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josé madera

El perseguidor

Atado del pie sin zapato, girando por la habitación blanca y de goma, Santiago busca de un solo golpe romperse las cabezas. Con electroshock y la camisa de fuerza, el loquero lo devuelve a la cama justo antes de la hora de visitas.  

 

En la sala de consulta, Santiago pasea la cabeza sobre las manos, negándose a responder las preguntas del matón que sentado frente a él —apuntándolo con dos miopes— dice ser su doctor. Sobre la pared blanca vuelve a ver las flores planas del mantel, el trozo de papel manchado de sumas y restas, y los cadáveres de aquel viernes lejano, en que con su ultimo jornal de hombre sano, rayando sobre el papel, con mucha tinta luchó sin fortuna contra las deudas de aquel Diciembre 

Con más miedo a las aguas que le cuelgan del ojo, siempre atrapado por la camisa, escucha la risa nerviosa y el murmullo que luego, lavado y limpio, es la voz que aquel Domingo pone el cuchillo en su mano. Sobre la misma mano, siempre en silencio, ante las preguntas del siquiatra –protegido por humo de cigarrillo– vuelve a ver las sumas y las restas sobre el mantel de plástico, el paredón gris de la cocina, los ojazos de su mujer y el niño aun pegado a la teta muerta. No recuerda los tres golpes sobre la mesa con que limpió el machete, que luego, con poca suerte pasó por sus muñecas. Ni como el azar con abundante sangre lava sus manos.

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