Cuando
los infantes de marina desembarcaron en Santo Domingo
Tad Szulc
Artículo publicado
en The Saturday Evening Post, el 31 de julio de 1965, pp. 36-46. Szulc
pertenece a la redacción del New York Times, y es autor, entre otros
libros, de Winds of Revolution y Twilight of Tyrants. El copete de este extenso artículo decía textualmente:
"CUANDO LOS INFANTES DE MARINA DESEMBARCARON EN SANTO DOMINGO el
prestigio norteamericano se fue con ellos y casi nadie afirma que resultó
realzado. ¿Fue necesario ese viaje? He aquí el informe de un testigo
presencial que plantea inquietantes interrogantes."
Esta primavera los Estados Unidos se comprometieron en una de las operaciones
diplomáticas y militares más apasionantes, fantásticas y controvertidas
de la historia reciente, destacada por el desembarco de tropas en número
de 22.000 soldados en la República Dominicana para proteger vidas norteamericanas
e impedir lo que la administración Johnson temía se tratara de "otra
Cuba" en el Caribe.
A fines de junio, después de que los Estados Unidos hubieron dado varias
veces marcha atrás y adelante, oscilando entre contradictorias políticas,
una comisión de la Organización de Estados Americanos -OEA- fuertemente
influenciada por su miembro norteamericano de cabeza blanca en canas
y perturbador diplomático profesional, Ellsworth Bunker- elaboró finalmente
las propuestas de compromiso concebidas para satisfacer a ambos bandos
de la guerra civil. Pero al recordar el derramamiento de sangre en masa
y la violenta confusión de esa salvaje primavera dominicana, se le hace
a uno difícil no preguntarse por qué esas mismas ideas no pudieron ser
adelantadas al principio de la crisis o poco tiempo después.
La historia de la intervención dominicana podría haber sido meramente
una comedia de errores e incoherencias, una mezcla de Hamlet y de los
Hermanos Marx, si no hubiese sido por los millares de dominicanos muertos
y heridos en el transcurso de la guerra civil de ocho semanas y la profunda
implicación del prestigio norteamericano.
El costo directo en lo que concierne a los Estados Unidos fue de aproximadamente
25 vidas perdidas de infantes de marina y paracaidistas, más de 100
bajas y muchos centenares de millones de dólares. Es imposible estimar
el costo de Norteamérica en materia de confianza perdida entre los pueblos
de todo el mundo, que consideraron el episodio -equivocada o acertadamente-
como un movimiento militar imperialista hecho por los Estados Unidos.
La crisis dominicana creó marcadas divisiones dentro de la Administración
en Washington. Merece detenido escrutinio la forma en que el Gobierno
manejó esa crisis -con aparente confusión en la embajada local, en el
Departamento de Estado y en la Agencia Central de Inteligencia (CIA)-,
por cuanto las embajadas norteamericanas son en todas partes muy semejantes
y pueden surgir problemas similares en cualquier parte y en cualquier
momento. La experiencia dominicana no pertenece al género de las que
es beneficioso tener más de una vez.
Buena parte de la razón -si no toda- de esta dilatada tortura de la
antigua ciudad de Santo Domingo y sus 460.000 habitantes, parece residir
en la naturaleza del informe inicial sobre la crisis dominicana presentado
a la Administración en Washington por la Embajada de los Estados Unidos
en la capital dominicana. Esta información frecuentemente sobreexcitada,
exagerada y partidaria, llegó lejos en la influencia ejercida sobre
la adopción de una decisión en el Departamento de Estado y la Casa Blanca,
convirtiéndose así en la causa primaria de la mayoría de los acontecimientos
subsiguientes. Más tarde, las recomendaciones de la embajada desempeñaron
un papel en el efectivo socavamiento de los esfuerzos pacificadores
de los enviados especiales de la Casa Blanca al escenario de los hechos.
Por esta razón, muchísima parte de lo que sucedió en la República Dominicana
constituye esencialmente la historia de la Embajada Norteamericana en
Santo Domingo, las personas que la componen y sus "invitados especiales"
de Washington. Es el relato de una embajada que primero fue sorprendida
por los acontecimientos y después pareció sentir pánico ante ellos y
de diplomáticos, en otros aspectos competentes, que se permitieron perder
contacto con los hechos reales de la situación y después crearon una
política al ignorarlos. No puede aportarse un informe definitivo acerca
del rol de Washington, pero está claro que, durante el período inicial,
el Departamento de Estado no aplicó freno efectivo a la violenta sucesión
de acontecimientos, habiéndose dejado al parecer aterrorizar por los
informes provenientes del escenario de la lucha.
En esta atmósfera de irrealidad e intriga surgieron inevitablemente
episodios que sirvieron casi de alivio cómico en la situación insoportablemente
tensa y caótica. Tuvimos la imagen del embajador norteamericano W. Tapley
Bennett Jr., sentado debajo de su escritorio, durante un bombardeo por
aviones amistosos y la escena en la cual un emisario de la Casa Blanca
trepó hasta una ventana para celebrar una reunión secreta con los jefes
rebeldes.
Y, en carácter de constante contrapartida de las maniobras políticas
y diplomáticas, estaban los ruidos y los olores de la guerra civil.
Desde el momento en que aterricé en Santo Domingo el día jueves 29 de
abril -transportado por un helicóptero de la infantería de marina desde
el Boxer junto con otros cronistas-, viví durante cinco semanas con
el ladrido de las ametralladoras, el ruido sordo de los morteros y el
repentino, seco chasquido de los rifles de los francotiradores. En los
atestados hospitales se sentía el olor dulzón, enfermante de la muerte
y, en una ciudad que desde hacía semanas carecía de agua y en donde
no se recogía la basura, el acre olor a podredumbre y estaba el silencioso
heroísmo de las enfermeras del Cuerpo Norteamericano de Paz y la tensa
disciplina de los infantes de marina reteniendo el fuego hasta el último
momento posible.
Pero, en nombre de la coherencia, esta compleja historia de la implicación
de los Estados Unidos en la República Dominicana debe referirse cronológicamente.
Comienza con la rebelión en Santo Domingo el día sábado 24 de abril,
iniciada por un grupo de civiles y de jóvenes oficiales militares cuyo
propósito era derrocar al gobierno provisional de Donald Reid Cabral
y traer de regreso al depuesto presidente Juan Bosch.
Pero, en realidad, es necesario ir todavía más atrás pues la historia
reciente de la República Dominicana es una confusa mezcla de abigarrados
sucesos. El país fue durante 31 años el feudo personal de Rafael Leónidas
Trujillo Molina, férreo dictador cuya dominación terminó con su asesinato
en un solitario bulevar de Santo Domingo en mayo de 1961. Tras siete
confusos meses, instauróse un Consejo de Estado, con apoyo de los Estados
Unidos, que tenía la intención de preparar elecciones democráticas.
Posteriormente algunos miembros del consejo perdieron interés en la
realización de las elecciones y fue, en gran medida, a través de los
esfuerzos de Donald Reid Cabral, enjuto pero recio concesionario de
automóviles, que tuvieron lugar las elecciones en diciembre de 1962.
Pero “Donnie” Reid recibió la sorpresa de la victoria del
Dr. Juan Bosch, escritor idealista, reformador social y audidacto en
ciencias políticas que había vivido en el exilio durante 24 años. Reid
se negó a participar en el gobierno de Bosch, alineándose en cambio
en las filas de la oposición de ala derecha.
