Pedro Conde Sturla : MEMORIAS DEL VIENTO FRÍO
La
noche del 20 de diciembre de 1972, René del Risco Bermúdez acudió
a una cita con el destino en la avenida George Washington –el
malecón de la ciudad capital. Era una cita al parecer ineludible,
a juzgar por las veces que había sido presentida: una cita con la
muerte prematura, muerte a destiempo junto al mar que el poeta amaba.
El
hecho trágico que enlutó a su familia, también ensombreció y traumatizó
al mundo de las letras, y entre los escritores jóvenes y menos jóvenes
se extendió un sentimiento de vacío y orfandad. No era, ciertamente,
para menos. A los “treinta y siete años de edad y en perfecta
salud”, Whitman había comenzado publicar sus Hojas
de hierba. Casi a la misma altura de la vida, en pleno
goce de sus facultades intelectuales, René del Risco Bermúdez se retiró
bruscamente del escenario en que había obtenido el más amplio reconocimiento,
llegando a ocupar un espacio privilegiado, único entre los miembros
de las nuevas promociones. De hecho, y a pesar de su partida a destiempo,
se reveló como el más sobresaliente talento literario de su generación,
quizás de varias generaciones.
Del
Risco nació en 1936 en Macorís del mar, tierra de peloteros y poetas,
y en la práctica soñó con ser ambas cosas. La pelota, como deporte,
se respiraba en el aire: la poesía la llevaba en la sangre, siendo
nieto de Federico Bermúdez, el notable cantor de Los humildes. Hoy se sabe que descolló como
animador, publicista, narrador y poeta, aunque no como pelotero. Eso
sí, fue fanático irreductible de los Tigres del Licey.
Como
tanto jóvenes de la época, Del Risco participó –ya se he dicho-
en la lucha política antitrujillista dentro del Movimiento Revolucionario
14 de Junio y conoció temprano la cárcel –“fruta negra”,
la llamaba Roque Dalton. Allí sufrió vejaciones y torturas que no
doblegaron su espíritu, pero dejaron huellas en su cuerpo, un cuerpo
que mostraba las clásicas quemaduras de de cigarrillos en las espaldas
y señales inequívocas de martirio en las uñas.
Antes
y después de su breve estación en el infierno, desempeñó variados
oficios y al parecer alguna vez quiso ser abogado, según demuestra
el hecho de haberse inscrito en la Facultad de Derecho de la universidad
estatal, única a la sazón en el país. Por lo demás, no hay que acudir
a su biografía para obtener información pormenorizada de primera mano.
Muchas de sus empresas en la lucha por la vida –incluyendo su
“fracaso como pelotero”- están documentadas en unos versos
de iniciación que hoy resultan casi sorprendentes por su carácter
festivo, excepcional y extrañamente festivo:
...................................
yo caí, me recogieron,
me acostaron en el jón,
y en aquella situación
¡momento grave y severo!
dejé de ser pelotero
y cambié de profesión.
He tenido profusión
de profesiones y empleos;
he dado mil zigzagueos
en una y otra cuestión.
He vendido desde ron
hasta espacios de parqueos,
........................................
“Qué es usted? Si me preguntan
en un barrio: “¡Locutor!”
en un salón?: “¡Escritor!”
en un patio?: “¡Tamborero!”
en la iglesia soy santero
y en la calle...Yo, que soy?
Por
el mismo estilo, Del Risco amaba definirse como “poeta y cumbanchero”,
y al decir de alguno de sus íntimos quería que le pusieran este mote
en su epitafio. Afortunadamente se destacó más como baladista que
como cumbanchero: Del Risco escribió, en efecto, letra de canciones
de inspiración honda y genuina, entre las cuales se recuerdan “Si
nadie amara”, “Magia”, “La ciudad en mi corazón”,
“Mira que mundo”, “Matices”, “Así, tan
sencillamente” y “Una primavera para el mundo”.
Algunas de éstas alcanzaron éxito en las voces de notables intérpretes
de la talla de Horacio Pichardo, Francis Santana, Fernando Casado,
Niní Cáfaro, Luchy Vicioso, Felipe Pirela y Marco Antonio Muñiz.
Por
añadidura, el hombre fue un brillante publicista. Publicista, quizás,
a regañadientes, a contrapelo de su vocación literaria, quizás a contraconciencia,
quizás como simple manifestación de su desbordante energía intelectual.
No se sabe. En todo intento de aproximación a una vida y una obra
cabe un margen razonable de duda. De lo que nunca podrá dudarse es
de su humanidad y talento.
Su
producción literaria incluye cuentos, sonetos y poemas en versos libres
que fueron recopilados, en su mayoría, después de su muerte. También
anunció el poeta una novela, Del júbilo a la sangre, de la cual se desconocen
detalles más o menos precisos.
La
primera edición de los cuentos se publicó bajó el título de una de
una de sus narraciones: En el barrio
no hay banderas (1974), mientras que los Cuentos
y poemas completos aparecieron en una edición incompleta
que data de 1981.
