PERSONAJES
Guillermo
Sara
Alberto
Interior
de un baño, con algunos inodoros, lavamanos y duchas. En el fondo
y al centro, otro baño, pequeño, con un solo inodoro, un solo lavamanos
y una sola ducha. En el fondo y a la izquierda, una puerta. Adelante
y a la izquierda, un armario.
CUADRO PRIMERO
(En
el fondo a la derecha, frente a un tocador, Sara, sola en escena, juega a ser actriz:
interpreta a Blanche Dubois de “Un tranvía llamado deseo”, con un
humor alegre y delirante. Hay algunos vestidos traposos tirados
a su alrededor. El tocador puede ser real o imaginario.)
Sara. - Blanche ha bebido sin parar desde que Mitch se fue.
Se apodera de ella una alegría histérica. Y ahora me coloco la tiara
de piedras preciosas sobre la cabeza, ante el espejo del tocador.
¿Cómo está mi hermana? (Habla excitadamente como ante un grupo
de admiradores.) ¿Qué les parece si nos vamos a nadar, un baño
de luna en la vieja cantera? (Riendo.) Si es que hay alguien
lo bastante sobrio como para conducir. ¿Y el bebé? Es lo mejor para
detener el zumbido en la cabeza. Pero tengan cuidado al bucear en
lo profundo. Si se dan con una roca no salen hasta mañana. Stanley
entra en la cocina estrellando la puerta. Está bebido. ¿Quieres
decir que nos quedaremos solos toda la noche?
(Alberto asoma la cabeza desde dentro del armario. Sara
reacciona ante él tomándolo como Stanley.)
Sara. - Oh, es verdad, recibí un telegrama de un viejo admirador.
Alberto (un poco irritado). - A pesar de tantos diálogos,
costosas terapias, fastidiosas tertulias, además de gratificantes
partidos de dominó; a pesar de todo continúas insultándome con tu
obstinación.
Sara. - Me invita a un crucero en yate por el
Caribe.
Alberto. - Observa lo que dices. Te deleita echar la vida
por la borda y enaltecer la ficción. ¿Hablas de yate? ¿Crucero?
¿Caribe? ¡Mírate! ¡Mírate ahí!
Sara. - Respiraré los aires de la mar océana.
Alberto. - Te quedas en puro gesto simulado, y para colmo,
manteniéndote sin ver por la ventana a los vecinos forasteros.
Sara. - El señor Shep Huntleigh es un viejo
galán mío.
Alberto. - Los galanes no existen en
nuestro mundo.
Sara. - Durante mi último año de colegio fuimos
muy amigos.
Alberto. - Sé concreta.
Sara. - Me lo encontré en Biscayne Boulevard.
Alberto. - ¿Pero por qué esa testarudez que
te ciega la razón?
Sara. - Entonces, justamente ahora, este telegrama.
Alberto. - ¿Cuántas veces no te dije que prefería ensalada
verde a las doce? (Afligido.) y nunca hubo más que excremento
de lagarto sobre la mesa que jamás compramos.
Sara. - La disyuntiva es el ajuar.
Alberto. - Y para colmo, ése, tu marido, bufón sin auditorio,
incapaz de nada creativo o útil.
Sara. - Seré agasajada con elegancia. Justamente cuando
pensé que mi suerte estaba echada a perder.
Alberto. - Nunca he podido soportar a un tipo así, y haciendo
gala conmigo de su altruismo mediocre. Si me encontrara yo en condiciones
ordinarias lo hubiera despreciado a mi antojo, escupido la cara,
pisado los pies y maldecido su nombre. (Compadecido.) El
pobre.
Sara. - Este hombre es de Dallas, donde el oro
sale a chorros de la tierra.
Alberto (reflexivo). - Aunque eso de condiciones
ordinarias es una ilusión de tiempo extremadamente breve. Lo corriente
y común de hoy, en un momento del ayer, fue algo inadmisible, extraordinario.
Sara. - Oh. Cuando pienso en lo divino que será tener un
poco de privacidad, podría llorar de alegría.
Alberto. - Entonces llega uno a una edad en que el mundo
no le encaja. A veces pienso que el promedio de vida debería ir
disminuyendo.
