Sangre en Santo Domingo

Pablo Neruda

 


Es difícil para mí hablar con tranquilidad de lo que está pasando en Santo Domingo. Trataré de hacerlo. Tal vez lo que ha sobrecogido a la humanidad en esta demostración de violencia no es sólo su crudeza, sino el hecho de que los imperialistas, encharcados hasta las rodillas en la sangre vietnamesa, hayan abierto al mismo tiempo otro frente de estúpida violencia.
Pero a nosotros los latinoamericanos este hecho no nos toma de sorpresa. Se podría decir que tenemos las heridas abiertas. Es difícil olvidar que de un solo manotazo se apoderaron de vastos territorios de México, más grandes que algunos países de Europa. También entonces esgrimieron el pretexto de que era necesario imponer el orden, salvar vidas norteamericanas; con este truco que nunca engañó a nadie, ensangrentaron Nicaragua, se apoderaron del canal de Panamá, invadieron Cuba más de una vez, bombardearon desde sus buques de guerra a la indefensa ciudad de Veracruz, humillaron el pabellón de Chile en Valparaíso, haciendo que fuera arriado por la propia marina de Chile. Y luego de más de un centenar de agresiones se han quedado con Puerto Rico, en donde han instalado un traidor a la causa de la independencia de ese pueblo.
Ya sabemos que existe una gran indignación en el mundo entero. La Unión Soviética ha presentado ante el Consejo de Seguridad proposiciones bien claras y categóricas para que los invasores se vayan de Santo Domingo.
Incluso gobiernos tan alejados de la arena internacional, como el de Chile, por ejemplo, han hecho declaraciones contundentes en contra de la política salvaje de los norteamericanos. También el Partido Socialista de Chile declaró oficialmente que después de haber cometido estas aberrantes acciones, se justifica la sospecha de que el lejano Lyndon Johnson sería el autor intelectual de la trágica muerte de Kennedy. El gobierno mexicano ha expuesto con crudeza sus conceptos contrarios a este grave atropello. En las calles de Moscú, de Calcuta, de Yakarta, de Montevideo, de Pekín, de Caracas, de Guayaquil, los estudiantes han realizado manifestaciones extraordinarias en las que se puso de relieve cómo el joven de corazón de nuestra época se acongoja y rechaza a los criminales invasores.
Pero el hecho es que heridos y muertos cubren las calles de Santo Domingo y que los asaltantes, dirigidos y armados por los norteamericanos van de casa en casa asesinando hombres, mujeres y niños. Tanta es la furia de estas jaurías que no se retiran los cadáveres y los heridos agonizan a la intemperie.
¿Qué pasa con los políticos norteamericanos? Ya sabemos que ellos dependen de las oscuras vinculaciones con los fabricantes de armas, con los intereses de aquellos que se benefician con la guerra y la destrucción. Pero, ¿es posible que sin tomar apenas el tiempo para tejer algunos pretextos superficiales, violen, ante la espectación del mundo entero, no sólo todos los derechos a la independencia, adquiridos por las pequeñas naciones, sino también todos los fueros de la dignidad personal?
Una extraña ola de locura parece anegar la mente de estos hombres. Mientras un Stevenson justifica los hechos atroces, un Nixon se convierte en abogado de una parte de la familia Trujillo, el déspota bestial que los norteamericanos mantuvieron en el trono de Santo Domingo por más de treinta años.
El presidente Juan Bosch mostró en una ocasión a los periodistas uno de los sesenta palacios que en la isla esperaban siempre a Trujillo con la mesa puesta y la cocina lista por si llegaba. Al mostrarles el cuarto de baño, descubrieron con estupefacción que el WC era de oro macizo. Éste era el favorito de los norteamericanos que por treinta años estranguló todas las libertades en su patria, llenó las cárceles y mantuvo un récord elevadísimo de asesinatos. Hasta ahora los norteamericanos echan de menos un dictador así. Y para eso, para instalar de nuevo un ejemplar parecido, arrasan a sangre y fuego este territorio. Si lo encuentran y logran instalarlo, le regalarán por cierto otro WC de oro macizo.
El presidente Freí, de Chile, en su discurso ante el nuevo congreso, el 21 de mayo, aseguró que los actos norteamericanos en Santo Domingo son contrarios a la moral política y conducen a la Organización de Estados Americanos a un derrumbe inminente.
La verdad es que estas palabras son ciertas aunque tardías. Hace tiempo que se derrumbó la Organización de Estados Americanos. Para lograr una mayoría hace dos años en Montevideo y enmascarar su política de agresión contra Cuba, el Departamento de Estado necesitaba un voto más. Lo obtuvieron. Ese voto lo dio el delegado de Haití y los norteamericanos pagaron al presidente Duvalier nueve millones de dólares por este voto de mayoría. Así elaboran su política internacional los actuales gobernantes norteamericanos: sangre, dólares y de cuando en cuando algún artefacto de oro macizo.
Pero es tan descarada, tan vil, tan salvaje, tan cínica esta política, que no puede ser tolerada más. Por ahora, reciben el desprecio de todos los pueblos, de toda la gente con sentimientos humanos que hay en el mundo. Esperamos que con el tiempo reciba alguna otra cosa.


