HORMIGUITAS
El coronel era un hombre metódico y era un hombre
valiente. Se levantaba todos los días a la misma hora, en el
mismo momento que el sol aparecía sobre las palmeras, tomaba
el mismo vaso de agua, hacía las mismas genuflexiones, se afeitaba,
se bañaba, se vestía y procedía a realizar la misma
minuciosa inspección del cuartel y de la tropa. El coronel tenía
la más brillante hoja de servicios y había recibido todas
las condecoraciones. El coronel, sin lugar a dudas, era un militar excepcional.
El pueblo era limpio y ordenado, un grupito de casas a la orilla del
mar, rodeado de palmeras y de cocos. Las casitas eran casi todas blancas
y dentro de ellas sus habitantes eran casi todos negros. El cielo era
azul las más de las veces, aunque de tarde en tarde se ponía
gris y aun bermejo. El mar era también azul, aunque una mañana
estuvo color chocolate, pero eso fue en un ciclón.
En el pueblo nadie era importante. En las afueras del pueblo, sin embargo,
había una casa verde con galería de zinc y ésa
era la casa diferente, porque en ella vivía la amante del coronel.
La amante del coronel era una mulata estupenda y muy hermosa, pero eso
sólo lo sabía el coronel, que era muy celoso y a nadie
permitía hablar con ella. Su amor era algo privado, lleno de
besos y suspiros y promesas y aun de discusiones, pero siempre privado
y detrás de las puertas cerradas. La amante del coronel no podía
mezclarse con la gente del pueblo.
La gente del pueblo temía, pero respetaba al coronel. Todos reconocían
en él a un verdadero héroe, aunque, la verdad sea dicha,
el coronel hablaba tan poco que su verdadero carácter era un
misterio. Y la gente dejó de preocuparse del carácter
del coronel, por si a él pudiese molestarle. Era muy importante
llevarse bien con el coronel.
En la carretera que saliendo del pueblo flirteaba con el mar y se perdía
perezosamente en el vientre de una montaña muy fea, vivía
un idiota. El idiota era un pobre hombre con cara de niño. No
había hablado nunca y babeaba corno si fueran a salirle los dientes,
aunque los dientes le habían salido ya. No se peinaba ni se afeitaba
y había que vestirlo todos los días, porque si no el idiota
era capaz de salir desnudo y eso hubiera disgustado al coronel.
El idiota no hacía absolutamente nada de importancia. Todas las
tardes le dejaban sentarse a la vera del camino y allí tomaba
tierra en las manos y la colocaba en otro lugar o, con una ramita, trazaba
surcos que a nadie interesaban. Indudablemente, el idiota era el hombre
menos importante del pueblo.
Cuando el coronel se trasladaba, todas las tardes, en su Chevrolet,
desde el cuartel adonde su amante, debía pasar siempre ante la
casa del idiota, pero como iba tan preocupado en que el pueblo estuviese
limpio y sus habitantes no tramaran una revolución, el coronel
nunca reparó en el idiota.
Pero una vez, el Chevrolet se descompuso, tosió imperativamente
y vino a parar ante la casa del idiota. El coronel, de muy mal humor,
hubo de descender y estaba muy aburrido porque tenía ganas de
besar los labios hinchados de su amante la mulata.
-¿Cómo te llamas?-le preguntó al idiota-, pero
el idiota, que no sabía hablar, se rió. Era la primera
vez que alguien se reía del coronel.
Una mujer muy desgreñada salió de la choza y le dijo al
coronel, por cierto muy respetuosamente:
-Señor coronel, perdone usted a mi nieto, porque el pobre es
idiota de nacimiento.
-¡Ah! -exclamó el coronel-. ¿Y qué hace con
esa ramita? ¿No ve usted que está sentado encima de un
hormiguero? Esas hormigas pican...
Efectivamente, el idiota estaba sentado sobre un hormiguero, pero, en
contra de lo que decía el coronel, el idiota parecía jugar
con las hormigas. Además, si las hormigas le picaban, ¿cómo
podría quejarse el idiota si no sabía hablar?
-Señor coronel -dijo entonces la vieja-, él juega con
las hormiguitas. Son sus únicos juguetes.
El coronel se rascó la cabeza y le dio la espalda a la vieja.
Indudablemente, el coronel no había conocido a nadie que jugara
con hormigas, y se puso a observar al idiota con interés.
Había muchas filas de hormigas, muchísimas. Salían
de la hierba, de los troncos de las palmeras, de los montículos
de arena. Eran verdaderos ejércitos -pensó el coronel
sorprendido-, que caminaban ordenadamente, trabajaban ordenadamente
y rodeaban al idiota por todos lados, también ordenadamente.
El coronel nunca se equivocaba y decidió que eran hormigas muy
tontas las que perdían el tiempo divirtiendo a un idiota.
Cuando el Chevrolet estuvo sin tos en el motor, el coronel se marchó
donde su amante y el idiota siguió jugando con las hormiguitas.
