(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

El derecho al milagro

 

Extraños tiempos los que corren. Europa se entrega paganamente a la guerra, según la opinión de quienes piensan que es pagana la guerra y cristiana la paz. Entre tanto, sobre los Estados Unidos soplan vientos de cristianismo arcaico.

Yendo de ciudad en ciudad, el Reverendo "Billy" Sunday, predicador evangelista y antiguo jugador de pelota, pretende iniciar el renacimiento de la fe. Inmensas multitudes se aglomeran para oírle—entre veinte y treinta mil le escucharon el domingo 3 en Filadelfia—, y sobre ellas des­carga el extraño predicador sus tempestades de palabras, gritos, saltos y gesticulaciones. Su lenguaje originalísimo asombra y divierte: es una mez­cla de metáforas bíblicas y expresiones populacheras, arrancadas al "slang" de la calle y del terreno de "base ball".

No por diversión rodean a Sunday las multitudes: este pueblo toma en serio su religión —sus religiones—, y no se avendría a convertirlas en asunto burlesco. Si los partidarios de la alta teología y del sermón clásico protestan, los oyentes del evangelista, en su mayoría, creen que esta pre­dicación producirá efectos benéficos sobre el país. Y Sunday, entre tanto, conversa con grandes financieros; celebra entrevistas con Bryan, habla con Taft, y hasta piensa visitar al presidente Wilson.

Pero otro suceso, no menos extraño, de origen religioso, acaba de ocurrir en Washington. Mientras Sunday desata sus iras contra la sociedad corrompida, contra la disipación mundana, contra la política deshonesta, contra la tiranía del alcohol, y pretende abrir las sendas de la nueva fe y la nueva virtud, el senador Works, de California, defiende en la Cámara Alta el derecho de los creyentes en la "Ciencia Cristiana" a ejercer la me­dicina.

Mr. Works es un senador estimado; anciano ya, carece de voz, pero su palabra es ingeniosa, su dialéctica es hábil, sus actitudes son reposadas. Durante dos sesiones habló contra el Servicio de Sanidad de los Estados Unidos, acusándolo porque patrocina exclusivamente un sistema médico (la "alopatía", es decir, la medicina oficial de todo el mundo civilizado) y hace la guerra a todos los demás. Entre "los demás" se cuenta, naturalmen­te, la homeopatía; pero el senador Works se ocupó en defender, no la ciencia de Hahnemann —que cura con remedios materiales, con drogas, aun­que mínimas—, sino la "Ciencia Cristiana", que cura espiritualmente. En rigor, piensa que debe concedérsele oficialmente el derecho de hacer mi­lagros.

Porque estas curaciones espirituales se llamaban, en los antiguos tiem­pos del cristianismo, milagros. Generalmente se estima que el milagro ha desaparecido de la vida moderna. Renán declaró que nunca los hubo, y que nadie los ha visto; porque el testimonio de la Edad Media no tiene, en el orden científico, más valor que el de los campesinos ignorantes de nuestro siglo. La psicología, por su parte, deshace multitud de milagros, explicándolos como efectos de sugestión. Pero he aquí cómo el milagro reaparece, tomando ahora el nombre de ciencia: la "Ciencia Cristiana", cuya fundación se debe a Mrs. Eddy, no es sino un método para hacer de la fe el recurso supremo en toda ocasión de la vida. La fe salva; la fe cura.

Los devotos de esta religión se equivocan: su doctrina no es una cien­cia; es una metafísica, una filosofía trascendental, con aspectos místicos que no carecen de interés. Y como filosofía es de las más audaces: llega a osa­días de negación que se acercan a las del budismo. Quien conoce la filo­sofía moderna sabe que una gran parte de los pensadores se detienen ante el problema del mundo exterior y no se atreven a afirmar nada sustancial y definitivo fuera de nuestras percepciones. Pero la percepción, en sí, es el dato indiscutible; y la sensación, como parte de la percepción, también. Los "científicos cristianos" no sólo niegan la materia, —nada de nuevo ten­dría,— no sólo desdeñan el mundo exterior, como apariencia, no sólo afir­man que todo es espíritu, "espíritu en la divinidad", sino que, implícita o explícitamente, niegan la sensación. La sensación no tiene valor alguno (¡manes de Locke y de Condillac!); es un engaño, es una ilusión. La sen­sación no existe; el dolor no existe; la enfermedad no existe. El alma, so­breponiéndose al engaño del dolor, venciéndole por la oración, destierra toda enfermedad. El mal no existe tampoco, porque es una negación: ya lo decía Epicteto.

La "Ciencia Cristiana" ha "curado" miles y miles de personas. ¿A qué dudarlo? Si todos pudiéramos creer que el dolor no existe. . .

7 de enero de 1915.

E. P. Garduño.


Publicado en el Heraldo de Cuba, 13 de enero de 1915.

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