(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

RECEPCIÓN CRÍTICA: PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA Y EL ENSAYO[1]

Medardo Vitier

 

 

Hace unos veinticinco años (¿nada más?) que don Pedro es el hispanista de más reputación en nuestra América. Hoy se le ve, además, como el profesor de más autoridad en eso que ya podría llamarse filología hispanoamericana.

Muy joven —desde los días de Horas de estudio[2]era singular su erudición literaria y, en general, humanística, a la vez que se hacía atender por su capacidad crítica. La prosa didáctica no ha tenido por acá un representante superior ni tan cabal, con las posibles excepciones de D. Rufino José Cuervo y D. Antonio Gómez Restrepo.

A más de trabajos de pura didáctica —pocos en realidad, dentro de su producción, que no es copiosa—, tiene un conjunto de escritos sueltos, verdaderos ensayos críticos, muy breves algunos de ellos.

Henríquez Ureña es escritor que hay que releer, a virtud de su densidad. Se ha propuesto y ha logrado una concisión muy suya. Esto en cuanto a la economía verbal de la cláusula. Por lo demás, reduce al mínimo a veces la extensión de sus escritos, hasta darles fisonomía de meras notas, como en las páginas que titula «España en la cultura moderna».[3]Pero eso sí, son notas densas, indicadoras de una gran familiaridad con el asunto. Necesita uno releerlas. Al menos es mi experiencia.

Fuera de La versificación irregular en la poesía castellana, libro de riguroso plan, cabalmente desenvuelto, y de algún otro estudio, como el que dedica a la cultura colonial de Santo Domingo, su labor consiste en ensayos, artículos, conferencias, en que a menudo discernimos las líneas esquemáticas de la monografía no realizada. Ha preferido ese modo de producir.

No sé de nadie en Hispanoamérica que sirva como él de orientador, tanto en las direcciones de la cultura europea como en la hechura intelectual de nuestras repúblicas. He leído toda su obra; he releído buena parte de ella; lo he oído en conferencias y en conversación. Siempre me ha dejado esa impresión de plenitud que nos producen el saber extenso y acrisolado, la probidad intelectual, la maestría del estilo.

Empezó por libros de trabajos sueltos con los Ensayos críticos (1905) y Horas de estudio (1910). Sus temas son casi siempre de literatura española (erudición y crítica), de enseñanza, de versificación, de cultura hispanoamericana (lecciones recientes en Harvard), de lexicografía, sin que falte algún artículo filosófico, según puede verse en el segundo de los libros mencionados en este párrafo.

Después de La versificación irregular... (1920), que es, como ya apuntamos, su libro orgánico, casi todo lo suyo ha vuelto al cauce de la composición breve, aislada. Bien lo testifican En la orilla. Mi España (1922), Seis ensayos... (1927), Plenitud de España (1940).

El lector atento percibe, no obstante esa aparente dispersión, la clara unidad interna de la obra de Pedro Henríquez Ureña. Erudición segura; criterios que el examen directo de las obras ha ido madurando; honda comprensión de la cultura hispánica; finura de distinciones y matices, como en el caso de su tesis sobre Alarcón, que va incorporándose a la didáctica de los textos escolares; método riguroso de investigador; técnica filológica que completó en España, al calor del fecundo trabajo de D. Ramón Menéndez Pidal y sus discípulos; prosa clara, sobria, elegante. Además, no mero conocimiento de varias literaturas europeas —que ya es mucho-sino de las direcciones capitales de la cultura, lo cual es otra cosa: contenidos esenciales de la Antigüedad, formas de la convivencia y del arte en la Edad Media, función renacentista, cartesianismo, enciclopedismo, corrientes estéticas del siglo XIX... De ahí que eche de menos el aprendizaje fuerte y denuncie la superficialidad en la formación de no pocos escritores hispanoamericanos.

Es un maestro. La erudición no se le acumula en noticias abrumadoras, sino que informa, y al punto se trasmuta en lección. Saber copioso, sí, pero enseguida esa sedimentación fina que deja atrás los datos y se incorpora a la mente. Y mesura, como genio guiador. Sus aseveraciones llegan cargadas de sentido. Le han costado estudio, tiempo. Parecen textos sagrados que debemos meditar. Las palabras alcanzan valor de números en su prosa. Sentimos la autoridad del mensaje que fluye sereno, aclarador. Nos sometemos al suave imperio de las ideas.

Ha titulado ensayos algunos de sus escritos. Es ensayista; pero en esto hay que hacer distingos. Se trata aquí de un ensayo muy inclinado a la didáctica. Cierto que los suyos limitan los temas a poetas, humanistas, problemas de cultura... Eso ya justifica, en mucho, el aire didáctico del ensayo. Sin embargo, advierte uno leyéndolo que el autor se mueve con más desembarazo cuando expone para enseñar, esto es, cuando la composición en prosa se ciñe a contenidos objetivos.

