(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA DE PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA: PROMESA Y DESAFÍO

ARafael Gutiérrez Girardot

 

De ninguna crítica me parece tan necesitada la actividad literaria de estos países como de la que Pedro Henríquez Ureña representa con tanto estilo individual.

José Carlos Mariátegui

En un artículo aparecido en Valoraciones en 1926 apuntaba Pedro Henríquez Ureña que “en las regiones de nuestra ‘alta cultura’ el pensamiento sólo entusiasma cuando pagamos por él altos derechos de importación. Y la moda convierte en evangelio a Spengler y difunde las trivialidades de Simmel”[1]. Como tantas observaciones de Henríquez Ureña, esta no ha perdido su validez. La inflación terminológica que trajeron las modas del estructuralismo, de la semiótica, etc., constituyen los “altos derechos de importación” con los que además se han ahorrado el mandamiento científico de una recepción crítica y el deber intelectual de medir con los productos importados los nada despreciables elaborados entre nosotros. Todavía no se ha examinado como lo merece la primera obra de teoría literaria en lengua española, El deslinde (1941) de Alfonso Reyes, en la que se conjugan de manera excepcional las experiencias de un historiador de la literatura, de un poeta, de un narrador, de un ensayista, de un traductor, es decir, en la que la teoría se fundamenta un rico y universal material empírico vivido y ilimitado por quien supo armonizar la pasión americana y la raíz continental de su pensamiento con la aspiración supranacional de todo trabajo científico. Lo mismo cabe decir de la obra histórico-literaria de Pedro Henríquez Ureña. Ella estuvo exenta de todo aparato publicitario y de toda intención especulativa, es decir, aparentemente teórica. Como personificación del ideal del crítico de Voltaire, esto es, de „una persona con mucha ciencia y gusto, sin prejuicios y sin envidia”[2] y de la exigencia hegeliana de no separar el conocimiento del objeto por conocer[3], esto es, de la conjunción de hacer teoría en la praxis, Pedro Henríquez Ureña no legó una “teoría de la historia literaria” en general y de la latinoamericana en particular, porque la teoría presuponía y estaba implícita en los resultados prácticos de su trabajo histórico y en la suma concisión de sus formulaciones. Ernst Jünger aseguraba que el ideal de una denominación se asemejaría a la terminología de la botánica y la zoología: género próximo y diferencia específica. Este ideal, que no ha de confundirse con la simplicidad de la definición escolástica, trasladado a la exposición de fenómenos históricos significa la denominación concreta y, sobre todo, concisa de un proceso, lo cual implica la capacidad de comunicar una complejidad con expresión simple, sin que por ello la complejidad del contenido expuesto se reduzca a simplificación. De esta capacidad careció, por ejemplo, José Ortega y Gasset. Su Rebelión de las masas (1932), por sólo citar su obra más difundida, es una digresiva simplificación de un hecho histórico contemporáneo iniciado con la Revolución Francesa. Pedro Henríquez Ureña, en cambio, poseía ese sobrio don, alimentado por el saber y la disciplina intelectual, aprendidos en sus dos patrias, Santo Domingo y Cuba, y fortalecidos en la Magna Patria, “Nuestra América” martiana y bolivariana, a las que el prejuicio ha adjudicado el vicio del “tropicalismo”. ¿Fueron Calderón y Castelar “tropicales”, y Domingo Faustino Sarmiento o Manuel González