Sara (improvisando con agitación). - Este hombre
es un caballero y me respeta. Lo que quiere es mi compañía. Las
grandes riquezas suelen traer soledad a la gente, y una mujer culta,
inteligente y de finos modales, puede enriquecer la vida de un hombre
enormemente. La belleza física es una posesión transitoria, pero
la belleza de la mente y la riqueza de espíritu y la ternura del
corazón -y yo tengo todas esas cosas- no se pierden, crecen con
los años.
(Alberto muestra gestos y actitudes lascivas que irán en aumento
al transcurrir este monólogo.)
Alberto. - Bueno, para hablar, ya se habló mucho.
Estamos solos aquí. (Pausado; insinuativo.) Solos tú y yo,
Sara. Desnúdate y entremos al armario.
Sara. - Qué extraño que me llamen una mujer abandonada,
cuando yo tengo todos esos tesoros en mi corazón. (Suspira.)
Alberto. - Pierde cuidado. Mis intenciones no
son más que eróticas.
Sara. - Me considero a mi misma una mujer muy, muy rica.
¡Pero Stanley, he sido una tonta derrochando mis perlas ante un
cerdo!
Alberto. - ¡Ni Stanley ni cerdo! ¡Sí Alberto y hombre! ¡Y
para más señas masculino, varón, macho, deseoso y carnal! ¡Entremos
al armario!
Sara. - ¡Cerdo, cerdo! Y lo digo también por
tu amigo, el señor Mitchell.
Alberto. - ¡Eres perversa, sádica!
Sara. - Vino a verme esta noche. Me repitió calumnias, historias
viciadas que tú le contaste. Lo puse de patitas en la calle.
Alberto. - A pesar de la espesura de mi baba y de mi falo
incontrolable, continúas con tu juego, relegándome al fondo de tu
espectáculo público. ¡Entremos al armario!
Sara. - Pero luego volvió, con un ramo de rosas, implorando
mi perdón. Entonces le dije, gracias, pero estuve loca al pensar
que nos podíamos adaptar el uno al otro. Pues, adiós para siempre,
amigo mío. Y que no queden malos sentimientos.
Alberto. - Estrujas tu arrogancia y vanidad en mi cara,
y pretendes que yo me cruce de brazos.
Sara. - Oh.
Alberto. - ¡Pues no soy perro faldero!
Sara. - ¡Oh!
Alberto. - ¡Ni oso amaestrado!
Sara. - ¡Dios mío!
Alberto. - ¡Soy un hombre testiculado y escrotado, por lo
que demando ser atendido como tal!
Sara (ansiosa, finge tomar un teléfono). - Operadora,
operadora. Deme la Western Union, ¿Western Union? Yo quiero... anote este mensaje: “En situación desesperada. ¡Ayúdenme!
¡Estoy atrapada! ¡Caí en una tram...!” ¡Oh!
Alberto (aproximándose a Sara, decidido a tomarla
violentamente). - ¿Por quién me tomas?
Sara (se aleja y adopta una postura como si estuviera
acorralada). - ¡No vengas para acá!
Alberto. - ¡Atención, amerito atención!
Sara. - ¡Oh!
Alberto. - ¿Te crees una reina engreída y yo tu idiota siervo,
eh? ¡Ja!
Sara. - ¡Déjame salir!
Alberto. - ¡Entremos al armario! ¡Ya!
Sara (indicándole un sitio alejado). - ¡Tú párate
allá!
Alberto. - ¡Eres una mujer, y una mujer no va a ser
nunca jamás, siempre y cuando lo continúe siendo, por mucho que
se esfuerce o rece, ni mucho más ni mucho menos y en resumidas cuentas,
nada más que una mujer! ¡Así como un helicóptero jamás va a ser
nada más que un helicóptero! (Avanza hacia ella.)
Sara (retrocede y hace un gesto de desmayo). - ¡Aléjate!
¡No des otro paso o te… algo terrible va a pasar! ¡Te lo aseguro!
Alberto (agitando los brazos con violencia).
- ¡Ven acá! ¡Entremos al armario!
Sara. - ¡Te lo advierto, no lo hagas, estoy
en peligro!
