Nuna Marcano
Cuando le dije a mi tío abuelo Octavio, cariñosamente Tavito para toda la familia, que quería cumplirle un deseo antes de marcharme del pueblo, no pude creer lo que me pidió. Quería que lo llevara al mar. Quería estar frente al mar por primera vez en su vida. Sentí una tristeza abrumadora. ¡Cómo es posible que un viejo en una isla, a sus ochenta y tantos, no conociera el mar! Para una adolescente trashumante, ya viviendo entre dos islas, era impensable ser isleño y no conocer el mar. Mucho más me estremeció que mi tío abuelo se hubiese pasado toda una vida sin oírlo, olerlo, tocarlo, saborearlo; y peor aún, sin amarlo y sin haber amado en el mar. Ahora no me asombraba que no hubiese conocido la ciudad capital, como un día me dijo.
En ese tiempo, viajar a Santo Domingo desde Las Matas de Farfán era una especie de expedición que, como tal, requería una serie de preparativos: contratar un chofer de carro público, preparar meriendas para el camino, llevar fundas para los vómitos, alcanfor para los mareos, agua, papel higiénico o de periódico por si acaso, servilletas de tela; en fin una retahíla de detalles agobiantes. Puse mi plan en marcha para salir en la madrugada del día siguiente. Arreglamos con Martín, uno de los pocos choferes del pueblo, para que nos buscara antes de clarear el día, rumbo a la capital y al mar. Era la época en que aún no había una autopista que conectara a los sureños con Santo Domingo. Entonces llegar hasta allá implicaba un largo y tortuoso viaje por una carretera con tramos de piedras, incluyendo el paso por las curvas peligrosas de la carretera Sánchez y un sector empinado, entre montañas con precipicios a un lado, llamado El Número.
Tío no pudo dormir anticipando la emoción del viaje. Cuando Martín llegó a las cinco de la mañana, ya él estaba esperándolo parado en la galería con saco, corbata y su sombrero crema de paja. Obviamente, no tenía idea de cómo era el mar. Puesto que el bazar de doña Hanna y don Elías Bourtokan, comerciantes árabes muy queridos en el pueblo, estaba cerrado a esa hora, le dije que cuando pasáramos por San Juan de la Maguana o Azua compraríamos pantalones cortos, camiseta y un traje de baño. Pero me di cuenta de que no prestó atención alguna, parecía no escuchar. Permaneció en silencio durante el trayecto. Era evidente que prefería que nadie le hablara. No obstante, no dejó de suspirar ante cada curva, montaña arriba y montaña abajo. Viajamos por cinco horas sin prácticamente intercambiar palabra. Cortó el silencio por unos segundos solamente para pedirme que no le describiera el mar.
Yo había acordado con el chofer que cuando llegáramos a la capital, primero iríamos a pasear por el malecón y luego a la playa de Boca Chica. Pero tío Tavito cambió el plan en el justo momento que vio el malecón con su mar estallando, rompiendo olas. Él también estalló. Intuitivamente trató de lanzarse del carro. Se aflojó la corbata y se quitó el sombrero. Su respiración estaba alterada y hasta diría que se podían oír los latidos del corazón. Balbuceaba sin sentido, con una rapidez inusitada. Martín, el chofer, pisó el acelerador y no se detuvo hasta llegar a Guibia, la primera playa en el trayecto. No bien nos habíamos estacionado cuando ya mi tío corría desesperadamente hacia el agua, quitándose la ropa, lanzándola al aire, hasta quedarse completamente desnudo. Se mojó los pies, caminó un poco mar adentro, cerró los ojos; se quedó así detenido por un largo rato y empezó a llorar. Y así estuvo quieto hasta decir “ya sé qué es el mar, es música… es música el mar”.