En efecto, es escaso el ingrediente de subjetividad en los ensayos de Henríquez Ureña. Este género de prosa —bien se sabe— rinde sus mejores esencias en esfera de cierta libertad, cuando el asunto se deja penetrar por el aliento del escritor, y la rigidez de los criterios establecidos cede el sitio a una ideación personal donde sin mengua del rigor lógico luzca, a intervalos, el resplandor de la intuición. Ésta no le falta al eminente dominicano, en algunos casos, según he de concretar más adelante; pero su mesura, sus hábitos de estudioso, la disciplina que gobierna toda su obra, parecen sustraerlo, como norma, a las aventuras del pensamiento.

Hay un poco de aventura en los ensayistas de raza: Montaigne, Carlyle, Una-muno. La personalidad es en ellos tan invasora que tiñen de elementos individualísimos los asuntos y se arriesgan en aserciones de validez discutible. Por eso, porque el ensayo es género de discusión en que se sugiere mucho y las más de las veces quedan abiertos los problemas. Por ahí reduce Henríquez Ureña su entrega al ensayo. No se le abandona. Parecen dos fuerzas: un tipo de prosa, que quisiera seducirlo, y él, reacio a las ondulaciones, a las audacias... El ensayo, enamorado de la lengua purísima del escritor, y éste, cauteloso, en la frontera, haciendo de cuando en cuando breves incursiones, sin llegar al centro del predio.

Puede ser que, después de todo, esa abstención no se origine en la severa disciplina que temprano formó a nuestro hombre, sino en su temperamento. No tiende a revelarse Henríquez Ureña. Mejor dicho: apenas le interesa revelar otra cosa que sus elaboraciones de estudioso. De lo intelectual íntimo, casi nada. De lo emocional íntimo, menos aún. El yo profundo se reserva, salvo tal o cual hilillo aventurero que denuncia las dudas del guiador. Léase, por ejemplo, el pasaje titulado “Futuro”. Son dos páginas (34-35) de Seis ensayos...

El genuino ensayista vierte mucho de su intimidad sin proponérselo. Pero he señalado dos intimidades: la intelectual y la emocional, aunque la Psicología no separa hoy estas zonas con las ingenuas casillas de antaño.

En punto a ideas (digamos más bien creencias filosóficas y estéticas) no me parece que el autor de Seis ensayos... declare por lo general todo su pensamiento. En las páginas que acabo de citar y en otras —no muchas— encuentra el lector indicios de una como infraestructura anímica, lugar de dudas sagradas. ¿Las reprime el autor? ¿Rehuye comunicarlas plenamente? Yo no lo sé... Lo conjeturo. Estamos como hechos de estratos. A José Vasconcelos se le ve, en muchas páginas, el estrato primario, el biológico. Nos invita a que sintamos entero al hombre. Ese fondo vivo no hace el gasto en los escritos de Don Pedro. Todo ello es índole, modo que prefieren las almas.

En cuanto a emociones, ya observé que los asuntos escogidos por este ensayista no se las despiertan. Ni cierta desazón que el mundo nos va dejando, ni cuitas de raíz personal que nos tiñen por dentro, afloran en los escritos de Henríquez Ureña. Adoctrinan con ademán tranquilo. No hay temblor de ondas ni de luces. Por momentos, nos parecen sus párrafos cimas en que la nieve lejana emite reflejos azules. ¿Se hubiera sentido bien entre los griegos anteriores a Sócrates, esto es, cuando apenas el espíritu crítico desintegraba la homogeneidad helénica? Lo he pensado por momentos, pero no debemos atribuirle ese tipo de mentalidad. No lo distingue un individualismo insurgente. Su función no es la de un desintegrador de valores reinantes; sinembargo, es un espíritu muy bien dotado para el pensamiento crítico. La serena independencia mental de Erasmo y a la vez la abstención del humanista que rehuyó todas las banderías turbulentas de su tiempo, lo hubieran atraído por natural concordancia. De las tres formas de alto magisterio que han existido en la América española: la humanística, de Cuervo y de Bello; la política, de Bolívar, Alberdi y Sarmiento; la eticista, de Hostos, escoge la primera para sus enseñanzas, sin el cauce exclusivo de la especialidad en que se movió el ilustre hijo de Colombia, sin el servicio enciclopédico que atendió el gran venezolano, luz de Chile desde 1829 hasta su muerte.

Volviendo a lo del ensayo, se me podría objetar que los de Henríquez Ureña son críticos y nada más. Claro que existe el ensayo crítico. Baste recordar el de Lord Macaulay sobre Milton o cualquiera de los de Hazlitt sobre literatura inglesa. Pero todavía dentro de ese marco, que ya reduce un tanto la movilidad de las ideas y obliga a cierta severidad de examen, el ensayo ofrece al escritor posibilidades para penetrar con señorío personal en los temas y para ciertas lumbres del estilo. Utiliza esas posibilidades Sanín Cano, que, distinguidísimo escritor y todo, no ha acendrado la envidiable cultura del autor de Plenitud de España.