Prada o Enrique José Varona hijos de la „sobria” meseta castellana? Cuando Pedro Henríquez ureña hace una enumeración de autores con sus fechas precisas, la apariencia engaña: no es una enumeración, sino la exposición sucinta de un proceso. Cierto es que para conocer el sentido procesual de esa enumeración (su Historia de la cultura en la América Hispánica, 1947, lo ilustra ejemplarmente) es preciso que el lector conozca al menos parte de las obras y autores que menciona, es decir, parte del proceso. El inmerecido olvido en que han caído, como consecuencia de los “altos derechos de importación”, la Historia de la cultura citada y Las corrientes literarias en la América hispánica (trad. esp. de J. Diez-Canedo, 1949), no se debe solamente al hecho de que se las ha considerado como un manual atrasado, sino sobre todo a la „peste del olvido“ que, bajo el influjo de esas modas, se ha extendido por la América Latina y que en un incontenible y alarmante proceso de “norteamericanización” o “miamificación” de nuestras sociedades está a punto de convertirnos en repliques hispanas de la sociedad norteamericana: sociedades sin historia y sin conciencia de ella. No deja de ser ilustrativo comprobar que a esa pérdida de nuestra conciencia histórica —dibujada con tanta nitidez por Bolívar y Martí, por Andrés Bello y Varona, por Mariano Picón Salas y José Luis Romero, por Joaquín García Monge y Alfonso Reyes y el Maestro de América, Pedro Henríquez Ureña— han contribuido esencialmente los “nacionalismos“ latinoamericanos, elevados a categoría científica precisamente por la miopía ahistórica de los “estudios latinoamericanos“ que se cultivan en las universidades latinoamericanas, con evidentes intenciones pragmáticas, cebos lucrativos y métodos aparentemente científicos, como el de los ficheros, de fácil utilización policiva. Contra esta utilización mediata, pero eficazmente política de la “ciencia“ que ha logrado (por ejemplo) que un chileno sólo conozca y se interese por una porción de sus letras; que un peruano sólo se interese por fenómenos lingüísticos o literarios que se “venden“ en los centros investigativos del Big Brother, a quien ellos políticamente rechazan; a estas tantas esquizofrenias incomoda el ethos científico y político de Pedro Henríquez Ureña, su visión bolivariana, martiana, radicalmente utópico-continental, pero históricamente fundada de Nuestra América. En medio de estas danzas, equívocos, contradicciones que buscan su solución cómoda en las inflaciones terminológicas, los clientes de los “ismos“ no pueden percibir que el olvidado Pedro Henríquez Ureña (olvidado porque no fue estilístico a lo Alonso-Bousoño-Spitzer, ni semiótico, ni estructuralista, ni goldmaniano, ni lukacsiano), había elaborado con su obra un modelo coherente, fundado empíricamente, teóricamente fructífero de una historia social de la literatura de la “América hispánica“. El título de „hispánica“ no excluye al Brasil. El título de historia social de la literatura no se conocía entonces. A esta postulación de historia social de la literatura se llegó tan sólo en los finales de los años 70, después de las discusiones entre positivismo y dialéctica, y de los resultados insatisfactorios y parciales a que habían conducido tanto el uno como el otro. Pese a ese resultado postulativo, los intentos de formular teóricamente el programa de una historia social de la literatura (la de Arnold Hauser es especulativa, como la Decadencia de occidente de Spengler) no han logrado precisar unívocamente sus metas y su alcance., Sobre los múltiples intentos recientes de solucionar este problema apuntó Gangolf Hübinger en un artículo sobre “Historia literaria como disciplina sociológica“: „hasta ahora no hay un modelo de explicación científicamente inconcuso de cómo pueden establecerse relaciones concretas entre la producción literaria y la realidad social, tanto en el caso singular como en lapsos más largos“[4]. Ese problema no es extraño a la teoría literaria del marxismo-leninismo, como lo muestran los trabajos de Robert Weimann, de Claus Träger y los intentos de asimilación de la sociología empírica y de la teoría de la recepción de la literatura en la República Democrática de Alemania[5]. Pero lo que llama la atención es el hecho de que lejos e independientemente de todos estos debates más doctrinarios que teóricos, Pedro Henríquez Ureña esbozó un „modelo de explicación“ coherente y suscitador de lo que hoy se pretende con una historia social de la literatura latinoamericana. Lo sustancial del esbozo es la forma como Henríquez Ureña establece la relación entre fenómenos sociales y literatura y vida literaria y el carácter dialéctico que da a esta relación. Tanto esta relación como el carácter dialéctico son el resultado necesario de su punto de partida: el de dibujar los caminos en „busca de nuestra expresión”. Se trata, pues, de un proceso —que Henríquez Ureña ilustra con la metáfora de „corrientes”— de una sociedad para articularse no sólo literaria sino artística y políticamente. Pero esta articulación de la expresión de una sociedad supone, en el caso concreto de Latinoamérica, un amplio conocimiento de la cultura frente a la cual y dentro de la cual se „deslinda” nuestra expresión y al mismo tiempo la enriquece y la fructifica. Pues no se puede destacar una especificidad sin un tertium comparationis. Lo “americano“ no es una categoría ontológica vaga como el “ingenio español“ o la “vividura hispana“ con las que Menéndez y Pelayo y Américo Castro respectivamente designaron una constante intemporal de “lo” español, cerrando con ello la posibilidad de decursos históricos y sobre todo de un futuro. Lo “americano“ es un devenir y una formación y su perfil sólo puede dibujarse -con nitidez cuando se lo contrasta con aquello de lo que devino y de lo que se formó.

