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josé madera

Lorenzo de tripas

Más allá de la respiración dura y la peste del cuerpo, Lorenzo Matías –hombre que ha vivido como bueno y según las lenguas, sin malicias– agoniza debajo del peso de unos parpados arrugados y secos. Casi muerto duerme, casi muerto hace de tripas el corazón con el que mañana pretende cepillar los dientes y con algo de suerte, arrastrarse hasta la cocina en la búsqueda de algún mineral o cuchillo que calmen lo que será la náusea y el dolor de cabeza. Y es que fueron tantas las alegrías que liadas al orín, entre tumbos en plena calle, anoche dejó aplastadas a sus espaldas. Basta hoy con seguir desde el borde de su cama, la línea de vómito y desde la puerta, perseguir la mancha seca sobre las aceras del barrio, para sin permiso desandar hasta el cafetín o motel desde donde ayer Lorenzo vino echando en bocados cortos esa que fue la alegría. Junto al vodka con hielo, en su boca se descompone la mitad de su última palabra de hombre vivo, la cual, a pesar de la intención de azotar con P mayúscula al mismo Papadios, anoche quedo atrapada entre dos parpados moribundos y la humedad de un solo labio. Silencio que ahora entre vuelos circulares y cortos manosean las moscas. Helada hasta el hueso, la frente es una bomba de tiempo. Más abajo, aun mordiendo el medio esqueleto esdrújulo, bien calladas, las quijadas dejan caer dos hebras de sangre. Con el deseo de quedar dormido para siempre, Lorenzo despierta en medio de un mundo en llamas. La misma mano que sirve de almohada, mudándose con dificultad y calambre, empuña el control remoto y con tres disparos al televisor abre una ventana que en blanco y negro muestra un mundo a pedazos, y que un dedo solo sale a recorrer con asco. Mientras cambia del 15 al 40, del 40 al 5, del 5 hasta el fin, alguien toca la puerta. Lorenzo Matías con cariño se mira el sucio de las uñas y entre las antenas del televisor, recuerda la factoría, los treinta minutos para el almuerzo y los siglos de tiempo extra con que buscaba imponerse a la extinción. Excepto Fred, hinchado y jodido como él, seguro que entre líneas de ensamble, la gente de la fábrica sigue esperando un pedazo de cielo, suficiente para ser como el maniquí sin cabeza en la vitrina del mall. Seguro también que las mujeres de esos que fueron amigos siguen cociendo con tarjetas del welfare el alimento junto a las palabras que quizás esta tarde, hilvanadas sobre la mesa rescaten —para bien de la humanidad— esa caricia olvidada en el bolsillo del compañero. Todo esto lo imagina Lorenzo desde la cama y sin rencor. Después de muchos ensayos y querellas, decidió pasarse la eternidad por el fundillo. Dejó de creer en el triunfo, o mejor, solo cree en los breves de finales de noches, frente al tabernero, al cuerpo hembra o macho, o al vigía que como saetillas del tiempo, acostumbra a mirar por encima de su hombro, el humo sin orden del cigarro y el vaso con whisky que refleja el deterioro de sus gestos.  Amanece. En la ciudad abierta, en sus zaguanes y callejones buscan refugio los Ícaros que con mirar claro ha derribado la mañana. Envuelto en la sabana —un azul seco sobre su espalda— y con la poca fuerza dividida entre dos piernas, Lorenzo chupa del grifo aguas para la sed. En la nevera encuentra un poco de caldo que mastica mirando pedazos de mundo sin apetito.  De poco hablar, Lorenzo. Cuando el barrio armó la junta de vecinos, Lorenzo era un hombre sagrado, de una soledad varias veces contada en los censos y que solo aliviaba el camino a la fábrica. La inocencia de una frente arrugada y un labio caído sin propósito ni maldad, frente al espejo desdibujaron el juicio. Rio de aguasvivas. Después de vomitar la alegría, las piedras lastiman su cabeza. En la sobriedad corta piensa, por ejemplo, como andan segurísimos los mormones-católicos-evangélicos que hace rato tocan la puerta. Lorenzo Matías, malvado que desde el ocio se protege de las ofertas, las sonrisas, las vitrinas, la tanta paz. Cada noche es un final, de ahí las alegrías. Hay días en que muere, otros en que agoniza de espalda a la grieta de la pared que permite el escándalo de la luz. Dedicado a la esperanza, Gabriel es un hombre más fácil. Puede ser que mañana sentado en la barra del Red, mientras espera por las alegrías, un milagro arme del humo y las voces, los que fueron sus buenos modales. O puede que el mundito untado entre sus sienes, de verdad acabe con las balas del revolver con el que día a día se mira al espejo. O, quizás, otra mala suerte haga caer sobre él la inmortalidad y condenarlo a seguir deshaciéndose entre noches y manchas, buscando cada mañana el poco de sopa, el control remoto o la flor de auyama naciendo tarde de sus nalgas. Nadie sabe. Mientras, sin sospechas, echado en la cama, Lorenzo Matías reúne fuerzas para otra vez andar hasta el grifo y chuparse otro mar que alivie la sequía de una boca disimulada en los grises descuidados de una barba larga.

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