Es inútil insistir. Los escritos de Henríquez Ureña indican su constitución mental; reflejan al hombre contenido a quien obedecen todas sus potencias, en bello equilibrio, uno de los dones del espíritu clásico. Por eso compone pulcramente, sabiamente. Por eso llega a la difícil sencillez. Y comprendemos que la didáctica tenga, en instantes decisivos, más derechos que el ensayo a reclamar para sí las calidades de ese estilo. Ni hemos de lamentar que no tenga el ensayo tantas razones para atribuírselo. Los dos modos de prosa se ilustran con los libros que he mencionado. Si el autor es enteramente fiel a sus devociones didácticas, escribirá: “Calderón no tuvo en vida fama inmensa como la que había alcanzado Lope de Vega, pero sustituyó gradualmente a su predecesor en las preferencias del público en España y de la América española y acabó por asumir, con Cervantes, la representación de la literatura de los siglos de oro. Lope, después de su muerte, se eclipsa. Calderón ha modificado las técnicas del teatro español, haciendo rígida la estructura, compleja la intriga, culterano el lenguaje; la comedia de Lope, suelta y fácil, se queda atrás, fuera de la moda. Los autores jóvenes adoptan, como siempre, la forma nueva. Además, Calderón es estrictamente la última gran figura de la gran época. Atravesará el siglo XVIII con éxito constante en los teatros, a pesar de las minorías que se empeñan en adaptar a España el clasicismo académico que irradia desde la omnipotente Francia, y al anunciarse la revolución romántica, Alemania lo proclama, junto con Shakespeare, maestro de la nueva poesía dramática. Su prestigio duró todo el siglo XIX, y sólo comenzó a descender cuando, a impulso de nuevas devociones, se exalta otra vez a Lope. Es de esperar —ya no falta quien lo augure— el próximo resurgimiento de Calderón, a favor de la novísima boga del estilo barroco.”[4]

Este párrafo es de apretada síntesis. Al enterado le recuerda al punto las notas esenciales de la dramaturgia calderoniana y las vicisitudes del prestigio de Calderón. Al que se inicia, le sirve de guía, pues siglo por siglo, movimiento por movimiento, todo Calderón está indicado en ese trozo, con la sola excepción de la índole de sus concepciones dramáticas.

Y si Henríquez Lreña pone un tantico de tensión alada en su estilo, nos dirá: “Sevilla, reina de las ciudades españolas. ¡Perdón, esclavos de la Toledomanía! La antología de Sevilla, si se quiere, puede prescindir de las representaciones usuales o pudiera reducirlas a meros signos de recordación: el Guadalquivir, la Giralda, el flamenquismo pintoresco... Pero deberá revelar la unidad de carácter que enlaza edificios de épocas y estilos muy diversos: cómo el alcázar mudéjar de D. Pedro y la Casa de Pilatos se unen con los palacios del Renacimiento y las residencias del siglo XVIII; y cómo concuerdan ellos, en líneas y en colores, con la poesía de Rioja y con la de Herrera; y cómo el acento sentimental de esos poetas renace en Bécquer; y cómo la rima, hecha de pasión y suspiro, se une con la canción popular, la de hoy y la de ayer; y cómo son una, en las canciones, letra y música; y cómo la música popular de ahora es hermana de los tiernos cantares religiosos del siglo XVI; y cómo el espíritu que preside a la deliciosa música de Guerrero es el que crea la imagen de la Virgen en la pintura. María Santísima, la madona sevillana, está ya en plenitud en los lienzos de Alejo Fernández, uno de esos artistas —como Crivelli, como Gentile da Frabiano, como Fra Angélico, como Benozzo— para quienes el mundo es a veces de oro: cuentos de hadas o paraíso de Dante; y la madona reencarna en los cuadros de Juan de Roelas, invadido de estrellas el manto azul, y en los de Pacheco, donde se muestra juntamente hierática y delicada; y así llega a Murillo, pintor a quien su ciudad explica y regenera: no en las concepciones pueriles que ruedan por el mundo, sino en la Concepción de Sevilla, fuerte y ágil, que vuela poderosamente entre grandes nubes y aire vivo, afirmando la planta sobre el orbe de su gloria. Y si queréis saber cómo la vida de ahora es hija de la de antaño, acudid al testimonio de los visitantes castellanos: a Cervantes, en las Novelas ejemplares, y a Lope, en sus comedias de Sevilla: La estrella, La niña de plata y sobre todo el maravilloso primer acto de Lo cierto por lo dudoso, lleno de música fina y de luces de oro y violeta.”[5]

Reléanse estos dos fragmentos. El segundo es hacia el final más ondulante y férvido; pero uno y otro revelan el procedimiento del autor en cuanto a nexos y visión de la unidad. Como que conoce la hechura íntima de la cultura española, nos muestra en una página las relaciones, las persistencias, los matices. De la literatura va pronto a las demás artes cuya solidaridad él ha visto. De una época a otras, para rastrear la continuidad de un mismo espíritu. Así sería fácil hallar otras páginas suyas sin mucha pesquisa. No se limita a los hechos sino que examina las relaciones, sin lo cual no hay ciencia de nada. La idea es siempre precisa, clara; la economía verbal, justa. Por todo eso enseña, positivamente.