Las corrientes literarias en la América Hispánica —dentro de la historiografía literaria de lengua española y de la francesa e inglesa una obra sin par por su método— fueron a su vez la culminación de un proceso intelectual. Esto quiere decir que la aparente dispersión de la obra de Henríquez Ureña —ensayos, prólogos, trabajos filológicos e históricos, artículos periodísticos, traducciones— encubre una unidad de valor “sistemática”; que, para decirlo con un ejemplo, hay una relación necesaria entre sus ensayos como los que dedico a D'Annunzio y a Nietzsche, entre muchos más, y el propósito de describir los caminos en „busca de nuestra expresión“. Pues todos estos ensayos se proponen explorar los dos horizontes dentro de los cuales y frente a los cuales se especifica “nuestra expresión”: el español y el europeo Aunque muchos de esos ensayos fueron trabajos de ocasión —como los prólogos a los varios volúmenes de la colección Las cien obras maestras que él dirigió en Buenos Aires —ello no significa que fueron preparados con la ligereza hispana, habitual en estos y en tantos casos más. Todo lo contrario. Tras la tersura de su prosa cristalina y didáctica, se oculta una detallada familiaridad con las obras que presenta, pero también con lo que se escribió sobre ellas. El no pagaba “altos derechos” porque no necesitó importar. Así, quien hoy lea un trabajo de ocasión como “La cultura de las humanidades”, que fue una conferencia inaugural de los cursos de la Escuela de Altos Estudios de México, pronunciada en 1914, tendrá que sorprenderse ante el hecho de que el propulsor y beneficiario de una „germanofilia“ aguada y de función intimidadora como José Ortega y Gasset nunca hizo alusión al nuevo humanismo alemán, a la raíz de todas las fuentes que ponía al servicio de su prestigio, como lo hizo en pocas líneas concisas Pedro Henríquez Ureña en esa conferencia. Cuando Ortega se refiere a Mommsen y lo cita como testigo de autoridad para fundamentar su concepción imperialista y jerárquica de la sociedad (en el primer párrafo de España invertebrada, 1921), la colación de la cita delata que el “filósofo alemán“ de España no leyó a Mommsen, sino sólo la línea que cita. Cuando Pedro Henríquez Ureña menciona en la citada conferencia a varios autores relacionados diversamente con el tema de la „cultura de las humanidades“ Lessing y Mathew Arnold, Goethe y Racine, entre otros más—, la brevísima caracterización de ellos delata un conocimiento directo de esos autores. De uno de los autores contemporáneos alemanes que encarnan ese humanismo, Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf, dijo Pedro Henríquez Ureña —quien envolvía su crítica en „palabras para el buen entendedor”— que era “pensador ingenioso y profundo, escritor ameno y brillante”[6]. Esta frase de apariencia general adquiere su verdadera significación cuando se compara la caracterización que ella contiene con las necrologías y recuerdos de Wilamowitz Moellendorf por dos de sus más célebres discípulos: Wolfgang Schadewaldt y Karl Reinhardt[7]. Sus admiraciones y sus reservas caben en la frase sucinta de Pedro Henríque Ureña. Pero con este ejemplo extremo sólo se quiere destacar el seguro y concreto conocimiento que tenía Pedro Henríquez Ureña de la cultura europea, ésto es, de uno de los horizontes dentro de los cuales y frente a los cuales se especifica “nuestra expresión”. Sobre el otro horizonte, el español, sólo cabe decir que si no se han valorado sus contribuciones al esclarecimiento de la literatura española —desde su libro sobre La versificación irregular hasta su preciso ensayo sobre Valle Inclán, de 1936[8]—, ello se debe al hecho curioso y absurdo de que en los países de lengua española lo aparatoso goza de más prestigio que lo sustancial, la bibliografía numerosa más que el pensamiento crítico. Las filologías modernas, ante todo la llamada „filología románica” o “romanística”, cuyo modelo histórico, la filosofía clásica alemana del siglo pasado, criticó Nietzsche por su miopía, consideraban, y al parecer aún consideran, a la literatura como algo escrito en una lengua muerta. Esto sustituye de manera astuta el conocimiento de su contexto histórico y conduce no solamente a una aparatosa falsificación de los textos, a especulaciones voluntaristas y a intimidaciones bibliográficas, sino consecuentemente al ejercicio de esa ciencia como onanismo, como una bastarda versión del arte por el arte. Esta “concepción” ha producido en los países de lengua española obras monumentales como Juan de Mena, poeta del pre-renacimiento español (1950), de María Rosa Lida de Malkiel, en el que se echa de menos el planteamiento del problema histórico-literario que anuncia en el título: qué es pre-renacimiento en España, en donde el „precorrido“ Renacimiento no tuvo lugar. Pedro Henríquez Ureña no se dejó seducir por esa concepción miope y naturalmente pretenciosa de la filología. Él manejó esa ciencia con dominio aún inigualado —como lo demuestra su libro sobre La versificación irregular en la poesía castellana, de 1920, que por razones puramente mitológicas se considera como producto de la “escuela” “filológico-histórica“ de Ramón Menéndez Pidal—, pero no como un fin en sí. Era un medio entre los muchos mas —como sus páginas sobre Homero, Esquilo, Shakespeare, Racine, Calderon, Cervantes, o sus estudios sobre el castellano en América— para trazar el horizonte en el cual y dentro del cual podía y debía situarse la „busca de nuestra expresión“. Todos estos trabajos fueron considerados entonces aisladamente, muchos de ellos —los prólogos— como trabajos de ocasión. No fue empero —y no podía ser— un filólogo, sino un historiador quien con su obra puso de presente el propósito „sistemático“, la unidad y coherencia de los trabajos aparentemente dispersos de Pedro Henríquez Ureña: José Luis Romero. De las lágrimas que estuvo a punto de verter Amado Alonso en su necrología y que no compensan en modo alguno el tímido e injusto reconocimiento que le regateó el curiosamente legendario Instituto que el dirigía, hoy no queda nada. En vano se busca en los trabajos de este amable descendiente de los colonizadores una mínima huella de aquel por cuya muerte estuvo a punto de manifestar el folclor funeral mediterráneo. En cambio, cabe recordar que en la necrología que publicó José Luis Romero precisa y simbólicamente en la Revista Cubana de La Habana en 1946 bajo el título „En la muerte de un testigo del mundo: Pedro Henríquez Ureña, 1946“ observó: „Había comenzado disciplinando su espíritu en la ardua investigación de lo filológico y lo literario, campos en los que logró cosechar frutos maduros; pero muy pronto ascendió a la contemplación total de los fenómenos de cultura para cuyo examen poseía una rara agudeza; y en los últimos años de su vida tan trabajada escaló un alto mirador, desde el que el mundo todo en su pasado, su presente y su futuro, se tornó objeto de curiosa, de apasionada contemplación“[9]. Esta ampliación del horizonte — nutrida en él, como en Alfonso Reyes, como en José Luis Romero, como en Ángel Rama, para sólo citar a los que ya no están presentes, por una ardorosa pasión por Nuestra America bolivariana y martiana— fructificó en la praxis científica de José Luis Romero, su amigo y discípulo. Con su obra, José Luis Romero explícito de manera ejemplar y plástica lo que él mismo llama „la contemplación total de los fenómenos” a la que había llegado Pedro Henríquez Ureña en los últimos años de su vida“. En estos años elaboró y “cinceló” con serena maestría la obra más densa y a la vez transparente de la historiografía literaria en lengua española, y única también dentro de la historiografía literaria de este siglo. Pues ninguna de las historias literarias “nacionales” que, aunque elaboradas en el siglo pasado, fueron modelo de las del siglo presente, como la italiana del hegeliano De Sanctis o la de Gervinus o la de Menéndez y Pelayo, ni menos aún la de Ricardo Rojas o la especulativa de Arnold Hauser habían logrado describir el proceso de especificación de una literatura “nacional” —Hauser no describe procesos sino explícita contigüedades— dentro de un ámbito de “contemplación total”. El nacionalismo reaccionario de Menéndez y Pelayo y de sus seguidores en las Españas, o el patriotismo liberal de Gervinus o de Sanctis excluían por principio toda consideración total. A ellos les interesaba el desarrollo histórico de la literatura como testimonio de la culminación de una Nación-Estado. PedroHenríquez Ureña, en cambio, buscaba las “corrientes” que “en busca de nuestra expresión” habrían de llevar a Nuestra América que, como superación de la idea de Nación-Estado, tenía el carácter de una Utopía latente, a la promesa de una Utopía concreta total: a todo un Continente nuevo como “patria de la justicia”. Los acentos, pues, son radicalmente diferentes. En los unos, el pasado como monumento; en Henríquez Ureña, el pasado como medio de conocimiento y de proyección de un futuro justo y libre, pacífico y feraz para, todos los hombres.

