(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA O EL PENSAMIENTO INTEGRADOR

Alfredo A. Roggiano

UNIVERSIDAD DEL ESTADO DE IOWA

 

Nuestra ponencia tiene por objeto mostrar el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña, no para disociarlo en aspectos de fragmentaria especialización, sino para hallar en él las constantes que nos permitan determinar su actitud de integrador. En virtud del tiempo de que disponemos, no es posible documentar cada uno de los aspectos en que se manifiesta ese pensamiento integrador; por lo que sólo daremos los resultados, en escueta síntesis, de lo que considerarnos sus ideas fundamentales. Comenzaremos por donde el mismo Pedro Henríquez Ureña empezó: la búsqueda y afirmación de una actitud personal bien definida y la integración de la misma en el pensamiento universal, como síntesis de una tradición cultural y como posibilidad de descubrimiento y creaciones futuras.

ACTITUD VITAL: ENTRE LA POESIA Y LA CIENCIA.

Según nos recuerdan su hermano Max y otros testigos de la formación juvenil de Pedro Henríquez Ureña, una temprana y bien orientada educación científica lo predispone más al análisis y al ordenamiento de la realidad objetiva y vital que a su canto o realización lírica. Y aun en sus poesías de la edad juvenil, la actitud reflexiva y la construcción lógica lo acercan con preferencia a las estructuras ideales y a las grandes síntesis definidoras. Pedro Henríquez Ureña creció entre la ciencia (representada en el hogar por su padre, médico) y la poesía (representada por su madre). Éste era un hecho común en la segunda mitad del siglo XIX. Leconte de Lisle, por ejemplo, había dicho:

“El arte y la ciencia, largamente separados por causas de esfuerzos divergentes de la inteligencia, deben tender en adelante a unirse estrechamente, ya que no a fundirse.” Esta orientación, difundida desde Francia, se repite en otros países, y especialmente tiene un eco eficaz en escritores de Hispanoamórica. El argentino Olegario Víctor Andrade nos da una versión poco menos que textual de lo dicho por Leconte de Lisle. Y afirmaciones similares encontramos en poetas y prosistas del ultimo cuarto del siglo XIX hispanoamericano. La ciencia era la hija predilecta del positivismo, continuación, en cierto modo, del racionalismo de los siglos XVII y XVIII. La actitud opuesta estaba representada por los movimientos irracionalistas del idealismo de fin de siglo. La literatura había sido penetrada por ambas tendencias en pugna. El Parnaso llevó su afán de perfección a rigores técnicos que lindaban con la objetividad científica y la supresión casi absoluta de la personalidad. La reacción del Simbolismo llevó al extremo opuesto: frente a la apariencia, como realidad del mundo y de la poesía, se proclamó el enigma del ser y el misterio del cosmos. Un verdadero coro discomformista partió otra vez de Francia y llenó el ámbito hispano-americano con protestas contra la ciencia y la concepción racional del mundo. Son célebres, a fines de siglo, las protestas de Josa Asunción Silva, Manuel Acuña y el Leopoldo Lugones de “la voz contra la roca.”