El 25 de setiembre de 1963, el doctor Bosch, primer presidente libremente
elegido de la república en 38 años, fue depuesto por un golpe militar.
Los generales y coroneles trujillistas que derrocaron a Bosch, explicaron
su movimiento como el necesario contrarresto de las alegadas -pero nunca
probadas- tendencias comunistas del presidente. Reid Cabral se convirtió
en ministro de relaciones exteriores bajo un nuevo triunvirato, en un
gobierno que no fue reconocido por los Estados Unidos, ya que el presidente
Kennedy rompió coléricamente relaciones diplomáticas después del golpe
y retiró toda ayuda. La Administración Johnson restableció la relación
tres meses más tarde y no mucho después Reid fue elevado al cargo máximo
en el triunvirato. Reid se hizo notorio en Santo Domingo como "el
Americano", tan estrecho era su vínculo con los intereses estadounidenses.
Reid Cabral tenía buenas intenciones, pero no llegó sin embargo a impresionar
jamás a sus compatriotas, quienes se tornaron progresivamente más impacientes
por la democracia, los empleos y el pan que habían sido prometidos desde
la muerte de Trujillo. Su mandato, si bien autoritario, no era dictatorial
en el sentido que los dominicanos conocían la dictadura e incluso trató
de poner freno a las Fuerzas Armadas. Esto ayudó a sellar su suerte.
El resentimiento entre los militares de antigua graduación que recordaban
con añoranza los fáciles días de tiempos de Trujillo convergió con el
activo complot de los oficiales jóvenes, hartos del triunvirato y deseosos
de reinstaurar la democracia bajo el presidente Bosch.
Fue el grupo de los "jóvenes turcos" el que hizo estallar
la crisis. La conspiración de estos oficiales y de los civiles del Partido
Revolucionario Dominicano pro Bosch (PRD) -principalmente personas de
la clase media- se inició en setiembre último. La fecha elegida para
el golpe era el 1° de junio, pero en marzo corrieron fuertes rumores
en la capital de que se estaba preparando un golpe.
Después del Domingo de Pascua, 18 de abril, los rumores de un golpe
se hicieron más persistentes. Unos días más tarde, el periódico El Caribe
de Santo Domingo publicó en la primera plana un artículo que informaba
acerca de un inusitado movimiento militar alrededor del palacio presidencial.
Y, finalmente, el día jueves 22 de abril, el propio Donnie Reid oyó
suficientes detalles sobre el complot como para exonerar a siete oficiales
de la fuerza aérea implicados en él. Este paso indujo a los conspiradores
a actuar de inmediato.
Civiles rebeldes capturaron de súbito la estación principal de radio
y televisión de la ciudad, en horas tempranas de la tarde del día sábado
24 de abril y anunciaron -prematuramente la caída del gobierno. Dos
campamentos del ejército, situados en las afueras de la ciudad, se declararon
en rebelión. La multitud se derramó en las calles de acceso al centro
de la ciudad para celebrar lo que pensaba era ya una revolución victoriosa,
pero las fuerzas leales no tardaron en recapturar la estación radial
arrestando allí a ocho rebeldes. Si bien los rebeldes de los dos campamentos
del ejército hicieron caso omiso de un ultimátum que exigió la rendición
a las cinco de la tarde, Reid Cabral informó esa tarde por radio que
el levantamiento había sido sofocado.
La Embajada Norteamericana, enteramente sorprendida por la revuelta
original, transmitió debidamente al Departamento de Estado el anuncio
de que la rebelión había terminado junto con conclusiones de su propia
cosecha, en el sentido de que Donnie Reid había capeado el temporal.
Una posible explicación de este fracaso de la embajada en cuanto se
refiere a una correcta aquilatación de lo que estaba acaeciendo puede
hallarse en la ausencia del embajador Tapley Bennett, quien había partido
de Santo Domingo el viernes 23 de abril, un día antes de que los rebeldes
iniciaran su movimiento. El señor Bennett explicó más tarde que había
esperado desórdenes y que, precisamente por ese motivo, había ido a
Washington, intuyendo que sería ésta la última oportunidad de discutir
el problema dominicano antes de que sobrevinieran las perturbaciones.
No obstante, el día jueves Bennett había enviado su habitual informe
semanal al Departamento de Estado y en éste mencionaba nuevos rumores
en Santo Domingo de que algunos generales quizás tratasen de deponer
a Reid durante el fin de semana. Pero, hizo notar Bennett, parecía uno
de esos "usuales rumores en Santo Domingo".
Desde Santo Domingo el embajador se dirigió a Georgia, para visitar
a su madre. Fue allí donde por primera vez se enteró de la revuelta
del sábado y sólo al día siguiente fue a Washington, donde ya se estaban
considerando los planes iniciales de una intervención estadounidense
en larga escala, en parte a raíz de informes crecientemente alarmados
provenientes de Santo Domingo de que los izquierdistas y comunistas
estaban dominando lo que se suponía era un movimiento pro-Bosch.
También se hallaron ausentes de Santo Domingo ese decisivo fin de semana,
11 de los 13 oficiales agregados al Grupo Asesor de Asistencia Militar
de los Estados Unidos, cuya tarea era entrenar las tropas dominicanas
y estar en contacto con sus jefes; se encontraban en Panamá asistiendo
a una conferencia de rutina. El agregado naval de la embajada había
salido el viernes para cazar palomas durante el fin de semana en el
Valle Cibao con el brigadier general, Antonio Imbert Barreras, uno de
los dos sobrevivientes del grupo que tendió la emboscada a Trujillo
en 1961, y hombre que habría de desempeñar un rol vital en los días
por venir. El norteamericano de mayor rango presente en Santo Domingo
era el representante de Bennett, William Connett, delegado diplomático
con anteojos que había arribado cinco meses antes. A los 46 años de
edad ya había servido en cuatro cargos latinoamericanos durante sus
14 años en el Servicio Exterior.
En Washington el fin de semana transcurrió tranquilamente. El secretario
de Estado Dean Rusk efectuó el sábado una declaración sobre la política
de los Estados Unidos en Cambodia. El principal consejero del presidente
Johnson en asuntos hispanoamericanos, Thomas Mann, estaba descansando
en casa. Y Jack Hood Vaughn, quien hacía sólo escasas semanas que había
sucedido a Mann en el cargo de secretario auxiliar de Estado en los
asuntos interamericanos cuando éste fue ascendido al puesto de subsecretario,
asistía a una conferencia en Cuernavaca, México. Dentro de lo que cualquier
persona de la Casa Blanca podía determinar aparentemente, éste era uno
de los períodos más tranquilos experimentados por la política latinoamericana
en mucho tiempo.
A estar por cualquier norma, la embajada de Tap Bennett era una buena
embajada, que comprendía en su personal a alrededor de 30 funcionarios
del Servicio Exterior. Todos eran hombres de carrera con buenos antecedentes
y la mayoría tenía experiencia en cuestiones hispanoamericanas. Su única
falla visible era que todos los funcionarios de alto rango, incluyendo
a Bennett, llevaban sirviendo allí sólo un período relativamente corto
de tiempo. Esto se debía a que las relaciones diplomáticas con la República
Dominicana se habían reanudado sólo a fines de 1963 y todo un nuevo
equipo había sido asignado a ese país, junto con el nuevo embajador.
