PEDRO HENRÍQUEZ
UREÑA O EL PENSAMIENTO INTEGRADOR
Alfredo
A. Roggiano
UNIVERSIDAD
DEL ESTADO DE IOWA
Nuestra ponencia
tiene por objeto mostrar el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña, no
para disociarlo en aspectos de fragmentaria especialización, sino para
hallar en él las constantes que nos permitan determinar su actitud de
integrador. En virtud del tiempo de que disponemos, no es posible documentar
cada uno de los aspectos en que se manifiesta ese pensamiento integrador;
por lo que sólo daremos los resultados, en escueta síntesis, de lo que
considerarnos sus ideas fundamentales. Comenzaremos por donde el mismo
Pedro Henríquez Ureña empezó: la búsqueda y afirmación de una actitud
personal bien definida y la integración de la misma en el pensamiento
universal, como síntesis de una tradición cultural y como posibilidad
de descubrimiento y creaciones futuras.
ACTITUD
VITAL: ENTRE LA POESIA Y LA CIENCIA.
Según nos
recuerdan su hermano Max y otros testigos de la formación juvenil de
Pedro Henríquez Ureña, una temprana y bien orientada educación científica
lo predispone más al análisis y al ordenamiento de la realidad objetiva
y vital que a su canto o realización lírica. Y aun en sus poesías de
la edad juvenil, la actitud reflexiva y la construcción lógica lo acercan
con preferencia a las estructuras ideales y a las grandes síntesis definidoras.
Pedro Henríquez Ureña creció entre la ciencia
(representada en el hogar por su padre, médico) y la poesía (representada
por su madre). Éste era un hecho común en la segunda mitad del siglo
XIX. Leconte de Lisle, por ejemplo, había dicho:
“El arte
y la ciencia, largamente separados por causas de esfuerzos divergentes
de la inteligencia, deben tender en adelante a unirse estrechamente,
ya que no a fundirse.” Esta orientación, difundida desde Francia, se
repite en otros países, y especialmente tiene un eco eficaz en escritores
de Hispanoamórica. El argentino Olegario Víctor Andrade nos da una versión
poco menos que textual de lo dicho por Leconte de Lisle. Y afirmaciones
similares encontramos en poetas y prosistas del ultimo cuarto del siglo
XIX hispanoamericano. La ciencia era la hija predilecta del positivismo,
continuación, en cierto modo, del racionalismo de los siglos XVII y
XVIII. La actitud opuesta estaba representada por los movimientos irracionalistas
del idealismo de fin de siglo. La literatura había sido penetrada por
ambas tendencias en pugna. El Parnaso llevó su afán de perfección a
rigores técnicos que lindaban con la objetividad científica y la supresión
casi absoluta de la personalidad. La reacción del Simbolismo llevó al
extremo opuesto: frente
a la apariencia, como realidad del mundo y de la poesía, se proclamó
el enigma del ser y el misterio del cosmos. Un verdadero coro discomformista
partió otra vez de Francia y llenó el ámbito hispano-americano con protestas
contra la ciencia y la concepción racional del mundo. Son célebres,
a fines de siglo, las protestas de Josa Asunción Silva, Manuel Acuña
y el Leopoldo Lugones de “la voz contra la roca.”
Pedro Henríquez
Urefia, lector de Naville, de Goblot y de Rickert, no puede rechazar
todo lo que la ciencia tiene de positivo en la formación de la personalidad
humana; pero, originariamente poeta, tampoco puede negar la importancia
que el misterio, la inspiración, la fantasía, la emoción nativa tienen
para el mundo creador de la cultura. Y toma de ambos lo que era menester
para una constitución armónica de la personalidad. De la ciencia rechaza
lo que tiene de abstracción sin aplicación inmediata y, particularmente,
advierte los peligros de su especialización. Sobre todo, durante su
contacto con los Estados Unidos, la lectura de obras básicas de Stumpf,
Poincaré y Meyerson, le llevan a una ccmprensión mas humanizada de la
ciencia, que es -dice en 1908, hablando de Barreda- ”una virtualidad
que tiende a la acción”; por lo que ella tiene su razón de ser en tanto
que permite cimentar una fe en la cultura como creación y aumento del
espíritu. Se comprende ahora por que Pedro Henríquez Ureña nunca vio
con buenos ojos la poética del decadentismo francós, por lo menos aquella
que proclamaba, por boca de Verlaine, la indecisión y lo impreciso.
