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René Rodríguez Soriano
(Constanza, 22 de septiembre 1950)

> Cortazianas

      Su nombre, Julia

Te quedas fijamente mirando a esa niña que tiene susmismos ojos, la misma boca, y acaba de decirte que laesperes, que ella te recibirá en unos minutos, quetiene varios días indispuesta y ahí, en ese instante,mirando su foto en la pared, es cuando compruebas elparecido entre las dos y piensas que tal vez esa puedaser la razón por la que no la ves desde aquella tardeen que venías por la avenida Charles de Gaulle y,debajo de un almendro, encuentras a esta muchachadelgada, alta, ojos de un negro casi tirando a café,boca pronunciada con una sonrisa entre mordaz ytriste. Detienes el auto y te ofreces a llevarla. Ellase monta, te sonríe y te dice que su nombre es Julia ytú la miras, piensas que has visto ese rostro otrasveces, algo muy hondo te remueve esa mujer y superfume. Desandas de un tirón lejanos momentos de tuvida, tratando de encontrarla y encontrarte junto aella en algún lugar de tu pasado. Su voz te suenafamiliar y ese mohín que te arroba, los dos hoyuelosen los pómulos canela de esa Julia que acaba dellenarte el auto y los sentidos con su mágicapresencia, cautivándote. Reduces un poco la velocidad,das paso a ese grupo de niños que salen del colegio. Arrancas de nuevo, miras a esa mujer que ha invadidode forma brutal y tan tranquila, como si nada pasara,el auto y todo tu ser y es entonces cuando se teocurre la idea de prolongar el momento, de estar mástiempo junto a ella y acudes a ensayar tu mejorsonrisa. La tosecita afirma y busca dar seguridad a lasuave y delicada proposición de invitarla a dar unavuelta, a conversar un rato y ella que accede y tesonríe y sus ojos cortan la tarde y el mohín y elaroma y tú, torpe, atolondrado que no sabes haciadónde dirigir la marcha, detenido ante el semáforo yla luz verde y el camionero maldiciendo atrás y tú,comprándole flores a la niña de los bucles doradísimosy descuidada y Julia, agradecida, que te desarma consu sonrisa austral, sin transparencias. Ahora ruedanlentamente por el malecón de Villa Duarte, el mar lucela misma calma que los ojos de Julia, y Julia, parca,como ida, orlada de un angélico misterio y tú, que teaguzas, pones el tema del calor, la maravilla delencuentro, la necesidad de seguir conversando y lascervezas y ella que, bueno, ni niega ni afirma, que setransmuta, se ilumina, sonríe y, otra vez, sientes elraro pálpito, la sensación de haber visto otra vez,muchas veces la misma sonrisa. Quieres poseerla,hacerla tuya, ahí mismo y para siempre. Pero ellapropone -quilla el sonido con su voz de contralto,dulcísima, afinada- visitar las ruinas del HospitalSan Nicolás de Bari y tú, conocedor, arrobado, lacomplaces y, mientras cruzan el puentecito de VillaDuarte, le haces creer que miras las chimeneas de ElTimbeque para, sin mucho disimulo, meterte entre susojos, escrutar el horizonte desde allí y soñar, volarpor entre el brillo que se expande. Te vas y eltráfico que te pita y repita, por haber doblado haciala izquierda en la Vicente Noble, pero ya es tarde.Logras burlarlo y ya están en la Ciudad Colonial yluego a la derecha, Hostos y el muchacho que se ofrecea cuidarte el carro y las palomas, las palomas que sequedan mansas y tiernas a su paso, se le posan sobreel hombro y ella, busca miguitas en el bolso y lleganmás y más palomas, tantas que casi te pierdes en unárbol de plumas que se mueve junto a ti. Te arriesgasun poco más. Entras a ese terreno peligroso.Preguntas. Insinúas. Atacas. Retrocedes ycontraatacas: que te hable de Julia, de dónde viene,qué hace y, ya no aguantas más, la has visto antes,estás seguro, se conocían, que la memoria te estájugando una trastada, que si fue en la universidad, enel bachillerato, en algún campamento, dónde trabaja,si estudia y ella te mira, sonríe otra vez y salen, entropel