Alberto (avanza más hacia ella. Sara lo encara
con un cepillo de inodoro). - Si prefieres, yo entro primero
y tú después. Me da lo mismo.
Sara. - Te lo puedo incrustar en la cara, y
lo haré si tú...
Alberto. - O si no, tú primero y yo después, como sea que
tú quieras. El quid está en que entremos al armario. ¡Entremos al
armario!
(Alberto intenta agarrarla. Sara le tira con el cepillo
pero no le pega. El la agarra por el brazo y luego la abraza fuertemente.)
(Entra
Guillermo. Luce embelesado. Trae unas cantinas y un maletín.)
Alberto (calmado repentinamente, con desprecio).
- Mira quién llegó; ése.
Sara (calmada repentinamente, lamentándose). - Ahí
está. Como siempre, nunca deja de llegar.
Alberto. - Y ni siquiera dice nada. (Observa a Guillermo
con aire científico.) Observa la expresión del rostro; no es
más que vil y putrefacto reflejo de tubérculo. (Observando a
Sara con lujuria.) Ciertamente algunos hombres tienen
suerte.
Sara. - ¡Basta ya! Mirarme con decoro deberías, no con esa
cara deformada por las bajas pasiones. (Observa a Guillermo.)
Tienes razón. Creo que ni se ha percatado de nuestra presencia.
(A Guillermo, gritándole al oído.) ¡Guillermo! ¡Guillermo!
¿Me oyes? ¿¡Me oyes!?
Guillermo. - ¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Alguna huelga, quema de gomas
o fusión de la isla?
(Alberto y Sara van sacando platos, cubiertos, manteles,
vasos, etc., que colocan en el piso a manera de picnic. Guillermo
permanece observándolos sin comprender.)
Sara (suspira). - ¡Qué susto! Pensé que
el lar se quedaría sin proveedor.
Alberto. - ¡Pero qué bueno que llegó! Ya me
daba hambre.
Sara. - Ya empezaba a darme hambre. (Toma las cantinas
que trae Guillermo.) ¡¿Y los alimentos?!
Guillermo. - Bueno, yo... eeeeh. (Tose.)
Sara (con rabia reprimida). - ¡Los alimentos!
Alberto (afligido, agarrándose el vientre).
- ¡Los alimentos!
Guillermo. - Sí, eeeeh... mira. Traje esto. (Guillermo
intenta tomar las cantinas, Sara las aparta violentamente
y van a parar al suelo haciendo un gran estrépito.)
Sara. - ¡Están vacías!
Guillermo (con temor). - Sí, mira, te explico, lo
que pasó fue lo siguiente; permíteme exponer, lo acontecido fue,
fue, fue... No los traje.
Sara. - Luego de la notaría, ¿no fuiste por
los alimentos?
Guillermo. - No pude. Tuve mucho trabajo.
(Sara se pasea por el escenario interrogando a Guillermo con
aires de Sherlock Holmes, mientras él permanece pasivo, mostrando
una turbación que irá en aumento. Alberto, con mucha elegancia,
observa las cantinas que han caído al suelo, camina hacia ellas,
recoge una, la voltea, la sacude, la huele, le entra un dedo, se
lo observa, se lo huele y se lo lame.)
Sara. - ¿Sí? ¿Y cómo fue tu día?
Guillermo. - Nada, nunca ocurre nada. Aburrido igual. Bastante
interesante como siempre. Muchos divorcios como de costumbre y muchas
más declaraciones de nacimientos.
Sara. - Claro. Es más lo que la gente nace que
lo que se divorcia.
Guillermo. - No está de más probarlo todo.
Sara. - Muy bien. Como eres tú quien trae el pan a casa,
debes buscar, en todo caso, lo más rentable.
Guillermo. - Así es, mi vida.
Sara. - ¡Invariablemente! Tú sabes muy bien lo caro que
se ha puesto todo. Cualquier cosa cuesta nueve y media vez lo que
costaba antes.
Guillermo. - Lo sé muy bien, cariño.
Sara. - ¡Y yo no soy mujer de estar empleada!
Tú lo sabes.
Guillermo. - Claro que sí, mi cielo.