Frente a ellos y frente al esteticismo de Wilde, quiso oponer
los aspectos afirmativos del heroísmo vital de D'Annunzio. Pero cabe
recordar que nunca sometió la poesía o el arte a una función de fines
comprometidos; y a pesar de esa “imaginación razonadora” que le asigna
Alfonso Reyes, su concepto de la poesía se mantiene dentro de la línea
platónica con la aportación necesaria del neoplatonismo humanístico
del Renacimiento. En su estudio sobre Juan Ramón Jiménez (1918) dice
de la poesía: “¿No es en la embriaguez donde hallamos la piedra de toque
para la suprema poesía lírica, -como en el sentimiento de purificación
para la tragedia? No basta la perfección, acuerdo necesario de elementos
únicos: podemos concebir poesía perfecta, de perfección formal, de nobleza
en los conceptos, sin el peculiar acento del canto; pero la obra del
cantor, del poeta lírico, cuando la recorremos sin interrupción, debe
darnos transporte y deliquio.”
Lector de
Nietzsche y de los irracionalistas del idealismo (Schopenhauer, Bergson)
que se opusieron al racionalismo científico y al idealismo absoluto,
Pedro Henríquez Ureña hizo suyo el precepto del autor de La gaya
ciencia que dice: “ver la verdad por la óptica dcl artista, pero
el arte por la óptica de la vida.” De este modo se humanizan la ciencia
y el arte, y ambas manifestaciones divergentes de la actividad humana
se integran ahora en la realización de un ideal ya acariciado por Spencer
y tenido en cuenta por Pedro Henríquez Ureña: a mas alto desarrollo
de la inteligencia corresponde siempre la mayor riqueza de sentimiento,
porque la amplitud de los horizontes intelectuales, la visión de la
realidad y la vida impiden toda inmoralidad y todo egoísmo, y sólo sabe
darse como un acto de amor a la humanidad.
POESIA
Y FILOSOFIA. HACIA UN IDEALISMO HUMANIZADO.
La reflexión filosófica surge en Pedro Henríquez Ureña como algo que le
es propio, connatural, y se desarrolla paralelamente con su vocación
poótica, como dos manifestaciones de una misma necesidad de descubrimiento
y autorrevelación. Y por momentos, cuando lo acucia el rigor crítico,
no duda en englobar la facultad artística dentro del espíritu filosófico,
-no porque la considere subordinada, sino porque la estimo -dice en
Horas de estudio, pág. 292- como algo más que simple potencialidad
creadora, de imaginación y sensibilidad...: como una facultad elevada
a la altura filosófica por el poder de sistematización y desarrollada
y afinada merced a la capacidad crítica.” Concluye afirmando que es
axiomática ya la verdad de que todo arte elevado arraiga en la filosofía.
