LOS "ANIMALES ANTIGUOS" DE RUBÉN LAMARCHE

Manuel García Cartagena

En 2011 escribí, a propósito de «la puerca macho», ese personaje que Pastor de Moya imaginó en su libro titulado La Piara, que en la literatura dominicana contemporánea son escasos los seres limítrofes entre lo real-histórico y lo fantástico-mediático-imaginario. Aparte de la “puerca macho”, citaba en aquella ocasión, como ejemplos de este tipo de seres, el “Jack Veneno”, de Homero Pumarol y el “Marilyn de Santo Domingo”, de Frank Báez. Un año después, es decir, en 2012, Pedro Antonio Valdez publicó su novela La salamandra y a la pequeña lista anterior se le agregó un nuevo personaje bajo la forma de aquella deliciosa criatura pelirroja y mutante inventada por Valdez.

En varios de los relatos que componen el libro Animales antiguos, de Rubén Lamarche, encontramos con qué agregar otros ejemplos a eso que, poco a poco, va ganándose el derecho de ser llamado el bestiario posmoderno dominicano.

En efecto, en este primer libro de Rubén Lamarche que esta noche se presenta a la consideración de ustedes, descubrimos a un autor que parece empeñado en fundar una nueva tendencia narrativa a la que designaré con el nombre de mitología urbana.

Como intentaré demostrar, la de Rubén es mitología porque consiste en una serie de mitos o relatos más o menos cohesionados entre sí. Y es urbana no solo porque la mayoría de estos relatos tiene a la ciudad de Santo Domingo —y más precisamente, al sector de Ciudad Nueva—, como escenario principal, sino ante todo y sobre todo, por la evidente relación de cada uno de los relatos de este libro con eso que antes se conocía como leyendas urbanas y, desde hace algún tiempo, como teorías de la conspiración. Y por esa vía se conectan con el modelo editorial que se conoce bajo el nombre de “pulp”.

Se llama “pulp”, como seguramente muchos de ustedes saben, a un determinado tipo de publicaciones de bajo costo, tanto libros como revistas, destinadas al consumo masivo, impresas en papel de mala calidad y en un formato rústico. Por lo general se trata de historias truculentas, sobre temas casi siempre relacionados con la ciencia ficción, con una mezcla de erotismo y violencia, con las historias de terror, con los westerns o historias de vaqueros, con marcos y personajes propios de las leyendas urbanas, etc. Al igual que los relatos de aventuras, este tipo de narraciones se centra en la acción y deja a un lado todo tipo de explicación causal, filosófica o psicologicista. Debido a su carácter eminentemente popular, a menudo emplea un lenguaje coloquial lleno de términos pertenecientes a los registros vulgares o marginales. Por esta razón, durante la mayor parte del siglo XX, el “pulp” fue sinónimo de “literatura desechable”, y no fue sino a partir del momento en que algunas de estas historias comenzaron a ser llevadas al cine y a conocer un gran éxito comercial cuando la industria cultural pareció “descubrir” su enorme potencial mercadológico y su gran efectividad como vía o mecanismo para influir sobre el imaginario colectivo.

Considerado desde este ángulo, resulta fácil comprender que Rubén Lamarche, quien viene desempeñándose desde hace ya varios años como profesor de escritura creativa y de guiones cinematográficos en la Escuela de Altos de Chavón, aparte de su connotada trayectoria como editor de las revistas Mercado y SDQ, y quien tiene como formación de base un grado universitario en el área del marketing, haya sabido ver en el “pulp” una promisoria vertiente de escritura. Y sí: la práctica del “pulp” encuentra cada vez más adeptos entre los escritores dominicanos, algunos de los cuales se han convertido incluso en auténticas estrellas de nuestro mal disimulado anonimato colectivo.

Dicho esto, pasemos a considerar más de cerca algunos aspectos de esa mitología urbana que nos propone Lamarche.

Ya el primero de los relatos del libro nos presenta a un grupo de personajes sobrevivientes de lo que parece ser un tsunami que devasta la ciudad de Santo Domingo. El relato comienza después de la tormenta, cuando, en medio de un escenario postapocalíptico, un grupo de humanos tiene que salir a cazar para sobrevivir. Un narrador en primera persona que alterna el uso del Yo o del Nosotros nos describe con gran eficacia el nuevo estado del mundo, que es el de una humedad constante en la que incluso los edificios ya le han tomado prestado al mar algunos rasgos definitorios. Es en este escenario donde comienzan a surgir unos seres fantásticos, mitad peces, mitad humanos.

Muy prudentemente, es el mismo narrador quien nos previene sobre la naturaleza imaginaria de estos seres. Así, en la página 11, leemos:

«Tengo entendido que estos monstruos no existían, que eran criaturas cuyas características fueron documentadas bajo el rigor de la casual observación, por gente como Ambrosio Paré, en su viaje a las indias antes del 1585. Monstruos primigenios pertenecientes a especies extintas hace mucho tiempo que he visto recientemente resurgir del mar negro, con hambre».