Pero esta diferencia de acentos se debe precisamente a la “ascensión” a la “contemplación total de los fenómenos“. La “ascensión” es un nombre metafórico para indicar lo que cabe llamar proceso “dialéctico“. Como en el primer modelo moderno de la dialéctica, esto es, el hegeliano, en el que el punto de partida —la llamada “certeza sensible”— reconocesu insuficiencia, se niega a sí mismo y mediante esa negación avanza y trasciende su primera posición, Pedro Henríquez Ureña trasciende las disciplinas de la filología y la literatura y llega a la “contemplación total de los fenómenos de cultura”, que a su vez trasciende para incorporar a la contemplación los fenómenos “materiales” y establecer así la relación entre lo general y lo particular, en cuyo movimiento consiste lo “concreto”, es decir, el con-crecer de los dos elementos. Pragmáticamente, esta “dialéctica”, para evitar el peligro de la especulación, debe proceder como Marx en El capital, es decir, dar vida a los dos elementos con material histórico, describir y probar los caminos que constituyen esta „con-creación“. Trasladado el principio a la historia de la literatura y la historia social latinoamericana, esto implica, por lo menos, dos pasos en el trabajo historiográfico. El primero lo ilustra la explicitación del germen dialéctico de Henríquez Ureña por José Luis Romero. Hasta llegar a su libro fundamental Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976), Romero pasó por las estaciones de la historia de Roma, del Renacimiento, a las que antecedieron sus trabajos sobre la Edad Media, y a los que siguieron sus trabajos sobre “el ciclo de la revolución contemporánea”, y entremezclados sus trabajos sobre la historiografía española y latinoamericana, que obedecen a su vez al impulso de trascendencia, de establecer la relación entre lo particular y lo general (Argentina y Latinoamérica). Camino semejante había indicado y seguido Pedro Henríquez Ureña: él pasó por Homero y Esquilo, Shakespeare, Racine, Moliere, Góngora, la Edad Media española, el neohumanismo alemán de Winckelmann y sus consecuencias, el Renacimiento, Nietzsche y D'Annunzio, etc., entremezclando esas estaciones con trabajos sobre cuestiones fundamentales de la cultura social, política y literaria de Latinoamérica (sus tesis sobre el andalucismo, sus trabajos sobre capítulos de un género literario como la novela, etc.). El primer paso fue, pues, la clarificación y conocimiento familiar del horizonte general. El segundo paso lo constituye el examen de lo particular, es decir, de la “búsqueda de nuestra expresión”. Los dos pasos, empero, no son sucesivos. En la exposición del análisis y descripción de lo particular asoma necesariamente, de manera expresa o tácita, el resultado del primer paso. En la reciente “ciencia literaria” —la que tras la esterilidad de los formalismos ha desenterrado a Brunetière y a Baldensperger— estos dos pasos suelen ser llamados, de manera simplificada, „comparatística“ o “ciencia de la literatura comparada”. Esta pretenciosa y a la vez insegura ciencia constituye en realidad una “despotenciación” de la “contemplación total”, una atomización del proceso liteario histórico, y consiguientemente una supresión del marco histórico (cultural y material) en el cual es posible y necesaria “comparación”, Pedro Henríquez Ureña no postuló cosa semejante. Para él, la comparación era un medio, no un fin, un elemento de la totalidad, no la totalidad misma. Y era además la contribución del ensayista y “hombre de letras” a la ciencia.