Esta capacidad filosófica está bien manifiesta en su primer libro (Ensayos
críticos, 1905), como lo prueban sus estudios sobre Ariel,
Hostos, Lluria y el enfoque filosófico aue hace de poetas como José
Joaquín Pérez, Rubén Dario y D’Annunzio. Pero el pensamiento de Pedro
Henríquez Urefia se fija, al parecer definitivamente, en la primera
década de este siglo. Por entonces, si bien en Europa el positivismo
era una filosofía ya superada, en América era la más difundida y aun
se le aplicaba con fines oficiales. Especialmente en Iberoamérica, el
positivismo había cumplido una función fundamental de suplantar al dogmatismo
de la Iglesia Católica Romana. Además de sus aspectos técnicos-científicos,
base sobre la cual se construyó la era del progreso y organización nacional
en nuestros principales países, el positivismo dió los fundamentos de
nuestra pedagogía comun y se convirtió en una doctrina social de las
minorías directivas, muy de acuerdo con el naciente espíritu burgués
de las jóvenes repúblicas. A comienzos del siglo, Enrique Rodó dió la
primera voz de alerta sobre las consecuencias positivistas en la formación
espiritual de América. La voz de Rodó venía sostenida por un amplio
coro de procedencia europea, especialmente francesa, y sin duda estaba
dirigida a salvar la herencia espiritual de Europa frente al avance
agigantado de una nueva forma de positivismo que empezaba a invadirnos
desde el Norte, paralelamente con el capitalismo norteamericano. La
Revue de Métaphisique et de Morale de Paris (desde 1893 opositora
de la Revue Philosophique, aparecida en 1876 y dirigida por Theodule
Ribot, positivista) fué el principal órgano difusor de una nueva corriente
idealista y humanista, metafísica y espiritualista, en cuya línea se
alistó la pléyade hispanoamericana admiradora de Rodó y cuyo principal
difusor, desde París, fué el peruano Francisco García Calderón. Los
nuevos metafísicos reconocían a Etienne Vacherot (1809-1897) como el
primer integrador de las antinomias entre la metafísica y la ciencia,
en un libro de ese mismo título, de 1358, y, sobre todo, al creador
de Le nouveau spiritualisme, 1884; admiraban a Rénouvier (1815-1903);
seguían el “positivismo espiritualista” de Ravaisson (1813-1900), integrador
de lo espiritual activo y de lo mecánico pasivo, y sobre todo, esclarecedor
de la historia del pensamiento francés en su célebre Rapport sur
la philosophie en France au XIX’eme siècle (1868); proclamaban su
respeto por Lachelier (1832-1913) como integrador entre naturaleza e
historia, entre el sentimiento religioso y moralidad, cuyas últimas
consecuencias desarrollan Boutroux (1845-1921) y Bergson (1850-1940),
el primero como expositor de la historia de la filosofía francesa a
partir del momento en que la había dejado Ravaisson y el segundo como
integrador de la psicología y la metafísica. Es muy posible que la figura
cumbre de este momento haya sido Alfred Fouillée (1838-1912), el creador
de las ideas-fuerzas, “que integraban en una unidad indisoluble los
elementos aparentemente antagónicos de la actividad y de la pasividad,
de la acción y de la inteligencia, de la libertad y del determinismo”
(Ferrater Mora). En el orden sociológico, los guías fueron, en Francia,
Guyau (1854-1838), integrador de lo individual con lo social en sus
fuertes ataques a la moral tradicional y a la del utilitarismo y con
aplicaciones al arte y a la religión, y Gabriel Tarde (1843—1904), integrador
entre la imitación e invención como base para la construcción de una
sociología positiva que explique el fenómeno total de la naturaleza,
pero sobre todo, visto en Hispanoamérica, como el gran defensor del
espíritu latino y su propagación y triunfo en el mundo contemporáneo.
Pedro Henríquez Ureña estaba muy bien enterado de todo esto, y partiendo
de lo que él llama el “idealismo crítico” (consideraba a Kant el “manantial
inagotable”), se dedicó especialmente a justificar la función histórica
del positivismo y a señalar la nueva filosofía que debía superarla.
Eso es lo que hace hacia 1908 y 1909 (Horas de estudio aparece
en 1910). En una carta a su hermano Max le declara su proyecto de escribir
un libro titulado “Idealismo y pragmatismo,” acaso influido por las
obras de William James y las últimas reacciones producidas en Francia,
especialmente en Berthelot y Bergson; y en Horas de estudio anuncia
la preparación de otro titulado “La nueva filosofía.” En el mundo
hispánico se desarrollaban, asimismo, desde distintos centros de la
Metrópoli, reacciones similares tendientes a consolidar ideales tradicionales
y encauzarlos con fines prácticos más efectivos. Enrique Lluria, con
su libro titulado La evolución superorgánica (1904) da a Pedro
Henríquez Ureña la oportunidad de mostrar su saber y definir su posición
filosófica. No podemos exponer en detalle este valioso estudio de Pedro
Henríquez Ureña, que figura en Ensayos críticos (1905), su primer
libro; pero recordaremos lo que creemos más fundamental. Ante todo,
es una réplica a la ley de la lucha social establecida por Darwin para
la biología y que ha tenido tremendas consecuencias al ser erigida en
principio sociológico. Lluria y Pedro Henríquez Ureña aceptan la concepción
opuesta, que procede de Fouillée y cuya ley es la unión para la vida,
idea radical en los pueblos llamados latinos. De esta manera se busca
el “equilibrio de la existencia colectiva” con una fórmula que será
en el porvenir, la socialización de la naturaleza por la humanidad.