Casi
toda la obra conocida de René del Risco cubre un arco de tiempo comprendido
entre 1961 y 1972. En vida sólo publicó un libro: El viento frío (1966), pero sería un libro memorable, un libro
de época, generacional, destinado a convertirse en parte esencial
de la realidad que lo inspiró, un libro vivo, palpitante de historia
y de hondas vibraciones sociales.
Algunos
de los aspectos más notables de la poesía de René del Risco –la
parte sumergida del iceberg- se encuentran en los sonetos mencionados,
sonetos escritos, por cierto, a la sombra de José Ángel Buesa. Este
dato es, desde luego, anecdótico y paradójico: el poeta y revolucionario
que junto a Miguel Alfonseca iba a inaugurar en su tierra una nueva
era y un nuevo sentir literarios, se inició espiritualmente en la
capilla de un romántico rezagado, exiliado cubano por más señas. La
madeja de las contradicciones no se despeja por el hecho de que el
novicio recibiera en edad temprana tales influencias, ni en virtud
de que las obras de Buesa rivalizaran en su época con el volumen de
popularidad y venta de las obras de los grandes maestros latinoamericanos,
incluyendo a Neruda. En rigor, René del Risco Bermúdez se mantuvo
siempre fiel al espíritu romántico de Buesa, logrando producir –eso
sí- una síntesis o por lo menos una simbiosis entre el caudal erótico,
personalista, y el aliento social en olor de multitudes.
Desde
los más tempranos sonetos de René se anunciaba lo que sería el gran
tema de su obra: el tema de la muerte. Esa muerte, la misma muerte
que en la poesía de Alfonseca constituye un motivo esencial, lo arropa
todo en la poesía de Del Risco. La diferencia estriba en que en uno
la muerte es sentimiento y en el otro, a la vez, presentimiento. Prácticamente
no hay en la obra de René un resquicio poético –uno sólo- por
donde no se lea o se avizore a la muerte, la muerte fiel, la muerte
convidada. Eso podría explicar su admiración por cierta zona de la
poesía de Buesa. Por ejemplo, en “Pequeña muerte”, Del
Risco traduce casi la misma idea necrófila del Buesa de Oasis,
aquel que dice: “Después de haber vivido la mitad de la muerte/
hay que seguir muriendo lo que aún queda de vida.” Véase si
no:
Dime por qué tu insistes y te empeñas
en negar esta muerte que no escribes,
si es esto de soñar lo que no vives
un modo de morirte en lo que sueñas.
...........................................................
Comprende que estás vivo, que moriste
en toda aquella vida que viviste,
que no podrá el pasado retenerte.
En
“La casa”, que es una pieza excelente, una de las mejores,
el poeta expresa un sentimiento parecido:
Todo
ha ido muriendo lentamente en tu pecho
y seguirá
muriendo, hasta que tú te mueras.
“Soneto
ante la rosa” es una variación, una de sus tantas variaciones
sobre el tema:
Hay un silencio en ti, hay una cosa,
una callada muerte que reposa,
una lejana muerte suspendida...
nada comienza en ti, nada clausuras,
en ti sólo es presencia lo que duras
abriéndote y cerrándote en la vida...!
El
conjunto de sonetos consta de unos veintidós en total, si se aceptan
ciertas licencias, pues hay varios con colas y modalidades que escapan
al rigor de la preceptiva. Dentro de este conjunto, pocos se apartan
de la idea de la muerte, o de un cierto tipo de muerte, exceptuando
algunos ardientes y gozosos como “Este soy”:
Este soy yo, tu llama, tu alimento,
tu herradura, tu pan, tu todavía,
tu tibia alternativa, tu alegría,
tu ceniza final, tu aturdimiento.
Por
lo general, el poeta no se disimula, no se llama a engaños, se muestra
como se siente: abatido, pesimista, incurablemente depresivo y paranoico,
aparte de fatalista. Casi siempre está prevenido, receloso, a la defensiva.
Casi siempre se muestra suspicaz, desconfía de lo que se le ofrece
al disfrute puro y simple de los sentidos. Nadie como René sabe encontrar
amargura en los más dulces néctares: nadie como él sabe trocar la
miel en hiel. He aquí una muestra, una de muchas:
Toco tu mano, y ya soy diferente,
dispuesto a la ternura, me dominas
y siento que en silencio me caminas
venciendo mi amargura combatiente.
.........................................................
Yo sé que esto no es cierto, sin embargo,
que el mundo sigue siendo tan amargo
como ante de que en sueño lo conviertas...!
De cualquier manera, hay que admirar sin reservas la
superior lucidez del artista, la forma en que asume su sentimiento
trágico de la vida, tal y como se pone de manifiesto en otras facetas
de su obra. Así, en “Tiempo de espera”, aparecen ya claramente
definidos los elementos claves de su poética y de su personalidad
poética:
Casi muriendo ya, sólo en la espera
del prometido día sin quebranto,
sobre la dura piedra de mi canto
establecí mi Patria verdadera.