Bennett, sirviendo su primer puesto de embajador, llevaba en Santo Domingo
únicamente 13 meses, así como el jefe de la sección política de la embajada.
Tan sólo el contingente de la CIA., que operaba desde la Sección Política
como unidad independiente, tenía más antigüedad en la República Dominicana.
Bennett era el clásico embajador de carrera del Departamento de Estado,
con todo lo que esto implica en lo referente a ventajas e inconvenientes.
A la edad de 48 años su nombramiento como embajador en Santo Domingo
llevó a la culminación una carrera de 24 años de Servicio Exterior que
no había sido espectacular, pero, que, según el lenguaje del Departamento
de Estado, había sido "buena". Alto, cordial descendiente
de una familia establecida en Georgia, Tap Bennett se graduó en la Universidad
de Georgia y pasó después un año en la Universidad de Freiburg en Alemania
nazi, entre los años 1937 y 1938, antes de obtener su graduación en
leyes en la Universidad George Washington. Su primer cargo en el Servicio
Exterior fue, -hecho bastante interesante-, en la República Dominicana.
Especializóse luego en asuntos del Caribe y de América Central, siendo
en 1951 nombrado director delegado de la Oficina de Asuntos Sudamericanos
del Departamento de Estado.
Este acopio de experiencia hizo de Tap Bennett un "hombre ducho"
en cuestiones hispanoamericanas y en 1953 fue elegido en calidad de
asistente personal del doctor Milton Eisenhower, quien entonces se hallaba
explorando los problemas hemisféricos en nombre de su hermano. El doctor
Eisenhower describió a Bennett, calificándolo así: "un emprendedor,
sensible, incansable trabajador". Casado con la hija de un bien
conocido ex embajador, Bennett tenía un agradable cachet social y con
el tiempo fue destinado a placenteras asignaciones en Viena y Atenas.
Tras su llegada a Santo Domingo el año pasado, el nuevo embajador estableció
estrechas y cordiales relaciones con el presidente Reid Cabral y con
hombres de negocios, terratenientes y oficiales militares que apoyaban
el régimen. Si bien esto era enteramente correcto, el embajador y sus
coagentes máximos parecían mantener escaso contacto o amistad con los
partidarios del doctor Bosch, otros políticos de la oposición o cualquiera
de los oficiales jóvenes. Según dijera más tarde en Washington un alto
funcionario de la Administración, intrigado por la selectividad del
embajador en sus contactos y expresando sus pensamientos en alta voz,
"Tap no parecía conocer a nadie que se hallara a la izquierda del
Rotary Club".
Bennett llevó adelante concienzudamente sus funciones de embajador y
viajó casi por toda la República Dominicana, visitando debidamente los
centros de los Cuerpos de Paz y de proyectos de ayuda. Pero, según lo
hiciera notar cierta vez uno de sus coagentes en la embajada, "Tap
parecía incómodo entre la gente mal vestida y a la cual no había sido
debidamente presentado". Cuando estalló la rebelión, Bennett concedió,
casi como movimiento reflejo, su pleno compromiso a las personas que
conocía. Y fue así como se encontró posteriormente en un remolino puesto
en movimiento por hombres que nunca había conocido y por poderosas fuerzas
que jamás había descubierto.
Después de informar el sábado por la noche que la rebelión parecía haber
resultado un fiasco, el personero de Bennett, Bill Connett -cuyo punto
de vista aparentemente coincidía ampliamente con el del embajador- se
encontró el domingo a la mañana con que la situación había cambiado,
si bien en forma enteramente no dramática. No sólo se habían negado
los aeroplanos y aviones del gobierno a atacar las dos guarniciones
rebeldes del ejército, sino que los comandantes de antigua graduación
aparentemente habían decidido dar término según su propio modo a lo
empezado por los oficiales jóvenes el día anterior. Hacia el domingo
por la mañana había llegado a su fin el mandato de Reid Cabral; todos
los líderes militares, rebeldes así como leales, coincidían en lo que
respecta a este punto. Donnie Reid firmó su renuncia sobre la base del
entendimiento de que se formaría una junta y que pronto se celebrarían
elecciones.
Luego los sucesos se tornaron más confusos. Los jóvenes oficiales militares
que abrigaban la esperanza de restituir el poder al doctor Bosch se
negaron a avenirse al plan de la junta. Al contrario; tanto ellos como
sus partidarios se instalaron en el palacio presidencial, anunciando
que estaban estableciendo un régimen provisional hasta que el doctor
Bosch pudiese regresar del exilio en la cercana Puerto Rico. Dado que
la mayoría de las tropas bajo el mando de los oficiales que favorecían
la junta se hallaban en la base aérea de San Isidro, cruzando el río
Ozama, los oficiales pro Bosch momentáneamente eran dueños de la situación.
Inmediatamente tomaron juramento, en calidad de presidente provisional,
a un político del PRD de tranquilas maneras llamado José Rafael Molina
Ureña, que había sido presidente de la Cámara Dominicana de Diputados,
desaparecida en tiempos del golpe militar de 1963 que había derrocado
a Bosch. Bajo la constitución de 1963, suspendida en esa misma época,
Molina Ureña venía a ser la siguiente persona con derecho a la presidencia,
en ausencia del vicepresidente y del presidente del senado, siendo que
los dos se hallaban en el exilio. Puesto que los partidarios de Bosch
consideraban ilegal el golpe de 1963, afirmaban que la constitución
seguía en efecto y que Molina Ureña era el legítimo presidente provisional.
La calificación que los rebeldes dieron a su movimiento llamándolo "constitucionalista"
procede de esta interpretación.
La instalación de Molina Ureña ese soleado domingo señaló el verdadero
comienzo de la guerra civil dominicana.
Los otros comandantes militares que habían ayudado a desalojar a Reid
Cabral unas horas antes ahora se sentían traicionados. Y el más indignado
de todos era el brigadier general Elías Wessin y Wessin, oficial que,
en persona, había conducido el golpe contra el doctor Bosch 19 meses
antes y que no estaba dispuesto ahora a verlo traído nuevamente al poder.
El general Wessin contaba con la lealtad de los oficiales de la infantería
de Aviación y de la brigada del arsenal, así como de la mayoría de la
Fuerza Aérea. Las tropas de Wessin -que al máximo de su fuerza llegaban
al número de 2.500 soldados combatientes- constituían la élite de las
fuerzas armadas dominicanas y ahora estaban dispuestas a aplastar a
los rebeldes.
Eh las primeras horas de la tarde del domingo, dos aviones de combate
P-51 del general Wessin emergieron desde oriente sobre el mar, más allá
del bulevar George Washington y bombardearon el palacio. Un jet Gloster
Meteor los siguió en ululante picada, arrojando cohetes. En la otra
margen del río Ozama los tanques de Wessin avanzaban estruendosamente
hacia el puente que conducía a la ciudad. Simultáneamente la radiodifusora
de San Isidro comunicaba que los rebeldes pro Bosch estaban dominados
por comunistas.
