(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

Enriquillo*

 

Abundaron en la América española, durante el siglo XIX, los autores de libro único. En nuestros primeros cien años de vida independiente resultaba difícil para nuestra inquietud y desasosiego la forma larga y lenta del libro; más difícil aún el imprimirlos. Antes de 1810, la existencia tranquila, estrecha, donde la política estaba prohibida, empujaba al criollo hacia la lectura y la escritura como refugios contra la modorra colonial. Se producía mucho, a pesar de las pocas esperanzas de publicar: poemas en octavas reales —el más largo de nuestro idioma se escribió en América —, crónicas prolijas, series de sermones, artes de lenguas indias... Con la independencia el criollo se hace político. De 1810 a 1890, cada criollo distinguido es triple: hombre de Estado, hombre de profesión, hombre de letras. Y a esos hombres múltiples se les debe la mayor parte de nuestras cosas mejores. Después la política ha ido pasando a las manos de los especialistas: nada hemos ganado; antes hemos perdido. Y hacia 1890 reaparecen los escritores puros: con ellos la literatura no ha perdido en calidades externas, pero sí en pulso vital.

Manuel de Jesús Galván (1834-1910) es de los escritores de libro único. El suyo es la larga y lenta narración Enriquillo, que consumió muchos años de su activa existencia. Ni antes había escrito otro, ni otro escribió después.

Había crecido, intelectualmente, entre las ruinas de la cultura clásica y escolástica que tuvo asiento en las extintas Universidades coloniales de Santo Domingo. De cultura moderna, sólo se incorporóíntimamente a la que ya circulaba en la España del siglo XVIII. Hasta en la literatura, sus límites naturales eran anteriores a la independencia de América o a lo sumo contemporáneos de ella: en España, Jovellanos y Quintana; fuera, Scott y Chateaubriand. Cuanto vino después resaltaba en él como mera adición, cosa accidental, no sustantiva. Fue, por eso, escritor de tradición clásica con tolerancia para el romanticismo; pero su tradición radicaba principalmente en el clasicismo académico del siglo XVIII. Así sucedía en toda América, salvando las excepciones como Montalvo.

De acuerdo con los hábitos criollos de entonces, Galván, escritor, abogado, va hacia la política: su actitud será de conservador, de amigo de las tradiciones, con tolerancia para las tendencias liberales. Sólo en torno al problema de la religión en la enseñanza se mostró inflexible. Acepta como hechos, en América, la independencia y la república; acepta después, cuando la inicia el partido en que se alista, la reanexión de su patria isleña a la monarquía española (1861-1865): desesperado intento para salvar la hispanidad de Santo Domingo, en zozobra frente a la amenaza de la franco-africana Haití, dueña del occidente de la isla.

Cuando España se va de. Santo Domingo, Calvan se va con España. Su patria de adopción lo eleva a la intendencia de Puerto Rico. Pero la tierra nativa lo atrae: se reincorpora a ella, y pronto aparece como ministro en el ejemplar gobierno de [Ulises Francisco] Espaillat (1876).

Hasta sus setenta años permanecerá en la vida pública: no será jefe orientador, ni será en verdad político activo; será el hombre eminente a quien los gobiernos llaman para que los ilustre corno jurista o para que los honre enla magistratura o al frente del Ministerio de Relaciones Exteriores o en misiones diplomáticas.

Desde que regresa a su país, tras el episodio español de su vida, su actitud es la de quien está por encima de las pequeñeces locales. El pueblo no siempre creerá legítima su actitud; pero él no la abandona. Su casa, de tono europeo en aquella época ingenuamente criolla, es asiento de letras clásicas, hogar de buena música, escuela de fina cortesía.

De la pluma de Galván salieron excelentes artículos; la hazaña del libro se da una vez sola, con Enriquillo. Es obra de muchos años, ocho o diez. Se publica incompleta en 1879; íntegra en 1882. El autor la llama 'leyenda', extraño nombre que en la España y la América del romanticismo se daba a obras de imaginación tejidas con hilos de historia. Pero en esta novela no hay nada legendario ni fantástico: todo lo que no es rigurosamente histórico es claramente verosímil. Cede Galván a la costumbre, que Francia difundió, de atribuir a los personajes históricos amores de que la historia no habla: para explicar la súbita muerte de María de Cuéllar, apenas casada con el conquistador de Cuba, el fuerte pero tornadizo Diego Velázquez, la pinta enferma de amores, de contrariados amores con Juan de Grijalva, entonces "mancebo sin barbas, aunque mancebo de bien". Y esta invención tuvo descendencia; de allí nació el drama del grande y singular poeta Gastón Deligne, María de Cuéllar, que Pablo Claudio convirtió en ópera.