Una vez establecido el horizonte cultural e histórico general, Pedro Henríquez Ureña describe el proceso de especificación de nuestras letras, es decir, examina las “corrientes” que han seguido nuestras letras “en busca de nuestra expresión”. Con cristalina discreción —en el viejo sentido de la palabra— soluciona arduos problemas de la historiografía literaria como, por ejemplo, el de periodización. Para ello, Henríquez Ureña no toma en préstamo etiquetas puramente estéticas (como Barroco, Ilustración o Neoclasicismo, más exactamente), y cuando se sirve de una de ellas, el Romanticismo, lo hace destacando su sentido histórico-político (Romanticismo y anarquía). Los indigenistas le reprocharían, aunque infundadamente, el que no haya comenzado en las „literaturas“ precolombinas. Pero aparte de que el concepto de „literatura“ que ha dominado en nuestra historia literaria y cultural se rige por modelos grecolatinos en su decurso histórico, que no son aplicables a las llamadas „literaturas“ indígenas precolombinas; y que Henríquez Ureña destacó cabalmente la contribución de ese mundo al concepto legado (en las Corrientes, y antes en su luminoso y hoy válido ensayo “El descontento y la promesa” de sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión, de 1928), el “comienzo” que fija Henríquez Ureña no podía ser otro que un comienzo social-histórico: el de la “creación de una sociedad nueva”. Esta fijación del comienzo de una literatura se diferencia esencialmente de la fijación del comienzo de la literatura postulado por Marcelino Menéndez y Pelayo[10] para la española, esto es, el de que literatura española es toda la que se ha escrito por habitantes de la Península. De allí surgió la ficción de una literatura “hispanolatina” y la corroboración de un pensamiento quevediano, esto es, el del senequismo “ontológico” de los españoles, fundado en el hecho de que Seneca nació en España. Este criterio geográfico para determinar una esencia intemporal e inasible (el “ingenio español”, que sin embargo permitió a Menéndez y Pelayo y a su sucesor Menéndez Pidal exceptuar del determinismo geográfico a los árabes y a los judíos —Menéndez y Pelayo—[11] y a los „enemigos“ de la España „tradicional“ como Las Casas o al separatista catalán Pere Bosch Gimpera, entre otros (Menéndez Pidal)[12], es una contradictio in adjectio (lo intemporal determinado por lo geográfico) que conduce a contradicciones irresolubles y consiguientemente abre el campo a la arbitrariedad: Menéndez Pidal, por ejemplo, gozó gracias a ella del favor respectivo de los republicanos y de los genitores del nuevo minimperio de Franco. Henríquez Ureña no se planteó este seudo-problema de un “comienzo” entendido como confirmación de una entidad perenne. No tuvo que planteárselo, además, porque lo que él quería descubrir y mostrar era no una entidad perenne y vagamente definida, sino un proceso de formación de algo nuevo. Para un Menéndez y Pelayo —y sus numerosos seguidores en las Españas, entre ellos los indigenistas— o un Menéndez Pidal, el establecimiento del “comienzo” de la literatura española (Américo Castro, más diferenciado que sus antecesores, sucumbió al falso problema, pese a sus precisiones) partía de un a priori (el “ingenio español”, la “vividura hispánica”) que había que demostrar. Para Henríquez Ureña lo importante no era el a priori, sino el a posteriori, es decir, el resultado de un proceso y los caminos de ese proceso. Pero él lo concibió como un proceso social-histórico, que consiguientemente no pregunta por un “comienzo” abstracto, sino por un “comienzo” histórico-social. De ahí el que Pedro Henríquez Ureña comience sus Corrientes, tras la descripción de los antecedentes intelectuales del Descubrimiento del Nuevo Mundo, “en la imaginación de Europa” (es el tema de la reflexión historiográfica de Edmundo O'Gormann), con el capítulo sobre la “creación de una sociedad nueva”. Esta “creación de una sociedad nueva” abarca un lapso de un siglo (1492 a 1600). El florecimiento de esa sociedad nueva (sociológicamente nueva, política y administrativamente „colonial“) abarca dos siglos (1600-1800). Ese proceso de „florecimiento“ conduce necesariamente a la „declaración de la independencia intelectual“ que acontece entre 1800 y 1830. A partir de entonces, se acelera el ritmo de los acontecimientos: cada treinta años aproximadamente ocurren cambios; Romanticismo y anarquía, el período de organización y Literatura pura, ocurren en un lapso breve. Sería equivocado considerar a Pedro Henríquez Ureña como testimonio de la verdad del mecanicismo antihistórico de la teoría de las generaciones. Si se observa la periodización de Henríquez Ureña, no será difícil comprobar que su principio es el mismo que pocos años más tarde comenzó a esbozar Fernand Braudel (en El Mediterráneo en la época de Felipe II, 1949) y que trató de fundamentar teóricamente en 1958 en su trabajo sobre la „larga duración“[13]. Los períodos de larga duración (en Henríquez Ureña son “La formación de una sociedad nueva” y “El florecimiento del mundo colonial”) obedecen a múltiples factores materia les (pestes, malas cosechas, demografía, movimiento de precios, etc.), muchos de los cuales se han superado con el progreso de la civilización material, de modo que el ritmo de la historia no es uniforme sino plural. La percepción de este ritmo diverso (que no excluye, sino que precisa y amplía la dialéctica material) por Henríquez Ureña constituye un desafío no solamente a la historiografía literaria, sino a la historiografía de lengua española en general. Una más detallada fundamentación de este diverso ritmo requiere un cambio de perspectiva en la investigación histórica de nuestro pasado, esto es, la elaboración de una sólida historia social y el descubrimiento de numerosos factores que hasta ahora sólo han investigado pocos autores latinoamericanos (con obras clásicas y en el ámbito de las ciencias histórico sociales de lengua española, como Azúcar y población en las Antillas, de Ramiro Guerra; Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, del genial Fernando Ortiz; Las multitudes, la ciudad y el campo en la historia del Perú, del peruano Jorge Basadre, y Casa grande y zenzalá, de Gilberto Freyre, o las Raíces del Brasil de Sergio Buarque de Holanda, sin olvidar a José Carlos Mariátegui con sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, entre otros más). La comprensión y apreciación científica justa de la periodización de Pedro Henríquez Ureña significa además un desafío a recuperar y fructificar una reciente tradición científica latinoamericana que hasta ahora se ha desaprovechado pecaminosamente.

Aparte de este arduo problema de la periodización, Pedro Henríquez Ureña planteó otros e insinuó su solución, o más exactamente desafío a que se les documentara y explicitara. Como las Corrientes están llenas de esos planteamientos y propuestas de soluciones, cabe mencionar como ejemplo algunas al azar. Con mucho bombo y poco contenido se ha hablado recientemente —anteayer— del „cambio del concepto de literatura“: ni el „teórico“ alemán (Hans Robert Jauss) ni menos aún su tardío difusor (Carlos Bolívar) colocaron este „cambio“ en un marco social histórico concreto, tal como se encuentra esbozado en Pedro Henríquez Ureña. Así, por ejemplo, establece en las Corrientes una relación entre la sociedad nueva y la significación social de la „cultura intelectual y artística” en ella: ésta “suponía la coronación de la vida social, del mismo modo que la santidad era la coronación de la vida individual” (Corrientes, p. 45)[14]. Tras la sencillez de esta observación se halla la descripción de una situación más compleja y sutil, como es la de la red que tejen las diversas relaciones entre religión y sociedad, cultura artística y sociedad, religión y cultura artística, etc., que explica no solamente los contenidos socio-religiosos y artísticos de las obras nacidas en y para esa sociedad nueva, sino también las instituciones de la vida literaria, producto de esa doble forma de realización del individuo. Esta red no es nueva pues es legada. Nueva es en la observación la situación compleja que descubre y que hasta ahora no se ha tratado ampliamente —ni siquiera tocado— en la historiografía literaria y en la historiografía general de lengua española. Tal tratamiento detallado supone una sociología de la religión en los países de lengua española que analice institucionalmente —no que, como se ha hecho hasta ahora, describa históricamente con intención apologética— el papel determinante de uno de los elementos de las “formas ideológicas” de la “superestructura”: el elemento religioso[15]. Esta tarea de la cultura intelectual y artística sufre más tarde, después de la Independencia —de la “declaración de la independencia intelectual”—, una importante transformación:

La literatura tenía una utilidad política... La literatura demostró su utilidad para la vida pública durante las guerras de la independencia. Con frecuencia tomó forma de periodismo, o de ensayo político... también tomó forma de novela... otras veces era el drama patriótico, la oda clásica que se leía en público, el himno que se ponía en música. Había tipos especiales de cantos populares políticos... En Cuba y Puerto Rico, donde no se había logrado la independencia, toda literatura, y aún toda manifestación de cultura, era una especie, a veces muy sutil, de rebeldía... En medio de la anarquía, los hombres de letras estuvieron todos al lado de la justicia social, o al menos al lado de la organización política contra las fuerzas del desorden. Corrientes, p. 118.