Aparté mi lucero, mi bandera
de amarga soledad alzada en tanto
nutrí de dura luz mi desencanto
de paloma angustiada y prisionera.
Aquí mora mi voz, aquí en la esquiva
soledad donde espero la misiva
de alegre fuego o muerte mensajera;
aquí se nutre el arpa, aquí detengo
el poderoso arco que sostengo
para que el entusiasmo no se muera.
Los poemas en versos libres de René del Risco Bermúdez
conforman la zona menos intimista de su obra, sin duda la más aguerrida
y a la vez el tono menor de su poesía, con excepción de algunas piezas
claves. Aquí desde luego no está ausente -ni podía estar ausente-
el tema o ritornelo de la muerte. No ya la muerte propia, la muerte
presentida que lo embarga desde sus raíces, sino la muerte ajena,
la muerte de los otros. René llevó un registro poético, bastante minucioso
por cierto, de sus compañeros de ideales caídos entre 1963 y 1971.
Varias de sus composiciones, entre las que se cuentan “Por la
muerte de muchos” y “Aquí o en otras tierras”, exaltan
la memoria de Jacques Viau Renaud. En “Palabras al oído de un
héroe” rinde tributo a Manolo Tavárez Justo, y en “No
está bien, sin embargo”, recuerda Maximiliano Gómez (El
Moreno). Esta es, sin duda –por su ritmo, frescura y sentimiento-
la composición más sobresaliente del grupo, un verdadero logro de
equilibrio poético-emocional:
Está bien si la fruta picoteada
se desprende del tallo y viene a tierra
y enloda su dulzura;
siempre queda
el mundo en grave paz,
no ocurre nada.
.........................
Está bien la paloma en la cornisa
el beso en la mejilla, la mirada
espejo de la risa
y la imprecisa
frontera entre la noche y la alborada.
Bien la mujer que siempre me acompaña,
bien la mesa del pobre, el agua fresca,
el pan elemental, la simple araña,
bien que llueva, que escampe,
y que anochezca.
Hay que aceptar el mundo en su inviolable
redondez planetaria o de moneda,
justa es la soledad, es aceptable,
la vida y el cansancio que nos queda.
Lo que no puede ser, lo que no entiendo
es que tú como un pájaro cansado
de mucha libertad, de haber cantado
en el árbol más alto y más abierto,
mueras así, de un modo tan sencillo,
tan en paz, tan sin plomo, ni cuchillo,
que a mí se me haga extraño
que estés muerto...!
La
lista de estos poemas conmemorativos se completa con una media docena
de títulos que incluyen: “Unas palabras con Che Guevara muerto”,
“Por todos nuestros muertos, “Oda erguida en la muerte
de Julián Grimaud”, “Canto para un muchacho de mi pueblo”,
“Oda a César Bautista” y “Oda sobre la tumba
de mi amigo Jesús”. En general, se trata de textos mediocres,
intrascendentes, que no salen del montón, y en ningún caso se elevan
a la altura de “No está bien, sin embargo”, pero que en
cualquier caso dan muestras del genuino interés del poeta en la preservación
de sus vínculos originales: preservación de sus ideales.
Otra
zona, igualmente dispareja, de su poesía en versos libres recoge una
especie de crónica de aquella época convulsa en la que a Del Risco
le tocó participar. Si unas veces derramó la miel de su poesía sobre
sus seres queridos, otras veces arrojó veneno –merecido veneno-
contra invasores y traidores. “¡Caramba, General!”, por
ejemplo, es una sátira contra un conocido militar destituido graciosamente
de su cargo por un designio de la Presidencia.
Algunas de las más representativas composiciones de este
grupo forman parte de un auténtico rosario de lamentaciones por el
destino de la patria invadida. Entre las más dolientes se cuentan
“Oye, patria”, “Palabras para invasores”,
“Ofrenda lamentable a un general invasor”, así como la
gallarda “Oda gris por el soldado invasor”. Esta
última, muy celebrada en su tiempo, no carece de cierto valor histórico
y poético:
Venido de la noche,
quizás de lo más negro de la noche,
un hombre con pupilas de piedra calcinada
anda por las orillas de la noche...
De oscuro plomo el pie y hasta los besos
viene del vientre lóbrego de un águila
que parirá gusanos y esqueletos
para llenar su mar, su territorio...
Y aquí está saltando por las sombras,
por detrás de alambradas y del miedo,
recorriendo caminos enlodados
con palabras de sangre para todos...