Pedro Henríquez Urefia, lector de Naville, de Goblot y de Rickert, no puede rechazar todo lo que la ciencia tiene de positivo en la formación de la personalidad humana; pero, originariamente poeta, tampoco puede negar la importancia que el misterio, la inspiración, la fantasía, la emoción nativa tienen para el mundo creador de la cultura. Y toma de ambos lo que era menester para una constitución armónica de la personalidad. De la ciencia rechaza lo que tiene de abstracción sin apli­cación inmediata y, particularmente, advierte los peligros de su especialización. Sobre todo, durante su contacto con los Estados Unidos, la lectura de obras básicas de Stumpf, Poincaré y Meyerson, le llevan a una ccmprensión mas humanizada de la ciencia, que es -dice en 1908, hablando de Barreda- ”una virtualidad que tiende a la acción”; por lo que ella tiene su razón de ser en tanto que permite cimentar una fe en la cultura como creación y aumento del espíritu. Se comprende ahora por que Pedro Henríquez Ureña nunca vio con buenos ojos la poética del decadentismo francós, por lo menos aquella que proclamaba, por boca de Verlaine, la indecisión y lo impreciso. Frente a ellos y frente al esteticismo de Wilde, quiso oponer los aspectos afirmativos del heroísmo vital de D'Annunzio. Pero cabe recordar que nunca sometió la poesía o el arte a una función de fines comprometidos; y a pesar de esa “imaginación razonadora” que le asigna Alfonso Reyes, su concepto de la poesía se mantiene dentro de la línea platónica con la aportación necesaria del neoplatonismo humanístico del Renacimiento. En su estudio sobre Juan Ramón Jiménez (1918) dice de la poesía: “¿No es en la embriaguez donde hallamos la piedra de toque para la suprema poesía lírica, -como en el sentimiento de purificación para la tragedia? No basta la perfección, acuerdo necesario de elementos únicos: podemos concebir poesía perfecta, de perfección formal, de nobleza en los conceptos, sin el peculiar acento del canto; pero la obra del cantor, del poeta lírico, cuando la recorremos sin interrupción, debe darnos transporte y deliquio.”

Lector de Nietzsche y de los irracionalistas del idealismo (Schopenhauer, Bergson) que se opusieron al racionalismo científico y al idealismo absoluto, Pedro Henríquez Ureña hizo suyo el precepto del autor de La gaya ciencia que dice: “ver la verdad por la óptica dcl artista, pero el arte por la óptica de la vida.” De este modo se humanizan la ciencia y el arte, y ambas manifestaciones divergentes de la actividad humana se integran ahora en la realización de un ideal ya acariciado por Spencer y tenido en cuenta por Pedro Henríquez Ureña: a mas alto desarrollo de la inteligencia corresponde siempre la mayor riqueza de sentimiento, porque la amplitud de los horizontes intelectuales, la visión de la realidad y la vida impiden toda inmoralidad y todo egoísmo, y sólo sabe darse como un acto de amor a la humanidad.

POESIA Y FILOSOFIA. HACIA UN IDEALISMO HUMANIZADO.

