El pensamiento conservador dominicano
tiene una continuidad, se pueden trazar sus líneas y se puede seguir
su devenir histórico. Desde el ataque de Bobadilla y Santana a la empresa
liberal duartiana hasta nuestros días de reivindicación de Joaquín Balaguer
y su doctrina política.
Dentro de estas líneas, la vertiente histórica ha sido de
primordial importancia. El nuestro es un pueblo que gusta de la historia
(cada año el inefable José Rafael Lantigua registra los libros dominicanos
más vendidos y los de historia suelen estar a la cabeza), pero ese afán
del escaso público lector dominicano por la historia, es generalmente
de carácter indiscriminado: se lee casi todo, así conviven Manuel Núñez
y Roberto Cassá, para situar dos extremos.
Manuel Núñez, en la segunda edición de El Ocaso de la Nación
Dominicana sobrepasa en apróximadamente 350 páginas la edición anterior,
haciendo el texto cansón y repetitivo. En cuanto los aspectos formales
el texto en general necesita una buena corrección de estilo y está plagado
de ejemplos del desorden mental del autor, tal y como estos dos ejemplos
paradigmáticos atestiguan: “No faltan los que creen que el desarrollo
vendrá impuesto por líderes carismáticos o mesiánicos que traerán como
los dioses del Olimpo, las tablas de la redención, en sus
declamaciones y conjuros.” (pag. 169) o la mención de “haitianos con
nacionalidad quebecquense” (pag. 191) (ambas negritas nuestras).
En cuanto a este último ejemplo debemos acotar que ya quisieran muchos
“quebecquenses” que hubiera una nacionalidad tal.
Desde la Nota a la segunda edición que abre el texto, se
nos deja saber por donde vamos: Los haitianos intentan colonizar República
Dominicana, se convertirán en una fuerza decisioria en las elecciones
nacionales, etc. (pag. xv). El autor declara orgullosamente su formación
historiográfica: Pedro Fco. Bonó, Américo Lugo, José Ramó López, Moscoso
Puello, Manuel Arturo Peña Batlle, “una tradición de pensamiento que,
a mi juicio, es la más auténtica, la más original e independiente de
las que les ha tocado obrar en nuestro país” (pag. xx).
A partir de esta herencia, Núñez se despacha con una defensa
ardorosa del hispanismo como clave identitaria, apoyándose en la afirmación
válida que “raza no es cultura” y haciendo una inteligente crítica a
Jean-Price Mars, pero tergiversando y soslayando el aspecto de verdad
que hay en la famosa afirmación de Price-Mars sobre el “bovarismo dominicano”.
Repite los conceptos utilizados en su momento por Emilio Rodríguez Demorizi
y Peña Batlle para atacar a Price-Mars.
Al entrar en el meollo de las personas de ascendencia haitiana
nacidas en territorio dominicano, Núñez revela sus mejores rasgos de
pensador mendaz y tergivesador. Algunas veces cae en el desconocimiento
franco de la realidad constitucional dominicana y de sus vacíos. Mientras
en un lado afirma: “Porque lo dominicano no se expresa como la adscripción
a una raza, sino a una cultura” (pag. 143) en otro sostiene que, “Ni
la religión ni el dominio de la lengua definen a los haitianos nacidos
en la República Dominicana como “culturalmente dominicanos”” (pag. 149).
Esta última afirmación es parte de un ataque a Carlos Dore del cual
se afirma es “un anticonservador desencantado con la sociedad en que
vive” y se da como prueba palmaria de la calidad de agente pro-haitiano
de Carlos Dore “El uso copioso que han hecho todas las organizaciones
prohaitianas de la ponencia de marras…” (ambas citas de la pag. 150).
