(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

“Morir sin agonía”  Borges  relata muerte de HENRÍQUEZ UREÑA

Pablo Dreizik

En el curso de este año, el 11 de mayo, se cumplirán sesenta años de la muerte del gran ensayista y erudito dominicano Pedro Henríquez Ureña, quien residió durante años en Argentina, donde también murió.  La presencia de su  vasta y erudita obra crítica en los estudios universitarios y en las publicaciones académicas, seguramente no permitirá que la evocación tome recurso a  la figura del ‘maestro olvidado’, ni aún ‘secreto’.

Y sin embargo, su figura recoge, en algún sentido,  ambas notas distintivas. Porque, si  el elenco trabajos  críticos que aportó Henríquez Ureña son un legado presente y permanente, en cambio, su biografía  y su relación con la cultura argentina carecen de una  representación clara  en la imaginación argentina. 

Acerca de esta  ausencia  –en cierto modo indolencia y desaprensión- Borges arriesgo razones: “Yo tengo el mejor recuerdo de Pedro Henríquez Ureña.... él era un hombre tímido y creo que muchos países fueron injustos con él. En España, claro lo consideraban, digamos un mero indiano; un mero centroamericano. Y aquí, en Buenos Aires, creo que no le perdonamos el ser dominicano, el ser, quizás mestizo; el ser ciertamente judío – el apellido Henríquez, bueno, como el mío, es judeo-portugués-. Y aquí él fue profesor adjunto de un señor, de cuyo nombre no quiero acordarme; que no sabía absolutamente nada de la materia, y Henríquez -que sabía machismo -  tuvo que ser su adjunto.  No pasa un día sin que yo lo recuerde...”   Sábato, que también declara el ascendente y magisterio sobre él  del eximio dominicano, evoca  en Antes del fin, “se me cierra la garganta al recordar la mañana en que vi entrar a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos (...) Aquel ser superior tratado con mezquindad y reticencia por sus colegas, con el típico resentimiento de los mediocres, al punto que jamás llegó a ser profesor titular de ninguna de las facultades de letras.” En el mismo sentido se manifiesta Ezequiel Martínez Estrada en su Evocación iconomástica estrictamente personal   al decir de “una frialdad que había encontrado en el ámbito docente que nunca se templó”. 

Aún así, Pedro Henríquez Ureña desplegó un papel decisivo en  vida académica  Argentina que comenzó el año de su desembarcó en Argentina en 1924. Primero en La Universidad  de la Plata  -junto al filosofo socialista Alejandro Korn, al erudito Raimundo Lida, al historiador José Luis Romero y el gran ensayista Ezequiel Martínez Estrada-,  un año después junto al eminente filólogo español Amado Alonso quien  invita a Ureña a trabajar en el Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras. Con Ureña y Alonso ingresan al país los estudios hispanoamericanistas, filológicos, estilísticos y lingüísticos, métodos que colocan al texto en el centro del análisis. También en 1925, obtiene una cátedra en el Instituto Nacional del Profesorado Joaquín V. González.  A través de su relación con Maria Rosa Oliver, Martínez Estrada, Eduardo Mallea y José Bianco y sus trabajos en  Sur –para muchos su colaboración de 1942 en la publicación de Victoria Ocampo dictamina y justifica, por primera vez, el rango único de la obra de Borges en la literatura argentina-  Ureña participa activamente en la construcción del universo cultural argentino de la década de 1930 y de 1940. 
   
Constitución, trenes.

Al arribar al puerto de Buenos Aires, en  1924, los Henríquez Ureña –su mujer Isabel Lombardo Toledano y su pequeña hija Natacha- encuentran alojamiento en una pensión de la calle Bernardo de Yrigoyen, a pocas cuadras de la estación de trenes de Constitución. En los años siguientes, Ureña concurrirá diariamente a la Estación Constitución para regresar a La Plata al término de sus clases en Buenos Aires.  En la misma estación, en el vagón, Ureña, súbitamente, se desplomaría para  morir.