La reflexión filosófica surge en Pedro Henríquez Ureña como algo que le es propio, connatural, y se desarrolla paralelamente con su vocación poótica, como dos manifestaciones de una misma necesidad de descubrimiento y autorrevelación. Y por momentos, cuando lo acucia el rigor crítico, no duda en englobar la facultad artística dentro del espíritu filosófico, -no porque la considere subordinada, sino porque la estimo -dice en Horas de estudio, pág. 292- como algo más que simple potencialidad creadora, de imaginación y sensibilidad...: como una facultad elevada a la altura filosófica por el poder de sistematización y desarrollada y afinada merced a la capacidad crítica.” Concluye afirmando que es axiomática ya la verdad de que todo arte elevado arraiga en la filosofía. Esta capacidad filosófica está bien manifiesta en su primer libro (Ensayos críticos, 1905), como lo prueban sus estudios sobre Ariel, Hostos, Lluria y el enfoque filosófico aue hace de poetas como José Joaquín Pérez, Rubén Dario y D’Annunzio. Pero el pensamiento de Pedro Henríquez Urefia se fija, al parecer definitivamente, en la primera década de este siglo. Por entonces, si bien en Europa el positivismo era una filosofía ya superada, en América era la más difundida y aun se le aplicaba con fines oficiales. Especialmente en Iberoamérica, el positivismo había cumplido una función fundamental de suplantar al dogmatismo de la Iglesia Católica Romana. Además de sus aspectos técnicos-científicos, base sobre la cual se construyó la era del progreso y organización nacional en nuestros principales países, el positivismo dió los fundamentos de nuestra pedagogía comun y se convirtió en una doctrina social de las minorías directivas, muy de acuerdo con el naciente espíritu burgués de las jóvenes repúblicas. A comienzos del siglo, Enrique Rodó dió la primera voz de alerta sobre las consecuencias positivistas en la formación espiritual de América. La voz de Rodó venía sostenida por un amplio coro de procedencia europea, especialmente francesa, y sin duda estaba dirigida a salvar la herencia espiritual de Europa frente al avance agigantado de una nueva forma de positivismo que empezaba a invadirnos desde el Norte, paralelamente con el capi­talismo norteamericano. La Revue de Métaphisique et de Morale de Paris (desde 1893 opositora de la Revue Philosophique, aparecida en 1876 y dirigida por Theodule Ribot, positivista) fué el principal órgano difusor de una nueva corriente idealista y humanista, metafísica y espiritualista, en cuya línea se alistó la pléyade hispanoamericana admiradora de Rodó y cuyo principal difusor, desde París, fué el peruano Francisco García Calderón. Los nuevos metafísicos reconocían a Etienne Vacherot (1809-1897) como el primer integrador de las antinomias entre la metafísica y la ciencia, en un libro de ese mismo título, de 1358, y, sobre todo, al creador de Le nouveau spiritualisme, 1884; admiraban a Rénouvier (1815-1903); seguían el “positivismo espiritualista” de Ravaisson (1813-1900), integrador de lo espiritual activo y de lo mecánico pasivo, y sobre todo, esclarecedor de la historia del pensamiento francés en su célebre Rapport sur la philosophie en France au XIX’eme siècle (1868); proclamaban su respeto por Lachelier (1832-1913) como integrador entre naturaleza e historia, entre el sentimiento religioso y moralidad, cuyas últimas consecuencias desarrollan Boutroux (1845-1921) y Bergson (1850-1940), el primero como expositor de la historia de la filosofía francesa a partir del momento en que la había dejado Ravaisson y el segundo como integrador de la psicología y la metafísica. Es muy posible que la figura cumbre de este momento haya sido Alfred Fouillée (1838-1912), el creador de las ideas-fuerzas, “que integraban en una unidad indisoluble los elementos aparentemente antagónicos de la actividad y de la pasividad, de la acción y de la inteligencia, de la libertad y del determinismo” (Ferrater Mora). En el orden sociológico, los guías fueron, en Francia, Guyau (1854-1838), integrador de lo individual con lo social en sus fuertes ataques a la moral tradicional y a la del utilitarismo y con aplicaciones al arte y a la religión, y Gabriel Tarde (1843—1904), integrador entre la imitación e invención como base para la construcción de una sociología positiva que explique el fenómeno total de la naturaleza, pero sobre todo, visto en Hispanoamérica, como el gran defensor del espíritu latino y su propagación y triunfo en el mundo contemporáneo. Pedro Henríquez Ureña estaba muy bien enterado de todo esto, y partiendo de lo que él llama el “idealismo crítico” (consideraba a Kant el “manantial inagotable”), se dedicó especialmente a justificar la función histórica del positivismo y a señalar la nueva filosofía que debía superarla. Eso es lo que hace hacia 1908 y 1909 (Horas de estudio aparece en 1910). En una carta a su hermano Max le declara su proyecto de escribir un libro titulado “Idealismo y pragmatismo,” acaso influido por las obras de William James y las últimas reacciones producidas en Francia, especialmente en Berthelot y Bergson; y en Horas de estudio anuncia la preparación de otro titulado “La nueva filosofía.” En el mundo hispánico se desarrollaban, asimismo, desde distintos centros de la Metrópoli, reacciones similares tendientes a consolidar ideales tradicionales y encauzarlos con fines prácticos más efectivos. Enrique Lluria, con su libro titulado La evolución superorgánica (1904) da a Pedro Henríquez Ureña la oportunidad de mostrar su saber y definir su posición filosófica. No podemos exponer en