Uno de estos seres es una gigantesca Lamia que los exploradores encuentran varada sobre los arrecifes del malecón de Santo Domingo y a la que posteriormente despedazan para alimentar a los suyos con su carne. Tal vez convenga aclarar que las Lamias son unos seres mitológicos que asumen distintos aspectos y funciones según las tradiciones. En algunas leyendas de la Europa Central, por ejemplo, se las representa como mitad humanos y mitad peces. Según el Diccionario de mitología griega y romana de Pierre Grimal, Lamia es también uno de los nombres de Gelo, un fantasma de la isla de Lesbos que, según la leyenda, era el alma en pena de una muchacha lesbia muerta joven que volvía del más allá para robar niños.

Puesto que se trata de auténticos “monstruos”, la función de estos seres imaginarios es la de situar a los personajes ante un mundo agreste en el que ellos deben matar para no ser matados o simplemente para alimentarse. Y es este, precisamente, uno de los detalles que revelan la filiación del proyecto narrativo de Lamarche con el esquema “pulp”. Cito como ejemplo el siguiente pasaje de la página 14:

«Al pasar por el Panteón Nacional encontramos una Rémora. Luego de luchar contra ella por algo más de una hora, logramos matarla. Era pálida, amarillenta y de mi tamaño. Nunca habíamos visto algo así. Al principio, cuando la encontramos, lucía adormilada y paciente. Luego de que la trinchamos se volvió una bestia salvaje. El único daño que causó fue el cruce de uno de sus breves y blancos tentáculos sobre la cara de Junior. Junior cayó de bruces, de cara al suelo de mármol corroído, como muerto».

En este pasaje, la referencia al “Panteón Nacional” surte el mismo efecto que un “gag” en medio de un relato oral: se trata de un dispositivo de doble vía mediante el cual, por una parte, varias instancias de lo real histórico se inoculan en un relato de marco fantástico como este y quedan automáticamente “desactivadas”, o más bien, destemporalizadas, mientras que, por la otra parte, como dichas marcas conservan su valor semántico, en este caso, el de topónimos, contribuyen a anclar el marco espacial del relato, como si, de esta manera, el narrador les lanzara un “cable a tierra” a sus lectores.

Prácticamente en cada uno de los veinte relatos que integran el libro, Lamarche sistematiza uno o varios aspectos distintos de ese recurso al que Tzetan Todorov llamaba la remotivación del referente. Así, poco tiempo después de este encuentro con la Rémora, los personajes cazadores deberán enfrentarse a un verdadero “peligro”. Pero mejor citemos a nuestro autor:

«Al final de la tarde, subiendo por lo que Samuel llamó “la Benito” nos encontramos con ellas.

Las mujeres.

Eran diez, más o menos» (AA, pág. 14).

A diferencia de los otros “monstruos” que se mencionan en el relato, estas mujeres se enfrentarán al grupo de cazadores que las habían acogido en una batalla cuyo saldo dejará un balance de muertos de ambos bandos:

«Unos no pudieron sacar sus cuchillos a tiempo. Junior permanecía desmayado a un lado de la calle. Los otros luchaban: Samuel, garganta abierta, yacía debajo de una de ellas. El resto era gritos, mordidas, apretones y empujones... y ese sonido peculiar del hierro cuando atraviesa la carne.

Sangre.

Sangre fría.

De las diez murieron siete al instante» (pág. 15).

En el segundo relato del libro, un texto breve que, como diría Pink Floyd, se titula “Bienvenido, hijo mío, a la Máquina”, encontramos otro de esos seres imaginarios propios de las leyendas urbanas a los que me refería al principio. Se trata del “hombre de las tuberías, un ser que deambula por las cloacas de la ciudad con el cinturón cargado de pedazos de tubos y en compañía de un séquito de viejas suplicantes que lo acarician.

En el relato de título extenso: “Breve crónica enjundiosamente documentada sobre las monstruosidades que ocasionalmente se encuentran en la profesión de maestro constructor”, el ser imaginario es el espíritu de un obrero de la construcción de origen haitiano conocido como el Ninja, el cual muere al caerle encima una losa que le fracciona la columna vertebral en varios pedazos. Cabe destacar la mención en este relato de un Tisanuro Lepisma gigante, insecto parecido a la traza, la cual es fuente de pánico de todos los amantes de los libros.

“¿Qué piensas de ella?”, pregunta uno de los personajes del relato, titulado “El Paraíso es un bar “cool”... ¿Me has abandonado?”, a un tipo con aspecto de policía que lo acompaña a beberse unos tragos en un bar llamado “El Paraíso”. No sé qué pensar —responde el interpelado—. La gente pierde tiempo y no se da cuenta” (pág. 38). Así presentada, la historia que se cuenta en el que, en mi opinión, es uno de los relatos mejor logrados del libro, podría no revestir interés para muchos lectores. Sin embargo, aunque no de manera explícita, nuevamente es la figura femenina la que resulta “remotivada” simbólicamente para convertirla en un ser fatal cuya simple cercanía es capaz de producir  efectos letales sobre los hombres.

