, como sea que tú quieras. El quid está en que entremos al armario. ¡Entremos al armario!

(Alberto intenta agarrarla. Sara le tira con el cepillo pero no le pega. El la agarra por el brazo y luego la abraza fuertemente.)

(Entra Guillermo. Luce embelesado. Trae unas cantinas y un maletín.)

Alberto (calmado repentinamente, con desprecio). - Mira quién llegó; ése.

Sara (calmada repentinamente, lamentándose). - Ahí está. Como siempre, nunca deja de llegar.

Alberto. - Y ni siquiera dice nada. (Observa a Guillermo con aire científico.) Observa la expresión del rostro; no es más que vil y putrefacto reflejo de tubérculo. (Observando a Sara con lujuria.) Ciertamente algunos hombres tienen suerte. 

Sara. - ¡Basta ya! Mirarme con decoro deberías, no con esa cara deformada por las bajas pasiones. (Observa a Guillermo.) Tienes razón. Creo que ni se ha percatado de nuestra presencia. (A Guillermo, gritándole al oído.) ¡Guillermo! ¡Guillermo! ¿Me oyes? ¿¡Me oyes!?

Guillermo. - ¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Alguna huelga, quema de gomas o fusión de la isla?

(Alberto y Sara van sacando platos, cubiertos, manteles, vasos, etc., que colocan en el piso a manera de picnic. Guillermo permanece observándolos sin comprender.)

Sara (suspira). - ¡Qué susto! Pensé que el lar se quedaría sin proveedor.

Alberto. - ¡Pero qué bueno que llegó! Ya me daba hambre.

Sara. - Ya empezaba a darme hambre. (Toma las cantinas que trae Guillermo.) ¡¿Y los alimentos?!

Guillermo. - Bueno, yo... eeeeh. (Tose.)

Sara (con rabia reprimida). - ¡Los alimentos!

Alberto (afligido, agarrándose el vientre). - ¡Los alimentos!

Guillermo. - Sí, eeeeh... mira. Traje esto. (Guillermo intenta tomar las cantinas, Sara las aparta violentamente y van a parar al suelo haciendo un gran estrépito.)

Sara. - ¡Están vacías!

Guillermo (con temor). - Sí, mira, te explico, lo que pasó fue lo siguiente; permíteme exponer, lo acontecido fue, fue, fue... No los traje.

Sara. - Luego de la notaría, ¿no fuiste por los alimentos?

Guillermo. - No pude. Tuve mucho trabajo.

(Sara se pasea por el escenario interrogando a Guillermo con aires de Sherlock Holmes, mientras él permanece pasivo, mostrando una turbación que irá en aumento. Alberto, con mucha elegancia, observa las cantinas que han caído al suelo, camina hacia ellas, recoge una, la voltea, la sacude, la huele, le entra un dedo, se lo observa, se lo huele y se lo lame.)

Sara. - ¿Sí? ¿Y cómo fue tu día?

Guillermo. - Nada, nunca ocurre nada. Aburrido igual. Bastante interesante como siempre. Muchos divorcios como de costumbre y muchas más declaraciones de nacimientos.

Sara. - Claro. Es más lo que la gente nace que lo que se divorcia.

Guillermo. - No está de más probarlo todo. 

Sara. - Muy bien. Como eres tú quien trae el pan a casa, debes buscar, en todo caso, lo más rentable.

Guillermo. - Así es, mi vida.

Sara. - ¡Invariablemente! Tú sabes muy bien lo caro que se ha puesto todo. Cualquier cosa cuesta nueve y media vez lo que costaba antes.

Guillermo. - Lo sé muy bien, cariño.

Sara. - ¡Y yo no soy mujer de estar empleada! Tú lo sabes.

Guillermo. - Claro que sí, mi cielo.

Sara. - Y a Alberto, ¿no lo vamos a abandonar a la pobreza?… El está negado a trabajar, y por más que trabajara, viviría pobremente.

Guillermo. - Por supuesto que no, mi corazón.

Alberto (al público, con prepotencia). - El no trabajo es mi forma de entender la vida.