detalle este valioso estudio de Pedro Henríquez Ureña, que figura en Ensayos críticos (1905), su primer libro; pero recordaremos lo que creemos más fundamental. Ante todo, es una réplica a la ley de la lucha social establecida por Darwin para la biología y que ha tenido tremendas consecuencias al ser erigida en principio sociológico. Lluria y Pedro Henríquez Ureña aceptan la concepción opuesta, que procede de Fouillée y cuya ley es la unión para la vida, idea radical en los pueblos llamados latinos. De esta manera se busca el “equilibrio de la existencia colectiva” con una fórmula que será en el porvenir, la socialización de la naturaleza por la humanidad. Esta socialización, superación definitiva de la naturaleza por el espíritu, tendrá como base el amor y la unión por medio de la fe, y no la lucha selectiva mediante la fuerza y el predominio, como quiere el ideal anglosajón. Pedro Henríquez Ureña responde aquí a una actitud de la filosofía alemana e inglesa (además de la francesa ya mencionada y del naciente idealismo italiano representado por Croce), que reaccionó contra el naturalismo de Haeckel y Darwin, contra el positivismo de Spencer y Comte y contra el determinismo de Taine. Esta actitud precede a Dilthey y se aseguraba, a fines del siglo, con Simme y Scheler especialmente. Puede decirse que desde 1904 Pedro Henríquez Ureña dedicó su obra a combatir toda clase de determinismos positivistas, naturalistas o materialistas. Los comentarios a las conferencias de Caso y sus estudios sobre el pragmatismo tienen este fin. Las citas que en esos, ensayos hace prueban la erudición y la orientacion mas acertada que en esos momentos se tenía frente al positivismo. Critica a Caso su tímido antipositivismo (Caso se decía intelectualista) y proclama la necesidad de una vigorosa defensa de toda las manifestaciones filosóficas que pudieran conducir a un nuevo idealismo y a una vuelta a la metafísica. Esta es la idea fundamental de sus comentarios a las conferencias de Caso. Los detalles de su exposición quedan fuera de los límites de esta ponencia. Pero nos interesa una especial relación que Don Pedro hace entre Stuart Mill y el pragmatismo, así como, desde otro ángulo, señalado por Berthelot y Pedro Henríquez Ureña, el pragmatismo se vincula con Nietzsche. Y es la siguiente: Mill, al colocar el problema epistemológico en los lindes del escepticismo, lo conecta con el pensador norteamericano William James, quien va a “justificar el conocimiento dándole valor de acción ya que no de realidad. El pragmatismo, pues, es hijo del idealismo crítico; aunque éste, en Mill, cuando quería vencer las limitaciones del empirismo, entraba involuntariamente, según indica Benno Erdmann, en el terreno de la necesidad psicológica.” Pedro Henríquez Ureña supo ver la base de psicología asociacionista, con mezcla de lógica conceptual, que hay en la filosofía de Mill. Y cuando se cree que aquel sistema fuera a caer en alguna de las formas del irracionalismo de fin del siglo, nos aclara: En él se esboza la hipótesis de Lotze que se cita como una de las formas de la filosofía de la contingencia, la posibilidad de que aparezcan elementos nuevos, nuevos comienzos, los cuales no escaparían al imperio de la ley, sino que tendrían la suya propia. (Esto debería llamarse en realidad la teoría de lo imprevisto). Lejos de su pensar, empero, la concepción del universo como esencia irracional, discordante o contingento en su manifestación, que sólo por necesidad estética o por necesidad practica ensayamos concebir bajo el dominio de leyes: concepción que, bajo diversas formas, incipientes o precisas, oscuras o conscientes, se insinúa en la filosofía alemana, desde los problemas de la dialéctica transcendental de Kant, a travós del romanticismo (Schelling, Schopenhauer), hasta Lotze, no sin alcanzar a Nietzsche; penetra en Francia con las corrientes iniciadas por Ravaisson y Renouvier, y hoy lucha francamente, bajo armaduras diversas (pluralismo pragmático, bovarismo, evolución creadora de Bergson, teoría de la contingencia), con las concepciones intelectualistas de unidad y necesidad fijas e inmutables.” Como se ve, Pedro Henríquez Ureña busca una integración entre la contingencia y la ley, entre el irracionalismo y una racionalidad que no se pierda en el intelecto, sino que se consagre en la actividad de la vida. De esta manera se aparta ya de Boutroux y sigue más bien la doctrina de las ideas-fuerzas de Fouillée, con la cual es evidente que quiere reemplazar la unidad materia-fuerza del positivismo. No debemos olvidar asimismo el origen platónico de la actitud de Don Pedro, un Platón que pudo espigar a travós del mismo Fouillée, en su famoso libro La philosophie de Platon (Paris: Hachette, 1888-1904); o acaso a través de Walter Pater, cuyo libro Plato and Platonism es precisamente de 1909. Pero no debemos olvidar tampoco la exposición que Menéndez y Pelayo había hecho de Platón en el primer volumen de la Historia de las ideas estéticas en España (1883), por el gran respeto que nuestro autor tenía hacia el ilustre crítico español. No titubeamos en afirmar que la actitud integradora de Pedro Henríquez Urena pudo venirle del mismo Menéndez y Pelayo, quien había sostenido ya el realismo de las ideas de Platón y había señalado con precisión las relaciones con el discípulo Aristóteles. Las incitaciones de Menéndez y Pelayo, Walter Pater y Fouillée se avenían bien con el espíritu del neoplatonismo renacentista y la integración de Platón y Aristóteles que habían hecho los humanistas españo1es (recuérdese especialmente a Fox Morcillo).