Aunque el doctor Bosch en otro tiempo había sido uno de los blancos
favoritos de Fidel Castro, quien lo trataba de "títere yanqui",
la Embajada norteamericana aparentemente coincidió con la aquilatación
que el general Wessin hacía de la revuelta. En uno de sus primeros cables
a Washington, Connett, actuando como encargado de negocios en ausencia
de Bennett, advirtió que el regreso del doctor Bosch significaría el
extremismo en la República Dominicana en el plazo de seis meses, con
lo cual presumiblemente se refería al comunismo y, por lo tanto, a "otra
Cuba" en el Caribe.
Para este entonces los rebeldes ya habían abierto los arsenales en los
dos campamentos del ejército que controlaban y en las pocas comisarías
de la parte baja de la ciudad que habían capturado. Un camión cargado
de armas se detuvo en el Parque independencia sombreado por los árboles.
Hombres, mujeres y adolescentes -comunistas y no comunistas por igual-
fueron autorizados a tomar lo que quisieran. De pronto la ciudad se
convirtió en un campamento armado. Connett telegrafió a Washington que
había izquierdistas armados en las esquinas de las calles. Hubo incuestionablemente
comunistas y elementos pro Castro desde el comienzo de la revolución,
pero al parecer no había fundamento para las advertencias de la embajada
en el sentido de que los extremistas estaban a punto de capturar el
movimiento. En esta etapa inicial los líderes eran oficiales de carrera
del ejército y Molina Ureña, ninguno de los cuales son considerados
comunistas.
En Santo Domingo, a las 5 y 45 de la tarde del domingo, una delegación
compuesta de funcionarios máximos del partido del Bosch se dirigieron
a la embajada para solicitar que los Estados Unidos usaran su influencia
a los efectos de poner coto a los ataques aéreos de Wessin. El grupo
incluía a Silvestre Antonio Guzmán, acaudalado plantador y ex ministro
de agricultura en el gabinete de Bosch, quien habría de surgir unas
cuantas semanas más tarde como el candidato de la Administración para
poner fin a la guerra civil dominicana.
El encargado, Bill Connett, no los entrevistó. Fueron recibidos en cambio
por el segundo secretario de la embajada, Arthur E. Breisky, quien,
de acuerdo con el posterior relato de Guzmán, llamó "irresponsables"
a los rebeldes y dijo que se hallaban dominados por comunistas. Cuando
uno de los visitantes negó acaloradamente toda vinculación comunista,
Breisky, según se ha informado, respondió que "ahora piden ustedes
la ayuda norteamericana, después de haber enviado su gente a las calles...
Si yo tuviese el poder de Wessin lo emplearía".
Wessin lo hizo. El día lunes sus tanques continuaron el asalto al Puente
Duarte, donde fueron resistidos durante horas en lo que fue virtualmente
un combate cuerpo a cuerpo. Ocasionalmente un tanque de Wessin conseguía
llegar a la terminal del puente que daba a la ciudad, pero allí los
bazookas y las ametralladoras rebeldes hacían fuego obligándolo a retroceder.
Cerca del puente los soldados y los civiles rebeldes, algunos de ellos
adolescentes, se agazapaban detrás de las barricadas en medio de la
explosión de los cohetes. Pero ahora se extendían a quienquiera las
solicitase armas automáticas. La fuerza aérea bombardeaba la ciudad,
donde bandas armadas, no necesariamente vinculadas con movimiento político
alguno, hacían fuego contra cualquier cosa que se moviese.
No tardó en producirse un total quebrantamiento del orden y la ciudad
no tuvo gobierno. A poco se abrigaron serios temores por la seguridad
de los 2.500 norteamericanos residentes en Santo Domingo. Los funcionarios
de la embajada que escuchaban la radio y la televisión controladas por
los rebeldes, comenzaron a descubrir un acento revolucionario-izquierdista
que se deslizaba en los programas. Los anunciadores rebeldes comenzaron
a difundir por radio los nombres y direcciones de los "enemigos
de la revolución", con una aparente invitación a la violencia.
Aunque no se había producido ningún incidente antinorteamericano, la
embajada temía algo semejante como paso siguiente pronosticable en la
caótica situación. A última hora del lunes la embajada recomendó que
la Marina estadounidense, que tenía destacadas fuerzas a cierta distancia
de la costa, evacuara inmediatamente a los norteamericanos que desearan
marcharse. Nadie discutió en Santo Domingo, en ninguno de los bandos,
la sabiduría de esta decisión.
Dado que un análisis lógico no puede probar un argumento negativo -ejemplo:
no hay víboras en Manhattan- no hay forma de establecer que la revolución
pro Bosch no habría llegado a ser dominada por los comunistas. Hay,
no obstante, una pequeña minoría de ellos en la República Dominicana.
Y muchos diplomáticos extranjeros radicados en la capital -inclusive
algunos funcionarios de la embajada- señalan que los Estados Unidos,
aun temiendo una toma de mando comunista, no hicieron nada en los primeros
días de la rebelión por alentar a los elementos democráticos comprendidos
entre los rebeldes. En vez de ello la embajada fue siendo progresivamente
identificada con las fuerzas de Wessin, si bien el general de San Isidro
personificaba, en el concepto de muchísimos dominicanos, la amenaza
de una nueva dictadura.
De regreso en Santo Domingo desde Washington el martes 27 de abril,
Tap Bennett pasó inmediatamente a Washington, juntamente con su propio
endoso, el urgente pedido del comando de Wessin solicitando equipo radial.
Las fuerzas de Wessin aún no habían conseguido irrumpir en Santo Domingo
y los líderes de San Isidro rogaron que les fueran facilitados equipos
móviles y otros equipos de radio para ayudar a proveer control táctico
a sus tanques y fuerza aérea.
Aún antes del regreso de Bennett a su puesto, la Administración de Washington
-muy correctamente, en una situación de tan extrema inseguridad- ya
consideraba activamente, a la vez un desembarco de la infantería de
marina, destinado a proteger la evacuación de norteamericanos y una
intervención militar en gran escala. Planteóse la intervención a los
fines de rechazar lo que la embajada había descrito a Washington como
el inminente peligro de una asunción comunista del mando. (Empero, las
advertencias de la embajada todavía venían envueltas en generalidades
y ninguno de los supuestos líderes comunistas del comando rebelde había
sido identificado positivamente). De consiguiente, a las cuatro horas
del martes -antes de que la Marina comenzara a evacuar los primeros
norteamericanos de Santo Domingo, colócose a la alerta la 82 División
Aereotransportada en Fort Bragg, N. C. Al impartir instrucciones a sus
oficiales, el comandante de división mayor general Robert York, dijo
que la misión sería un asalto de paracaídas para asegurar a San Isidro,
la carretera que conduce al río Ozama y al puente Duarte.
El martes por la tarde varió el panorama militar de Santo Domingo; las
tropas de Wessin parecieron llevar las de ganar. La diminuta marina
dominicana, que hasta entonces había permanecido neutral, se puso repentinamente
de parte de los generales de San Isidro y sus fragatas lanzaron algunas
bombas al palacio presidencial en manos de los rebeldes. Comenzó luego
un nuevo acto en el drama dominicano, y en el drama de la embajada.
Un grupo de comandantes militares rebeldes se presentó de pronto en
la embajada y solicitó una entrevista con el embajador Bennett. Después
de revisar sus armas en la puerta, fueron introducidos en el despacho
del embajador. Dijeron a éste que era el momento de poner término al
derramamiento de sangre y le pidieron que actuara de mediador en las
negociaciones con el general Wessin.