A veces condensa sus conclusiones más abarcaduras en dos páginas. No tiene más el apunte sobre Cervantes.[6] Claro que podría componer un jugoso libro con ese tema. Invito a que se lea (o relea) dicha nota. No sólo refleja los últimos esclarecimientos de la crítica europea sobre el Quijote, sino que dice bien hasta qué hondura se compenetró nuestro hombre con las esencias humanas de la famosa novela. Ahí quedan esos cuatro párrafos —cuatro— para una antología de juicios en torno a Cervantes. No tengo noticia de que se haya hecho.

Vista la obra de Henríquez Ureña en conjunto, lo que más impresiona es su densidad. Lo mismo en libros orgánicos como La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo, que en ensayos de literatura, o en meros apuntes como el de Cervantes en que acabo de fijarme, siempre vierte cuantioso saber. Adivinamos la reserva oculta. Pero la claridad no disminuye con la densidad en estos trabajos. Hay que releerlos, eso sí. Algunos me han parecido de inconveniente brevedad para el cuerpo de ideas que se les confía. Sirva de ejemplo el estudio sobre Lope de Vega.[7] El asunto resulta excesivo en un marco tan pequeño. Páginas tan densas las hallamos en Menéndez y Pelayo; pero si se suceden de continuo, abruman por copiosas. Me refiero a la lectura, que tiene sus condiciones, así para el bienestar mental como para el provecho.

No ha sido muy fecundo Henríquez Ureña. Pero si consideramos el caudal de erudición y doctrina que encierran sus libros, notamos una fecundidad de esencias. Lo contrario de Don Marcelino Menéndez y Pelayo, cuyo asombroso saber necesitaba difundirse en volúmenes gruesos. Y aun así, es autor denso. Pero Don Marcelino escribe en estilo de períodos un tanto oratorios. Esa marcha, esa rotundidad, no son notas del escritor dominicano. Si lo fueran, ya tendríamos que destinar a sus obras considerable hueco en los plúteos de nuestros estantes.

No tiende a la sintaxis periódica su estilo. Alterna las cláusulas cortas con las de mediana extensión. Rehuye el lujo verbal. No hace concesiones sino alguna que otra vez a devaneos de la imaginación. Una austeridad intelectual gobierna su prosa perfecta. Los cultivadores del estilo «florido» (¡cuan lamentables el hecho en sí y la denominación!) podrían quizá curarse con las aguas del de Don Pedro, de veras medicinales a ese respecto. Se le parecen —aunque con otros rasgos— Federico de Onís, Diez Cañedo, Alfonso Reyes.

Nótese la firmeza de líneas de este párrafo. Nada tiene que impresione. Sin embargo, cuando llegué a él, lo releí, y no por el asunto sino por la forma. «Santo Domingo, cuna de América, único país del Nuevo Mundo habitado por españoles durante los quince años inmediatos al Descubrimiento, es el primero en la implantación de la cultura europea. Fue el primero que tuvo conventos y escuelas (¿1502?); el primero que tuvo Real Audiencia (1511); el primero a que se concedió derecho a erigir universidades (1538 y 1540). No fue el primero que tuvo imprenta: México (1535) y el Perú (1584) se le adelantaron. Se ignora cuándo apareció la tipografía en la isla: la versión usual, sin confirmación de documentos, la coloca a principios del siglo XVII, pero sólo se conocen impresos del XVIII.[8]

Es muy típico suyo este modo de escribir. Es el más constante, si bien, claro está, los asuntos determinan en mucho el tono personal y las formas del lenguaje.

Deténgase el lector en los contornos de este otro párrafo. Parece esculpido. “Era la ciudad, de noble arquitectura, de calles bien trazadas. Tuvo conatos de corte bajo el gobierno de Diego Colón, el virrey almirante (1509-1523), a quien acompañaba su mujer Doña María de Toledo, emparentada con la familia real. Allí se avecindaron representantes de poderosas familias castellanas, con “blasones de Mendozas, Manriques y Guzmanes”. En 1520, Alessandro Geraldini, el obispo humanista, se asombra del lujo y la cultura en la población escasa. Con el tiempo, todo se redujo, todo se empobreció; hasta las instituciones de cultura padecieron; pero la tradición persistió.”