La filosofía moderna conecta aspectos del Renacimiento (el empírico-científico y el racionalista subjetivo) con la filosofía del siglo XVIII y el idealismo crítico, hasta la idea absoluta de Hegel y otros absolutismos del romanticismo alemán; pero, sobre todo, tuvo sus efectos mas estrechamente dogmáticos y anti-metafísicos en el positivismo de la segunda mitad del siglo XIX.

Frente a todo esto empezaron a reaccionar las filosofías de la vida y de la cultura, con figuras como Dilthey, Windelband y Rickert a la cabeza, sin descartar, por otra parte, actitudes preexistencialistas como las de Kierkegaard y otros. El nuevo idealismo alemán, que Stirling, Green, Bosanquet y Bradley impusieron en la Inglaterra de fin de siglo, y en cierto modo, Royce, en Estados Unidos y Croce en Italia, tuvo su manifestación esencialmente espiritual y vital (de cuño metafísico platónico) en Alfred Fouillée y Ortega y Gasset, en Francia y Espana, respectivamente.

Pedro Henríquez Ureña debe situarse en esa actitud filosófica, de idealismo espiritual integral; es decir, en el idealismo de los ideales, de concepción netamente hispánica, que José Ferrater Mora ha opuesto al idealismo de las ideas, en el sentido meramente racional o intelectual de los siglos XVII y XVIII.

Y siguiendo firme en nuestra creencia de que el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña fué esencialmente integrador, nos atrevemos a insinuar que en él podríamos hallar un antecendente hispanoamericano a la teoría de la “razón vital” de José Ortega y Gasset; con lo cual, reconoceríamos, junto con la aportación literaria del modernismo, esta otra, de carácter filosófico, como contribución de la originalidad de nuestra América al mundo hispánico y a la cultura universal. Esto exp1icaría también la constante defensa de los valores hispánicos que hizo Pedro Henríquez Ureña.

CONCLUSION.