Dentro de su producción en versos libres, René del Risco
reservó, por supuesto, lugar para el amor. Ese amor, igual que en
la poesía de Alfonseca, suele encontrarse en el reverso de la medalla,
en la otra cara de la guerra y la muerte, pero fundido igualmente
con la guerra y la muerte, y a menudo con un paisaje marino bailando
al fondo. Véanse, por ejemplo, “Carmen sugerida junto al mar”
y “La amiga de la guerra”, y sobre todo “Palabras
por Eurídice perdida” y “Palabras para Eurídice”,
que son las mejores de este conjunto de marinas. En ellas, las criaturas
del paraíso se trenzan junto al mar, amándose dichosas las unas sobre
las otras:
Palabras de leñador yo te decía
cuando caía sobre ti
sobre tus ágiles piernas
y la espuma jugaba entre tus dedos frágiles...
¡El mar, Eurídice!
Pero la dicha, como de costumbre, dura poco, muy poco
en casa del pobre. Fatalmente, una “dolorosa certidumbre”,
un “cruel presentimiento” hacen nido en el “corazón
oscuro y caluroso del poeta. No podía ser de otra manera. Aquel
amor, aquella etapa dichosa no sobrevivirían al cambio brusco de las
circunstancias.
Nadie hubiera podido robarnos aquel mar
aquella ardiente edad entre los árboles,
si el cuerno de la guerra
no aturde nuestra frente
con su sombrío aliento de cenizas...
Es importante notar, en este punto, cómo el sentido del
amor en la poesía de Del Risco se corresponde plenamente con su sentido
de la vida –con su sentido trágico de la vida-, y estos a su
vez con su sentimiento religioso. En casi todos los casos sale a relucir
su humanidad doliente y fecunda, así como su concepción epicúrea de
la existencia. Cierto es que el tema religioso lo toca pocas veces,
pero cuando lo toca lo hace con altura, como corresponde. Así se manifiesta
plenamente en uno de sus poemas más tempranos, “Palabras a Dios”,
que data de 1961:
No serán perseguidos de tus ejércitos de Ángeles, Señor
estos que ahora no hacen más que celebrarte
en su propio deleite;
porque vivir sin ti es esperarte
con el pecho manchado por la inocente culpa;
por esa culpa, Dios, que no podemos eludir
los que de ti descendemos por milagro.
Aparentemente
lo seduce al poeta la creencia en un dios verdaderamente bondadoso,
ajeno a la idea del infierno, un auténtico dios de redención espiritual
y social:
He aquí Señor que estoy en ti,
que está en la tierra tu hijo
como tu lo has querido;
sin sucias lágrimas que me impidan verte
en la hora preciosa del dolor
y esperando con fe la buena miel y la abundante leche
que ha de manar un día
bajo los pies salvados de los hombres,
de esta tierra que tú nos regalaste.
En
la obra poética de René del Risco Bermúdez, El
viento frío sobresale por su dimensión poética y humana.
En esta fase de su producción, el código ético-estético reposa en
un ideal menos epicúreo que político. Conceptualmente, su poesía aspira
ahora a realizarse en lo social y aparece más definido el compromiso:
un compromiso de solidaridad con sus semejantes. Nótese de inmediato
que El viento frío es
un libro de atmósfera. Atmósfera más bien enrarecida a pesar de la
brillantez del paisaje. Atmósfera de un agobio –frustrante,
traumática, depresiva. Atmósfera de una derrota que no dejó de ser
gloriosa. Atmósfera donde el amor y el desamor se conjugan permanentemente
con el hastío, la soledad, la tristeza y la muerte. Muerte y memoria
en el escenario de la ciudad innombrada, crónica de un mundo enfermo
de egoísmo, epopeya íntima de un poeta que muere de muerte ajena.
En
términos sociales, El viento frío expresa el punto de vista del combatiente intelectual pequeño burgués
que se reintegra al orden, un orden restablecido mediante el habitual
expediente de brutalidad por tropas yanquis, necesariamente yanquis.
Lloviendo
sobre mojado, puede afirmarse que El
viento frío es el símbolo de la frustración de la
pequeña burguesía comprometida con los cambios sociales. Ninguno de
los autores que vivieron las jornadas heroicas y esperanzadoras de
abril, ha dejado de sentir el soplo del viento frío. Esto es, la resaca
de la guerra, la aceptación obligada de las limitaciones del ambiente,
el reingreso en un presente sacudido pero intacto, medianamente soportable
por la confianza en un futuro. Un futuro incierto, sin embargo, castigado,
postergado por el monstruo de la represión que se tragó cuatro mil
vidas en doce años de continuismo balaguerista.
En
las hermosas y certeras palabras de Juan José Ayuso, El viento frío “es viento de derrota y desilusión, es
viento de enterrar sueños, es aire frío que sopla de noche en la tumba
sin luz donde reposan las derrotas de los hombres...”.
El
escenario se reduce a la ciudad, y la ciudad se reduce al ángulo sitiado
por los invasores entre el mar y el río: la zona colonial y sus alrededores.