Sara. - Y a Alberto, ¿no lo vamos a abandonar a la pobreza?…
El está negado a trabajar, y por más que trabajara, viviría pobremente.
Guillermo. - Por supuesto que no, mi corazón.
Alberto (al público, con prepotencia). - El no trabajo
es mi forma de entender la vida.
(Silencio.)
Sara. - Hablemos de algo, que me aterra el silencio. Hace
que uno reflexione sobre las cosas y hasta podría llegar a verlas
como son. (Los tres hacen gestos de repugnancia.)
Guillermo. - ¿De qué quieres hablar?
Sara. - De algo que no importe... de ti... de tu trabajo.
¿Divorciaste a alguien conocido?
Guillermo. - He divorciado... divorcié... hube
de... divorciar... oh, eh, oh, eh...
Alberto. - ¡Es increíble que les den el exequátur
a hombres de su calaña!
Guillermo. - ... a tu madre.
Sara. - ¿A sí? ¿Estaba ella casada?
Guillermo. - Lo estaba, sí.
Alberto (con aires de Sherlock Holmes).
- ¿Con quién?
Guillermo. - Con un tal fulano de tal.
Alberto. - ¿Quién es fulano de tal?
Guillermo. - Un fulano de tal.
Sara. - ¿De qué raza era?
Guillermo. - Era jabado más bien.
Sara (entusiasmada). - No me lo cuentes.
Cuéntame.
Guillermo. - No tenía ni frente ni pescuezo, y en lugar
de nariz tenía una cresta de gallo.
Sara. - Sospecho quien será, pero tu descripción es vaga
y carente de estilo. No sospecho quién será.
Alberto. - Sin embargo, las señales trajeron a mi mente
la imagen de alguien que no reconozco.
Sara (despectiva). - ¡Hum! Hombres…
Alberto. - Es ese hombre que, según dicen, dizque para enamorarla
recurrió a un hechicero haitiano que dizque que...
Sara. - ¡Ay no! ¡Que en este lugar no se diga nada que no
esté basado en la dialéctica aristotélica! (Pausa.) ¿Pero
estás seguro de que era mi madre a quien dejabas en las garras del
divorcio?
Guillermo. - Tan seguro como que recito un texto. Ella era,
en carne, hueso y gases.
Alberto. - ¿Pero no era con un médico naturista
que estaba ella casada?
Sara. - Ese murió sentado en el toilét mientras realizaba
un esfuerzo sobrehumano. Sufría de estreñimiento y del corazón correlativamente.
(Pausa.) ¿Pero por qué ella no me habrá invitado a su enésima
boda?
Guillermo. - Re-cuer-do que... me di-jo que... no te invitó
porque él es maestro constructor, y como a ti no te simpatiza el
proletariado, ella pensó que...
Sara (interrumpiéndolo). - ¡Improbable! ¡Ridículo!
Cierto es que repruebo su falta de gusto ante lo viril y escenográfico,
pero ella siempre me invitó a sus nupcias.
Alberto (chismoso). - ¡Pero a ella no le duran nada
los hombres! (A Guillermo.) Ese maestro constructor,
¿es el mismo hombre que para enamorarla recurrió al hechicero haitiano?
Guillermo. - Eeeeeh... ¡Sí! ¡Ese mismo!
Alberto. - ¡Miente! ¡Ese hombre no existe! No fue más que
treta para descubrir el valor de verdad de su mentira. Ahí tienes
tu embustero.
Sara. - ¿Estás mintiéndome?
Guillermo. - Sara... ¿Qué preguntas?...
Sara. - ¿Lo estás?
Guillermo. - Sarita... yo...
Alberto. - Sabía que mentía.
Guillermo. - ... No... incapaz...
Alberto. - Sólo expresa estupideces.
Guillermo. - Mentir... a ti...
Sara. - ¡Dilo!
Guillermo. - ... Jamás... no...
Sara. - Di ya qué hacías, dónde y por qué lo
hacías.
Guillermo. - Verdad... digo... Saritita...
Alberto. - ¡Confiesa!
Sara. - ¡Admite!
Alberto. - ¡Reconoce!
Sara. - ¡Sincerízate!
Alberto. - ¡Desembucha!
