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josé madera

La piedra y Manolo

 
Debajo de tu felicidad quedará una espina más cruel y más aguda que las garras de las arpías locas de los cuentos, una espina que te hará sangrar durante la dulzura del olvido y filtrará en tu sangre sin antepasado un líquido leproso e infinitamente premonitorio.
E. M. Cioran

 

Sobre periódicos viejos, el cadáver. Con la paz del gran propietario dibuja un bostezo cenizo y largo. De la boca seca, lagartos y peces. Con ojos de agua Manolo busca en las paredes, en la fotografía amarillenta de un abuelo y hasta en el polvo que cuelga de la brecha de sol, el camino que lo trajo a esta tumba. Solo descubre las ganas de mear y que de ser martes o domingo, será un día más. Cuidando no pisar los zapatos vacíos o el fémur sin par, atado al hule de una falda en medio del pasillo, Manolo camina sobre los demás cadáveres y con la culpa de no poder llegar más lejos, escupe sobre ellos unas cuantas colillas, un poquito de ron y fragmentos brillosos de un yo casi viejo y final.

Conocido en todos los puntos del gueto, so-breviviente a bombas atómicas y amores infelices, el tal Manolo es un bicho de azufre que entre el cemento y el neón se busca la vida, en una ciudad donde los marcianos venden flores en el rojo del semáforo.

Con dedos urgentes, Manolo saca del bolsillo la piedra y la botella chata con los tres dedos de ron que alcanzan para lavar la boca.  

Sus dedos temblones y sucios
llenan de piedras la pipa. Un par de labios esperan.
Un puntito rojo, dos dedos
y la boca con la sal y sus peces de humo.
Lucia en el cielo con Diamantes.

Puesto en la calle –que no es Madrid, que es los Minas– Manolo mira de cielo a cielo como quien busca agujas entre pajas. Te miro, te muerdo, te parto el mirarme. Contra el mal de ojos, un brazo jarabe cuchara Forty Malt.

Sentado en la acera — ahora tullido — cuenta las monedas que sobre el cemento le arrojan los que ve pasar. Monedas para la sal y los peces. De vuelta al barrio, en el bolsillo sus dedos juegan con piedras. Tocando sirena pasa solo, dejando colgada su sombra en las paredes de los gigantes molinos de viento y en la bulla anónima de la bocacalle, que con su amarillo viejo, descubre la farola cuando abre de metal los parpados.

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