Esta socialización, superación definitiva de la naturaleza por el espíritu,
tendrá como base el amor y la unión por medio de la fe, y no la lucha
selectiva mediante la fuerza y el predominio, como quiere el ideal anglosajón.
Pedro Henríquez Ureña responde aquí a una actitud de la filosofía alemana
e inglesa (además de la francesa ya mencionada y del naciente idealismo
italiano representado por Croce), que reaccionó contra el naturalismo
de Haeckel y Darwin, contra el positivismo de Spencer y Comte y contra
el determinismo de Taine. Esta actitud precede a Dilthey y se aseguraba,
a fines del siglo, con Simme y Scheler especialmente. Puede decirse
que desde 1904 Pedro Henríquez Ureña dedicó su obra a combatir toda
clase de determinismos positivistas, naturalistas o materialistas. Los
comentarios a las conferencias de Caso y sus estudios sobre el pragmatismo
tienen este fin. Las citas que en esos, ensayos hace prueban la erudición
y la orientacion mas acertada que en esos momentos se tenía frente al
positivismo. Critica a Caso su tímido antipositivismo (Caso se decía
intelectualista) y proclama la necesidad de una vigorosa defensa de
toda las manifestaciones filosóficas que pudieran conducir a un nuevo
idealismo y a una vuelta a la metafísica. Esta es la idea fundamental
de sus comentarios a las conferencias de Caso. Los detalles de su exposición
quedan fuera de los límites de esta ponencia. Pero nos interesa una
especial relación que Don Pedro hace entre Stuart Mill y el pragmatismo,
así como, desde otro ángulo, señalado por Berthelot y Pedro Henríquez
Ureña, el pragmatismo se vincula con Nietzsche. Y es la siguiente: Mill,
al colocar el problema epistemológico en los lindes del escepticismo,
lo conecta con el pensador norteamericano William James, quien va a
“justificar el conocimiento dándole valor de acción ya que no de realidad.
El pragmatismo, pues, es hijo del idealismo crítico; aunque éste, en
Mill, cuando quería vencer las limitaciones del empirismo, entraba involuntariamente,
según indica Benno Erdmann, en el terreno de la necesidad psicológica.”
Pedro Henríquez Ureña supo ver la base de psicología asociacionista,
con mezcla de lógica conceptual, que hay en la filosofía de Mill. Y
cuando se cree que aquel sistema fuera a caer en alguna de las formas
del irracionalismo de fin del siglo, nos aclara: En él se esboza la
hipótesis de Lotze que se cita como una de las formas de la filosofía
de la contingencia, la posibilidad de que aparezcan elementos nuevos,
nuevos comienzos, los cuales no escaparían al imperio de la ley,
sino que tendrían la suya propia. (Esto debería llamarse en realidad
la teoría de lo imprevisto). Lejos de su pensar, empero, la concepción
del universo como esencia irracional, discordante o contingento en su
manifestación, que sólo por necesidad estética o por necesidad practica
ensayamos concebir bajo el dominio de leyes: concepción que, bajo diversas
formas, incipientes o precisas, oscuras o conscientes, se insinúa en
la filosofía alemana, desde los problemas de la dialéctica transcendental
de Kant, a travós del romanticismo (Schelling, Schopenhauer), hasta
Lotze, no sin alcanzar a Nietzsche; penetra en Francia con las corrientes
iniciadas por Ravaisson y Renouvier, y hoy lucha francamente, bajo armaduras
diversas (pluralismo pragmático, bovarismo, evolución creadora
de Bergson, teoría de la contingencia), con las concepciones intelectualistas