(Silencio.)

Sara. - Hablemos de algo, que me aterra el silencio. Hace que uno reflexione sobre las cosas y hasta podría llegar a verlas como son. (Los tres hacen gestos de repugnancia.)

Guillermo. - ¿De qué quieres hablar?

Sara. - De algo que no importe... de ti... de tu trabajo. ¿Divorciaste a alguien conocido?

Guillermo. - He divorciado... divorcié... hube de... divorciar... oh, eh, oh, eh...

Alberto. - ¡Es increíble que les den el exequátur a hombres de su calaña!

Guillermo. - ... a tu madre.

Sara. - ¿A sí? ¿Estaba ella casada?

Guillermo. - Lo estaba, sí.

Alberto (con aires de Sherlock Holmes). - ¿Con quién?

Guillermo. - Con un tal fulano de tal.

Alberto. - ¿Quién es fulano de tal?

Guillermo. - Un fulano de tal.

Sara. - ¿De qué raza era?

Guillermo. - Era jabado más bien.

Sara (entusiasmada). - No me lo cuentes. Cuéntame.

Guillermo. - No tenía ni frente ni pescuezo, y en lugar de nariz tenía una cresta de gallo.

Sara. - Sospecho quien será, pero tu descripción es vaga y carente de estilo. No sospecho quién será.

Alberto. - Sin embargo, las señales trajeron a mi mente la imagen de alguien que no reconozco.

Sara (despectiva). - ¡Hum! Hombres…

Alberto. - Es ese hombre que, según dicen, dizque para enamorarla recurrió a un hechicero haitiano que dizque que...      

Sara. - ¡Ay no! ¡Que en este lugar no se diga nada que no esté basado en la dialéctica aristotélica! (Pausa.) ¿Pero estás seguro de que era mi madre a quien dejabas en las garras del divorcio?

Guillermo. - Tan seguro como que recito un texto. Ella era, en carne, hueso y gases.

Alberto. - ¿Pero no era con un médico naturista que estaba ella casada?

Sara. - Ese murió sentado en el toilét mientras realizaba un esfuerzo sobrehumano. Sufría de estreñimiento y del corazón correlativamente. (Pausa.) ¿Pero por qué ella no me habrá invitado a su enésima boda?

Guillermo. - Re-cuer-do que... me di-jo que... no te invitó porque él es maestro constructor, y como a ti no te simpatiza el proletariado, ella pensó que...

Sara (interrumpiéndolo). - ¡Improbable! ¡Ridículo! Cierto es que repruebo su falta de gusto ante lo viril y escenográfico, pero ella siempre me invitó a sus nupcias.

Alberto (chismoso). - ¡Pero a ella no le duran nada los hombres! (A Guillermo.) Ese maestro constructor, ¿es el mismo hombre que para enamorarla recurrió al hechicero haitiano?

Guillermo. - Eeeeeh... ¡Sí! ¡Ese mismo!

Alberto. - ¡Miente! ¡Ese hombre no existe! No fue más que treta para descubrir el valor de verdad de su mentira. Ahí tienes tu embustero.

Sara. - ¿Estás mintiéndome?

Guillermo. - Sara... ¿Qué preguntas?...

Sara. - ¿Lo estás?

Guillermo. - Sarita... yo...

Alberto. - Sabía que mentía.

Guillermo. - ... No... incapaz...

Alberto. - Sólo expresa estupideces.

Guillermo. - Mentir... a ti...

Sara. - ¡Dilo!

Guillermo. - ... Jamás... no...

Sara. - Di ya qué hacías, dónde y por qué lo hacías. 

Guillermo. - Verdad... digo... Saritita...

Alberto. - ¡Confiesa!

Sara. - ¡Admite!

Alberto. - ¡Reconoce!

Sara. - ¡Sincerízate!

Alberto. - ¡Desembucha!

Sara. - ¡Habla!

Alberto. - ¡Habla!

Alberto y Sara. - ¡Hablaaaaaaaaaaaaa.....!