Así nos ha acostumbrado a una prosa de netos perfiles, sin grasa. Resistirá mejor que la de Rodó los cambios del gusto aunque no la anima el aliento de escritor que había en el ensayista uruguayo.

Ésto último nos conduce a otra observación. La fuerza comunicativa de Henríquez Ureña es puramente intelectual. La comunicación del hombre no predomina en sus escritos. De igual modo se produce en conferencias públicas y en la conversación. El pathos efusivo nunca es nota que lo distinga. En menor escala, cierto calor comunicativo, tampoco. Lo fía todo a las ideas, a los asuntos en su limpia objetividad. No necesita la alianza del entusiasmo. Si fuera teólogo, su visión de Dios comprendería mucho más la omnisciencia que el amor. En una apología del Cristianismo, se fijaría preferentemente en las incitaciones que esta religión ha efectuado en el intelecto. Lo que él toca, abre dócil los senos de la verdad para revelarse, tanto en materias donde sólo ha de exponer lo ya conocido, como en aquéllas en que casi todo lo hace el juicio propio. De lo primero es ejemplo el ensayo sobre Lope de Vega,[9] si bien hay allí no escasa contribución personal. De lo segundo, el titulado «”Orientaciones” en el libro Seis ensayos...

Su lección debe aprovecharse en Hispanoamérica. Está, por supuesto, en todo cuanto ha enseñado: en sus estudios de figuras españolas y nuestras, y en sus ideas sobre la cultura hispanoamericana. Pero luce su más útil contenido en el método que adopta el maestro. Siempre acude a fuentes, consulta autoridades, vigila la aparición del último libro de importancia. No trata lo que no conoce directamente. Respeta las contribuciones valiosas, las utiliza, las cita. No abulta hechos ni teorías. Acrecienta su saber. La imparcialidad no lo abandona en ningún caso. Aplica, en trabajos de erudición, la técnica filológica, como hombre formado en aquel círculo de investigadores que guió Don Ramón Menéndez Pidal. No trabaja bajo el signo del “poco más o menos”, sino con rigor de especialista.

Todo eso constituye norma en Europa; pero en la América española son pocos los que se ciñen a ella. De ahí que tan seria lección de disciplina deba aprenderse de una vez. En más de una ocasión se ha hablado en nuestros países de “torcerle el cuello” a algo: al cisne lírico, a la pseudo elocuencia... Don Pedro se lo ha retorcido al aprendizaje superficial, a la mala retórica, a la chabacanería, a la verbosidad, al efectismo... El, a lo menos, se libró de esa plaga desde sus primeros trabajos. Pero convencido de que a veces no basta dar el ejemplo, sino que es necesario denunciar el vicio y afearlo, escribe en Seis ensayos...: “En América volvemos a tropezar con la ignorancia; si abunda la palabrería es porque escasea la cultura, la disciplina, y no por exuberancia nuestra.”

El estudio sobre el Maestro Hernán Pérez de Oliva, que aparece en más de uno de sus libros, lo escribió Henríquez Ureña en 1910. Sirve de ejemplo para su procedimiento en cosas de historia literaria. Hacia esa fecha aparece Horas de estudio. En 1905 había publicado sus Ensayos críticos... en La Habana. La orientación crítica, los lineamientos del estilo y la solidez de la cultura (los tres factores que interesan en él) ya se disciernen en esos trabajos. El tercero de esos elementos, claro está, ha ganado mucho hasta hoy. En cuanto al estilo, se percibe con poco esfuerzo, en algunas páginas,[10] en grado de tensión, un soplo animado que pronto amortigua sus rumores para dejar sitio a modos más austeros. Nunca fue tendencia a lo brillante, sino frescura de savia nueva. Por lo demás, las líneas de su elocución no han cambiado.

Las cuarenta páginas sobre el verso endecasílabo, que aparecen en Horas de estudio, testifican ya cuáles eran las bases de su saber literario. Esa preparación, a los veinticinco años (más o menos) es rara en América.

Una parte de aquel libro se destina a “Cuestiones filosóficas”. Son cuatro artículos sobre Comte, el positivismo independiente, Nietzsche, Hostos, no muy breves dentro de lo habitual del autor en punto a extensión. Demuestran extensa cultura filosófica, ideas muy claras en cuestiones intrincadas. No encuentro en libros posteriores ese interés. Sí creo que ha seguido al tanto de los movimientos en Filosofía, pero no ha vuelto a tratar sus temas, que yo sepa.

Por aquellos años había estudiado a Walter Pater, dedicación que colora el artículo titulado «El espíritu platónico» del referido libro. Tiene fecha de 1907.

¿Estudió Filosofía[11] con verdadera vocación en compañía de Antonio Caso? ¿Se enteró de su historia sólo como factor de cultura? No lo sé de manera resuelta. Es punto que deberá esclarecer quien escriba mañana la Vida o estudie la obra de este dominicano.