A Enriquillo y a su mujer, Galván los hace entroncar en la más ilustre familia indígena de la isla. A ella, mudándole el nombre histórico de Lucía en Mencía, la hace hija de Higuemota (en verdad Higüeimota o Aguaimota) y del español Hernando de Guevara; nieta, en fin, de Caonabó, el rey de la Maguana, el más enérgico de los cinco grandes caciques, y de Anacaona, la reina cortés, reina de tristes destinos, cuyos dones de invenciónartística tanto admiraron los españoles en el areito que dirigió, cantado y danzado por trescientas vírgenes escogidas, en honor del Adelantado Bartolomé Colón. A él lo declara sobrino de Anacaona y de Behechío, el rey de Jaraguá, atribuyéndole como primitivo nombre indio el de Guarocuya: se apoya en el recuerdo de Guaorocuyá pariente de la familia real, que murió ahorcado en los primeros años de la conquista.

Y Galván crea, según es de esperar, personajes nuevos, como Pedro de Mugica, en cuya figura carga las pinceladas de betún; variante del Adrián de Múxica de la historia, pariente de Guevara, a quien el Descubridor mandó arrojar desde una almena porque, condenado a la horca, dilataba la ejecución de la sentencia diciéndole al confesor que no recordaba todos los pecados que debía declarar para bien morir.

En lo sustancial, la novela se ciñe con extraordinaria fidelidad a la historia; por lo menos, a la historia de la conquista como la contó fray Bartolomé de Las Casas. Galván, hondamente español en sus devociones y en su cultura, no solamente participó en la reintegración de su país al decaído imperio hispánico; después en su restaurada república, mantuvo el culto de España: así, en 1900, lo vemos defenderla contra la tesis extravagante de la insensibilidad que postuló Nicolás Heredia. Y, sin embargo, para escribir su novela escoge como asunto la primera rebeldía consciente y organizada de América contra España y como fuente y autoridad al gran acusador de los conquistadores. Quiere que su obra sirva, en parte, como lección que ayude a resolver los problemas de España en Cuba y Puerto Rico.

Pero todo cabe, todos los contrarios se concilian, dentro de la robusta fe hispánica de Galván. A Enriquillo, el cacique bautizado, el indio con nombre de español, lo ha conquistado espiritualmente la civilización europea:Juan de Castellanos, en sus Elegías de varones ilustres de Indias, lo llama "gentil letor, buen escribano"; en la religión guardó siempre las prácticas que le enseñaron los frailes de San Francisco, con quienes se educó en la Verapaz. Sólo se rebela porque se abusa de él, porque pide justicia y se la niegan. ¡Hasta el implacable Oviedo le concede razón! Su rebelión de catorce años (1519-1533) termina cuando el emperador Carlos V le da garantías, en carta personal que entrega el impávido capitán Francisco de Barrionuevo, y cuando fray Bartolomé de Las Casas, penetrando en las inexpugnables sierras de Bahoruco, le lleva palabras de paz. Y entonces Enriquillo, a quien se le llamaba Don Enrique desde que así lo designó en su carta el Emperador, se establece pacíficamente en Boya, con sus indios libres, cuya sangre se perpetúa hasta hoy en familias bien conocidas.

Hay en la novela conquistadores violentos y encomenderos empedernidos; pero abundan los hombres rectos, los leales; los bondadosos. Galván reparte con exceso de simetría la bondad y la maldad. Sólo en los encargados de funciones públicas, como Diego Colón, el virrey almirante, acierta a señalar como móviles los intereses de la acción, indiferentes a la moral particular de cada acto. Eso debieron de enseñárselo sus experiencias en la política. Y, sin embargo, ve con antipatía a fray Nicolás de Ovando, hombre sin humanidad, alma sin curvas, fortaleza cerrada, sin ventanas desde donde contemplar el dolor de los indios, pero honesto, justo y exacto como balanza de precisión en su gobierno y trato de europeos.

Sobre el tumulto de la conquista y la refriega de las granjerías, se levanta como columna de fuego el ardimiento espiritual de fray Bartolomé de Las Casas, en quien Galván no ve, como los irreflexivos, al detractor de sus compatriotas, sino la gloria más pura de España.

Y así, este vasto cuadro de los comienzos de la vidanueva en la América conquistada es la imagen de la verdad, superior a los alegatos de los disputadores: el bien y el error, la oración y el grito, se unen para concertarse en armonía final, donde españoles e indios arriban a la paz y se entregan a la fe y a la esperanza.


* La Nación, Bs. As., 13 de enero de 1935.

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