Cuando se irrespeta la
ciudad
Omar
Rancier
• Arquitecto
Hay obras de arquitectura que enaltecen la
calidad de la vida de una ciudad al aportar un espacio, una estética
y un sentido a un contexto urbano.
En Santo Domingo
poseemos algunas de esas obras que transmiten una sensación
de bienestar y que se convierten en una referencia dentro de la estructura
de la ciudad.
Unas obras son aportes de una visión de la colonia, otras responden
a una aproximación victoriana de lo urbano y lo arquitectónico
y unas son un aporte de la modernidad.
Nuestras particularidades
sociales, que últimamente se han traducido en el debilitamiento
de las instituciones y en la corrupción, a veces de maneras
muy sutiles, de todos los estamentos de nuestra sociedad, esa herencia
maldita del último caudillo, no han permitido apreciar los
aportes de la arquitectura y el urbanismo por lo que se han sacrificado
obras, programas y oportunidades a la jauría que manejan los
políticos de turno en conciliábulos, secretarías
de estado y salas capitulares
Tenemos el
caso del Hotel Jaragua, en los ´80 y más recientemente
las lamentables intervenciones realizadas a algunos de los edificios
de Guillermo González en el Centro de los Héroes, incluyendo
las infames verjas al Congreso y al Ayuntamiento y el convertir la
plaza frontal del Ayuntamiento en parqueo de funcionarios y regidores,
muestra de la tendencia privatizadora del Estado dominicano (aunque
estas dos actuaciones son fácilmente reversibles con una buena
dosis de voluntad política).
La actitud de irrespetar la arquitectura es otra de las herencias
del desaparecido titiritero de la MG25, quien implantó el nefasto
ukase de los planos no se pagan, descalificando de esta
manera el trabajo de los arquitectos, actitud que por conveniencia
e ignorancia siguieron otros gobiernos y, en este caso por razones
de avaricia, el sector privado de promotores y constructores.
De esta forma
hemos visto como se pierde la ciudad bajo la égida de la politiquería
y el tráfico de influencias. Sin embargo, no deja de asombrar
como algunas autoridades pueden contratar trabajos que por su diseño
y su factura se constituyen en un irrespeto a la ciudad y un monumento
a la indecencia urbana.
Gazcue es uno de los sectores que poseen un carácter urbano
que lo distingue del resto de Santo Domingo, muy a pesar de las intervenciones
y demoliciones que se realizan a diario frente a unas autoridades
miopes y obtusas. Sus calles arborizadas, sus casa-quintas, cada vez
en menor número, hábitat que fueron de una burguesía
burocrática y de una oligarquía comercial y finalmente
el centro administrativo estatal incrustado en su límite noroeste,
asiento de alguno de las edificaciones estatales más importantes
como el Hospital de la Maternidad de José Antonio Caro, el
Huacal de Pedro Borrell, el Banco Central de Rafael Calventi y la
Superintendencia de Bancos de Edgardo (Gai) Vega, confieren a Gazcue
esa aura que algunos han tratado de mantener, de espacio mágico
dentro de una ciudad cada vez más caótica.
Justamente
en ese entorno administrativo de Gazcue, en estrecha vecindad con
los edificios antes mencionados se ha construido un adefesio que no
sólo afea ese entorno sino que se constituye en una afrenta
a la ciudad y en una vergüenza a sus patrocinadores (amén
que nos hace pensar seriamente en cuál es la misión
de ciertas oficinas municipales).
La construcción
en cuestión a que me refiero, (y me refiero a eso
específicamente como construcción apelando
a la diferencia que estableciera sir Nikolaus Pevsner, crítico
e historiador de la arquitectura inglés de origen alemán,
entre construcción cualquier cosa construida y
arquitectura aquella construcción con algún tipo
de intención estética) es una construcción para
parqueos que se anexa a la Superintendencia de Bancos diseñada
por Gai Vega, una de esas edificaciones exquisitas como diseño
arquitectónico y memorable y enaltecedora de la ciudad, y que
ocupa, la construcción de marras, violentándola, la
esquina noroeste de la intersección entre las calles Pedro
Henríquez Ureña y Leopoldo Navarro, justamente al frente
de la residencia de los procónsules americanos, una de esas
pocas y hermosas casa-quinta que aún quedan en Gazcue.
Esta construcción
no sólo es una desgracia urbana y arquitectónica, sino
que violenta el espacio público de la acera, reduciéndolo
en la misma intersección a menos de un metro, lo que constituye
una violación no ya de los linderos establecidos por la Oficina
de Planeamiento Urbano del Ayuntamiento, sino de los límites
de propiedad.
Esto demuestra el poco respeto que se tiene por la ciudad en las instancias
de poder, que entienden que, como son poder, pueden hacer lo que les
venga en gana con lo que le pertenece a todos.
Demuestra,
además, el poco conocimiento que se tiene de la labor de los
arquitectos en una sociedad mediática, económicamente
dependiente y moralmente contaminada, que se desvela con las pirotecnias
bélicas de esa especie de independece day macabro
narrado por comentaristas locales, deslumbrados por el poder del poder
que emulan los paradigmas de los nuevos amos del universo.
Hace años
un grupo de arquitectos publicamos el llamado Manifiesto de
los 28, llamando la atención sobre la manera de manejar
las intervenciones urbanas estatales, aquella vez decíamos,
entre otras cosas, que los arquitectos eran un recurso inestimable
para la sociedad que la misma debía darle un mejor uso. Hoy,
casi 10 años después de aquel manifiesto, nos damos
cuenta de que nuestra ciudad se irrespeta en cada actuación
estatal, no importa el signo político del Gobierno de turno,
que el Estado, a través de sus funcionarios, son incapaces
de entender que su administración no es personal, sino pública
y que deben respetarse procedimientos y normas, y que los ingenieros
(me horroriza pensar que un arquitecto es el autor de tal desatino)
no son buenos diseñadores (recordemos los túneles y
viaductos).
Finalmente,
todo esto demuestra que estamos peor como sociedad. El parqueo de
la Superintendencia de Bancos, esa falta de respeto a la ciudad, lo
demuestra dolorosamente.
El Caribe,
19.04.03