En el relato titulado “El Relieve”, una mujer se autoflagela y luego se masturba mientras la asaltan recuerdos de su infancia. En el que se titula “El suelo de la Zona Colonial”, un borracho suicida que mide seis pies dos pulgadas muere al golpearse la nuca contra una acera de la Zona Colonial luego de resbalar a la salida de “Parada 77”. Se había pasado parte de la noche gritando que su médico le había dicho que moriría suicidado.

En “Endemoniada(o)”, es de nuevo una figura femenina, la vendedora de frutas, el personaje que recibe un tratamiento de remotivación que la convierte en un ser monstruoso. Por su parte, el protagonista del relato titulado “Everlast” es un boxeador envejeciente que rememora su pasada carrera de púgil mediocre que fingía ser vencido para cobrar sin arriesgarse demasiado mientras su contrincante de turno, la muerte, ya se apresta a derribarlo.

Como ya he dicho, hay veinte historias en este primer libro de Rubén Lamarche. En la mayoría de ellas, uno o varios de sus personajes merecen sobradamente ser considerados pertenecientes a la familia de los “animales antiguos”. De hecho, varios de los personajes de Rubén tienen nombres de animales: el Conejo, el Pulpo, etc. Incluso hay algunos nombres que se repiten según el mismo procedimiento de la remotivación que ya hemos identificado. Así, en el relato titulado “Nosotros”, Lamia es el nombre de un anciano malvado que acepta envenenarse para que se cumpla la profecía de su propia muerte. Y hablando de profecías, es en el relato “No lo recuerdo” donde el lector se entera de que el tsunami que se menciona en el primer relato había sido vaticinado por el Pulpo, quien, entre otras cosas, es un pulpo de verdad, “tentáculos y todo”. Así, a medida que avanza, la lectura va recomponiendo las piezas de un rompecabezas cubista, de esos que se pueden organizar descomponiéndose.

Les dejaré a las feministas y a los psicoanalistas la tarea de averiguar cuál es el problema que el narrador de estos relatos de Rubén tiene con las mujeres, o lo que probablemente es más interesante, por qué los personajes femeninos de sus relatos son hembras plus cuam fatales. Tal vez la explicación de este fenómeno sea la que formula indirectamente el narrador del relato titulado “San Valentín sangra”, quien es víctima de una relación de amor-odio hacia Rita, una mujer que, según él mismo «está tan buena que uno quisiera ahorcarla». El caso es que las mujeres de estos relatos de Rubén no parecen quedarse muy atrás en la escala de los “animales” (antiguos o no). Tal vez ayude un poco a comprender mejor esto último el hecho de saber que «San Valentín maltrataba a Rita tanto en lo psicológico como en lo físico» (pág. 99). Y es que el San Valentín de este relato califica plenamente como “animal monstruoso”: no solo es un “santo caribeño”, sino también y sobre todo, un querubín proxeneta. Su muerte a manos de Rita era una simple cuestión de tiempo.

El narrador del relato titulado “La Poltrona Fantasma y algunas incongruencias” tiene una relación parecida con Isabel, una ambiciosa mujer dispuesta a todo para conseguir una extraña poltrona. “Yo quería a esa arpía”, nos dice el narrador. “La amaba con toda mi alma, aunque fuera una perra» (pág. 115). Hay que leer hasta el final este relato para comprender por qué el empleo del pasado en esta declaración está, como quien dice, plenamente justificado.

Un caso parecido es el de la relación entre el narrador y Gía, el personaje femenino del último relato del libro, titulado, y no por casualidad, “Morir soñando”. También en este caso, Gía es una mujer de armas tomar, pero también una hipermegamami de películas hardcore, de esas que vienen con todo incluido. Cuando ambos se encuentran, Gía golpea al narrador porque lo creía muerto. Y sí, nos asegura él: estaba y seguía bien muerto, bajo media tonelada de tierra. La quería tanto que prefería dedicar su muerte a salvarle a ella su vida. En cambio, para ella, todo estaba terminado: “Eres un come mierda, y la próxima vez que me hables de amor, te mato, perro asqueroso”, le dice Gía en la pág. 144.

Y así son los personajes de los relatos de este sorprendente primer libro de Rubén Lamarche: una manada de animales que, de tan antiguos, se parecen a nuestros vecinos, a nuestros amigos o a nuestros compañeros de butaca en cualquier cine o en cualquier librería donde alguien se haya pasado casi media hora tratando de no contar más de la cuenta lo que dice el autor de un libro por el que, a partir de ahora, se supone que cada uno de ellos comenzará a calentar tubos y bates para arrebatárselo a quienes sorprendan con él en las manos.

Como buenos animales que son.

Manuel García Cartagena
(12 de abril de 2017)