Miguel D. Mena: 30 años sin René del Risco Bermúdez .

Hay lecturas a las que se vuelven como si fueran mesas, almarios, antiguas despensas.

Hay fotos que vuelven a contemplarse, como para buscar en ellas algunas de nuestras viejas sombras, caminos viejos, que por serlo no dejan de conducir a donde se esperaba.

René del Risco se fue de pronto, como si tuviese que acabar con un viejo libreto que ya tal vez se sabía demasiado de memoria.

Lo que pasó en la sociedad dominicana antes y después de aquel fatídico 20 de diciembre tal vez se ha visto mucho, pero no lo suficiente: Una dictadura que se caía, unos sueños explotados después de siete meses, una esperanza revolucionaria, una guerra, años de terror. Sobre todas esas olas estuvo René del Risco, como cumpliendo una vocación de destierros permanentes.

Aquel joven estudiante de Derecho a finales de los 50 había perdido a su patria chica, San Pedro de Macorís. Aquel organizador revolucionario había perdido casi la vida en las cárceles de la dictadura. Aquel desterrado en Puerto Rico había perdido su país más íntimo. Aquel joven revolucionario del 1965 había perdido a Jacques Viau, y antes a Manolo Tavárez Justo y a más de un guerrillero. Aquel joven locutor, presentador de televisión, publicista y poeta, se había lanzado luego a la ciudad, al cigarro, a los amigos, con una sensación de estar “avanzando entre cadáveres”.

Vida más intensa en aquellos años sesenta, en verdad que no encuentro todavía. En sus cuentos y poemas está toda esta vida concentrada, dirimida, rota, recompuesta.

René del Risco vivió en los meandros de la desterritorialización. Si hay una marca que lo diferencia frente a todo el resto de su generación, y aún de sus antepasados, fue la asunción de su yo.

No compartió los sentidos épicos de la muerte de los poetas sorprendidos. Aunque se dejó llevar de la gracia lorquiana y naturalmente de lo nerudeano, filtrado por la Generación del 48, pronto buscó paisajes más íntimos. A diferencia de sus compañeros generacionales, la mayoría interesados en el teatro y los temas de la clasicidad griega, lo suyo fue el cine, la televisión, la atención a una Beat y a un Pop que entonces aterrorizaban la conciencia universitaria.

“El viento frío” (1967) se ha convertido en el libro por excelencia de la modernidad dominicana. Al leerlo tengo que oir por algún lado cierto solo de algún Coltrane en cualquier azotea de Ciudad Nueva.
Libro incomprendido en su tiempo, tachado como expresivo “de la frustración pequeño burguesa”, es aún un imán que nos devuelve a cualquier día de esta ciudad, a cualquier por ahí afuera.

Tendría uno que imaginarse al poeta en aquellos tiempos duros del segundo lustro de los 60. Figurarse la máquina tecleando y el corazón sin poder darle tregua. Y sin embargo, en el transcurso de ese tiempo –y hasta 1972-, vemos levantarse una obra breve, compacta, sin desperdicio. Pensar en las discusiones, en las trincheras que a veces ahogaban la imaginación, en las tensiones que debían ser las estéticas de “ciudades incendiadas” y “lo mejor al campo” y “del campo a la ciudad”.

De aquella generación tendremos que pensar en Antonio Lockward Artiles y su constancia en el compromiso social, político. También en Juan José Ayuso y su fina dilucidación de esos alardes macheteros que a nadie convencen. Seguiremos con los dos más jóvenes de aquellos tiempos, Norberto James Rawlings y Enriquillo Sánchez, asumiéndose en lo que de verdad tienen las venas y lanzándose al calor de lo que acontece allá afuera. Y naturalmente, pensaré en Miguel Alfonseca, la zona más cerca e idéntica a nuestro autor...

Treinta años sin René del Risco han sido como la subida y caída de antorchas, islas y puños. La generación que inmediatamente le siguió, la autodenominada de “post-guerra”, se ahogó en sus propias llamas. No siguió ese camino de apropiación del yo. Le cantó tanto a los héroes revolucionarios y a la Historia que se olvidó del callejón, del tigueraje, de la alegría de la esquina y de radito prendido que es tanto parte del paisaje como aquella cordillera o este río.

En los ochenta el paisaje literario comenzó a recomponerse con la Poesía de la Crisis. Al final las proclamas concluyeron y el sujeto volvió a sus márgenes más inmediatos e íntimos.

Desde entonces estamos en esa búsqueda de lo más misterioso en lo más cercano, de lo más infinito dentro de lo más simple. Finalmente se recupera la irreverencia ante el sí-mismo, la inseguridad como un estado normal y no como síntoma de flaqueza.

Ahora hay letras que nos persiguen o indecisiones que nos soportan o esa noción de que uno no sabrá si romper la magia al volver a los viejos lugares.

En treinta años sin René del Risco en el barrio comienzan a encontrarse las banderas del viento frío.

Diciembre 2002

 

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