Guillermo (desesperado). - ¡Poborsky! ¡Poborsky!

(Alberto y Sara se miran, miran a Guillermo, se vuelven a mirar y otra vez miran a Guillermo, esperando explicación.)

Alberto y Sara. - ¿Quién?

Guillermo. - M. Poborsky, realizador checo radicado en París. Uno de los grandes del cine contemporáneo. Aclamado en Cannes, venerado en Venecia y anhelado en Hollywood. Ese es M. Poborsky.

Sara. - ¿Y?

Alberto. - Sí, ¿y?

Guillermo. – Que estaba en el correo buscando la misiva que espero hace meses, pues le mandé un guión para que me dé su visto bueno. Con su apoyo y algo de capital podría yo triunfar como cineasta, y tú, oh Sarita, volver a la gloria que te corresponde.

(Alberto y Sara se quedan sorprendidos mirando a Guillermo por un breve momento.)

Alberto. - ¡Vaya, vaya, vaya! 

Sara. - ¡Ay ¡ ¡Otra vez!

(Mientras transcurre el siguiente diálogo, Sara empieza a realizar labores domésticas: puede recoger las cantinas, los vestidos traposos, guardar los objetos de mesa que están en el piso, barrer, fregar los inodoros y los lavamanos, trapear, etc.; todo esto realizado compulsivamente, exclamando quejas de angustia ante las explicaciones de Guillermo.)

Alberto. - De notario a cineasta. Una transición lógica. 

Guillermo. - Dejaré de ser el simple notario especializado en asuntos de divorcio cuyo nombre a nadie le interesa recordar. Tanto tiempo llevo siendo un aplauso perdido entre la muchedumbre. Ahora seré alabado, festejado, glorificado y santificado, y en boca de la fama moraré por largos días. (Se persigna.)

Alberto (atento al armario). - Se aflojó esto. (A sí mismo.) ¿Dónde estarán los clavos y el martillo? (Busca clavos y martillo y se pone a reparar el armario; martilla fuertemente, tira las herramientas sin cuidado, etc., produciendo gran ruido y alboroto.)

Guillermo. - Siempre he sido un cineasta cuya fama es ignorada. Es porque no se han conjugado las condiciones exactas que me eleven al nivel que correspondo.

Alberto. - Lo noté a leguas.

Guillermo. - Cuando yo me dispongo a plasmar en papel el zumo de mi ingenio, es férreo el rigor al que he de someterme. Tengo ideas geniales, pero debo ir al bufete y se me olvida todo. Debo dejarlo. Interfiere con mi genio.

Alberto. - Sí, sí, se comprende. Explícame, explícame.

Guillermo. - Me siento ante el escritorio. El tiempo se diluye y en el papel, algunas sílabas sin sentido. El pensamiento no es de mi propiedad. Debo amaestrarlo, pero es demasiado silvestre. Al final, algunas hojas garabateadas para tirar al zafacón. Duelmo. Duelmo. Entonces recojo de la basura el esbozo de la obra maestra que, sin yo advertirlo, estaba germinando. Retoco aquí, añado esto acá, todo con la pulcritud que me caracteriza, y listo.

Alberto (cauteloso, llevándose una mano a la oreja como para escuchar mejor). - Me parece oír los gritos de la fama. (A sí mismo.) ¿Habrá tornillos y chinchetas? (A Guillermo.) ¡Ah! Deben ser admiradores que te aclaman.

Guillermo. - Pienso en una alternativa anti-irracional de cine, pero sin abandonar la irracionalidad. Así evitaríamos cualquier sentido lógico o ilógico, irracional o racional, sensato o absurdo, irrealista o realista, etcétera o inetcétera, etcétera o inetcétera…

Alberto. - ¿Un cine etceteriante?

Guillermo. - Quiero hacer un cine sin contenido, pero que muestre la vida real del hombre de hoy... ¡Ah!, y de la mujer también. ¿Qué quieren? ¿Qué buscan? ¿Quiénes son? ¿Hacia dónde van?

Alberto. - ¿Un nuevo realismo en cine?