Tap Bennett replicó que no tenía autoridad para proceder en calidad
de mediador. Pero expresó que, dado que se hallaba en contacto con San
Isidro, gustoso transmitiría mensajes allí. Alguno de los oficiales,
aparentemente en la creencia de que sus propios ruegos carecían de fuerza
suficiente, sugirió entonces que la embajada ayudase a persuadir al
Presidente Actuante Molina Ureña que había llegado el momento de procurar
una tregua. Bennett asintió. Dio instrucciones a Benjamín J. Ruyle,
jefe de la Sección Política, de llegarse en automóvil al palacio y transmitir
al Presidente Actuante el mensaje de sus asociados militares.
Ruyle halló desierto el palacio. Había ventanas rotas por todas partes.
Pedazos de mampostería se veían diseminados por el suelo en los lugares
donde habían caído los cohetes y las balas de las ametralladoras. Recorriendo
a pie el edificio, Ruyle llegó finalmente a una habitación que daba
al corredor principal donde Molina Ureña estaba, desoladamente, sentado
en un sillón tapizado. Lo rodeaba un número de rebeldes, algunos en
uniforme y otros vestidos de civil. Al principio el Presidente Actuante
se negó a considerar la renuncia a la lucha, pero sus compañeros le
persuadieron de que concediera al asunto alguna reflexión. Ruyle se
retiró y regresó en su automóvil a la embajada.
Una hora más tarde Molina Ureña y 18 oficiales rebeldes arribaron a
la embajada de estuco blanco, que consta de un solo piso. Esta vez el
grupo incluía al teniente coronel Francisco Caamaño Deñó, uno de los
máximos líderes rebeldes y graduado de 32 años de edad de una escuela
de enseñanza media de Florida y de escuelas del Cuerpo de Infantería
de Marina de los Estados Unidos. Nuevamente se solicitó la mediación
de Tap Bennett y nuevamente volvió a negarse, pero hay dos versiones
contradictorias acerca de lo que ocurrió. El coronel Caamaño insiste
en que el embajador expresó al grupo que "este es el momento de
rendirse y no negociar". Esto, dijo el coronel más tarde, era un
insulto al honor de los rebeldes.
Bennett niega haber, ya sea exigido una rendición o intentado insultar
a nadie. No obstante, la personal antipatía del coronel Caamaño -y de
la mayoría de los otros rebeldes- por el embajador está asociada con
este incidente. Pero ambos bandos concuerdan en un punto: cuando la
conferencia finalmente se disolvió, el coronel Caamaño se volvió hacia
Tap Bennett, justo antes de abandonar su despacho, y dijo: "Seguiremos
combatiendo". (El embajador no informó acerca de esta observación
en su cable de esa noche al Departamento de Estado, ni tampoco se había
mencionado a Caamaño en los mensajes de la embajada durante los primeros
cuatros días de la rebelión).
Los rebeldes abandonaron la embajada uno por uno, algunos demorándose
como con reluctancia a marcharse. Finalmente Molina Ureña decidió que
su bando había perdido y se dirigió a la Embajada colombiana para pedir
asilo. En lo que concernía a la embajada de los Estados Unidos, la rebelión
pro Bosch había fracasado. Un batallón del ejército de las afueras de
la ciudad, que hasta entonces no se había plegado a ninguno de los dos
bandos, entró a la ciudad desde el oeste y marchó sobre el palacio.
En el este, los tanques del general Wessin aplastaban cuanto se hallaba
en su camino, abriéndose paso a Santo Domingo sobre el puente Duarte
contra una fuerte resistencia. La evacuación a que procedió la Marina
de los Estados Unidos de los primeros 1.175 norteamericanos se había
completado sin tropiezos. Se había producido un primer incidente en
el hotel Embajador, donde se habían congregado los evacuados, cuando
los rebeldes hicieron poner en fila a las aterrorizadas gentes contra
una pared del vestíbulo de entrada y dispararon una andanada de metralleta
por encima de sus cabezas. Pero nadie resultó herido. En Washington,
los funcionarios de la Administración expresaron su alivio ante el colapso
de la revuelta.
Pero, ante la sorpresa de todo el mundo -la segunda sorpresa grande
de la embajada en cinco días- los rebeldes no sólo no renunciaron a
la lucha sino que hallaron nuevo aliento. El coronel Caamaño, cuya promesa
de pelear había sido ignorada por Tap Bennett la tarde anterior, asumió
el mando de la rebelión y reunió eventualmente quizás 3.000 partidarios,
si bien afirmó más tarde comandar 10.000 rebeldes armados. Caamaño se
convirtió en el líder rebelde casi por accidente, después de que muchos
de sus compañeros de complot desaparecieron en el asilo diplomático.
Hombre algo barrigón, de imprevisible humor, no posee ninguna de las
magnéticas cualidades que caracterizan a un líder revolucionario típico
como por ejemplo, digamos, Fidel Castro. Si además de su proclamado
apoyo a la democracia, sustenta ideas políticas, económicas o sociales
de alguna especie, no se ha ocupado de ponerlas en claro. Alterna estados
de rabia, en los que jura morir junto a sus hombres para preservar su
honor, con otros de algo así como alegre despreocupación como el desplegado
recientemente en un inverosímil almuerzo de panqueques Suzette, en uno
de sus escondites. Difícilmente podía ser considerado algo más que un
líder transitorio.
Hacia el miércoles por la mañana, de cualquier modo, los rebeldes de
Caamaño se habían protegido con barricadas dentro de un área constituida
por angostas calles y viejas casas de la antigua Santo Domingo. Ubicaron
ametralladoras en los techos y apostaron francotiradores en las ventanas.
Se almacenaron bombas Molotov en las casas, muchas de las cuales se
convirtieron en pequeñas fortalezas. Los tanques y camiones capturados,
con la palabra PUEBLO pintada, se granjeaban el entusiasmo de la ciudad.
Ahora, tanto el comando de Wessin como los Estados Unidos debían responder
a la renovada amenaza rebelde. La embajada decidió que era necesaria
la intervención pero que un legalismo tenía que ser satisfecho: alguien
debía solicitar la ayuda militar de los Estados Unidos. En consecuencia,
al promediar la mañana establecióse en San Isidro un triunvirato con
guía de la embajada. Puesto que el general Wessin era tan objetable
a los ojos de muchos dominicanos, nombróse cabeza de la junta al coronel
Pedro Bartolomé Benoit, desconocido oficial de la Fuerza Aérea.
El coronel Benoit apeló inmediamente a Tap Bennett en busca de ayuda.
A la 1.48 de la tarde del miércoles el embajador telegrafió a Washington
que el problema de comunicaciones de la junta -la falta de equipo radial-
era crítica. Cablegrafió que el ejército estaba haciendo frente a fuerzas
izquierdistas y planteó una cuestión acerca del estado de ánimo que
provocaría en la fuerza aérea y las demás una negativa de ayuda de parte
de los Estados Unidos.