No se la nombra porque es una ciudad simbólica, ciudad cementerio,
ciudad de lutos recientes, ciudad falsa poblada por especies de fantasmas
que viven una vida de mascarada. Junto a ellos se encuentra una minoría
selecta. Ilusos que se niegan a vegetar, rebeldes que no dan por terminada
la revolución y actúan con hechos o palabras. Contra todos –fantasmas,
ilusos y rebeldes- el poder afila sus instrumentos. A fuerza de conformismo
y a fuerza de represión, la sociedad restablecida sana, se limpia
el rostro de la ciudad innombrada. El gobierno invierte en obras públicas
de relumbrón, política de vitrina. Los aparatos de presión del estado
dominico-americano seleccionan sus víctimas. Uno por uno –cuando
no en grupos- irán cayendo los dirigentes de la revolución. Dirigentes,
activistas, comandantes: artesanos del sueño que se hundía. También
cayeron otros –cientos de otros- que sólo tenían la culpa de
ser inocentes, inocentes atrapados por la lógica del poder en situaciones
de terror. Esto es, infundir miedo en los que están, incluso en los
que no están.
Ambiente
y circunstancias determinan, como se ha visto, actitudes extremas,
influyen sobre todo en el punto de vista del observador. He aquí un
dato interesante: la puesta en escena de El
viento frío está condicionada por una estrecha faja
de espacio libre dentro de la ciudad zombi. Desde esta perspectiva,
hay que notar que la mayoría de los textos parecen haber sido escritos
o pensados desde un balcón (igual que algunos de los poemas de Alfonseca),
casi como buscando aire para escapar de la asfixia de posguerra. En
efecto, el balcón es el sitio de observación privilegiado para fines
de orientación. Desde el balcón se domina el espacio físico que ocupa
la estructura poética, una estructura ausente, como diría Humberto
Eco, calculada al milímetro, incluso visible, pero ausente físicamente:
espejismo que engaña a los sentidos sin dejar de ser realidad para
los ojos.
En
menor medida, cafetería y cinematógrafo cumplen funciones similares
a las del balcón, pero con una sutil diferencia: la cafetería, como
el cinematógrafo, representan el punto de vista del observador integrado,
no del espectador apocalíptico que era René, el René que miraba desde
el balcón el caos que se organizaba sobre la ruina de los ideales
de abril. Presumiblemente se trata del balcón de la casa que habitaba
el poeta en la Avenida España. Balcón mirador, balcón observatorio,
balcón indiscreto, balcón telescopio de Galileo, balcón desde el cual
puede verse, siempre verse, a la muchacha que se peina, se cambia
se perfuma, se maquilla, lo mismo que al hombre que pasa por debajo
con su carga de ilusiones cotidianas. Balcón, en fin, para ver la
vida en sus aspectos más engañosamente inmediatos, balcón ventana
de la vida. En el fondo se trata de eso: el poeta vive la vida como
mirando a través de una ventana, sin tomar parte en ella, a la distancia
que le imponen su “yo” y sus “circunstancias”.
El
punto de vista del autor frente a su obra también concierne al tono
y al estilo, no sólo a la ubicación. René eligió –como Alfonseca
en La guerra y los cantos- un tono coloquial
y un estilo realista y simbólico que no traiciona su porfiada vocación
romántica. La obra es descriptiva, prosística por elección. Es narrativa.
Todo el libro es un gran conversatorio donde el narrador está junto
al poeta o sobre el poeta. De hecho, los poemas tienen ritmo pero
no tienen música, no tienen melodía, no se prestan a grandes declamatorias.
Como Picasso en Guernica, René del Risco renunció a los colores,
a las notas altas, estridentes. El
viento frío es obra asonante, a veces disonante, o más
bien monocorde, sin más adorno que su sencillez ni más belleza que
su verdad profunda.
El primer poema, el que da título al libro, empieza naturalmente
con altura, desde el balcón de marras, y con una nota que es casi
de optimismo, escrita como al final de una larga convalecencia:
Debo saludar la tarde desde lo alto
poner mis palabras del lado de la vida
y confundirme con los hombres
por calles en donde empieza a caer la noche.
Es la nota de alguien que –por lo menos en propósito-
decide aceptar, asumir la vida y el mundo como son, no como quisiera
que fuesen:
porque todo ha cambiado de repente
y se ha extinguido la pequeña llama
que un instante nos azotó...
La conciencia de ese cambio se traduce, momentáneamente,
en resignación forzosa, forzada por las circunstancias de las que
ya se dijo:
Ahora estamos frente a otro tiempo
del que no podemos salir hacia atrás...
Se
trata de una resignación rebelde, quizás de una rebeldía resignada.
Todo parece entonces reducirse a un simple juego de palabras que,
como todos los juegos del homo
luden, encierra un sentido segundo. Rebeldía resignada
o resignación rebelde implican de muchas maneras la existencia de
un mecanismo de rechazo mediante el cual el poema, todos los poemas
de El viento frío, se
niegan a ellos mismos: niegan lo que ofrecen. Para usar términos de
la publicidad comercial (en los cuales Del Risco fue un maestro),
el soporte de promesa niega la promesa o se convierte en su contrario.