El Popular, Montevideo, 4.6.196;, y El Siglo, Santiago, 17.6.1965.



EL COLOR DEL MUNDO EN 1966


De regreso a la patria me encuentro con el telegrama de la agencia Novosti. ¿Cómo ve el mundo en este año que comienza?
En este momento exacto veo al mundo enteramente rosa y azul. Esto no tiene implicación literaria, política ni subjetiva. Esto significa que desde mi ventana primero me golpean la vista grandes macizos de flores rosadas y, más lejos, el océano Pacífico y el cielo se confunden en un abrazo azul.
Pero comprendo, y lo sabemos, que otros colores existen en el panorama del mundo. ¿Quién puede olvidar el color de tanta sangre humana vertida cada día, inútilmente, en Vietnam, y el color de las aldeas quemadas por el napalm?
No todo es rosa y azul en el mundo en este año que comienza.
He vivido diez meses fuera de mi país y me siento un poco mareado.
Todavía siento las vibraciones de los aviones, los trenes y barcos que me transportaron a tantos sitios.
Me doy cuenta de que anduve saltando como una mosca alrededor de un globo, de región en región.
Estuve en Spoleto con poetas de todas las latitudes.
Por fin tocaron mis pies el suelo antiguo de Samarcanda.
Estuve en Montevideo y en Oxford, en París y en Helsinki, en el lago Bied, y en Budapest, en Vigo y en Buenos Aires, en Hamburgo y en Río de Janeiro. El mundo vibra aún dentro de mí con la trepidación de estas ciudades.
Pero pasó todo el año, con sus pasados meses, sus nerviosas semanas y sus días desdichados. A Vietnam y a Santo Domingo les hizo la guerra un país llamado Estados Unidos: algunas decenas de miles de muertos...
Santo Domingo sigue dividido, ultrajado e invadido. Suenan tiros en las calles, nadie sabe qué hacer y no se sabe cuándo se irán los invasores y dejarán tranquilo a ese pobre país.
Pero de una u otra manera deberán los yanquis hacer sus maletas. Mas, con frecuencia, en la maletas está el peligro. Nunca se retiran con las maletas vacías. En cada una de sus valijas se llevan un pedazo de nuestra independencia.
Pero si se van de Santo Domingo no es porque lo deseen. Es porque fracasaron. Se dieron un golpe a sí mismos. Sus invasiones en Vietnam y República Dominicana se han transformado en un boomerang que luego les golpea en una forma para ellos, inesperada. Ese boomerang los persigue cuando viajan por el mundo dando explicaciones.
Tienen que explicar, hacernos comprender, aclararnos, iluminarnos, para que entendamos su ofensiva de paz. Los simples mortales debemos tragarnos la crueldad, el terror y la destrucción de un país y al mismo tiempo comprender los maravillosos propósitos pacíficos de aquellos que dirigen las acciones intervencionistas de EE.UU.
Por el momento no sigamos hablando de este asunto. No debemos perder las esperanzas.
Hace tres días volví a entrar, por primera vez después de la ausencia, a mi casa. Grandes grietas en las paredes... Todos los cristales hechos añicos formaban un doloroso tapiz en el suelo de las habitaciones. Los relojes, también desde el suelo, me marcaban la hora del terremoto. Cuántas cosas bellas que ahora Matilde barría con una escoba, porque una sacudida de la tierra las transformó en basura.
Sin embargo, debemos limpiar, ordenar y comenzar de nuevo. Cuesta encontrar el papel, y luego es difícil hallar los pensamientos.
En el mes de marzo de 1965 mis últimos trabajos fueron una traducción al español de Romeo y Julieta, y un largo poema de amor en ritmo anticuado, poema que quedó inconcluso.
Vamos, poema de amor, levántate de entre los vidrios rotos, que ha llegado la hora de cantar, a restablecer la integridad, a cantar sobre el dolor humano.
Es verdad que el mundo no se ha limpiado de las guerras, no se ha lavado la sangre, no se ha corregido el odio. Es verdad.
Pero es verdad que nos acerca esa evidencia: los violentos se retratan en el espejo del mundo y su rostro no es hermoso ni para ellos mismos.
Estamos en enero de 1966. Este año alcanzaré tal vez sesenta y dos años de vida.
Y sigo creyendo en la posibilidad del amor. Tengo la certidumbre del entendimiento entre los seres humanos sobre los dolores, sobre la sangre y sobre los cristales quebrados.
Se juntaron a mi ventana macizos de flores rosadas que brillan al sol con intensidad de piedras preciosas.
Más allá el mar es azul y se aleja hacia el distante azul del cielo.
Perdonadme si creo que, a pesar de todo, el mundo brilla infinitamente rosa. Infinitamente azul.

Isla Negra, enero
El Siglo, Santiago, 11.2.1966.

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