(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

LA CULTURA Y LOS PELIGROS DE LA ESPECIALIDAD

Pedro Henríquez Ureña

 

 

No es de ahora la admiración de los pueblos hispanoamericanos ante el desarrollo de la instrucción pública en los Estados Unidos. Sarmiento, tal vez antes que nadie, Hostos después —entre otros—, hallaron en el pueblo norteamericano parte de las inspiraciones que los guiaron en sus campañas pedagógicas.

¿Qué pudieron enseñar los Estados Unidos—desde 1850—a los hombres de nuestra América? Los Estados Unidos representaban, para nosotros, la educación democrática. El principio de la instrucción pública gratuita y obligatoria, o cuando menos al alcance de todos, si bien no lo inventaron ellos, sí lo pusieron en acción eficaz. Representaban, además, métodos objetivos directos y aplicaciones prácticas y útiles del conocimiento.

Hoy, en los comienzos del nuevo siglo, iguales lecciones nos dan los Estados Unidos. Pero ya no tienen ellas la importancia de otro tiempo: porque, en mayor o menor grado, todas las naciones han adoptado el principio de la educación democrática; porque si en 1850 eran poces los países que habían renovado sus métodos pedagógicos, hoy son muchos; y en fin, porque hoy en todas partes la enseñanza, sin hacerse necesariamente práctica en el sentido vulgar de la palabra, procura que todo conocimiento adquirido en la escuela se justifique por su utilidad en la vida posterior del individuo.

Hay más. Dentro de los Estados Unidos es preciso distinguir de regiones y de épocas. Aun en 1850, las actividades pedagógicas que atraían la atención de Sarmiento no eran de todo en el país: pertenecían sólo la Nordeste, y principalmente a la Nueva Inglaterra. En el Sur, los beneficios de la instrucción raras veces alcanzaban a la gente de color, esclava o libre, o a la blanca pobre (white trash): tanto vale decir que la mitad del país —pues el Oeste todavía estaba punto menos que despoblado—, no creía en el ideal de la educación democrática.

Después de 1865, terminada la guerra civil, el Oeste fue poblándose y extendiendo los ideales del Nordeste. Hubo una excepción, sin embargo: no se trabajó seriamente por adaptar al indio a la civilización anglosajona, y acaso haya sido ventajosa la desidia: el insumiso indígena no ha aprendido a fabricar máquinas, pero ha conservado su cultura autóctona y tradicional, sobre todo su música y sus artes plásticas, hondamente interesantes.

El Sur se ha modernizado con más lentitud que el Oeste. La raza negra va educándose despacio, por sus propios esfuerzos y con la ayuda de filántropos de la raza dominadora; la instrucción general se extiende. Con todo, el Sur aún no podría servir de modelo a los creyentes en la educación democrática.

Finalmente, la inmigración enorme que ha entrado en el país ha producido desequilibrios en la distribución de la cultura. A pesar de todos los esfuerzos, hay más población escolar que escuelas. La exigua retribución de los servicios del maestro—problema de que se habla todos los días— ha alejado de la enseñanza a muchos hombres y mujeres de aptitudes superiores, y la escasez de maestros resulta alarmante; hay miles de puestos que nadie ocupa, y muchos más encomendados a incompetentes mientras no se halle modo de reemplazarlos con aptos. La gravedad de la situación vino a comprenderse durante la guerra, cuando se verificó el censo de los campamentos: según las cifras oficiales, publicadas por el Gobierno de Washington, el veinte y cuatro por ciento de los soldados no llenaba los requisitos mínimos de instrucción exigidos en las pruebas de examen adoptadas por el ejército. Esos requisitos no siempre se limitaban a la lectura y a la escritura; pero, según cálculos probables, el analfabetismo del ejército pasaba del quince por ciento, cifra mucho más alta que las publicadas, año tras año, antes de la Gran Guerra, en las enciclopedias y en los tratados de geografía. En general, la estadística de los pueblos del Norte pecaba de optimismo; en cambio, los cálculos estadísticos latinoamericanos pecan a veces de pesimismo, y conozco caso en que uno de nuestros pesimistas atribuyó a su país un noventa y cinco por ciento de analfabetos: cosa a todas luces imposible.