Poco después de almorzar el coronel Benoit irradió un mensaje al embajador
desde San Isidro, informándole que la junta recientemente creada ya
no podía asegurar el orden en Santo Domingo ni proteger las vidas de
los extranjeros. Pidió la intervención de los Estados Unidos. Tap Bennett
pasó el pedido a Washington, y preparó otro mensaje en el que manifestaba
lamentar la probable necesidad de que los Estados Unidos impusieran
una solución militar al problema político. Si bien cabía esperar que
la propaganda izquierdista caracterizase la rebelión como una pelea
entre el ejército y el pueblo, decía Bennett, la cuestión se suscitaba
realmente entre quienes querían una solución tipo Castro y quienes se
le oponían. A continuación dejaba claramente sentado que, aunque no
deseaba dramatizar excesivamente la situación, abrigaba la convicción
de que si los Estados Unidos negaban, el equipo de comunicaciones solicitado
y que si la oposición a los llamados izquierdistas perdía aliento, los
Estados Unidos podrían ser llamados a poner en escena, en el futuro
inmediato, un desembarco de la infantería de marina. ¿Qué, preguntaba,
prefería Washington?
Los mensajes se intercambiaban frenéticamente entre Washington y Santo
Domingo esa tarde y el Departamento de Estado replicó que los Estados
Unidos no intervendrían militarmente a no ser que el resultado estuviese
en duda, pero que los transmisores radiales móviles se estaban preparando.
En ese momento la Administración se estaba aproximando a una decisión
relativa al desembarco de un contingente de infantes de marina, cuya
misión sería la protección de la ininterrumpida evacuación de norteamericanos.
Alrededor de las dos de la tarde, un grupo del Cuerpo de Infantería
de Marina desembarcó en el puerto azucarero de Haina, siete millas al
oeste de la capital, a fin de inspeccionar la playa para un desembarco
anfibio.
Llegado a este punto los Estados Unidos identificaron tres hombres entre
los líderes rebeldes con posibles vínculos comunistas. Ninguno de ellos
era un líder máximo visible. La identificación fue enviada por la CIA
de Santo Domingo el miércoles por la mañana y el vicealmirante William
F. Raborn Jr., retirado, a quien se había tomado juramento como director
de la CIA a las 12.30 de ese mismo día presentó esta información al
presidente Johnson.
Poco antes de las cinco de la tarde, hora de Santo Domingo, Tap Bennett
recibió del coronel Benoit una nota escrita confirmando el anterior
pedido irradiado de "una intervención temporaria". Bennett
telefoneó a la Casa Blanca y habló con el Presidente. Envió entonces
su mensaje "emergente", la comunicación de prioridad más alta
en el Gobierno de los Estados Unidos, recomendando que el pedido de
intervención de la junta fuese satisfecho. En el plazo de unos minutos
despegaron los primeros helicópteros del puente del Boxer para conducir
infantes de marina al hotel Embajador.
La "intervención limitada" había comenzado. Por primera vez
desde 1916, las tropas estadounidenses pusieron pie en suelo dominicano.
En su anuncio televisado esa noche, el presidente Johnson enfatizó que
la infantería de marina había desembarcado en Santo Domingo para ayudar
a la evacuación de norteamericanos y otros extranjeros. Nada se dijo
de la temida toma de mando comunista o acerca de la ayuda de los Estados
Unidos a las fuerzas de la junta.
Si bien el desembarco original de los marines el 28 de abril no trajo
más de 500 soldados estadounidenses a Santo Domingo, la Administración
se movió casi inmediatamente hacia un refuerzo mayor. Para fines de
la primera semana, habían desembarcado 5.000 infantes de marina y tropas
paracaidistas. Durante el fin de semana que coincidió con el 19 de mayo,
las fuerzas alcanzaron un número mayor del doble, 12.000 soldados. A
fines de la segunda semana, el 8 de mayo, se llegó al máximo con 22.000
tropas de los Estados Unidos en la República Dominica y 8.000 marineros
que tripulaban 40 barcos a la vista de sus costas. Los voceros militares
de los Estados Unidos nunca fueron enteramente precisos acerca de la
necesidad de una fuerza tan nutrida. Pero los funcionarios del Departamento
de Estado, al informar a los periodistas en Santo Domingo, fueron escalando
gradualmente el propósito de los Estados Unidos en la República Dominicana,
desde la misión de evacuación inicialmente declarada a la de asistir
a los dominicanos "para que hallasen una solución democrática para
sus problemas políticos".
No obstante, al comenzar el día miércoles los desembarcos, el primer
contingente de infantes de marina no tardó en asegurar sus perímetros.
A las 7.30 de la tarde, después de que un pelotón de marines fuera conducido
a la Embajada, Bennett envió un telegrama destinado al subsecretario
Mann. Francotiradores habían estado haciendo fuego contra la Embajada
(el edificio) desde el otro lado de la calle y los marines alcanzaron
con sus disparos a siete de ellos. El cable de Tap Bennett informaba
a Mann que estaban en peligro vidas norteamericanas y transmitiría un
mensaje oral del coronel Benoit en el sentido de que la situación empeoraba
rápidamente. Manifestaba en el cable su esperanza de una urgente respuesta
a su pedido oficial de ayuda a las fuerzas de Wessin.
Treinta minutos más tarde el embajador envió todavía otro telegrama
a Washington. En él se decía que las fuerzas de la junta estaban en
la imposibilidad de resistir y se añadía la recomendación de Bennett
que se concediera seria reflexión al asunto de la intervención armada
para restaurar el orden, aparte de la cuestión de una mera protección
de vidas. Si fracasaban los esfuerzos leales, decía, el poder caería
en manos de grupos cuyos fines eran idénticos a los del Partido Comunista.
Los Estados Unidos tendrían que intervenir con sus fuerzas para impedir
otra Cuba.
En Washington, un aturdido Consejo de la Organización de Estados Americanos
fue informado del desembarco de los Estados Unidos. Se dijo a los embajadores
latinoamericanos que los infantes de marina habían descendido a la playa
a los efectos de proteger la vida de los residentes extranjeros y que
la Administración no había tenido tiempo de consultar de antemano a
los otros gobiernos. Varios embajadores protestaron diciendo que la
acción de los Estados Unidos violaba la carta de la OEA, que prohíbe
la intervención unilateral. Pero, nuevamente, se les aseguró que los
Estados Unidos sólo deseaban el cese de fuego.
Pero, en Santo Domingo los acontecimientos se sucedían sobre una base
algo diferente. Los periodistas que se preparaban a desembarcar detrás
de la infantería de marina, afectada a la fuerza anfibia de la Marina,
al sintonizar sus receptores de radio a transistores, sorprendieron,
enteramente por accidente, intercambios radiales entre Tap Bennett y
el coronel Benoit, jefe de la junta recientemente formada.
Un mensaje, pasado a las 9.25 de la mañana del jueves decía: "Este
es el Arbol de Sombra Uno (la llamada radial de la Embajada). El embajador
al coronel Benoit... ¿Necesita usted más?... Tenga la seguridad de que
con determinación sus planes vencerán."
Otro mensaje procedente de Tap Bennett: "¿Podría abrir usted Punta
Caucedo (el aeropuerto internacional) al tráfico aéreo para hacer entrar
víveres y medicinas? Pueden operar allí infantes de marina uniformados
si no hay civiles."
Otro intercambio entre la Embajada y una voz norteamericana que provenía
de la base aérea de San Isidro, hablaba de la necesidad de baterías,
equipo de comunicaciones y raciones para las tropas de Wessin.
Un mensaje irradiado de San Isidro informaba que "un significativo
levantamiento de la moral es evidente aquí desde el arribo de las raciones."