Sara. - ¡Habla!
Alberto. - ¡Habla!
Alberto y Sara. - ¡Hablaaaaaaaaaaaaa.....!
Guillermo (desesperado). - ¡Poborsky!
¡Poborsky!
(Alberto y Sara se miran, miran a Guillermo, se
vuelven a mirar y otra vez miran a Guillermo, esperando explicación.)
Alberto y Sara. - ¿Quién?
Guillermo. - M. Poborsky, realizador checo radicado en París.
Uno de los grandes del cine contemporáneo. Aclamado en Cannes, venerado
en Venecia y anhelado en Hollywood. Ese es M. Poborsky.
Sara. - ¿Y?
Alberto. - Sí, ¿y?
Guillermo. – Que estaba en el correo buscando la misiva
que espero hace meses, pues le mandé un guión para que me dé su
visto bueno. Con su apoyo y algo de capital podría yo triunfar como
cineasta, y tú, oh Sarita, volver a la gloria que te corresponde.
(Alberto y Sara se quedan sorprendidos mirando a Guillermo
por un breve momento.)
Alberto. - ¡Vaya, vaya, vaya!
Sara. - ¡Ay ¡ ¡Otra vez!
(Mientras
transcurre el siguiente diálogo, Sara empieza a realizar labores domésticas:
puede recoger las cantinas, los vestidos traposos, guardar los objetos
de mesa que están en el piso, barrer, fregar los inodoros y los
lavamanos, trapear, etc.; todo esto realizado compulsivamente, exclamando
quejas de angustia ante las explicaciones de Guillermo.)
Alberto. - De notario a cineasta. Una transición
lógica.
Guillermo. - Dejaré de ser el simple notario especializado
en asuntos de divorcio cuyo nombre a nadie le interesa recordar.
Tanto tiempo llevo siendo un aplauso perdido entre la muchedumbre.
Ahora seré alabado, festejado, glorificado y santificado, y en boca
de la fama moraré por largos días. (Se persigna.)
Alberto (atento al armario). - Se aflojó esto. (A
sí mismo.) ¿Dónde estarán los clavos y el martillo? (Busca
clavos y martillo y se pone a reparar el armario; martilla fuertemente,
tira las herramientas sin cuidado, etc., produciendo gran ruido
y alboroto.)
Guillermo. - Siempre he sido un cineasta cuya fama es ignorada.
Es porque no se han conjugado las condiciones exactas que me eleven
al nivel que correspondo.
Alberto. - Lo noté a leguas.
Guillermo. - Cuando yo me dispongo a plasmar en papel el
zumo de mi ingenio, es férreo el rigor al que he de someterme. Tengo
ideas geniales, pero debo ir al bufete y se me olvida todo. Debo
dejarlo. Interfiere con mi genio.
Alberto. - Sí, sí, se comprende. Explícame,
explícame.
Guillermo. - Me siento ante el escritorio. El tiempo se
diluye y en el papel, algunas sílabas sin sentido. El pensamiento
no es de mi propiedad. Debo amaestrarlo, pero es demasiado silvestre.
Al final, algunas hojas garabateadas para tirar al zafacón. Duelmo.
Duelmo. Entonces recojo de la basura el esbozo de la obra maestra
que, sin yo advertirlo, estaba germinando. Retoco aquí, añado esto
acá, todo con la pulcritud que me caracteriza, y listo.
Alberto (cauteloso, llevándose una mano a la oreja como
para escuchar mejor). - Me parece oír los gritos de la fama.
(A sí mismo.) ¿Habrá tornillos y chinchetas? (A Guillermo.)
¡Ah! Deben ser admiradores que te aclaman.
Guillermo. - Pienso en una alternativa anti-irracional de
cine, pero sin abandonar la irracionalidad. Así evitaríamos cualquier
sentido lógico o ilógico, irracional o racional, sensato o absurdo,
irrealista o realista, etcétera o inetcétera, etcétera o inetcétera…
Alberto. - ¿Un cine etceteriante?
Guillermo. - Quiero hacer un cine sin contenido,
pero que muestre la vida real del hombre de hoy... ¡Ah!, y de la
mujer también. ¿Qué quieren? ¿Qué buscan? ¿Quiénes son? ¿Hacia dónde
van?