No cabe duda de que el hombre -artista y pensador- veni¿ía precedido de un innato sentido de lo universal -aquel ritmo y armonía de lo eterno de que hablaba Platón, su maestro favorito; y así lo vemos desde una edad tempranamente madura ya definido con claridad hacia una integración de lo individual y de lo temperamental con los valores permanentes de la cultura. Originalidad y tradición, creación y erudición, ser y mundo, lo particular y lo universal, lo concreto y lo genérico, lo ideal y un bien entendido realismo práctico, tales son los polos que se atraen con imponderable fuerza de integración y equilibrio. Nos parece que toda su obra es un esfuerzo ingente por superar cualquier forma de dualismo, cuyo fracaso es evidente que se cumple como una exigencia de sistema, como resultado inevitable de su propia y convencional rigidez. La realidad, objetiva o subjetiva, es siempre una y existe allí donde puede manifestarse como un acto de vida: es decir, creación, expresión, actividad que recibe y que es capaz de nutrir constantemente otras realidades. En 1883 decía Dilthey: “La idea fundamental de mi filosofía es el pensamiento de que hasta el presente no se ha colocado ni una sola vez como fundamento del filosofar a la plena y no mutilada experiencia, de que ni una sola vez se ha fundado en la total y plena realidad.” Y Pedro Henríquez Ureña, en 1907, al comentar el histórico ciclo de la Sociedad de Conferencias de México, nos da esta concepción del espíritu filosófico: “La principal facultad por ellos revelada es, a mi ver, espíritu filosófico. Filosófico, si se quiere, en significación mas extensa de lo que es usual: espíritu capaz de abarcar en convicción personal e intensa los conceptos del mundo y de la vida y de la sociedad, y de analizar con fina percepción de detalles, los curiosos paralelismos de la evolución histórica, y las variadas evoluciones que en el arte determina el inasible elemento individual.” De allí su centro irradiador, auténticamente poético, que convoca y atrae a su ser reflexivo y organiza su personalidad definitiva. Pedro Henríquez Ureña, que nace poeta, se revela y afirma en el mundo de la cultura como pensador y crítico y concluye siendo el gran organizador de complejos ideales, o, en definitiva, para nosotros, el orientador de América.

Asombra en un hombre de letras, tal como ahora lo vemos, la seguridad con que abarca amplísimos panoramas del saber, los penetra y vuelve de ellos con la idea clara y precisa que había de servirle para lo que realmente necesitaba o debía ser. Sólo quien conoce bien el pasado se afirma en el presente y marcha seguro hacia el porvenir. La cultura, en los diversos momentos en su historia, tiene valores temporales y otros que son permanentes. Los unos definen el saber histórico y caracterizan épocas y condicionan períodos; los otros atañen más a la eternidad del hombre y de sus creaciones. Pedro Henríquez Ureña tuvo una capacidad especial para deslindar unos de otros y hallar seguros rumbos en los momentos de más alto prestigio del pasado cultural; sobre todo en el pasado inmediato y en los momentos del desarrollo cultural coetáneo a su formación, supo distinguir siempre lo que estaba muriendo de lo que engendraba una nueva dinámica de porvenir. Por eso pudo ser el vigía de un mundo de luces interiores y un espectador siempre conmovido de esa encrucijada que aun estamos viviendo: el siglo XIX, que entregaba parte de su alma y de su corazón al idealismo de la razón, al experimentalismo de la ciencia, a la abstracción de las leyes generalizadoras y a la comodidad de la técnica, y el siglo XX, que pugna por hallar una nueva nocion del espíritu para reintegrar al hombre a su plena condición humana.

Precisamente es ésta la actitud filosófica fundamental que podemos admirar en Pedro Henríquez Ureña: un radiante idealismo del espíritu, optimista, afirmativo y creador, arraigado en la creencia de una realidad concreta, perfecta o perfectible -realidad metafísica esencial y objetiva- y la seguridad de que en ella se afirma lo humano como una manifestación del bien y del amor, únicas formas posibles de la dignidad del hombre y la convivencia humana. En ello encarna su fe, que impulsa la razón para garantizar y hacer comunicable lo bello y lo perfecto. Como su maestro Platón pudo decir: Yo nada sé fuera de una exigua disciplina de Amor (Theages) o bien, ni en los cuerpos ni en otra cosa alguna sino sólo en el alma, se da lo bueno y lo bello (Filebo).