Luego, San Isidro informó al Árbol de Sombra Uno que "he recibido
un mensaje de que se está iniciando el ataque de supresión en el local
0845". Un mensaje procedente de la Embajada preguntaba al coronel
Benoit si contaba con bastantes pertrechos contra "las fuerzas
de Castro que lo enfrentan". Luego el mensaje fue modificado, diciendo
"fuerzas rebeldes" en vez de "fuerzas de Castro".
A bordo del Boxer, el comandante de las fuerzas, capitán James A. Dare,
despejaba cualquier duda acerca del motivo por el cual habían desembarcado
los marines en Santo Domingo. Al informar a los periodistas dijo que
las fuerzas norteamericanas permanecerían allí el tiempo suficiente
"para asegurar que se estableciera un gobierno no comunista".
Pero la historia oficial en la Embajada de Santo Domingo y en Washington
continuaba siendo que las tropas habían descendido a la costa para proveer
seguridad durante la evacuación.
Ese jueves por la tarde Tap Bennett informó al grupo de periodistas
que habían desembarco del Boxer. Les dijo que había evidencias de dominación
comunista en el movimiento rebelde, y distribuyó después copias dactilografiadas
de una lista de 54 comunistas o simpatizantes que, según lo manifestado
por Bennett, tenían activa participación en el liderazgo rebelde.
Simultáneamente la Embajada telegrafió a Washington el texto de un volante
rebelde que llamaba a una lucha "a muerte" contra las fuerzas
de Wessin. Estaba firmado por ocho líderes rebeldes, comenzando por
el coronel Caamaño. El mensaje de la Embajada, firmado por Bennett,
decía que dos de los firmantes podrían tener conexiones comunistas pero
que se carecía de información respecto de los demás. En Washington,
los funcionarios del Departamento de Estado comenzaron a insinuar a
los periodistas, sobre la base del telegrama de Bennett, que siete u
ocho de los líderes rebeldes máximos podrían tener orientación comunista.
Bennett asimismo informó a los periodistas esa noche de las atrocidades
cometidas por los rebeldes, de varias cabezas que se habían hecho desfilar
clavadas en picas, de ejecuciones en masa y de cómo el coronel Caamaño
en persona había ametrallado al coronel Calderón, el ayuda de campo
del presidente Reid Cabral. Los periodistas no tenían razones para dudar
de los relatos de Bennett, que también se cablegrafiaron a Washington.
Pero posteriormente se supo que ninguno de estos informes era exacto.
No se encontró a nadie en la zona rebelde -adonde fueron los periodistas,
pero no los funcionarios de la Embajadaque confirmara los relatos de
ejecuciones o de cabezas clavadas en picas. El coronel Calderón apareció,
pocos días después, en un hospital con una leve herida de bala en el
cuello, recibida en el palacio durante el primer día de la revolución.
Uno de los periodistas bebió con él una cerveza más tarde.
Con el transcurso de los días se hizo evidente que, de modo deliberado
o por información errónea, la Embajada estaba pasando informes inexactos.
Una tarde un portavoz oficial del Departamento de Estado anunció que
la Embajada había recibido el dato de que el coronel Caamaño se había
reunido con cinco líderes comunistas la noche antes y les había prometido
cargos en el gabinete si la revolución resultaba fructuosa. Si fracasaba,
según las supuestas palabras de Caamaño, él negociaría salvoconductos
que les permitieran salir del país. El portavoz no disponía de los nombres
de los líderes y varios días más tarde reconoció que la Embajada no
estaba en modo alguno segura de esta información.
En las reuniones con su personal, Bennett se refería a los rebeldes
calificándolos de "esa escoria comunista" o "esa pandilla
de la parte baja de la ciudad". Los pedidos emanados de grupos
de profesionales dominicanos -hombres de negocios, abogados, médicos
e ingenieros- solicitando el contacto con la Embajada a fin de explicar
su aseveración de que la revolución "constitucionalista" no
era comunista, no fueron satisfechos. Cuando un cronista preguntó a
Bennett si no temía que su política de aislar a los rebeldes los empujara
a manos comunistas, replicó: "Ya están en manos comunistas."
Esta fue también la conclusión rápidamente alcanzada por John Bartlow
Martin, ex embajador en la República Dominicana durante el régimen de
Bosch, a quien el presidente Johnson envió a Santo Domingo para establecer
contacto con los rebeldes y dar un nuevo vistazo a la situación. Martin,
que gozaba de la reputación de liberal y tenía muchos amigos dentro
del PRD de Bosch, se pasó una tarde conversando en el puesto de comando
de Caamaño y anunció inmediatamente, en una conferencia de prensa, que
la revolución había pasado al mando de comunistas. Dijo redondamente
que todos "los elementos democráticos habían sido destruidos".
Pero no se tienen noticias de que Martin o la Embajada hayan realizado
esfuerzo alguno por alentar a los demócratas contra los comunistas.
Por espacio de diez días no hubo más contacto entre los Estados Unidos
y los rebeldes. La Embajada demostró claramente una parcialidad en favor
de las fuerzas de la junta, a la cual comenzó a denominar "el Gobierno
de Reconstrucción Nacional".
Para encabezar este "gobierno", la Embajada eligió al brigadier
general Antonio Imbert Barreras, uno de los dos sobrevivientes del grupo
que mató a Trujillo. Para asistir al general Imbert, los Estados Unidos
pusieron a su disposición 750.000 dólares el día 9 de mayo destinados
al pago de los salarios de los empleados públicos en las áreas que no
se encontraban bajo control rebelde. ¡Ninguna oferta similar se hizo
al coronel Caamaño!
Santo Domingo era una ciudad gobernada por la confusión. Mientras los
Estados Unidos seguían proclamando una "estricta neutralidad",
los técnicos de la Agencia de Información de los Estados Unidos y la
CIA interferían la onda de la estación de radio rebelde haciendo ininteligibles
sus mensajes. Los periodistas y camarógrafos de televisión registraron
camiones cargados de tropas de Imbert que pasaban libremente a través
de los puntos de control norteamericanos, en camino al combate con los
rebeldes.
En el bando rebelde, los locutores del coronel Caamaño vilipendiaban
al embajador Bennett en los términos peores que se puedan imaginar.
Francotiradores, los cuales según Caamaño no dependían de su control,
disparaban por las noches a las posiciones norteamericanas, causando
frecuentes bajas. Entre toda la confusión, un equipo de la OEA negociaba
una tambaleante tregua el 5 de mayo.
La administración Johnson determinó que quizás fuera necesario un nuevo
acercamiento para llevar las cosas a una solución y que ya no eran adecuados
los informes y recomendaciones procedentes de Bennett y Martin. Así
como Martin fue enviado a raíz de las dudas surgidas en cuanto a los
informes de Tap Bennett, se despachó a McGeorge Bundy, Asistente Especial
de Asuntos de Seguridad Nacional del presidente, para reforzar a Martin.
Con él vinieron los dos expertos máximos en América latina del Departamento
de Estado, Mann y Vaughn.
Justo antes del arribo de la misión Bundy, la aviación de Imbert rompió
la tregua arreglada por la OEA. Con sus aparatos vomitando fuego, bombardearon
en repetidas incursiones la radio Santo Domingo, en manos de los rebeldes.