Así, la diversión es hastío, la palabra “alegría” es víctima
de una doble adjetivación que la hace gris o lúgubre, de manera que
todo lo que es alegre es triste, “amargamente alegre”,
dice el poeta. La compañía trae aparejada un sentimiento de soledad,
el amor se torna en desamor, la vida es muerte, la ciudad es infierno,
escenario de una derrota. Lo que empieza siendo hermoso es el inicio
de la invasión del viento frío:
Es hermoso ahora besar la espalda de la esposa,
la muchacha vistiéndose en un edificio cercano,
el viento frío que acerca su hocico suave
a las paredes,
que toca la nariz, que entra en nosotros
y sigue lentamente por la calle,
por toda la ciudad...
Lo
anterior se explica en función de un viejo y permanente drama existencial,
que es el que se reproduce en El
viento frío: el drama del hombre dominado por el sentimiento
de vacío frente al sinsentido de una vida, el paradójico vacío existencial
de un hombre lleno de poesía. El mismo sentimiento conduce al rechazo
de la existencia como ficción, a la ficción de vivir por vivir, a
la falta de autenticidad de las relaciones humanas instaraudas por
los vencedores. El poeta narrador se queja de la indiferencia, se
duele porque “ya no son tan importantes los demás”. Se
dirige a Belicia, nombre ficticio de una entrañable persona
cuya identidad no viene a cuento:
Belicia, mi amiga,
tal vez debamos ya cambiar estas palabras.
Atrás quedaron humaredas y zapatos vacíos,
y cabellos flotando tristemente...
ya no son tan importantes los demás...
El ingreso al orden reconstituido implica el trauma de
un segundo nacimiento o de una segunda muerte a través del proceso
de adaptación al clima de posguerra, posiblemente la renuncia a sus
ideales. He aquí el conflicto. El mundo que se le ofrece es el mundo
de la indiferencia, ajeno por completo al heroísmo, a la solidaridad,
a la esperanza:
Porque hemos regresado, Belicia.
Ahora paseamos junto a los jardines
y discutimos de otras cosas,
y yo no admito tu dureza,
y tu descubres mi egoísmo
y en fin Belicia, amiga mía,
ya los demás no son tan importantes
y tú y yo debemos comprender
que estamos en el mundo nuevamente...
En ese ambiente, y para un artista de tan fina sensibilidad,
la alegría individual carece de sentido o tiene un sentido egoísta.
Quien aspira a la felicidad colectiva no se conforma con menos. Insumiso,
rebelde, se diría que al poeta le resulta imposible ser feliz por
sí solo, no puede ser alegre sin los otros. El origen de su mal, de
su tristeza, es histórico: su ego enfermo es proyección del malestar
social. Lo que es alegre individualmente, es triste de rebote, socialmente
triste. Por carambola, alegría y tristeza van juntos cuando sopla
el viento frío. Polos de una misma dialéctica:
Porque entonces, estás tú.
Y ya no puede haber ciudad
donde los hombres andan
con un presentimiento grave en la mirada,
donde los diarios traigan
esos descorazonadores titulares
de las primera planas,
y un niño sienta
el mismo odio que nosotros
mientras nos lustra los zapatos.
Porque, entonces, estás tú;
tan dulcemente junto a mí,
que hasta puedo engañarme con tu risa
y llegar a creer
que este es un día alegre...
La
misma lógica, dentro de las mismas circunstancias, justifica el sentimiento
de soledad que sufre el poeta en la vida y en el poema que la traduce.
El poeta de El viento frío siempre está sólo, aun si se encuentra en compañía de los demás. La
paradoja es aparente. En condiciones de viento frío el poeta es un
extranjero en su tierra, un “inadaptado”, un soñador aferrado
a un código ético-estético que no se corresponde con los valores del
momento. Vale decir, un exiliado en su interior. Defiende ideas y
principios por los que ha visto morir a muchos de sus compañeros,
y a pesar de que la vida le sonríe en términos de realizaciones personales,
el poeta no se siente realizado. Al parecer no se sentirá realizado
ni en la época de sus mejores éxitos literarios y económicos. Siempre
da la impresión de ser alguien que hace el esfuerzo por adaptarse
al medio sin traicionar lo mejor de sí. Repugna de los clichés y deja
constancia, aborrece los lugares comunes y las falsas nomenclaturas,
y también deja constancia. No es alguien que disfruta de los favores
que le dispensa el medio. Más bien se trata de una persona que se
siente agobiada por las exigencias de “la simulación en la lucha
por la vida”. La inocente taza de café se le antoja una trampa:
Puedo pensar que esa taza de café
delante de ti,
junto a tus manos,
es un oscuro pozo donde empiezas a hundirte
desde las ocho menos cuarto,
víctima de toda una vida nómada, desolada, tonta...
La
soledad del exilio interior, que se expresa en términos sociales,
también concierne a sus relaciones íntimas con las “mujeres”
y “muchachas” que pueblan el pequeño universo de El
viento frío. La compañera de ocasión no falta, en efecto,
casi nunca, a veces en número plural. De hecho es omnipresente. Aun
así, en la mejor compañía posible, el poeta no reprime y no disimula
un sentimiento de soledad, soledad en buena compañía, como ya se dijo.