La abuela del idiota respiró tranquila, porque, verdaderamente,
hubiese sido desagradable que el coronel se molestara con su nieto y
las hormigas.
El coronel siguió divisando al idiota desde su Chevrolet, todas
las tardes, sin darle mayor importancia. Durante una siesta, sin embargo,
el coronel, que nunca tuvo pesadillas, se levantó agitado porque
había soñado con el idiota. Como era un sueño muy
raro en que el coronel se veía jugando con hormigas y el idiota
pasaba, atrevidamente, vestido de coronel en el Chevrolet, el coronel
no durmió más y comenzó a pasearse de un lado al
otro, asustando, como es natural, a los centinelas que no estaban acostumbrados
a recibir órdenes a la hora de la siesta.
El coronel continuó sin dar importancia al asunto. Pero el sueño
se repitió noches más tarde y aun otras noches después.
Y a la quinta o sexta vez, el coronel decidió que esas pesadillas
eran muy molestas y que había que tomar medidas. El coronel se
fue a ver al idiota.
-Aunque no sepas hablar, idiota, debes respetar las órdenes que
llevo impartidas. ¡Señora! -dijo, llamando a la vieja-,
es preciso que lave usted al idiota, que lo peine y que no lo deje jugar
con hormigas.
La vieja asintió con grandes reverencias y el coronel se hubiese
marchado satisfecho, si el idiota no se riera. El coronel pensó
que castigar al idiota no era digno de un oficial como él y siguió
en su Chevrolet para casa de su amante la mulata. Se hicieron el coronel
y su amante el amor muchas veces, pero ella le dijo al coronel que lo
encontraba preocupado y que no era el mismo. El coronel se rió
de buena gana, porque eso era una tontería, como todas las cosas
que dicen las amantes en la cama.
Un día el coronel debió castigar a un soldado y lo mandó
al calabozo. Cuando se llevaban al preso, con la cara muy triste, el
coronel dio otra orden y lo perdonó. "Después de
todo -se dijo-, la falta cometida no es grave".
Los soldados quedaron muy sorprendidos, porque era la primera vez que
el coronel se mostraba débil. Pero como los soldados no gustan
de pensar, se fueron a cumplir con sus obligaciones y olvidaron, muy
pronto, que el coronel había perdonado a uno de ellos.
Un día el coronel pensó en el idiota sin estar soñando
y decidió que ya eso era demasiado, y se fue a verlo inmediatamente.
Cuando preguntó a la vieja por él, supo que ahora el idiota,
cumpliendo las órdenes del coronel, jugaba con sus hormiguitas
en la parte trasera de la casa, en vez de hacerlo, como antes, en el
frente.
-¿Me quiere usted decir -preguntó el coronel-que el idiota
ha llevado las hormigas para allá?
-No, no, señor coronel. Las hormiguitas se fueron detrás
de él.
-¡Ah! -exclamó el coronel-. ¡Esto debo verlo!
Y efectivamente, el coronel pasó al patio trasero de la casa
y vio al idiota, sentado en el suelo, con su ramita, dirigiendo sus
filas de hormigas.
-Increíble -dijo el coronel-, increíble.- Y se rascó
la cabeza. Se la iba a rascar otra vez,-cuando se le ocurrió
que el orden de las hormigas del idiota era parecido al que él
tenía establecido en el pueblo. Y se sonrió el coronel.
Y el idiota, con la cabeza alzada, como una escoba rota, imitó
la sonrisa del coronel. Y desde ese día fueron amigos el coronel
y el idiota.
Es difícil describir o explicar la amistad de un coronel con
un idiota, pero así fue. Todas las tardes, antes de llegar a
la casa donde vivía su amante la mulata, el coronel detenía
su Chevrolet, esperaba que el sargento abriera la portezuela y descendía
frente a la casa del idiota. En seguida llegaba al patio y se paraba,
muy tranquilamente, a espaldas del idiota. Nadie supo nunca cuáles
fueron los pensamientos del coronel.
Allí pasaba por lo menos una hora. Le fascinaba contemplar a
las hormiguitas en sus correcorres, transportando insectos muertos o
partes de insectos,, construyendo diques, túneles, tocándose
entre ellas las narices, o lo que fuera, y aun haciéndose el
amor en la vía pública. Sólo la omnipotente ramita
del idiota presidía toda aquella actividad. Y el coronel sé
rascó tanto y tanto la cabeza que comenzó a encalvecer.
Llegó a tener casi un campo de fútbol en lo alto del cráneo.
Todos los negros de las casas blancas comenzaron a murmurar acerca de
las visitas del coronel al idiota. No, no era posible que un militar
tan brillante se complaciera en hormigas y en un tonto. Además,
¿cómo podía el coronel, tan metódico, dejar
a su amante la mulata por visitar al idiota?
Y con el murmurar de aquella gente, algunos comenzaron a aprovecharse.
Los soldados llegaban tarde al cuartel o andaban bebiendo ron en la
playa, los pescadores dejaron de pescar y un muchachón de cara
chupada, como caramelo abandonado, habló en voz baja de insubordinación.