de unidad y necesidad fijas e inmutables.” Como se ve, Pedro Henríquez
Ureña busca una integración entre la contingencia y la ley, entre el
irracionalismo y una racionalidad que no se pierda en el intelecto,
sino que se consagre en la actividad de la vida. De esta manera se aparta
ya de Boutroux y sigue más bien la doctrina de las ideas-fuerzas de
Fouillée, con la cual es evidente que quiere reemplazar la unidad materia-fuerza
del positivismo. No debemos olvidar asimismo el origen platónico de
la actitud de Don Pedro, un Platón que pudo espigar a travós del mismo
Fouillée, en su famoso libro La philosophie de Platon (Paris:
Hachette, 1888-1904); o acaso a través de Walter Pater, cuyo libro Plato
and Platonism es precisamente de 1909. Pero no debemos olvidar tampoco
la exposición que Menéndez y Pelayo había hecho de Platón en el primer
volumen de la Historia de las ideas estéticas en España (1883),
por el gran respeto que nuestro autor tenía hacia el ilustre crítico
español. No titubeamos en afirmar que la actitud integradora de Pedro
Henríquez Urena pudo venirle del mismo Menéndez y Pelayo, quien había
sostenido ya el realismo de las ideas de Platón y había señalado con
precisión las relaciones con el discípulo Aristóteles. Las incitaciones
de Menéndez y Pelayo, Walter Pater y Fouillée se avenían bien con el
espíritu del neoplatonismo renacentista y la integración de Platón y
Aristóteles que habían hecho los humanistas españo1es (recuérdese especialmente
a Fox Morcillo).
La filosofía
moderna conecta aspectos del Renacimiento (el empírico-científico y
el racionalista subjetivo) con la filosofía del siglo XVIII y el idealismo
crítico, hasta la idea absoluta de Hegel y otros absolutismos del romanticismo
alemán; pero, sobre todo, tuvo sus efectos mas estrechamente dogmáticos
y anti-metafísicos en el positivismo de la segunda mitad del siglo XIX.
Frente a
todo esto empezaron a reaccionar las filosofías de la vida y de la cultura,
con figuras como Dilthey, Windelband y Rickert a la cabeza, sin descartar,
por otra parte, actitudes preexistencialistas como las de Kierkegaard
y otros. El nuevo idealismo alemán, que Stirling, Green, Bosanquet y
Bradley impusieron en la Inglaterra de fin de siglo, y en cierto modo,
Royce, en Estados Unidos y Croce en Italia, tuvo su manifestación esencialmente
espiritual y vital (de cuño metafísico platónico) en Alfred Fouillée
y Ortega y Gasset, en Francia y Espana, respectivamente.
Pedro Henríquez
Ureña debe situarse en esa actitud filosófica, de idealismo espiritual
integral; es decir, en el idealismo de los ideales, de concepción netamente
hispánica, que José Ferrater Mora ha opuesto al idealismo de las ideas,
en el sentido meramente racional o intelectual de los siglos XVII y
XVIII.
Y siguiendo
firme en nuestra creencia de que el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña
fué esencialmente integrador, nos atrevemos a insinuar que en él podríamos
hallar un antecendente hispanoamericano a la teoría de la “razón vital”
de José Ortega y Gasset; con lo cual, reconoceríamos, junto con la aportación
literaria del modernismo, esta otra, de carácter filosófico, como contribución
de la originalidad de nuestra América al mundo hispánico y a la cultura
universal. Esto exp1icaría también la constante defensa de los valores
hispánicos que hizo Pedro Henríquez Ureña.
CONCLUSION.