Parecería que la compañera de ocasión, muchacha o mujer, presencia
inexorable en cuanto fantasma y símbolo, siempre está un paso atrás
de su sensibilidad y su inteligencia: no lo representa al poeta, no
lo llena. Hay un vacío entre ambos, una distancia. Y el sentimiento
de soledad reaflora, otra vez, en términos sociales:
Tu quizás no lo adviertas,
pero ahora hablas con palabras corrientes,
te preocupan las cosas que a todas las mujeres
molestan alguna vez,
las cosas que nunca mencionaste en otro tiempo...
Yo, junto a ti, pienso y sufro,
siento este momento que se va,
la mecedora de metal,
cartas que debo escribir,
todo lo sufro,
lo comprendo...
yo sé que el tiempo es todo esto irremediable,
la infancia con su luz,
toda la mentira,
las equivocaciones,
tú,
tú, Belicia, también eres el tiempo...
Ahora la niña retoza entre tus piernas
y yo podré mirar las casas con jardines
pero mañana no será esto otra vez,
además, estarás tan disgustada...!
Si yo te dijera en voz alta estas palabras que escribo
entonces te sería fácil
comprenderlo todo,
el desencuentro,
lo que dejamos de ser
como quitarnos un anillo...
Pero, en verdad, quizás no está del todo bien,
tal vez yo quiera mostrarte
un lado demasiado feo del mundo.
La
taza de café que recela una trampa representa el final de ese tránsito
desde la enfermedad del amor hacia el hastío, el desamor y el hastío.
Nueva vez queda en evidencia la imposibilidad de ser felices juntos,
nuevamente es víctima de la ficción de vivir, el vacío, la distancia,
la incomprensión:
Porque para todos hay un tiempo, nada más.
Después nos descabeza el hastío.
Nos arruinamos en gestos
y feroces intentos.
Nos vamos quedando en una amarga soledad,
en una inexorable soledad
de café, de implacables ojeras de ceniza...
A propósito
de la taza y del café, hay que anotar otro dato significativo. Entre
los elementos gráficos que el autor eligió para ilustrar sus textos,
ninguno es más elocuente, importante y recurrente que la taza de café.
De un total de nueve fotografías, incluyendo portada y contraportada,
cuatro corresponden a la taza de café, dos a la calle, una a la cafetería,
otra a la misteriosa Lucy Ann Astwood –junto a una ventana-
y la última a la propia efigie del poeta. (El poeta pensante y fumante,
el vaso lleno de un líquido precioso, en un ambiente sugestivamente
brumoso).
Las
fotos comentan los textos, naturalmente, y a su vez son comentadas
por los textos. La importancia de unas y otros, en cuanto a su valor
representativo, se confirma plenamente al analizar los motivos explícitos
de la poética de El viento frío, que es la poética de la obra completa de René
del Risco. Todo ello habla del orden y el método con que se planificó
el libro, un libro obsesivo, página por página, concebido, no cabe
duda, por un obseso. Nada hay aquí tan obsesivo, sin embargo, como
la obsesión por la ciudad y la muerte, la muerte en la ciudad y la
ciudad en la muerte. Ciudad y muerte son palabras que se alternan
y se repiten de tal manera que aun en su ausencia están presentes.
Hasta en el epígrafe aparece la palabra muerte. La dedicatoria tiene
ciudad y muerte aparejadas, apareadas, matrimoniadas, indisolublemente
juntas:
te llamas Vicky, Luisa, Aura, Rosa
y no importa...
A ti,
porque en esta ciudad mueres conmigo,
me acompañas,
y no haces más que repetirte, en mis palabras!
En
un poema hermético como “Esta dulce mujer...” –tan
hermético que casi parece un muro de contención, impenetrable- sólo
es posible recuperar para el entendimiento una especie de aura simbólica,
evocación de una atmósfera de muerte y desolación en la ciudad sugerida,
apenas insinuada. La ciudad, la ciudad obsesiva de René del Risco,
la ciudad que se desdobla en mil facetas, la ciudad que él pinta y
dice, una ciudad que todavía lleva el estigma de la invasión, la ciudad
que es el escenario natural de la derrota y la muerte, circo romano
para el disfrute de fieras amaestradas que observan sin ser observadas.
Nadie ha tenido un sentimiento tan arraigado y profundo de la ciudad
como el “provinciano” René. En la ciudad que él dice y
redice no matan sólo las balas. Matan las convenciones, el egoísmo,
el conformismo, el consumismo moldeador de conciencias tranquilas:
Si nos atrevemos a salir,
nos matarán los otros.
Nos obligarán a pisar un pedal,
a tragar rápidamente letreros, paredes, alguna voz,
a huir toda la noche
como buscando a nadie.
Nos matarán los otros...!