Guillermo. - Pero mientras lo real sea utópico.

Alberto. - ¿Folclórico?

Guillermo. - ¡Exactamente! Le quiero devolver al cine la gloria arrancada en estos años de su apogeo. Claro que el alto costo de las producciones cinematográficas no hace factible el desarrollo de una propuesta como la mía, por lo que ya he pensado en un cine de muy bajo presupuesto y de gran esparcimiento, que no requiera de técnicos ni distribuidoras, ni salas de cine, ni guión, ni celuloide ni nada. Por supuesto, de críticos sí. De modo que evitaríamos cualquier encasillamiento audiovisual, penetrando directamente al vacío.

Alberto. - Sí, en cierto modo, un encasillamiento auditorial. Es evidente.

Guillermo. - El espectador vería en la pantalla el reflejo de su propia inexistencia. Y hasta el rechazo rechazaremos.

Alberto (a sí mismo). - ¿No habrá aquí un clavo más grande? (A Guillermo.) ¡Mis felicitaciones prematuras!

Guillermo. - Sólo un aspecto me inquieta: la realización práctica de este cine.

Sara (deja de limpiar; iracunda). - ¡Nunca antes había escuchado algo tan estúpido, banal e imposible como lo que de tus labios he escuchado! ¿Guión, París, cine, gloria? ¡Eso me correspondería a mí en todo caso, si los productores no me hubieran olvidado priorizando a jovencitas imbéciles con senos de silicón y vaginas alquiladas al mejor postor! ¡Pero a ti, bestia diplomada, no te corresponde decir esas cosas! 

Guillermo. - Pero Sara, no juzgues de esa manera. Cuando llegue el guión con las notas y comentarios que he pedido al maestro Poborsky, te darás cuenta que será la catapulta de tu nuevo reinado en celuloide.

Sara. - Todos tus amigos son notarios exitosos. Todos tienen familias ejemplares que viven en una habitación bien grande, mientras que nosotros vivimos en un ¡BAÑO! Alberto, ¿tú no crees que Guillermo puede ser un funcionario fascinante? (A Guillermo.) ¿Qué más debes desear?

Guillermo. - Sarita, pero si quiero dar al nuevo siglo el nuevo paradigma de las artes. Es mi único fin en la vida.

Sara. - Siento ya una tremenda náusea que me han dado tus disparates. ¡Cineasta, cineasta! Entendería bien si fuera un hobbie, ¿pero de ahí a hablar de guión? ¿Y no traer los alimentos? Y peor aún, ¿de involucrarme a mí en tus canalladas que pretendes llamar  ARTE? (Tira papeles a los pies de Guillermo.) ¡Ahí están las actas, los certificados, los contratos; de divorcio, de nacimiento y notariales! ¡Ocúpate de ellos! ¡Ten tus baratijas! ¡Aquí la única diva soy yo! ¡Toma tus papeles! ¡Tómalos! 

(Alberto danza por todo el escenario lanzando confeti. Guillermo se tira al suelo como un energúmeno sacando sellos de todas partes: de los bolsillos, de las medias, de los zapatos; pegándoselos a los papeles con saliva. Grapa los papeles, les pega el sello gomígrafo compulsivamente y repite en voz alta):

Guillermo. - ¡Misiva a Poborsky, correspondencia a París, también a Praga por si está visitando a sus compatriotas, sellos, actas legalizadas, procesos judiciales, sobornos a los jueces de instrucción, cartas al maestro, guiones, Poborsky, recomendaciones, debut, festivales, Palma de oro...!

Alberto (al mismo tiempo). - Tonto, pillo, absurdo, idiota, incapaz, imbécil, menso, tarado, estúpido...

Sara (al mismo tiempo). - Estúpido, menso, imbécil, absurdo, pillo, idiota, incapaz, tonto, tarado…

(Una música estridente irá aumentando de volumen hasta ahogar las voces mientras se apagan las luces gradualmente hasta quedar el escenario oscuro.)

CUADRO I
CUADRO II
CUADRO III
CUADRO IV

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