No seremos los hispanoamericanos quienes tengamos el derecho de arrojar la primera piedra a los Estados Unidos por su indebido exceso de analfabetismo. No; a pesar de todas las salvedades y excepciones, uno de los rasgos característicos de este país, es, como piensa John Dewey, su culto a la educación, su fe a la cultura para todos. Los hispanoamericanos, devotos de la cultura como hemos sido siempre, todavía tenemos que tomar ejemplo de esta devoción de las gentes del Norte, menos pura tal vez, pero más eficaz hasta ahora.

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¿Qué más aprenderemos de los Estados Unidos? No sé que haya otra cosa esencial que aprenderles. Pormenores, sí: en métodos y en aplicaciones, continúan dando ejemplos, aunque no sean los únicos.

Creo, en cambio, que debemos ahora prevenirnos contra sus ejemplos perjudiciales. La educación está en crisis en los Estados Unidos. No necesito aducir pruebas; quienquiera que se halle en contacto con las escuelas y universidades, quienquiera que lea publicaciones pedagógicas del país, lo sabe. Hasta la prensa diaria llegan los ecos del conflicto.[1]

No pretendo afirmar que sea cosa fácil descubrir la causa de la crisis. Las causas son muchas, probablemente, y cada quien propone su remedio, desde la lectura de Platón hasta el aumento de salarios a los maestros. La desorientación es general, y no se ve cercana la solución.

En la crisis, uno de los problemas indudables es el del curriculum, del plan de estudios: a los hispanoamericanos debe interesamos, porque presenta complicaciones que hasta ahora hemos logrado evitar nosotros, pero que podríamos crear en nuestras escuelas, si por falta de atención vigilante perdiéramos la sana orientación de nuestras tradiciones intelectuales. De los planes de estudios depende todo sistema y todo orden de cultura. Y en los Estados Unidos, actualmente no es exagerado decir que impera el desorden en los planes de estudios, cosa que no sucede todavía en la América española.

Son enteramente opuestas la concepción del curriculum en los Estados Unidos y la concepción latinoamericana; la oposición se explica por diversidad de tradiciones intelectuales. Para los países llamados latinos, los pueblos de lenguas románicas, Francia ha dado, durante los últimos cien años, las normas principales de la vida intelectual. La norma francesa, en los planes de estudios, ha sido la organización enciclopédica; el estudiante que termina el bachillerato posee los elementos de todas las disciplinas esenciales, que son la lengua nativa, con su literatura, la geografía y la historia del mundo y de la nación, y las ciencias fundamentales, en orden lógico, desde las matemáticas hasta la biología, de acuerdo con las clasificaciones filosóficas del siglo XIX. Nuestras discrepancias ocurren generalmente en torno a las disciplinas filosóficas (definir cuales y de qué carácter deben ser las que se incluyan en la enseñanza secundaria), las disciplinas estéticas (dibujo, música, historia de las artes), y las lenguas extrañas (primacía de las modernas o de las antiguas); pero cada una de estas ramas está representada, de algún modo, en los planes de estudios. Hay otras enseñanzas que van entrando gradualmente —por ejemplo, los trabajos manuales, que a la vez son educación de los sentidos y tienen utilidad práctica—; al admitirlas, lo haremos sin suprimir ninguna de las que son esenciales a la cultura general, según nosotros la concebimos.

Inglaterra, madre intelectual de los Estados Unidos, conservaba hasta ayer arcaicos planes de estudios, y todavía los conserva en instituciones especiales. Cuando los Estados Unidos comenzaron a abandonar la tradición pedagógica inglesa —en la primera mitad del siglo XIX—, no pudieron liberarse totalmente del clásico pecado inglés de la falta de fundamentos lógicos y de coordinación en la enseñanza. Las cualidades salientes de la escuela norteamericana se hicieron visibles desde entonces: el propósito de difusión de la cultura, la eficacia viva del método, las posibilidades de aplicación; pero los planes de estudios no siempre ganaron en motivación lógica ni en coordinación filosófica.

Posteriormente —no hace mucho—, el principio de la libre eleción, de la especialización en el estudio, penetró en la pedagogía de los Estados Unidos, e invadió, no sólo los colegios de las Universidades —donde parece admisible—, sino las escuelas secundarias, las high schools. Como cada Estado de la Unión, y a veces cada municipio, legisla respecto de sus propias escuelas, la libre elección de estudios ha hecho estragos en muchos lugares.