No cabe duda
de que el hombre -artista y pensador- veni¿ía precedido de un innato
sentido de lo universal -aquel ritmo y armonía de lo eterno de que hablaba
Platón, su maestro favorito; y así lo vemos desde una edad tempranamente
madura ya definido con claridad hacia una integración de lo individual
y de lo temperamental con los valores permanentes de la cultura. Originalidad
y tradición, creación y erudición, ser y mundo, lo particular y lo universal,
lo concreto y lo genérico, lo ideal y un bien entendido realismo práctico,
tales son los polos que se atraen con imponderable fuerza de integración
y equilibrio. Nos parece que toda su obra es un esfuerzo ingente por
superar cualquier forma de dualismo, cuyo fracaso es evidente que se
cumple como una exigencia de sistema, como resultado inevitable de su
propia y convencional rigidez. La realidad, objetiva o subjetiva, es
siempre una y existe allí donde puede manifestarse como un acto de vida:
es decir, creación, expresión, actividad que recibe y que es capaz de
nutrir constantemente otras realidades. En 1883 decía Dilthey: “La idea
fundamental de mi filosofía es el pensamiento de que hasta el presente
no se ha colocado ni una sola vez como fundamento del filosofar a la
plena y no mutilada experiencia, de que ni una sola vez se ha fundado
en la total y plena realidad.” Y Pedro Henríquez Ureña, en 1907, al
comentar el histórico ciclo de la Sociedad de Conferencias de México,
nos da esta concepción del espíritu filosófico: “La principal facultad
por ellos revelada es, a mi ver, espíritu filosófico. Filosófico, si
se quiere, en significación mas extensa de lo que es usual: espíritu
capaz de abarcar en convicción personal e intensa los conceptos del
mundo y de la vida y de la sociedad, y de analizar con fina percepción
de detalles, los curiosos paralelismos de la evolución histórica, y
las variadas evoluciones que en el arte determina el inasible elemento
individual.” De allí su centro irradiador, auténticamente poético, que
convoca y atrae a su ser reflexivo y organiza su personalidad definitiva.
Pedro Henríquez Ureña, que nace poeta, se revela y afirma en el mundo
de la cultura como pensador y crítico y concluye siendo el gran organizador
de complejos ideales, o, en definitiva, para nosotros, el orientador
de América.
Asombra en
un hombre de letras, tal como ahora lo vemos, la seguridad con que abarca
amplísimos panoramas del saber, los penetra y vuelve de ellos con la
idea clara y precisa que había de servirle para lo que realmente necesitaba
o debía ser. Sólo quien conoce bien el pasado se afirma en el presente
y marcha seguro hacia el porvenir. La cultura, en los diversos momentos
en su historia, tiene valores temporales y otros que son permanentes.
Los unos definen el saber histórico y caracterizan épocas y condicionan
períodos; los otros atañen más a la eternidad del hombre y de sus creaciones.
Pedro Henríquez Ureña tuvo una capacidad especial para deslindar unos
de otros y hallar seguros rumbos en los momentos de más alto prestigio
del pasado cultural; sobre todo en el pasado inmediato y en los momentos
del desarrollo cultural coetáneo a su formación, supo distinguir siempre
lo que estaba muriendo de lo que engendraba una nueva dinámica de porvenir.
Por eso pudo ser el vigía de un mundo de luces interiores y un espectador
siempre conmovido de esa encrucijada que aun estamos viviendo: el siglo
XIX, que entregaba parte de su alma y de su corazón al idealismo de
la razón, al experimentalismo de la ciencia, a la abstracción de las
leyes generalizadoras y a la comodidad de la técnica, y el siglo XX,
que pugna por hallar una nueva nocion del espíritu para reintegrar al
hombre a su plena condición humana.
Precisamente
es ésta la actitud filosófica fundamental que podemos admirar en Pedro
Henríquez Ureña: un radiante idealismo del espíritu, optimista, afirmativo
y creador, arraigado en la creencia de una realidad concreta, perfecta
o perfectible -realidad metafísica esencial y objetiva- y la seguridad
de que en ella se afirma lo humano como una manifestación del bien y
del amor, únicas formas posibles de la dignidad del hombre y la convivencia
humana. En ello encarna su fe, que impulsa la razón para garantizar
y hacer comunicable lo bello y lo perfecto. Como su maestro Platón pudo
decir: Yo nada sé fuera de una exigua disciplina de Amor (Theages)
o bien, ni en los cuerpos ni en otra cosa alguna sino sólo en el alma,
se da lo bueno y lo bello (Filebo).