Los poetas líricos le han interesado notoriamente. Su finura crítica les ve los rasgos recónditos. Sus tres páginas sobre Moreno Villa y el artículo, más extenso (pero siempre en signo de brevedad) sobre Juan Ramón Jiménez, nos declaran esa predilección. Este “andaluz universal”, hoy muy estudiado, no lo había sido tanto en 1918, año de ese artículo.[12] Por otra parte, se trata de un poeta de difíciles asideros para la crítica. Lo enjuicia tan certeramente que esas páginas no requieren rectificación, no obstante la obra posterior del poeta.

Como siempre, lo particular de un caso le eleva el tema a lo universal, o a lo menos, a características regionales. Contrapone las dos Andalucías: la pintoresca, de patio, reja, mantilla y guitarra, y la recóndita, esencial. Y dice: “La Andalucía recóndita tiene también su tradición, digna de gloria única. Suyos son el acento sentimental de Fernando de Herrera en sus elegías y sus sonetos delicados; el patético amor a las flores, en Rioja; el don de finos matices, en Pedro Espinosa; en parte, la penetrante música de Góngora en sus romances y villancicos. Suyo es Bécquer. Suyas son, hoy, las mejores inspiraciones de Manuel Machado. Suyo es Jiménez, por la sensibilidad aguda, fina y ardiente, para las cosas exteriores, tanto como para las cosas del espíritu. Los ricos colores del Mediterráneo, el cielo esplendoroso, los puertos, las fuentes, la herencia del lujo morisco y de las elegancias renacentistas, todo eso lo imaginamos como ambiente donde se educan los sentidos del poeta. Y el melódico deliquio, la melancolía y la pasión de los cantares del sur (“la música triste que viene en el aire”), fluyeron gota a gota en su espíritu.”

En apuntes brevísimos consigna observaciones sobre pintores españoles e italianos. Repare el lector en esas páginas de Mi España. Dicen, sin más, la cultura de Henríquez Ureña en cosas de arte. De los tipos de arquitectura española y de otras manifestaciones artísticas trata en el (¿ensayo o esbozo de monografía?) que titula «Cultura española de la Edad Media».[13] Y de los estilos arquitectónicos coloniales en la América hispana dijo lo esencial en conferencias recientes. De modo que cuando estudia la hechura general de Hispanoamérica, lo examina todo: ideas del mundo y la vida con que vinieron acá los europeos a fines del siglo XV y principios del XVI; culturas aborígenes; leyes de Indias; formas de civilización implantadas en el Nuevo Mundo; arquitectura civil, arquitectura religiosa, imaginería, modificaciones, por acá, de algún estilo, como el barroco... Culmina su enseñanza en lo que ya se podría llamar filología hispanoamericana.

Los conocidos libros de Azorín en que intentó cierta revisión de valores literarios motivaron muy sustantivas páginas de Henríquez Ureña. En ella atiende los reparos del crítico español a la labor y al estilo de Don Marcelino Menéndez y Pelayo. Puede decirse que los juicios contenidos en esas páginas son fallos definitivos: tal es su visión de lo esencial y su imparcialidad. Yo mostraría dichos apuntes (están fechados en La Habana, 1914) como indicación del equilibrio y la lucidez del autor. No pretenden gran cosa. Son meras notas en torno a los puntos que trató Azorín en Los valores literarios.

Atenúa la aserción de que es oratorio el estilo de Don Marcelino; puntualiza hasta qué punto el gran polígrafo es académico; define la erudición como el “conocimiento exacto de las obras y de la historia literaria» y ve en ella «el instrumento previo de la crítica”. Distingue dos períodos en la producción de Menéndez y Pelayo: el de La ciencia española, Horacio en España y Los heterodoxos, en que el autor es polemista, paga tributo a la forma oratoria y se ciñe a veces al gusto académico; y de la Historia de las ideas estéticas, la Antología, los Orígenes de la novela, obras donde está “el guía más seguro para las letras españolas”. Subraya, en fin, la amplitud de criterio de Don Marcelino, a pesar de tal o cual limitación.

Las notas terminan con dos páginas: “Azorín renovador”, donde le hace justicia en lo que positivamente trae a la crítica de su tiempo. “Reconózcase ahora —dice— que Azorín trae un sentido nuevo al entendimiento de las letras españolas. No es lo que vulgarmente se llama impresionismo. No es escéptico, sino afirmativo. Es una especie de individualismo, enemigo de formas acumuladas, abstracciones que tienden a quedarse vacías por el uso; se dirige a la obra sin prejuicios, y en lo posible sin preconceptos, y la estudia como cosa individual y concreta, libremente, interpretándola por las enseñanzas que ofrezca en experiencia humana y en recursos literarios. La historia misma la contempla de modo personal.” Tal es, en efecto, sin más, el procedimiento crítico de ese fino representante de la generación del novecientos en España.