Alberto. - ¿Un nuevo realismo en cine?
Guillermo. - Pero mientras lo real sea utópico.
Alberto. - ¿Folclórico?
Guillermo. - ¡Exactamente! Le quiero devolver al cine la
gloria arrancada en estos años de su apogeo. Claro que el alto costo
de las producciones cinematográficas no hace factible el desarrollo
de una propuesta como la mía, por lo que ya he pensado en un cine
de muy bajo presupuesto y de gran esparcimiento, que no requiera
de técnicos ni distribuidoras, ni salas de cine, ni guión, ni celuloide
ni nada. Por supuesto, de críticos sí. De modo que evitaríamos cualquier
encasillamiento audiovisual, penetrando directamente al vacío.
Alberto. - Sí, en cierto modo, un encasillamiento
auditorial. Es evidente.
Guillermo. - El espectador vería en la pantalla el reflejo
de su propia inexistencia. Y hasta el rechazo rechazaremos.
Alberto (a sí mismo). - ¿No habrá aquí un clavo más
grande? (A Guillermo.) ¡Mis felicitaciones prematuras!
Guillermo. - Sólo un aspecto me inquieta: la
realización práctica de este cine.
Sara (deja de limpiar; iracunda). - ¡Nunca antes
había escuchado algo tan estúpido, banal e imposible como lo que
de tus labios he escuchado! ¿Guión, París, cine, gloria? ¡Eso me
correspondería a mí en todo caso, si los productores no me hubieran
olvidado priorizando a jovencitas imbéciles con senos de silicón
y vaginas alquiladas al mejor postor! ¡Pero a ti, bestia diplomada,
no te corresponde decir esas cosas!
Guillermo. - Pero Sara, no juzgues de esa manera. Cuando
llegue el guión con las notas y comentarios que he pedido al maestro
Poborsky, te darás cuenta que será la catapulta de tu nuevo reinado
en celuloide.
Sara. - Todos tus amigos son notarios exitosos. Todos tienen
familias ejemplares que viven en una habitación bien grande, mientras
que nosotros vivimos en un ¡BAÑO! Alberto, ¿tú no crees que Guillermo
puede ser un funcionario fascinante? (A Guillermo.)
¿Qué más debes desear?
Guillermo. - Sarita, pero si quiero dar al nuevo siglo el
nuevo paradigma de las artes. Es mi único fin en la vida.
Sara. - Siento ya una tremenda náusea que me han dado tus
disparates. ¡Cineasta, cineasta! Entendería bien si fuera un hobbie,
¿pero de ahí a hablar de guión? ¿Y no traer los alimentos? Y peor
aún, ¿de involucrarme a mí en tus canalladas que pretendes llamar
ARTE? (Tira papeles a los pies de Guillermo.) ¡Ahí
están las actas, los certificados, los contratos; de divorcio, de
nacimiento y notariales! ¡Ocúpate de ellos! ¡Ten tus baratijas!
¡Aquí la única diva soy yo! ¡Toma tus papeles! ¡Tómalos!
(Alberto danza por todo el escenario lanzando confeti. Guillermo
se tira al suelo como un energúmeno sacando sellos de todas partes:
de los bolsillos, de las medias, de los zapatos; pegándoselos a
los papeles con saliva. Grapa los papeles, les pega el sello gomígrafo
compulsivamente y repite en voz alta):
Guillermo. - ¡Misiva a Poborsky, correspondencia a París,
también a Praga por si está visitando a sus compatriotas, sellos,
actas legalizadas, procesos judiciales, sobornos a los jueces de
instrucción, cartas al maestro, guiones, Poborsky, recomendaciones,
debut, festivales, Palma de oro...!
Alberto (al mismo tiempo). - Tonto, pillo, absurdo,
idiota, incapaz, imbécil, menso, tarado, estúpido...
Sara (al mismo tiempo). - Estúpido, menso, imbécil,
absurdo, pillo, idiota, incapaz, tonto, tarado…
(Una
música estridente irá aumentando de volumen hasta ahogar las voces
mientras se apagan las luces gradualmente hasta quedar el escenario
oscuro.)