LETRAS     PENSAMIENTO     SANTO DOMINGO     MIGUEL D. MENA     EDICIONES  

Víctor Villegas
(San Pedro de Macorís, 22 de septiembre 1924)

CHARLOTTE AMALIE
O LA EDAD DE LA PROVINCIA

Los orígenes y las cabalas


Relata el tiempo, el mismo tiempo hace milenios
cobijado debajo de las palmas,
que en la inmensa soledad del mediodía,
ausente la palabra y los sonidos,
la vida fue.

Fue cachorra, fue simiente. Canícula,
enredadera, zumo de solsticio, polen
fue entonces, y su rostro de hermosa
cabellera y sus manos de luz
y de nostalgia
y su cuerpo de llamas y de lluvia
alteraron la calma,
nombraron a los días días, cincelaron los acantilados,
y era aquello, !oh! aquello
la cueva del sol y de la sangre, exactamente
la sangre en los sentidos,
y quisieron los ríos y fueron, y más allá
la guáyiga y el nido, el mangle y el cangrejo,
y en el decimoquinto día crecieron
los penachos rubios de la miel.

Todo lo llenaron de voces, como si se dijera
de lirios vermellones, de flamboyán
y de jabillos. Fue la hora del llantén y el leñador,
la del cuchillo y la lechuza, la aldea de escamas
y de peces,
la de los sirgadores en su primera bocanada
de humo y de tristeza.

Pero nadie sabía en esa tierra de leche y ron,
cruzada en su apacible garganta de mástiles y peces,
de mayorazgos y de ganaderías,
cuando era el pan en cada boca y la mazorca en cada mano
y el cielo no era azul sino de pájaros,
que los golpes del martillo y de los músculos
sembrarían de hierro las huellas de las hojas,
levantarían hollín sobre las rastras, en los pendones,
en el extenso bosque de acero edificado;
rielarían el norte, las callejuelas apretadas
de yagua y de bostezos, la sal de los chinchorros, del coral
y las langostas, la del último reducto
de las algas cuando roncaron los puertos.

Es cierto, nadie lo sabía, ni siquiera
el ahogado de la noche, ni el aullido
tenebroso de los perros, ni San Jorge
ni el arcángel de las tinieblas
ni el que enciende el candil de aceite de los muertos,
chupa la sangre negra de carey dormido
y ahuyenta el mal y los presagios cuando la luna
llega con su cara tapada.

Nadie, porque callaron como campanas
sin badajos los caminos salobres,
los que desembarcaron blancos sombreros
y camisas, blancas corbatas y zapatos,
blanco látigo, blanca mano de odio,
blancas leyes y códigos y extrañas lenguas blancas.

La Cayena y el mar, las absortas pupilas
del verano, los niños no nacidos y los
abuelos de los cuentos de brujas;
las todavía mesas de maíz repletas
y el vecindario de paredes grises,
llenaron de mariasantísimas el aire acorralado
porque en ese instante,
en su santiamén de comisario en furia,
los gendarmes del oro dividieron el pueblo,
desempolvaron teodolitos y notarios,
acamparon agrimensores en las
leyendas y letrinas, inventaron farmacéuticos,
hipócritas chalecos
y gramáticos,
y era en verdad aquello, no se sabe, tan de repente,
como un viento de tubo, como una mirada,
algo así como un náufrago.

Dan cuenta los manuscritos del cabildo,
los infolios celosamente guardados
por el esquivo y amarillento funcionario,
que después el provinciano olvido tornóse
efervescente manadero de lenguas,
denso archipiélago de lágrimas
porque la tierra fue incendiada,
las plantaciones crecieron en la heredad ajena,
y era menester brazos y espaldas y despojos
y fue asi como Tórtola, Barlovento
y Guadalupe acercaron su pena a las
costas de azúcar,
y hubo un cónsul francés, un cónsul danés
y un cónsul inglés con la palabra subdito
más allá de sus gafas,
y la sangre buscando la otra sangre,
y el linaje buscando otro linaje.
A un lado fue la luz, el mantel abundante,
el adulto sin nombre,
la dama de panela y los dones de misas.
El resto era una herida de amor y desamparo.

Charlotte Amalie

Aún fresco el adiós de su madre lejana,
mojada todavía su camisa de insomnio,
Willy se apuntó en el consulado inglés,
y aunque recitaba de memoria el Éxodo y había
traído la Biblia porque era metodista
y predicador de las bondades
de este mundo,
su joven pecho fue a diluirse en las piezas
de caña y en las estibas de los vagones
donde suelen convertirse en garabatos
los ensueños del hombre.
Pero Willy creía y amaba y engendró hijos,
y los hijos engendraron hijos
y Charlotte Amalie fue en la segunda estirpe,
cuando la tierra húmeda anegó su cuerpo
de azabache,
multiplicó en sus manos la fatiga
y la hizo grande,
del tamaño del dolor y de la ira,
como si nunca hubiera nacido
más que en el pozo profundo de una
lágrima.

Charlotte Amalie tenía entonces la misma
edad del pueblo.

Su perezoso patio de lechuga y de follaje,
sus cuescos de ponceré y olor de andullo y sillas podridas,
donde se soleaba el pantalón de gola medal
y el flú negro del hermano masón;
la frágil palometa de papel que el tío Bertón
lanzaba al aire mientras soñaba
escupirte un día la cara al dueño del Ingenio;
el encorvado caserón de hojalata
y techo de óxido de llovizna y madrugada,
ruta de pescadores, posada
de cocoteros y pezuñas;
la vecina tísica, el armonio y el cerezo,
acariciaron a Charlotte Amalie
desde el grito de la nalgada,
mucho antes de que estrangularan la cigüeña
y ocultaran su ombligo en un cañamazo
de horasanta y pachulí
para ahuyentarla del demonio y los hechizos.

No bien la primavera desenterró sus frutos
y los creció, los anochó de pulpa
y de perfumes como pezón guardado,
y atrás del guardavía y los tanques de mieldepulga
el canalla insultó la prole negra,
con el pañolón de mil colores que le cubría la greña
y su nuca esplendorosa,
Charlotte Amalie cruzó los días y los años
con su verdad a cuestas, con la que
iguala las criaturas del grano o las tormentas,
los hijos del sol o las tinieblas,
y he ahí, que entonces,
desde un principio,
su bello rostro de ébano atravesó la cama
del enfermo, las habitaciones
de las putas y las recién violadas,
las calles del hospital y de los rieles
donde huele a barrica vieja y a guarapo
la gorra marinera;
eslabonó su mano a la de Kenneth
el guitarrero que en cada atardecer
moría en sus cuerdas,
mientras el italiano prestamista, duro y desalmado
como un ladrillo,
con su babucha y sus bolsillos Henos
de baba y longaniza, contaba
las monedas del hambre.

Ninguna prisa estremeció su canto a no ser
la silueta de su padre
con su harina y su muerte cotidiana,
con sus arrugas gemelas de aquel largo camino;
nada, ni siquiera la asustadiza sombra de los
peces, sino el porqué
de los ríos prohibidos,
de las verjas prohibidas
del vegetal prohibido,
del día en que se desató la persecución de las flores
y se rebelaron las tumbas y los cadáveres,
de los golpes en las mejillas negras y mulatas
y pobres.