de sus ojos, como bandadas de palomas, unosrayos de luz que cobran sonido, diciéndote que desdeniña acostumbraba, con su abuelita, llevarle de comera las palomas, se pasaba horas y más horas jugando conellas y oyendo a la abuela contarle historias, leerlelibros y soñar, juntas. Sientes que de nuevo te hasido, como que flotas y de repente, baja la luz, cobranun tono gris sus ojos y hay menos decibelios en suvoz; te cuenta que había pasado mucho tiempo sinvolver a ese lugar y, al través de sus lágrimas,intentas viajar a ese pequeño mundo que te pinta; teagradece en el alma el momento, esa cerveza intactaque parece, por momentos, como si flotara en el airepoblado de palomas, y todos tus halagos y atenciones;te hace saber que jamás había sido tan feliz como esatarde. Se seca las lágrimas, mohín, sonrisa y la luzque vuelve de repente, se refleja en las plumas de laspalomas el brillo de esos ojos tan negros y perfectosy ella, te dice que es tarde, que es hora de regresarque has sido muy gentil, que qué bueno haberteencontrado, no sabes la dicha que le has dado y tú, deuna sola pieza, embrujado, bobo, tratando de deciralgo que no logras coordinar, triste y feliz,ofreciéndote a acompañarla y ella, cortés, que lorechaza y tú, que no es molestia, es un placer y alfin acepta, sólo hasta la esquina. Aquí es donde mequedo -te dice- y la ves partir, decirte adiós y tú,que apenas aciertas a articular la ansiada preguntaque no sabes si ella oyó o no quiso responder. Al finy al cabo que piensas volver mañana al mismo sitio, ala misma hora y pasas y vuelves y pasas y ya hasvuelto tres veces y has dado infinidad de vueltas porel sector y la esquina donde la dejaste aquel martes13 de agosto, pero no te atreves a preguntar porJulia. No quieres romper el encanto. Quieres, sueñas,ansías encontrarla como aquella primera vez, derepente, que parezca casual y ya has pensado mil cosasque decirle, que contarle y has vuelto tantas vecespor las ruinas; pero las palomas sólo te miran y sevan, no acuden a ti como lo hacían con ella. Se quedanindiferentes. Nada, tomas la decisión de encontrarla,de llegar hasta donde ella está y le has regaladocinco pesos al niño que, primero se quedó mirándote dearriba a abajo y luego, sin decir nada, sin preguntar,te trajo hasta aquí a esta casita humilde y bienarregladita -como de muñecas, piensas- pintadita deazul y rosado, techo a dos aguas, jardincito a laentrada y esta hermosa niña, angelical y dulce que teabre la puerta, te recibe con muy buenas maneras y lasonrisa que ya conoces y te invita a pasar y tú, unpoco confundido, extraño y corto, le encuentras unextraordinario parecido con ella y le dices a quienbuscas y te dice que sí que vive allí, que te sientesy esperes y entra un momentito por un pasillo de lacasa y, miras todo, hurgas por las paredes, losmuebles el piso; contabilizas los minutos, silencios,sonidos, todo. Hasta que aparece de nuevo la niña, conla misma sonrisa que conoces y te dice que ella te vaa recibir, que la esperes y no puedes aguantarte más yle preguntas su nombre y parentesco y, juguetona, sete acerca y te dice que Luisa, que estudia ballet ypiano, que le gustaría cantar como Yuri; pero queahora está muy triste y apenada por las dolencias yrecaída de su abuelita Julia, esa de la foto en lapared, la que en la última semana, precisamente desdeel martes pasado, ha dado muestras de mejoría y sepasa las horas cantando, leyéndole historias yhablándole de unas palomas, de unas ruinas y tú, yaestás traspasando la puerta de la calle, oyendo la vozde la niña que se funde con aquella voz que te ayudó asoñar y a construir la tarde más hermosa de tus días ymiras el reloj y te das cuenta que a esta hora,precisamente, las tres de la tarde de este martes,debes volver por la avenida Charles de Gaulle a ver site encuentras de nuevo con Julia, debajo del almendro.

(Su nombre, Julia, 1991)