Es evidente que quien de este modo se acercaba a la vida, al hombre y a lo humano, con esta actitud filosófica quería dar una respuesta a todo el ciclo de la filosofía moderna -la que va desde Descartes hasta las postrimerías del siglo XIX. Esa filosofía se había fundado en la razón abastraída en el intelecto, la idea absoluta y la experiencia resuelta en la ley científica y la técnica aplicada. Todo esto venía a someter la vida a la naturaleza, los sentimientos a la inteligencia pura o a la conciencia vacía; abstraía la realidad, negaba las vivencias y el conocimiento de la "cosa en sí," afirmaba la actividad en el fenómeno, las apariencias y lo convencional, y, por fin, negando las relaciones de lo inmediato con la verdad esencial, negaba también las posibilidades de un más allá del espíritu, del misterio, en fin, de la metafísica y del arte. Concluía, en suma, en los dos terribles males que la Europa moderna nos ha dejado como herencia de un mundo sin fe, sin amor y sin ideales: el individualismo egoísta de todos los despotismos ilustrados y el pesimismo que engendran todas las formas de lucha y de destrucción. Pedro Henríquez Ureña recibe esta herencia con los estertores del siglo XIX, después de una procesión de fracasos filosóficos y vitales que se llaman: empirismo, racionalismo, idealismo absoluto, cientificismo, transformismo, evolucionismo, organicismo, mecanicismo, positivismo, determinismo, naturalismo, logicismo, neokantismo, sociologismo, utopismo, agnosticismo, decadentismo, y que sé yo cuántos subjetivismo y del "ismos" más, todos, al parecer nacidos del subjetivismo y del individualismo modernos. Ante esta vertiginosa carrera de caídas que intentan una sistematización, mas que de la realidad, del caos tendido sobre ella por esas mismas sistematizaciones del hombre, Pedro Henriquez Ureña tiene la vislumbre de que un solo camino sería correcto: la vuelta a lo humano. La insistencia con que utiliza esta palabra -en todas sus formas gramaticales: sustantivo, adjetivo, verbo, adverbio, prueba de fidelidad con que se aferra a ella. Y si no se aplica a una definición precisa de lo que él entiende por "humano," es porque resulta obvio -harto ya de deficultades, de leyes y sistemas- que una realidad basta con que sea vivida para que resulte humana. Los objetos del mundo y del espíritu, la experiencia, la razón, la idea, las formulaciones de la ciencia, los sistemas, las instituciones, todas estas cosas han perdido hoy su eficacia porque ellas forman parte de un cuerpo muerto de principios y estructuras que existen fuera y separados de la vida. Salvar, pues, la vida en su inmanencia más inmediata, necesaria, elemental y hasta biológica, con una nueva concepción de los organismos sociales, políticos y económicos, y salvar luego las formas superiores que la vida crea como atributos de lo humano, como razón de ser del alma y del espíritu, es lo que urge a este "humanista. moderno" como lo llamó acertadamente Francisco Romero. Y he aquí su mensaje, mensaje de integrador, repito, en un proceso concreto que va de lo individual a lo general y que vuelve a la armonía total de la persona: integra erudición y saber en una cultura viva, activa, en la que, a su vez, se integren el individuo creador y la tradición, lo individual, particular y personal, con lo universal, ideal y permanente; lo subjetivo con lo objetivo; la contemplación y la acción; el intelecto y la sensibilidad; la vida y el arte. Todo esto impregnado de un fuerte esteticismo muy renacentista, pero también muy postrealista y postpositivista de fines del siglo XIX y principios del XX. Por fin, hijo de América, del mundo hispanico, o, si se quiere, con mas amplitud: latino, busca una integración de la cultura incipiente de Iberoamérica con la europea y la norteamericana, salvando simpre las formas originales y creadoras que nos son propias. Tal fué, en última instancia, el máximo esfuerzo de su labor, cuyos resultados dió en Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1922), Literary Currents in Hispanic America (1945) y La cultura en la América hispánica (1947)

[Texto mimeografiado, sin lugar de edición, impreso en 1959, y localizado en el Instituto Iberoamericano de Berlín. Hay una versión previa, publicada en la Revista iberoamericana, México, 1956, XXI, núms. 41-42.

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