Es evidente
que quien de este modo se acercaba a la vida, al hombre y a lo humano,
con esta actitud filosófica quería dar una respuesta a todo el ciclo
de la filosofía moderna -la que va desde Descartes hasta las postrimerías
del siglo XIX. Esa filosofía se había fundado en la razón abastraída
en el intelecto, la idea absoluta y la experiencia resuelta en la ley
científica y la técnica aplicada. Todo esto venía a someter la vida
a la naturaleza, los sentimientos a la inteligencia pura o a la conciencia
vacía; abstraía la realidad, negaba las vivencias y el conocimiento
de la "cosa en sí," afirmaba la actividad en el fenómeno,
las apariencias y lo convencional, y, por fin, negando las relaciones
de lo inmediato con la verdad esencial, negaba también las posibilidades
de un más allá del espíritu, del misterio, en fin, de la metafísica
y del arte. Concluía, en suma, en los dos terribles males que la Europa
moderna nos ha dejado como herencia de un mundo sin fe, sin amor y sin
ideales: el individualismo egoísta de todos los despotismos ilustrados
y el pesimismo que engendran todas las formas de lucha y de destrucción.
Pedro Henríquez Ureña recibe esta herencia con los estertores del siglo
XIX, después de una procesión de fracasos filosóficos y vitales que
se llaman: empirismo, racionalismo, idealismo absoluto, cientificismo,
transformismo, evolucionismo, organicismo, mecanicismo, positivismo,
determinismo, naturalismo, logicismo, neokantismo, sociologismo, utopismo,
agnosticismo, decadentismo, y que sé yo cuántos subjetivismo y del "ismos"
más, todos, al parecer nacidos del subjetivismo y del individualismo
modernos. Ante esta vertiginosa carrera de caídas que intentan una sistematización,
mas que de la realidad, del caos tendido sobre ella por esas mismas
sistematizaciones del hombre, Pedro Henriquez Ureña tiene la vislumbre
de que un solo camino sería correcto: la vuelta a lo humano. La insistencia
con que utiliza esta palabra -en todas sus formas gramaticales: sustantivo,
adjetivo, verbo, adverbio, prueba de fidelidad con que se aferra a ella.
Y si no se aplica a una definición precisa de lo que él entiende por
"humano," es porque resulta obvio -harto ya de deficultades,
de leyes y sistemas- que una realidad basta con que sea vivida para
que resulte humana. Los objetos del mundo y del espíritu, la experiencia,
la razón, la idea, las formulaciones de la ciencia, los sistemas, las
instituciones, todas estas cosas han perdido hoy su eficacia porque
ellas forman parte de un cuerpo muerto de principios y estructuras que
existen fuera y separados de la vida. Salvar, pues, la vida en su inmanencia
más inmediata, necesaria, elemental y hasta biológica, con una nueva
concepción de los organismos sociales, políticos y económicos, y salvar
luego las formas superiores que la vida crea como atributos de lo humano,
como razón de ser del alma y del espíritu, es lo que urge a este "humanista.
moderno" como lo llamó acertadamente Francisco Romero. Y he aquí
su mensaje, mensaje de integrador, repito, en un proceso concreto que
va de lo individual a lo general y que vuelve a la armonía total de
la persona: integra erudición y saber en una cultura viva, activa, en
la que, a su vez, se integren el individuo creador y la tradición, lo
individual, particular y personal, con lo universal, ideal y permanente;
lo subjetivo con lo objetivo; la contemplación y la acción; el intelecto
y la sensibilidad; la vida y el arte. Todo esto impregnado de un fuerte
esteticismo muy renacentista, pero también muy postrealista y postpositivista
de fines del siglo XIX y principios del XX. Por fin, hijo de América,
del mundo hispanico, o, si se quiere, con mas amplitud: latino, busca
una integración de la cultura incipiente de Iberoamérica con la europea
y la norteamericana, salvando simpre las formas originales y creadoras
que nos son propias. Tal fué, en última instancia, el máximo esfuerzo
de su labor, cuyos resultados dió en Seis ensayos en busca de nuestra
expresión (1922), Literary Currents in Hispanic America (1945)
y La cultura en la América hispánica (1947)
[Texto
mimeografiado, sin lugar de edición, impreso en 1959, y localizado
en el Instituto Iberoamericano de Berlín. Hay una versión previa,
publicada en la Revista iberoamericana, México, 1956, XXI, núms.
41-42.