Así podríamos fijarnos en otros escritos sueltos, como los que reúne bajo el título de “Apuntaciones marginales» en su libro Plenitud de España. Pero no es necesario.

La versificación irregular en la poesía castellana (Madrid, 1920) apareció como el cuarto libro en la serie publicada por la Revista de Filología española. De modo que nace en el ambiente del Centro de Estudios Históricos. Y lo prologa Menéndez Pidal, cuya sobriedad no le impide en este caso subrayar la excelencia de la obra, donde el autor «ha organizado por primera vez una vasta materia”.

Es un trabajo macizo. Se compone de una Introducción y cinco capítulos. Además, “Adiciones y correcciones, índice alfabético”.

Los capítulos son muy extensos: el libro tiene 338 páginas.

Es copioso el material que maneja, así en fuentes corno en trabajos de historia literaria y de crítica en varias lenguas. Desenvuelve el asunto en un orden riguroso. La forma es modelo de prosa didáctica. ¿Quién la escribe de tanta calidad en España? Menéndez Pidal, desde luego, aunque el ritmo de la de Henríquez Ureña es más igual. En la América hispana, Varona (no en toda su obra), Nicolás Heredia en La sensibilidad en la poesía castellana, D. Rufino José Cuervo en sus Apuntaciones, Gómez Restrepo... ¿Quién más? No es que el estilo de éstos tenga siempre semejanza con el de Henríquez Ureña. Lo que indico es la calidad de ese tipo de prosa.

La fragmentación de su obra está compensada con la concepción, el plan, el método, el orgánico desarrollo de ese libro. De una vez redimió la pertinaz tendencia suya al escrito breve, suelto, como de profesor que sabe mucho, que ha trabajado mucho en la cátedra, y que se siente perezoso o prefiere (¡cuántas veces ocurre esto!) leer a escribir.

Exposición de teorías sobre el verso, detalles de técnica, manejo de cancioneros, cotejo de versiones, peculiaridades rítmicas de las varias regiones peninsulares, estudio de las estrofas, de la paremiología... y en ninguna página la acumulación de noticias perturba la claridad ni sofoca la doctrina. La erudición está allí al servicio de las ideas, que fluyen precisas.

¿Una muestra, un párrafo? Apenas vale escoger. Estamos ante un escritor que tiene entre sus caracteres esenciales la igualdad. En Menéndez Pidal, por ejemplo, aunque su prosa puede discernirla bien dondequiera quien lo haya ya leído bastante, hay páginas de tono fervoroso (no frecuentes) o de singular llaneza. Menéndez y Pelayo es más igual. Henríquez Ureña lo es por excelencia, sobre todo en el libro que nos ocupa. Por cualquier parte podemos abrirlo y encontraremos párrafos de líneas severas como éste: “Del Arcipreste al Cancionero de Baena, el tránsito es fácil. Los poetas del período de los cancioneros castellanos (1400 a 1550) conocen y emplean diversas formas de estancia, tanto en el arte mayor como en el arte menor o común; pero el número de ellas se limita pronto, y nunca llega a igualar la riqueza de la fuente originaria, la galaicoportuguesa. En la primera mitad del siglo XVI, el empobrecimiento de la poesía cortesana en Castilla estimuló la adopción de los metros italianos.[14]

La parte titulada “Orientaciones” del libro Seis ensayos... tiene particular interés para los estudiosos de la cultura hispanoamericana. Aparece fechada en Buenos Aires. Son escritos de 1925 y 1926. Pretenden, en efecto, orientar en la confusión creada en torno a la posibilidad de literaturas nacionales por acá, que sean expresión de lo propio.

A más de la profundidad con que trata a veces las cuestiones, hay en Henríquez Ureña un factor de buen juicio, a virtud del cual plantea los problemas y les da solución —cuando es posible— de tal modo que asentimos. Creo que pocos consiguen como él la adhesión del juicio ajeno.

La América española busca su expresión en literatura, en artes, en filosofía... Con respecto a temas, este orientador señala el paisaje, el indio, el criollo, los matices de lo humano, asuntos que ya han formado programas de americanismo.

No lleva al ensayo —como Mariátegui, como Vasconcelos— la viva discusión del indigenismo. Pero declara en dos líneas la raíz del mal: “La falta de simpatía humana nos ha estorbado para acercarnos al superviviente de hoy.” Se ha referido antes a las civilizaciones americanas desaparecidas.

Examina las fórmulas del americanismo literario. “No hay país —escribe— donde la existencia criolla no inspire cuadros de color peculiar.”

