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La ciudad en la memoria

Omar Rancier

Cada generación construye su ciudad en la memoria a partir de sus propias experiencias. Así, una misma ciudad es diferente para cada generación. Las capas de memoria se van apilando creando un espacio urbano especial y único que fue el espacio que construimos en el momento en el cual nuestra memoria estaba en su fase más ávida, o sea, entre la adolescencia y la primera juventud.

Cuando caminamos esos espacios, ya adultos, empezamos a descubrir fantasmas:

No son iguales las edificaciones, un vacío ocupa el sitio de aquella casa, los árboles han crecido, son otros los personajes habitan los espacios, es otra ciudad que en ese momento la está construyendo en su memoria una nueva generación.

Una generación con nuevas necesidades, aspiraciones diferentes y paradigmas extraños.

Su ciudad se modela bajo otras normas, la situación social es diferente, se ha sobre poblado y su conformación toma derroteros imprevistos bajo la gestión de autoridades cada vez menos capaces de construir una verdadera visión de ciudad.

La ciudad se llena de incongruencias. Los espacios, antes dispuestos para el paseante, son cada día transformados en una pista para vehículos.

Las edificaciones quieren ser diferente cada una, convertirse en una declaración de principios, unos principios que, la mayoría de las veces son verdaderos finales.

El resultado es una enorme cacofonía urbana, un estruendoso y melodramático espectáculo de “modernidad”, entendida esta como la entienden los mass media: vulgaridad, violencia, indecencia, injusticia...., todo aquello que, en términos de mercado, “vende”.

Los espacios de significación dentro de la urbe, se preservan a duras penas, se tratan de congelar malamente y se cercan, alejándoles cada vez mas de los habitantes. Esos espacios conectan a la ciudad con una memoria colectiva histórica que le transmite su razón vital y que conforman una red de autenticidad en el espacio de la colectividad. Son los espacios que se convierten en el lugar común de todas las memorias y que por lo tanto pueden, de pleno derecho, representar la ciudad.

La ciudad queda representada, para cada generación, en su espacio público, y si este es significativo pasa a ser parte de esa memoria colectiva que estructura la ciudad y deviene a su vez, en la expresión más concreta de la democracia urbana.

La marca de la ciudad no es un símbolo diseñado entre las paredes de una agencia publicitaria.

La ciudad, como dice Bohigas, el arquitecto de la Barcelona olímpica, son sus espacios públicos.

Entonces, si la ciudad son sus espacios públicos y estos, a su vez, son la expresión de la democracia ciudadana: ¿Puede ser democrática una ciudad que enajene continuamente sus espacios públicos? ¿Que los cercene y los ceda al automóvil? ¿Que los comercialice y los venda al mejor postor? ¿Que los privatice? ¿No es el espacio público “publico”?, o sea de acceso abierto a todos los ciudadanos, ¿por qué y bajo qué pretexto se puede “privatizar” lo que por definición es “público”?

¿Esta construyendo esta generación una ciudad que no es ciudad?

Cada generación propone sus paradigmas que son, normalmente, paradigmas de cambios resultados de reformulaciones del espacio del poder.

La memoria traiciona a quien vive lo suficiente para ser testigo de los cambios, sólo la geografía es una constante en el devenir de la ciudad. Sus sitios geográficos, la rada, el río, el farallón, permanecerán como únicos testigos de la ciudad en el tiempo, los espacios que ha construido el hombre, el hombre mismo lo puede destruir, y lo destruye. Algún instinto atávico, incrustado en la más antigua de las memorias, resurge, de generación en generación, haciendo que se construya el nuevo espacio, el nuevo paradigma, sobre el espacio antiguo, el complejo de matar al padre se opone al concepto de un crecimiento antideterminista y sustentable que propone la coexistencia de la novedad con el pasado, el nuevo paradigma con el viejo, el mismo impulso que hizo que los colonizadores españoles construyeran su Civitas Dei sobre la ciudad de los Incas o de los Aztecas en el principio de la leyenda negra del mal llamado Descubrimiento.

Sin embargo la memoria urbana, entendida como la suma de espacios, edificaciones y experiencias, es la única herramienta que construye la identidad de una ciudad, una ciudad sin memoria es una ciudad que, más que estarse construyendo constantemente se va desconstruyendo y diluyéndose en el tiempo, la Ciudad Genérica que planteaba Koolhaas en el momento del boom económico del sureste asiático, como la ciudad sin identidad, más parecida a un aeropuerto que a un conglomerado de personas y espacios, es sin dudas, una teoría seductora por cuanto cuestiona la manera “política” con que se pretende hacer ciudad en la actualidad, pero sus posibilidades niegan la esencia de la civitas y por tanto es una de las ciudades ideales de los nuevos tiempos, o sea una marca en el ciberespacio.

En nuestras ciudades debemos rescatar la memoria sin repetirla, haciendo una ciudad que responda a los nuevos paradigmas sin negar no ya los paradigmas antiguos sino los paradigmas fundamentales.

Cuando recurro a mi memoria de 50 años, ciertamente encuentro fantasmas por doquier, no existe el Hotel Jaragua diseñado por Guillermo González en 1942, perdido entre las marañas de una gestión gubernamental corrupta, ni su Jaraguita, producto de las ambiciones especulativas, Gazcue perdió la casa Molinari y otras mas producto de una gestión urbana complaciente y cómplice, la ciudad se ha convertido en un cruce de autopistas (según uno de los responsables de los elevados y túneles de la 27) en un afán de convertir Santo Domingo en un Nueva York chiquito, se han perdido áreas verdes y espacios públicos y se han cercado otros, la Av. Mella , la Av. Duarte y la calle El Conde se han arrabalizado, los barrios auto construidos y marginales se han reproducido a la par que la pobreza, la ciudad ha crecido más allá de lo imaginado, mientras los servicios han decrecido de forma alarmante, las torres especulativas, de un posmoderno atrasado que expresa las limitaciones culturales de una clase emergente, voraz y desarraigada, se propagan como hongos malignos en los vecindarios de lujo, nuevas avenidas, como cicatrices de una nunca clara cirugía urbana, cruzan los barrios tradicionales de San Carlos, don Bosco, Villa Juana y Villa Francisca, creando vías rápidas de salida de la ciudad.

Es otra ciudad para otra generación, pero el germen de la verdadera ciudad late debajo de tanta modernidad mal expresada y en las ideas de una nueva generación que se va formando con una sensibilidad especial hacia la ciudad.

En esa generación descansa el destino de nuestras ciudades y nuestra responsabilidad es de formarla en el conocimiento de los paradigmas esenciales y trascendentes para que construyan una ciudad donde coexistan todas las memorias.