ELISEO DIEGO: EL TIEMPO, LOS DEMONIOS Y LOS MISTERIOS*

Leonardo Padura Fuentes.

 

Afuera, bien, puede sobrevenir un cataclismo. Al sol inclemente, sencillamente brutal, que se está gastando este verano habanero, se unen la prisa y la algarabía de la ciudad donde más suenan los cláxones, donde más rugen las “guaguas”, donde más alto se habla y donde la prisa se ha instalado de un modo tal en el carácter del cubano que vivimos definitivamente apurados, como si no nos alcanzara el tiempo, eso mismo, el tiempo.

Dentro es la paz, porque aquí está el hombre que bien sabe cómo tenemos el tiempo, todo el tiempo (“pues el tiempo / debe limar los bordes de los días hirsutos, / guarnidos de miedos y proyectos, / hasta dejarlos lisos y mondos / como las digestibles mañanas primeras de este mundo”).

Dentro, en fin, la mañana es digestible, umbrosa y con olor a calma: esta habitación, donde un leve ventilador de techo espanta el calor y el humo de los cigarros, es “el sitio donde también se está”, el lugar en que Eliseo Diego, durante los últimos 30 años, ha desgranado sus poemas y sus sueños, con mejores charlas y algunas siestas sorpresivas, con un libro sobre las piernas.

Vengo a verlo, porque Eliseo Diego pronto cumplirá 70 años y los dos —él y yo— estamos alarmados. Mi vapor callejero empieza a diluirse en la tranquilidad pastosa del estudio de este hombre apacible, con trazas de duendecillo y bondad a prueba de golpes que, sin embargo, es uno de los monumentos de la poesía cubana, de la poesía hispánica, de la poesía toda, y él está ahí, como si no lo supiera. Recordamos que le hablé por primera vez en vísperas de sus 60 años, cuando yo quería ser periodista y él, tan elegante, me dio esperanzas y consejos y una dedicatoria en mi ejemplar de su libro Los días de tu vida.

Han pasado 10 años —irremediablemente el tiempo— y a pesar de que los días aquellos comienzan a ser lisos y mondos, que hemos realizado y olvidado proyectos, los dos tememos por la fugacidad del tiempo.

—Parece mentira —me dice, envueltos ya en el tema— que mi primer libro de poesía, En la calzada de Jesús del Monte, haya cumplido ya 41 años. A veces la memoria me traiciona, porque todavía lo siento tan cercano que no puedo entender que hayan pasado esos tantísimos años, y me parece sencillamente imposible.

Pero es verdad: desde 1942, cuando Eliseo Diego publicó aquel primer cuaderno de prosas ya nostálgicas por la niñez perdida, y que tituló En las oscuras manos del olvido, han transcurrido casi 50 años que por suerte tienen la marca de la poesía de Eliseo Diego: Divertimentos, su libro de 1947 —“y que es sencillamente eso, me dice, divertimentos"—, En la calzada de Jesús del Monte —“un libro halagador, porque todavía les gusta a los jóvenes”—, Por los extraños pueblos (1958), El oscuro esplendor (1966) —mi libro preferido, no sé por qué”—, El libro de las maravillas de Boloña (1968), Versiones (1970), su casi antología Nombrar las cosas (1973), Noticias de la quimera (1975) —un volumen de cuentos, porque "de tiempo en tiempo me han fascinado temas cuya esencia reside en su desarrollo dramático”—, Los días de tu vida (1977) —“sí, no está mal ese libro”—, A través de mi espejo (1981), Inventarlo de asombros (1982), y ahora, recientemente, el hermoso y vital Libro de quizás y de quién sabe (1989), al que pronto se unirá Cuatro de oros —“donde vuelvo a pensar en el tema del tiempo”—.

Un lúcido estudioso de la obra de Eliseo, el crítico cubano Enrique Saínz, ha dicho al repasar esta lista que “a lo largo de los decenios, toda la obra de este poeta mayor de nuestro idioma ha sido, en esencia, la iluminación del ser en sí, sin otros atributos que su simple y tremendo estar en el mundo y entre los hombres”.