¿ Usque tándem abuteris de la miopía y de la negligencia con las que se han pasado por alto las Corrientes? La observación de Henríquez Ureña sobre el cambio de función de la literatura en la época posindependentista no se limita solamente a registrar la diferencia entre la tarea de la literatura como medio de “coronación de la vida social” del individuo en la sociedad inicial y como medio de “utilidad pública” en la sociedad independiente, sino que apunta las consecuencias de este cambio de tarea en la literatura misma: con la función nueva, cambian los “géneros literarios” (esto lo había sospechado y deseado Madame de Staël en su libro De la litterature considérée dans ses rapports avec les institutions sociales de 1800 a propósito de la Revolución Francesa; Hegel lo comprobó más tarde y de manera más perfilada y general cuando en sus Lecciones sobre estética, aparecidas póstumamentee en 1835, habló del “horizonte vital” de la poesía y de prosa, esto es, de los determinantes histórico-sociales de los géneros). Pero lo que Henríquez Ureña descubre con esta observación —lo descubre para el mundo de lengua española que, como lo muestran las laberínticas especulaciones de Carlos Bousoño en su arrogante y confusa Teoría de la expresión poética sobre la “historicidad” de la poesía (t. 2, p. 197 ss.), no ha percibido el problema— no es solamente lo que ya antes que él se había pensado y después de él se ha tratado detalladamente (como en Los conceptos fundamentales de poética, difundido en su segunda edición de 1951, de Emil Staiger; o en el análisis de los “canti” de Leopardi como ejemplo de la “disolución de los géneros líricos” por Karl Maurer, de 1957, por sólo citar pocos ejemplos). La tarea o función de la “utilidad de la literatura” que trae consigo el hecho de que “los hombres de letras estuvieron todos al lado de la justicia social, o al menos al lado de la organización política contra las fuerzas del desorden”, le permite a Henríquez Ureña esbozar la compleja figura del “intelectual”. El esbozo constituye no solamente el núcleo sino el desafío de una sociología del intelectual en los países de lengua española. A esta contribuye Pedro Henríquez Ureña con una suscitación más: en el capítulo de las Corrientes titulado “Literatura pura” observó sobre un nuevo cambio de la tarea de la literatura de “fin de siglo” (la designación de esta época es de origen francés: fin de siécle; los peninsulares, obedeciendo a sus rencorosos complejos, la han reducido a un supuesto e inexistente “conflicto entre dos espíritus”: entre Modernismo latinoamericano feminoide e inauténtico y la presunta Generación del 98, masculina y auténtica; en realidad se trata de la literatura de transición entre fines del siglo XIX y comienzos del XX):

Nacida de la paz y de la aplicación de los principios del liberalismo económico, la prosperidad tuvo un efecto bien perceptible en la vida intelectual. Comenzó una división del trabajo. Los hombres de profesiones intelectuales trataron ahora de ceñirse a la tarea que habían elegido y abandonaron la política... como la literatura no era en realidad una profesión, sino una vocación, los hombres de letras se convirtieron en periodistas o en maestros, cuando no en ambas cosas... algunos obtuvieron puestos diplomáticos o consulares. Corrientes, p. L65.

Se trata aquí, en pocas palabras, del complejo fenómeno de la “profesionalizaron” del intelectual bajo la influencia de la expansión del capitalismo y de la integración de los países de lengua española en su sistema. Pero se trata de más: de la influencia de esa paulatina y mendicante “profesionalización” en campos de la vida social y cultural (el magisterio, la diplomacia, el periodismo) y del efecto recíproco en el ejercicio literario de “literatura pura” del “profesional” no es el único ejemplo. Maestros como Gabriela Mistral o escritores-periodistas como el colombiano Luis Tejada, por sólo citar dos entre numerosísimos ejemplos, delatan el cuño temático y formal de sus actividades públicas en sus escritos. El caso de los escritores diplomáticos —considerados hasta ahora como una honrosa tradición y un ornamento de la “diplomacia”, de prebendados, no profesionales del oficio— roza otro problema de la sociología y de la historia social del intelectual: el de la volubilidad ideológica de quien considera como supuesto de su actividad la independencia intelectual y quien al mismo tiempo depende del “poder” político en cuanto tal, independientemente de su tendencia o de sus puras ambiciones. En menos de una página en total, Pedro Henríquez Ureña trazó la historia social de la función de la literatura y del escritor en tres épocas de nuestra historia: la literatura como “coronación de la vida social” (del ascenso social), la literatura como medio de “utilidad política” y la literatura como moduelo de la “división del trabajo”.

No son estos los únicos ejemplos de la penetración científica de Pedro Henríquez Ureña en las relaciones complejas entre literatura, historia y sociedad de Nuestra América. De entre los muchos más, cabe destacar dos por la importancia de sus suscitaciones, y por el valor que tienen dentro del conjunto de planteamientos recientemente hechos con la intención de deslindar concretamente el campo de una historia social de la literatura. En el capítulo sobre el “Periodo de organización” apunta:

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Las ciudades tenían ya sus novelistas: José Tomás de Cuellar (1830-94) en México, Cirilo Villaverde (1812-94) en La Habana, Alberto Blest Gana (1830-920) en Santiago de Chile, Manuel Antonio de Almeida (1830-61), Machado de Assís, y luego Aluizio de Azevedo (1857-913) y Raúl Pompeia (1863-95) en Río de Janeiro. Con frecuencia los novelistas marcaron el paso a los poetas en su busca de innovaciones, y pasaron del romanticismo al realismo. En muchos casos lo hicieron de manera espontánea, ahondando en el pozo de la tradición; el puente fueron los abundantísimos cuadros de costumbres. Corrientes, p. 151.

Estas líneas no solamente ponen en claro que el tránsito del “romanticismo al realismo” no fue un cambio de posiciones estéticas aisladas del desarrollo social, sino un efecto de ese desarrollo: el crecimiento de las ciudades. El tránsito, pues, no fue extrínseco, sino intrínseco, no vino exclusivamente de fuera, sino de dentro. Este cambio intrínseco no excluye la consideración de las influencias —en el caso concreto, la de Balzac, por ejemplo—, que Henríquez Ureña registra desde la perspectiva de una “contemplación total”, reduciéndolas a su probable dimensión. De Blest Gana dice:

Tomó por modelo a Balzac, y sin embargo en sus primeros libros importantes, como Martín Rivas (1862), se halla más próximo a los relistas españoles de las postrimerías del XIX, como Galdós, que a Balzac. O dicho con otras palabras, se parece menos a los autores franceses a quienes había leído y a quienes trataba de imitar que a los españoles a los que no había leído ni podía haberlo hecho, dado que sus libros aún no se escribían: La fontana de oro, de Galdós, primera novela de la nueva era realista en España, no se publicó hasta 1871. Corrientes, p. 152.