Borges volverá –en un prologo y en un relato, y también en diversas entrevistas- sobre la secuencia fatal que comprende el radio de las quince cuadras que Ureña recorrió desde  la Editorial Losada –donde supervisaba la edición de una elección de clásicos- hasta la estación Constitución donde, sin agonía, moriría.  Pero, la atención de Borges  se detiene, y vuelve una y otra vez,  en un solo rasgo que domina la reconstrucción: la “muerte súbita”( la sudden death de Tomas de Quincy)

Max Ureña, hermano de Pedro y también riguroso hispanista, ofrece una atenta versión del deceso repentino: “Apresuradamente se encamino a la estación de ferrocarril que había de conducirlo a La Plata. Llegó al andén cuando el tren arrancaba y corrió para alcanzarlo. Logró subir al tren. Un compañero, el profesor Cortina, le hizo seña de que había a su lado un puesto vacío Cuando iba a ocuparlo se desplomó sobre el asiento. Inquieto Cortina al oír su respiración afanosa, lo sacudió preguntándole que le ocurría. Al no obtener respuesta dio la voz de alarma. Un profesor de medicina que iba en el tren lo examinó y, con gesto de impotencia, diagnosticó la muerte”      

Enfermedad y presentimiento

Frecuentando el epistolario de Ureña se descubre  una carta  enviada a su amigo, el gran crítico y filólogo mexicano Alfonso Reyes, que menciona su temor hacia la enfermedad –que no es especificada- que padece en el brazo izquierda. La misiva que lleva fecha del 16 de noviembre de 1924, contempla y adelanta tres alternativas la posibilidad de amputación, la posibilidad de falsa alarma y la posibilidad de morir algún día de muerte súbita. Más adelante proseguía bajo la oscura sugestión: “A Días Dufoo le ofrecía enviarle mi testamento: la intensa ocupación en que vivo no me ha dejado hacerlo, y he preferido decirle que liquide a toda costa mis intereses de México; porque la muerte repentina puede sobrevenir tanto en 1924 como dentro de cuarenta años, o no sobrevenir nunca”

El presagio

En un prologo de 1960 al volumen Obras Críticas de Henríquez Ureña, Borges ofrece una versión de la muerte de Ureña.  Se trata de un recuerdo personal, de un dialogo (que precedió cercanamente la súbita muerte) con el  ensayista dominicano  en “una esquina de la calle Santa Fe o Córdoba”. Comenzando el dialogo Borges, sin más,  habría hecho jugar el vaticinio:  “ yo había citado una página De Quincey en la que se escribe que el temor de una muerte súbita fue una invención o innovación de la fé cristiana” A su turno, Ureña contesta con otra figura de la muerte repentina repitiendo el terceto de la Epístola moral:

                        ¿Sin la templanza viste tu perfecta
                             alguna cosa? ¡Oh muerte, ven callada
                             como sueles venir en la saeta!

Borges prosigue “Después yo recordé al volver a mi casa, que morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises” Y finaliza “no se lo pude decir a Pedro, porque a los pocos días murió bruscamente en un tren, como si alguien –el Otro- hubiera estado aquella noche escuchándonos” 

La segunda versión de la muerte de Ureña, precisa un año –1946- y  se decide  por la calle Córdoba para el dialogo con Borges.... Ahora se trata del sueño de Ureña, uno sin imágenes, que le dice:

“Hará unas cuantas noches, en una esquina de la calle Córdoba, discutiste con Borges la invocación  del Anónimo Sevillano O muerte, ven callada como sueles venir en la saeta. (...) Lo que no sospecharon, lo que  no podían sospechar es que el dialogo era profético. Dentro de unas horas, te apresurarás por el último andén de Constitución, para dictar tu clase en la Universidad de La Plata. Pondrás la cartera y te acomodarás en tu asiento, junto a la ventanilla. Alguien, cuyo nombre no sé pero cuya cara estoy viendo, te dirigirá unas palabras. No le contestarás, porque estarás muerto. Ya te habrás despedido como siempre de tu mujer y de tus hijas. No recordarás este sueño porque tu olvido es necesario para que se cumplan los hechos”.
Borges vuelve, en  una entrevista de Osvaldo Ferrari en 1984, sobre aquel encuentro que sitúa, ya más exactamente,  en la esquina de Córdoba y Riobamba,    y al que le da una hora: la una de la mañana.   

Quizás tal fatiga de Borges en rememorar aquel ultimo encuentro expresa en el mismo movimiento, la fidelidad ética hacia el recuerdo de la muerte del amigo, y también una meditación ética acerca del morir “sin agonía”.      


Pablo Dreizik (Buenos Aires,1968). Licenciado en Filosofía.

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