Al entrar en los problemas raciales dominicanos, Núñez hace
tabla rasa de cualquier investigación o escrito que no le sea favorable,
se dispara con afirmaciones apodícticas: “Para el dominicano el negro
es una abstracción” (pag. 209). Dedica todo un capítulo a denostar a
Samaná como una comunidad que a “148 años de la Independencia Nacional,
no hacía consenso con el resto de la Nación, desde el punto de vista
de la identidad cultural”(pag. 233), y en la cual “El castellano es
allí lengua aprendida pero no sentida” (pag. 234), para el autor, solo
lo hispánico es cultura dominicana, ya que ni siquiera el catolicismo
(en un parte del texto acusa a los jesuitas de haber hecho una “opción
preferencial por los haitianos” (pag. 211)). Como acotación irónica
debe anotarse el hecho que las principales muestras de cultura samanense
en la capital dominicana han sido celebradas en el Centro Cultural Español.
El análisis de Núñez sobre Jean-Price Mars y su obra tiene
momentos lúcidos, como lo es toda su digresión acerca de la percepción
de negritud de Price-Mars y la no equivalencia entre raza y cultura.
Pero se deja ver su matiz conservador y parcializado, como en este ejemplo
refiriéndose a los escritos de Price-Mars: “Afloran a veces sus ancestrales
creencias: El destino se burló de toda esa precaución.” (pag.
267). Esta última frase podría ser facilmente atribuíble a Joaquín Balaguer,
quien en su discurso de ingreso a la Academia Dominicana de la Historia
estableció a Dios y a Trujillo como los únicos guardianes de la dominicanidad
y que ha reiterado muchas veces que es “un instrumento del destino”.
Para el autor que nos ocupa “Africa permanece transparente
en nuestros hábitos culinarios, en nuestra arquitectura campesina, en
nuestros estilos agrícolas, en nuestras estructuras sociales, en el
desdén por nuestra existencia histórica, en la improvisación, en los
ritos, folclore y, muy especialmente, en la aldea” (pag. 312). Esta
visión de Africa, y por consiguiente de lo negro, como improvisadora
y aldeana es cónsona con la visión hispanizante y conservadora de la
cual se declara heredero Núñez.
Al hacer una enumeración de las medidas nacionalistas de
Trujillo, nuestro autor describe la matanza de 1937 como “Dominicanización
de las provincias fronterizas” y mas luego afirma que “…esas medidas
contribuyeron, a no dudarlo, a vincular a los ciudadanos con su nación”
(pag. 477).
A todo el ataque antihaitiano se suma un ataque frontal a
la comunidad de la diáspora dominicana en los Estados Unidos, gracias
a cuya influencia, según Núñez, “Nuevos valores surgen, entre ellos,
el uso generalizado del spanglish, monserga ínter lingüística
del emigrante dominicano en Estado Unidos. Importa usos y hábitos norteamericanos
como impronta de civilización y de progreso. Aumenta, con arrogante
sentimiento de superioridad, las expectativas de consumo y las necesidades
de los dominicanos. Destruye con notable éxito los proyectos de vida
en Santo Domingo de grandes porciones de la población” (pags. 459 y
460).
En su conclusión Núñez reitera la concepción de Samaná como
ejemplo principal de desnacionalización y en plan de Casandra, anuncia
que si la “desnacionalización” “no halla una fuerza que la contenga”
conducirá al “ocaso de la nación dominicana” (pag. 601). Esta misma
apelación a la fuerza le es ampliamente criticada a Jean Price-Mars
en otras partes del libro (pags. 280 y sigs.).
En fin que esta reedición de El Ocaso de la Nación Dominicana,
es una marca más en el camino del pensamiento conservador dominicano
y en ese sentido no aporta mucho de nuevo, como no sea una nueva carga
de invectivas contra toda la intelectualidad que se opone a dicho pensamiento.
Debemos reconocer, sin embargo, que ha servido, junto con otros textos
y acciones, para revitalizar un pensamiento conservador que estaba perdiendo
las voces representativas, algunas por el paso implacable del tiempo,
otras por una ausencia del trajinar intelectual dominicano. El texto
de Manuel Núñez nos invita, al menos, a combatirlo.