-¡No es posible! -repetía en la plazuela o en las callejas-,
este coronel es un tonto.
Un día llegó un telegrama para el coronel. Y el coronel
se puso todo colorado cuando lo leyó y tomó su Chevrolet,
esta vez sin el chófer, y se fue a la capital. Lo recibió
el Ministro de la Guerra y le dijo:
-Señor coronel, esto es imperdonable. Un oficial como usted,
orgullo mío, desatiende sus obligaciones, descuida a la tropa
y permite que le critiquen los hombres mismos de quienes debe hacerse
respetar -y golpeó, sobre su escritorio, un montón de
cartas sin firma-. ¡O se pone usted enérgico o lo rebajo
a capital y lo hago mi ayudante!
-Señor Ministro... -comenzó a decir el coronel.
-No quiero oírle. ¡Fusile a ese idiota y se acabó!
Como el coronel era un oficial muy obediente y no quería perder
sus condecoraciones, golpeó los talones, saludó marcialmente,
dio media vuelta y se marchó, dé regreso al pueblo.
-¡Tráiganme al idiota! -ordenó al sargento de guardia.
Y se lo trajeron, hasta con la ramita en la mano. Y dijo el coronel,
sin que le temblara la voz:
-Por causar desasosiego, por vagancia, porque en este pueblo debe reinar
el orden y nadie, ¡nadie, oiganme bien!, puede andar organizando
a hormigas, dispongo que se le fusile. Mañana a las siete de
la mañana, ¡que lo ejecuten!
-El idiota, como no podía hablar se rió. Y los soldados,
muy serios y obedientes, se lo llevaron a un calabozo, donde el idiota
pasó la noche sin poder dormir, buscando en vano a sus hormiguitas.
En cuanto al coronel, no pegó los ojos esa noche y hasta llegó
a decir algunas palabras bastante feas, tan feas que no se pueden repetir,
aun siendo palabras de un coronel.
A las seis y media de la mañana sacaron al patio al idiota y
le preguntaron cuál era su último deseo. El idiota volvió
a reír, por lo cual el sargento decidió que alguien tan
estúpido estaría muy bien fusilado.
A las seis y tres cuartos se formó el pelotón y colocaron
al idiota frente a una pared pintada de blanco. A las seis y cincuenta
minutos bajó el coronel de sus habitaciones, con la cara bastante
arrugada, pero con los zapatos muy lustrados, la chaqueta impecable
y la gorra con su insignia reluciente, como una estrellita inventada
por algún poeta para un soneto romántico.
-¿Todo en orden? -preguntó el coronel.
-Todo en orden -repitió el sargento.
-Absolutamente todo -decidió completar el capitán, pues
aspiraba a un ascenso.
-Veamos -dijo entonces el coronel. Y seguido del capitán y del
sargento, se acercó al idiota y se lo quedó mirando.
Aunque sabía muy bien que el idiota no podía hablar, como
el coronel era un hombre y un oficial muy metódico, le preguntó:
-¿Estás en paz con tu sentencia? ¿Tienes algo que
decir antes de que te ejecute?
El idiota no respondió. El coronel le tomó por el pelo
y le alzó la cabeza. Pareció mentira, pero en los ojos
del idiota había dos lágrimas grandes, tan grandes que
le cubrían las mejillas y le agrandaban la baba en la boca. El
coronel no gustó de aquellas lágrimas y con voz estentórea,
como la que usaba cuando era teniente, le dijo:
-¿Por qué lloras? Hay que morirse alguna vez. Hay que
morirse como los hombres, sin lágrimas, de pie.
Indudablemente, el coronel era un oficial sin tacha. El idiota, que
seguía con la cara alzada, donde se la dejaran las manos del
coronel, entreabrió sus labios húmedos y, para asombro
del pelotón de fusilamiento del sargento, del capitán
y hasta del coronel, pronunció pesadamente las primeras palabras
de su vida:
-Hormiguitas... Hormiguitas...
El coronel se quedó muy rígido y se quitó la gorra.
Miró entonces al idiota con una mirada mansa, como la de una
ola que cae en la playa, y sacó su pistola.
-Está muy bien -se dijo el sargento-, va a ajusticiarlo él
mismo, para ejemplo de la tropa.
Pero no sucedió así. Exactamente a las siete de la mañana,
el coronel se llevó la pistola a la cabeza y se pegó un
tiro. Un tiro seco y perfecto, como que fue disparado por un gran oficial
y un mejor tirador. Y el coronel cayó al suelo muerto, de ojos
abiertos y sorprendidos, pero infinitamente iluminados.
Al idiota se lo llevaron de nuevo al calabozo, sonreído por haber
descubierto que podía decir ' 'hormiguitas..."
Lo fusilarían más tarde. Ahora había que enterrar
al coronel, porque no se podía dejar en el suelo del patio del
cuartel al cadáver de un oficial tan metódico y tan brillante
como fuera en vida el señor coronel.
De "El candado", 1959.