Al acercarse, los aviones rugieron sobre la Embajada, lanzando una andanada
de balas sobre las calles adyacentes. Tap Bennett y muchos de sus auxiliares
se arrojaron debajo de sus escritorios y el embajador gritaba, "¡Protestaré
por esto!".
Por razones que nunca han sido explicadas, la presencia de Bundy en
Santo Domingo se mantuvo en secreto durante 12 horas mientras los funcionarios
negaban que él y los otros enviados de alto rango estuviesen allí. Se
prohibía ahora a los periodistas el acceso a la Embajada, en gran medida
a raíz de que la pequeña estructura, con persianas verdes, estaba tan
colmada de generales e "invitados especiales" de alto nivel
que era casi imposible moverse en el interior o encontrar algún lugar
privado para las conversaciones confidenciales.
La misión de Bundy consistía en negociar un gobierno constitucional
de compromiso. Se había elegido para encabezarlo a Antonio Guzmán, ex
ministro de agricultura bajo el gobierno del doctor Bosch y el hombre
a quien -el segundo secretario Breisky recibiera tan fríamente ese primer
domingo de la revolución. El nombre de Guzmán fue sugerido por Bosch,
a quien Bundy consultó, deteniéndose en San Juan de Puerto Rico. Para
los Estados Unidos resultaba básicamente aceptable así como para el
comando de Caamaño. El único problema que subsistía era conseguir el
acuerdo del general Imbert y que éste se dispusiera a renunciar en favor
del candidato de compromiso.
No era un problema sencillo. Cuando el subsecretario Mann sugirió a
Imbert su renuncia, éste se negó redondamente. Expresó a los norteamericanos
que, puesto que los Estados Unidos lo habían ayudado a convertirse en
jefe de la junta, ahora era su intención mantenerse en el cargo. Proceder
de otro modo, dijo, significaría "hacer entrega de todo a los comunistas".
Uno de los cronistas describió la situación escribiendo: "el general
Imbert es el títere de los Estados Unidos que tira de sus propios hilos".
En este momento fue que el teniente general Bruce Palmer, comandante
de las fuerzas militares estadounidenses, tuvo que ordenar a la mitad
de los artilleros de la infantería de marina -que hasta ese entonces
habían apuntado a la fortaleza rebelde de la parte baja de la ciudad-
que se dieran vuelta para enfrentar los emplazamientos de las tropas
de Imbert. Parte de las tropas de Palmer pareció confundida respecto
de su misión y algunos se preguntaban quién era el enemigo.
En el transcurso de la negociación Guzmán-Bundy y mientras aún seguía
en efecto la tregua arreglada por la OEA, las fuerzas de Imbert montaban
otra ofensiva contra los rebeldes, esta vez en el sector norte de Santo
Domingo. Los tanques y la artillería de Imbert lanzaron un asalto en
plena escala que costó centenares de vidas dominicanas, principalmente
de mujeres y niños.
Los rebeldes no podían contrarrestar el ataque de Imbert en el norte
porque el corredor de seguridad controlado por los norteamericanos,
que corría en línea bisectriz de Este a Oeste, los confinaba a la parte
baja de la ciudad. En determinada etapa los Estados Unidos se prepararon
a abrir otro corredor, que corriera hacia el Norte desde el área rebelde,
para poner un alto al avance de Imbert. Pero esta idea, por la cual
abogaba Bundy, fue vetada en Washington. En la Embajada, el subsecretario
Mann dijo que esperaba que Castro reconociese al régimen de Caamaño
y probara de una vez por todas que los rebeldes tenían orientación comunista.
Luego "la fórmula Guzmán" -en favor de la cual había trabajado
Bundy por espacio de diez días con todo el prestigio derivado de su
cargo en la Casa Blanca- cayó por el suelo en virtud de órdenes recibidas
de Washington. El FBI había interceptado una conversación telefónica
entre el doctor Bosch y un amigo. Esta conversación, según se informó,
incluía la declaración de que si el régimen de Guzmán era instaurado
podría haber un nuevo gobierno en el plazo de cinco días. Más o menos
en estos momentos el Departamento de Estado envió un memorando a la
Casa Blanca recordando que en 1933 se había acusado a los Estados Unidos
de imponer un gobierno a Cuba y de que la administración Johnson debía
cuidarse de no dar motivo a un cargo semejante.
La interrupción de la negociación Bundy-Guzmán señaló, para muchos de
los que se hallaban en el bando rebelde, el fin de las esperanzas de
un régimen "constitucional". Se siguió permitiendo que el
régimen de Imbert consolidara su posición en el país sin gobierno, mientras
otra comisión de la OEA, segundo grupo interamericano que intentó la
mediación, llegó a Santo Domingo en busca de una solución.
El día antes de su regreso a Washington, cinco semanas después de que
los Estados Unidos descubriesen que tenían asido un tigre por la cola,
Bundy convino una entrevista con el coronel Caamaño y sus colegas. Sería
su primer encuentro, por cuanto el jefe rebelde había cancelado una
cita una semana antes al resultar muerto uno de sus auxiliares principales
de un disparo aparentemente partido de las tropas estadounidenses apostadas
en el corredor de seguridad. El sitio de la reunión sería el Conservatorio
de Música, moderno edificio blanco situado en un bulevar de la costa,
en la tierra de nadie, entre los infantes de marina y las líneas rebeldes.
A su arribo, a las 3.45 de la tarde, Bundy y sus colegas hallaron el
edificio cerrado, pero asumieron que los hombres del coronel Caamaño
habían dispuesto que el conservatorio fuese abierto. Resultó, no obstante,
que a su vez el coronel Caamaño había asumido algo semejante. Después
de buscar infructuosamente una puerta o ventana abierta, uno de los
rebeldes extrajo un cuchillo y soltó una de las hojas de vidrio de las
ventanas. Se colocaron sillas y ambas delegaciones treparon adentro
por la ventana.
La reunión se prolongó cuatro horas, durante las cuales Bundy hizo uso
de su fluido español en la conferencia. Hacia el término de la sesión
estalló violentamente una ráfaga de disparos de armas de fuego no lejos
del conservatorio. Maldiciendo a causa de la ira, el coronel Caamaño
corrió para telefonear a sus fuerzas que cesasen de disparar. Bundy
se apresuró a su vez, en busca de un teléfono con el cual ponerse en
contacto con los comandantes estadounidenses. Pero no lo había en el
edificio.
Cabría decir que el teléfono faltante simbolizó toda la tragedia dominicana,
donde se produjo un quebrantamiento general en las comunicaciones entre
norteamericanos y dominicanos que intentaban poner fin a la guerra civil
sin ulterior pérdida de vidas, y donde ninguna fórmula pareció ofrecer
una solución pacífica. Quizás no hubo otra alternativa que la intervención
de los Estados Unidos en Santo Domingo, pero las cinco semanas que pasé
allí en el momento culminante de la crisis no llegaron a convencerme
de que existía peligro real de "otra Cuba". Tal como observó
el exiliado presidente Juan Bosch, presenciando la agonía de su país
desde Puerto Rico, con gran tristeza: "Los Estados Unidos tal vez
deberían haber dado una oportunidad a la democracia dominicana."
Tomado de “Aquí
Santo Domingo! La tercera guerra sucia”, Compilación, introducción
y notas de Gregorio Selser. Editorial Palestra, Buenos Aires, 1966,
pp.123-144.
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