Esta no era una comprobación ingeniosa por el estilo de las de Ortega y Gasset, de Unamuno o del atormentada y tortuosamente confuso epigonillo de estos dos, Octavio Paz. Ella quiere decir, simplemente, que en una sociedad paulatinamente consciente de su “independencia intelectual”, una influencia como la de Balzac fue más bien una suscitación para articular independientemente el propio desarrollo, la experiencia cotidiana. Henríquez Ureña indica además el problema del “costumbrismo”, esto es, su función de “puente”. Sólo J. F. Montesino  abordo este tema para España en su libro Costumbrismo y novela, 1960; pero su planteamiento puramente filológico y formal le impidió ver que el problema no era primariamente de géneros, sino histórico, esto es, de la relación entre “tradición” e innovación. Esta es la perspectiva que esbozó Henríquez Ureña. El costumbrismo es esencialmente tradicional y conservador, y no solamente un supuesto género literario “sustituto” de la novela. Y consiguientemente exige un tratamiento social-histórico. “Pozo de la tradición” lo llama Henríquez Ureña. Pero ¿cómo se articula esta tradición?

Para dar respuesta a esta pregunta es preciso recurrir al núcleo primario de la socialización del individuo especialmente en sociedades conservadoras: la familia. Sobre el tema prometedor “familia y literatura” sólo se conoce el trabajo de Levin I. Schücking, La familia puritana en perspectiva literario-sociológica, de 1929 (la segunda edición es de 1964), que no ha encontrado continuadores, aparte importantes observaciones de H. Schöffler en su libro Protestantismo y literatura, de 1958 (segunda edición). En los países de lengua española, la historiografía literaria lo desconoce. De ahí el que una mención del tema en las Corrientes no solamente tiene un valor suscitador y renovador, sino que constituye un amplio programa de trabajo. “En agudo contraste con la literatura europea de pasión desatada... la América hispánica produjo gran cantidad de poesía doméstica. Mucha de ella nos parece hoy algo ridícula; cuando los poetas mediocres nos fastidian, claro es que hallaremos sus lágrimas inútiles... A veces la lágrima se cambia en perla...” (Corrientes, p. 132). Con ello indica Pedro Henríquez Ureña el carácter conservador de la “literatura doméstica” (“en agudo contraste con la literatura europea de pasión desatada, a la greña con la sociedad”), a la que pertenece el costumbrismo, y además llama la atención el humus de obras que convirtieron el llanto “en perla”. Pero esta alusión cabe aplicar a tantas obras como Casa grande del chileno Orrego Luco o Los parientes ricos del mexicano Rafael Delgado, por solo citar dos entre más ejemplos) que tienen como tema el de la familia y su desarrollo en el contexto histórico-social. Con su habitual concisión, plantea Pedro Henríquez Ureña en estas líneas la cuestión de la influencia temática y formadle la familia en la literatura latinoamericana de un período (“Romanticismo y anarquía“). La limitación a un período no implica que el tema no sea generalizable. La generalización es tarea que no sería posible sin el esbozo del tema. Y Henríquez Ureña no solamente lo esboza sino que, como en todo lo suyo, indica el camino que ha de seguirse.

Las corrientes literarias en la América Hispánica fueron concebidas como lecciones universitarias para un público extranjero. Fueron ocho lecciones, dictadas por invitación de la Universidad de Harvard entre noviembre de 1940 y marzo de 1941. No solamente honraron la Cátedra Charles Eliot Norton con una obra magistral y ejemplar, sino que le dieron el carácter de seminario en el sentido original de la palabra, esto es, de semillero. Han sido pecaminosa e irresponsablemente desaprovechadas. Entre la fecha de su publicación en castellano en 1949 y hoy, Latinoamérica ha pagado altísimos „derechos de aduana“ por modas históricamente miopes y científicamente inconsistentes que no solamente no han contribuido en nada a esclarecer el decurso histórico y las peculiaridades de las letras de Nuestra América, sino que han distraído dogmáticamente la atención de fenómenos puramente literarios cuya importancia para la comprensión de las transformaciones de la literatura es considerablemente mayor que la formalización terminológica de un texto literario y que, en última instancia, sólo suele servir para confirmar la teoría, como ya se apuntó más arriba. Uno de esos fenómenos es el de la disolución y mezcla de los géneros literarios en nuestras letras. Sobre este fenómeno apunta Henríquez Ureña en Las corrientes: „Canaan, 1902, del brasileño Gracar Aranha (1868-931), es la más destacada entre nuestras primeras novelas de tesis en el siglo actual. Participa de la naturaleza del ensayo, al igual que novelas posteriores de Wells o La montaña mágica de Thomas Mann. El modelo lejano es el Wilhelm Meister, de Goethe“ (p. 198). La participación “de la naturaleza del ensayo”, como dice cuidadosamente Henríquez Ureña, es el resultado de un largo proceso en el desarrollo europeo puesto en marcha por el primer romanticismo alemán y que Erich von Kahler ha llamado “la interiorización del narrar”, es decir, la reflexión paralela a la narración. Un fenómeno semejante se encuentra en Argentina en el siglo pasado, es a saber, la novela Amalia (1851-55) de José Mármol, que Pedro Henríquez pasa por alto. Pero la mención del fenómeno a propósito de Aranha y la referencia al “modelo lejano” Wilhelm Meister de Goethe, que tanto excitó a los románticos Schlegel y Novalis y que veneraba Martí, permite divisar un complejo horizonte de problemas, absolutamente descuidado hasta ahora por la historia y la crítica literarias de lengua española, pese a que el esclarecimiento de este horizonte contribuye a ver con adecuación tantas obras de Nuestra América a las que o bien se les han reprochado defectos formales (como a De sobremesa, de Silva) o “digresividad” (como a las novelas de Eduardo Mallea), sin percatarse de que precisamente en esta subterránea tradición se encuentra el núcleo que explica novelas-ensayo como el Adán Buenosayres de Marechal, algunas de Juan Carlos Onetti (quien tras alcanzar su fama olvidó las suscitaciones de Mallea, reconocidas en tiempos oportunos) y sin duda Paradiso de Lezama Lima. La reconstrucción de este proceso en el sentido de Pedro Henríquez Ureña exige la “contemplación total”, pero ante todo una actitud desprevenida y serenamente consciente ante nuestras letras, esto es, una actitud que no necesite pagar “altos derechos de aduana”, porque en la “contemplación total” no hay aduanas sino simplemente saber sólido, no moda, sino sencillamente ansia de superación —consecuencia y presupuesto a la vez del saber sólido—, ni prejuicios defensivos sino únicamente la serena consciencia de que la Utopía que trazó Pedro Henríquez Ureña tenía su fundamento concreto en una tradición de Nuestra América que demostró ejemplarmente que su cualidad intelectual y su ethos conducen por caminos directos a un postulado: el de hacer de Nuestra América la “patria de la justicia”.