Casi para demostrármelo, Eliseo busca en la carpeta verde que guarda los manuscritos de Cuatro de oros —mecanografiados con una pulcritud celosa— y me lee, lentamente, los versos de “En la orilla”, donde se pregunta, otra vez, quiénes somos, de dónde venimos, quiénes fueron y qué hicieron “en este mundo" nuestros remotos y desconocidos antepasados. Porque, a pesar—o precisamente, tal vez— de su fe católica, Eliseo Diego no es para nada el místico que algunos han creído ver.

Y por eso hablamos entonces del ignorado humor que existe en las sagradas escrituras, de las dudas de Cristo y del hecho —harto significativo, recalca— de que el primer milagro de Jesús haya sido convertir el agua en vino.

Lo fascina el comportamiento tan humano del hijo de Dios en la tierra tanto como el tema de los hombres demoniacos. Según Eliseo, uno de los hombres más luciferinos que en el mundo han sido fue Max Beerbohm, el inglés que escribió la novela Zuleika Dobson, la apasionante historia de la muchacha más bella del planeta y causante impasible y culposa del suicidio masivo de todos los estudiantes de Oxford y, según se desprende del final del libro, con iguales intenciones en los predios de Cambrigde...

—Además de Beerbohm también me interesa mucho Charlee Williams, especialista en demonología y profesor justamente de Oxford quien, según T. S. Eliot, es, en cambio, uno de los hombres más intensamente bondadosos que había conocido. También Williams escribió, siendo así, novelas deliciosamente demoniacas.

Y los demonios nos llevan a los misterios y de todos ellos caemos en uno que es particularmente —digámoslo así— misteriosos: el de la creación.

—Uno nunca sabe bien por qué escribe —dice Eliseo— y para qué escribe. Un poema es una sorpresa que lo toma a uno casi siempre por el sentimiento —y eso debe ser la inspiración. Mira, aquí están muchos manuscritos míos: empiezo a escribir a mano, muy lentamente, tachando y pensando, porque necesito que cuando el poema salga de la máquina sea algo pulcro, sin mácula alguna, y sólo así puedo decidir si es bueno o no.

Pero también es interesante lo que uno escribe en cada época. En esa carpeta marrón están los poemas que no he incluido en libros desde los años 40. Y no es que sean malos. Es que un poema se hace de versos que en su suma —también misteriosa— alcanzan un significado superior. Y los poemarios son lo mismo: una suma armónica de poemas que apuntan a un mismo fin, y no un caos donde todo es posible. Por eso ahí van quedando poemas, dormidos en los años, que tenían poco que ver con el libro que reunía por ese tiempo. Todo es misterioso en el mundo de la poesía.

Y yo le pido develar un misterio.

—Está bien —me dice—, llévese ese poema. Creo que vale la pena publicarlo, no sé.

Y me entrega este “Elogio de sus cosas, sus vestidos”:

Me abismo en ti, contemplo

las ropas que escogiste cuidadosa

para ser tú en el hoy de esta mañana.

Tu blusa admiro, tan sencilla y grácil,

y alabo tus sandalias populares

y el pañuelo que ciñe con su fiesta

el cabello soleado. Y ese anillo

retorcido y antiguo

que va en tu mano esbelta, misterioso

como el marino precipicio oscuro

que te trajo hasta mí. Por qué, preguntó,

por qué va a fascinarme

que emerja así tu brazo del azul

entre la espuma del encaje.

Por qué me abismo en ti.

Precisamente en ti, qué extraño.

Afuera ya es el mediodía y parece que el mundo se va a acabar. Pienso como Eliseo: “qué extrañe”, al salir otra vez a estas calles, casi inclementes, que han nutrido, sin embargo, la poesía de este hombre apacible, amigo del tiempo, que anda preocupado porque pronto cumplirá 70 años.

Afuera, bien, puede sobrevenir un cataclismo. Al sol inclemente, sencillamente brutal, que se está gastando este verano habanero, se unen la prisa y la algarabía de la ciudad donde más suenan los cláxones, donde más rugen las “guaguas”, donde más alto se habla y donde la prisa se ha instalado de un modo tal en el carácter del cubano que vivimos definitivamente apurados, como si no nos alcanzara el tiempo, eso mismo, el tiempo.

 

*** Gracias a Tanya Valette, por habernos regalado desde la Habana este artículo en aquellos míticos años 90, cuando Padura todavía era un desconocido fuera de su país. Y sobre todo: por haber conservado ese puente ente Eliseo y nuestra alma.

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