Propugna la lección europea. “Todo aislamiento es ilusorio.” Recuerda que los grandes guiadores nuestros trabajaron con disciplina europea. Se refiere al caso de D. Andrés Bello. Cree que hay parte de razón en los criollistas y parte en los europeizantes. Las sanas influencias europeas no estorban nuestra originalidad, pues “aquella comunidad tradicional afecta sólo a las formas de la cultura, mientras que el carácter original de los pueblos viene de su fondo espiritual, de su energía nativa”. Aquí se manifiesta lo central del pensamiento de Henríquez Ureña sobre el americanismo literario.

No sólo de España recibimos la herencia: “Pertenecemos a la Romanía, la familia románica que constituye todavía una comunidad, una unidad de cultura...” Hasta ese término extiende nuestros nexos para tranquilizar al americanismo exclusivista. La juventud debe leer y meditar esas páginas. He dicho meditar. Sí, porque el lector atento advierte que el autor las escribió después de años de reflexión sobre los destinos de la cultura en nuestra América. No se detiene en las ideas. Le basta decir lo que aclara y orienta. Cualquiera que relea dicho trabajo descubrirá en la nueva lectura contenidos que no vio en la primera. Hablo al menos de mi experiencia. Por lo sucinto y denso, es un breviario del americanismo en punto a letras. A él tendremos que referirnos por largo tiempo.

Si nos fijamos en los apuntes y estudios de todos sus libros, resaltan los temas hispánicos. A ellos vuelve frecuentemente. La versificación, Rioja, Alarcón, Tirso, Lope, Góngora, Calderón, La Celestina, algún clásico menor como Carrillo y Soto-mayor, Hernán Pérez de Oliva, la cultura española medieval, Juan Ramón Jiménez, Azorín... Y pintura y matemáticas y ciudades peninsulares. Es un hispanista. Le bastan algunas notas en torno a un clásico para profundizar en la economía ideológica y estética de la época áurea, esto es, en la más interna hispanidad. Así las páginas sobre Carrillo y Sotomayor. Las que dedica a Lope, más externas, forman uno de sus mejores estudios.

Y temas hispanoamericanos. Nadie conoce como él la formación intelectual de la América española. Nadie tampoco ha escrito páginas tan orientadoras respecto a la literatura de estos pueblos llenos de gérmenes.

Recientes libros sobre lexicografía y gramática indican su autoridad en estas materias. Es lástima que no se haya decidido aún a componer un manual de ciencia del lenguaje. Excelente anticipación nos ofrece en un folleto cuyo contenido podría ser un capítulo de esa obra. Distingue allí los conceptos de lingüística y filología,[15] entre otros puntos. Esta es disciplina no atendida en español. Quien no lea dos o tres lenguas modernas, a más de la nuestra, poco granjea en el estudio científico del lenguaje, si bien ya hoy disponemos de obras como la Lingüística romance, de Meyer Lubke, que ha traducido Américo Castro con su maestría en estas cosas.

Pero dejemos al profesor dominicano que nos dé lo que quiera en lo futuro. Su obra es hasta hoy la más sólida en Hispanoamérica dentro de su línea. Obra de doble enseñanza: la directa, concreta, de sus temas, y la indirecta de su metodología. Para hallarle semejante hay que ir hasta los años en que, Relio primero, Cuervo después, adoctrinaron entre nosotros. Me refiero a la seriedad de la formación europea. En cuanto a disciplinas, ya sabemos que el humanismo de los tres va por diferentes cauces. Si a otros aspectos se atiende, la prosa de Relio queda a inferior nivel de la de Henríquez Ureña; la de Cuervo no, aunque todavía pesa sobre ella no sé qué señal de laboriosidad.

Bien haya la Ciudad Primada de las Indias por el linaje de los Henríquez y los Ureñas. Lleva Pedro los dos apellidos. Repite el caso de Rubén Darío, pues, en efecto, nace en Nicaragua, pequeña república del centro, el poeta más grande de la América hispana; y es hijo de la República Dominicana, otro país menor, el más ilustre de nuestros humanistas contemporáneos.



[1] In: Del ensayo americano, México, Fondo de Cultura Económica, 1945, pp. 193-215.

[2] Libro de 1910, que alabó Don Marcelino Menéndez y Pelayo.

[3] Plenitud de España, pp. 7, 15.

[4] Artículo sobre Calderón, en Plenitud de España, p. 163.

[5] Notas sobre «La antología de la ciudad», En la orilla. Mi España, pp. 31-33.

[6] En la orilla. Mi España, p. 117.

[7] En Plenitud de España, pp. 23, 49.

[8] La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo, p. 10.

[9] En Plenitud de España.

[10] Las primeras, dedicadas a Caso, Reyes y Leonor M. Feltz.

[11] El escribe con minúscula filosofía y los nombres de otras disciplinas. Creo que es esto (de bien poca importancia) lo único en que no me ha convencido.

[12] Puede verse en Mi España, p. 71.

[13] Ver Plenitud de España, p. 85.

[14] Op. cit., p. 41.

[15] Me dejo llevar aquí por las minúsculas de Henríquez Ureña.

 

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