La lectura de la obra seminal de Pedro Henríquez Ureña descubre una incesante promesa y lanza un permanente desafío. La promesa de que los caminos que abrió para llegar al conocimiento y a la conciencia de Nuestra América fructificarán y enriquecerán con creciente transparencia y seguridad ese conocimiento y esa conciencia. Esta promesa es consecuentemente un desafío: no solamente el de saber aprovechar su herencia, sino el de profundizarla y, al hacerlo, acabar con la solemne improvisación, la semignorancia agresiva y defensiva, el servilismo paradójicamente vanidoso que paga “altos derechos de aduana“. La promesa y el desafío de su obra conducirán a una seguridad intelectual que hará innecesario el pago de los “altos derechos de aduana” porque para enfrentarse a esos productos críticamente nos asistirá la figura del Maestro y modelo, a quien sólo honra el que siga su ejemplo. Promesa y desafío son también los medios con los que un Maestro impulsa al discípulo a que tenga conciencia de sí mismo, de su derredor, a que sea justo y verdadero, a que sea mejor y, con ello, haga mejor a su sociedad. Ello implica un rechazo del egoísmo y la vanidad, que nada tiene que ver con el ascetismo, porque ese rechazo se nutre del amor, del Eros intelectual, de la pasión por la justicia y la verdad. No solamente por el saber que nos ha legado, sino por el ejemplo de su Eros intelectual, por los permanentes impulsos que irradian su promesa y su desafío, es Pedro Henríquez Ureña el Maestro de Nuestra América y como tal la personificación de la Utopía que él mismo trazó.

Rafael Gutiérrez Girardot: “Aproximaciones”, PROCULTURA, Nueva Biblioteca Colombiana de Cultura, Bogotá, 1986, pp. 65-86.

[Nota bene: Gracias a Luis (que perdone el descuido del olvido de su apellido), el amigo-lector-colaborador colombiano, que nos hizo llegar la transcripción de este artículo. MDM]



El lema de José Carlos Mariátegui está tomado del comentario que éste hizo a los Seis ensayos en busca de nuestra expresión, publicado en la revista Mundial, de Lima, el 28 de junio de 1929. Está recogido en el tomo 12 de la edición de sus Obras completas, bajo el título martiano Temas de Nuestra América, Lima, 1960, p. 74.

[1] Registrada en la antología de sus escritos elaborada para la "Biblioteca Ayacucho" por Ángel Rama y R. Gutiérrez Girardot bajo el título La Utopía de América, Caracas, 1978, p. 534.

[2] VOLTAIRE: Dictionnaire philosophique (1764), art. "Critique". Con esta frase concluye el art.

[3] HEGEL: Phánomenologie des Geistes, Einleitung, en la ed. de Hoffmeister, Hamburgo, 1952, especialmente p. 69.

[4] GANGOLF HÜBINGER:Literaturgeschichte als gesellschaftswissenschaftliche Disziplin", en la rev. Geschichte und Gesselshaft, año 9, 1983, fasciculo 1, p. 5.

[5] MANFRED NAUMANN (redacción) y otros: Gesellschaft-Literatur-Lesen, Berlín (RDA) y Weimar, 1975.

[6] PEDRO HENRÍQUEZ ÜREÑA: Obra crítica, ed. de Emma Susana Speratti Pinero (la antología es completamente insuficiente y está hecha con un criterio „hispanístico“ tradicional y provinciano), F.C.E. México-Buenos Aires, 1960, p. 602.

[7] WOLF SCHADEWALDT: „Karl Reinhardt und die klassische Philologie“, en: Hellas und Hesperien, Zurich-Stuttgart, 1960, p. 1031 ss.

[8] PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA: Obra Crítica, p. 683.

[9] JOSÉ LUÍS ROMERO: art. Recogido en La experiencia argentina, ed. Por Luis Alberto Romro, Buenos Aires, 1980, p. 304.

[10] MARCELINO MENÉNDEZ Y PELAYO: “Programa de oposición a la cátedra e literatura española” (1873), recogido en: Miguel Artigas: La vida y obra de Menéndez y Pelayo, Santander, 1939, p. 73 y passim.

[11] Ob. Cit., p. 77

[12] RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL: Los españoles en la historia, Madrid, 1947; El Padre Las Casas, Su doble personalidad, Madrid, 1963.

PERE BOSCH GIMPERA: Espanta (lección inaugural del curso universitario de Valencia, 1937/38), Barcelona, 1978.

[13] FERNAND BRAUDEL: Escrits sur l’historie, Paris, 1969, p. 41 ss.

[14] Las corrientes literarias en la América hispánica que se citan en el texto se refieren a la ed. del Fondo de Cultura Económica de México, de 1949.

[15] Marx: Zur Kritik der politischen Okonomie (1859), Berlin (RDA), 1951, p.13.

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