Sobre
este tema hay otras variaciones que remiten a una misma inquietud.
El peligro de muerte dentro de la ciudad acecha permanentemente, pero
no siempre se trata de un peligro de muerte física. A menudo se trata
de un peligro existencial, peligro de muerte en vida. A la trampa
de la taza de café se le agrega una nueva amenaza. La ciudad escenario
de la muerte se convierte en ciudad victimaria:
esta misma forma de morir
que tiene una muchacha
llamada Vicky, Luisa, Aura, Rosa,
ante una taza de café,
víctima de toda una ciudad,
de toda una vida nómada, terrible, tonta...
Aparentemente
no hay escapatoria. Dentro de la ciudad, la muerte aprieta, teje su
lazo, no hay alternativa, no hay salida:
Esta ciudad
en la que te fatigas y recuerdas
y huyes de ti con mucho miedo,
con el temor de entristecerte demasiado.
Esta ciudad
no te olvidará ni un solo instante,
como todos, estás para esta muerte...!
La
ciudad implacable, escenario de la muerte, ciudad a veces victimaria,
también es ciudad que hace escarnio de sus habitantes, objetos de
burla:
Porque ya sólo nos quedan ojos
para estrujarlos dolorosamente en las vidrieras,
para ver la lluvia sordamente caer
entre arrugados papeles y zapatos,
para mirar este otoño
con extrañas mujeres
en cuyos rostros la ciudad
se burla de nosotros.
El
momento poético más terrible tiene lugar allí donde el amor se conjuga
con la ciudad y la muerte:
Hasta que llegue este momento
en que nos damos cuenta
que toda la ciudad
la devoramos juntos
con palabras y whisky en esta sala...!
Tú, que hablas tan cerca de estas cosas,
me convences como nadie
de que el amor entre nosotros,
es un serio trabajo de la muerte...
Todo
ello es posible en la ciudad perdida, dantesca antesala del infierno,
ciudad generadora de discordia, egoísmo, indiferencia. Es la ciudad
que sustituyó a la ciudad generadora de esperanzas, ciudadela de las
ilusiones combatientes. La ciudad irrecuperable:
Aquella ciudad no la hallarás ahora
por más que en este día
dejes caer la frente contra el puño
y trates de sentir...
No, no era esta ciudad.
Te lo repito...
Por
lo que puede apreciarse, hay pocas notas alegres en la obra de René
del Risco y Bermúdez, incluyendo sus cuentos, sus magníficos sonetos
y versos libres. Todo en esa obra conspira, por el contrario, a favor
de la sombra. Todo en ella habla, parece hablar de un poeta densamente
poblado por la muerte. René vivió agobiado quizás por un presentimiento
o vocación de muerte prematura. En más de un sentido, su arte poética
es anticipación y presagio de la muerte, de muchas formas posibles
de la muerte, entre ellas la muerte física y la muerte por inmersión
social, la muerte por asfixia que conduce al conformismo. En más de
un texto, en serio y en broma, se describe suicida. La descripción
es acertada porque casi todo en él va de la mano de la muerte, la
muerte que percibe próxima, posible, la muerte convidada.
Ansiedad de muerte y ansiedad de vida se corresponden
con su personalidad ciertamente compleja. Es neurótico, por supuesto,
hipersensible, depresivo, tal vez más autodestructivo que suicida,
aunque nadie está más cerca del suicidio que un depresivo. Con frecuencia
recurre a somníferos, recurre a la bebida y lo justifica porque “hay
necesidad de ti, salobre vino hermano”. Por ser mal bebedor,
hace mala bebida y hace crisis. El hecho en que perdió la vida permanece
ambiguo: un accidente suicidio, uno de los pocos hechos ambiguos de
su biografía. Pero su muerte era anticipable.
Por
otro lado, mucho ha contribuido la maledicencia a difundir la tesis
del suicidio, alimentando el mito de un René asqueado de sí mismo
en cuanto revolucionario enganchado a publicista. Posiblemente René
sufrió sus contradicciones como han testimoniado sus más cercanos
amigos, y sobre todo sus más cercanos enemigos. Dejó constancia de
ello en más de un poema memorable, y más específicamente en “Entonces,
¿para qué”, el último del libro:
Para qué entonces, si sabemos
que esta hoja de parra del amor mentiroso
se cae a cada instante y nos desnuda
y nos muestra tal como somos
hipócritas, cobardes, ingenuos a propósito,
verdugos,
lamedores a sueldo del látigo y el palo...
A pesar
de todo, René no traicionó sus ideales. Vendió “su fuerza de
trabajo”, no su conciencia. Probó el buen vino y el éxito económico,
más no perdió la moral. Alejado de la política militante, vio caer
a sus compañeros y los incluyó en su registro poético, dejando constancia
de su adhesión a la lucha. Inútil es buscar motivos que no existen.
La muerte de René del Risco y Bermúdez –el más dotado narrador
y poeta de su generación- estaba escrita en su obra.