Comparemos sistemas. En Francia existen varios tipos de enseñanza secundaria, y cada estudiante escoge el suyo; pero cada tipo tiene su curriculum uniforme—salvo, quizás, ligeras alteraciones posibles en cada caso, y no sólo uniforme, sino combinado de acuerdo con nociones precisas sobre la importancia de las diversas disciplinas y sobre las relaciones que entre ellas existen. En la mayoría de los Estados de la Unión Americana los tipos de enseñanza secundaria no tienen programas uniformes; al estudiante se le dan sólo líneas generales, y dentro de ellas debe él escoger, corno especialista, las asignaturas que estime convenientes para su desarrollo intelectual y su posible ocupación futura. Como el estudiante de doce a quince años de edad no tiene nociones claras que lo guien, su libre elección, aun con el consejo de sus padres y de las autoridades escolares, frecuentemente lo lleva a errores. Es más; los consejos a menudo contribuyen al error. Y así, la pretendida especialización se convierte en educación incompleta y superficial.

Las líneas generales que se dan al estudiante son comúnmente cuatro o cinco: lengua nativa, lenguas extranjeras (modernas o antiguas), matemáticas, ciencias físicas y naturales, historia. El alumno de high school está obligado a seguir cursos sobre la lengua inglesa—aunque a menudo se queda sin el estudio de la literatura—, y cursos de matemáticas, que incluyen por lo menos el álgebra y la geometría. Tiene derecho a escoger la lengua o lenguas que desee —principio defendible, pero peligroso en la forma en que se practica, mediante la cual se permite abandonar el estudio de una lengua a poco de haberlo comenzado, y ensayar otra naturalmente; así no se aprende ninguna de las dos o de las tres, porque bien pueden llegar a tres.[2] Tiene derecho también a escoger ¡oh asombro! la ciencia que quiera y la rama que quiera de la historia. Es decir, que en el concepto de los pedagogos que formulan los planes, lo mismo da la física que la química o la biología, y lo mismo da la historia antigua que la media o la moderna. Es decir, que da lo mismo conocer los elementos químicos que la ley de la gravitación, y se puede escoger ignorando la una cosa o la otra; que da lo mismo saber quién fue Cromwell o quién fue Pericles, y se puede escoger ignorando la significación de uno de ellos.[3] El absurdo de semejante modo de entender las ciencias y la historia saltaría a los ojos de cualquier educador francés, pongo por caso; sin embargo, es enorme el número de escuelas norteamericanas donde rige este sistema, o, mejor dicho, este desorden.

Se pensará que la Universidad trata de corregir tales errores en los alumnos que recibe de la high school, puesto que en el colegio de tipo universitario es donde se completa el bachillerato y se recibe el título.[4] Pero no; la Universidad pocas veces corrige nada, y a menudo añade motivos de desconcierto. Tales son las listas de requisitos de entrada.

Tomaré el ejemplo, asequible para todos, de la Universidad de Columbia, que es una de las cuatro —o de las cinco— más importantes del país. Para entrar al colegio de Columbia se exigen "15 unidades" que se distribuyen entre el idioma inglés y su literatura (3 unidades), las matemáticas (3 unidades) y dos campos de elección: uno de elección restringida (405 unidades), y otro de elección libre (405 unidades). Aquí comienza el absurdo. En el campo restringido, el estudiante puede presentar solamente (a) latín, o bien (b) una combinación que consiste en una-lengua extranjera, la física o la química, y la historia—aquella rama que el estudiante conozca—. Es difícil comprender el criterio pedagógico según el cual "cuatro unidades" de latín son intercambiables con "cinco unidades de mescolanza (una lengua, una ciencia y una rama de la historia); pero ahí están los anuncios impresos para demostrar que semejante criterio existe. Y Columbia está lejos de ser la única institución que lo sustenta.[5]

Para el campo de elección libre, la Universidad da una lista extensa de materias. Resultado: es posible entrar al colegio de Columbia, cuando se escoge una especialidad en letras, con un bagaje intelectual compuesto exclusivamente de matemáticas, lengua y literatura inglesa, latín, griego, francés y la Biblia. ¡Las leyes de las ciencias físicas y naturales no son conocimientos necesarios! Durante los cuatro años de college, es verdad, hay instituciones que obligan al alumno a estudiar ciencia, aunque su especialidad sea en las letras, historia o filosofía; pero según la curiosa manera norteamericana de entender el conocimiento científico, se escoge una ciencia cualquiera.[6] Ahí está, pues, el ejemplo peligroso. Y el peligro no es ilusorio. En varios países de la América española se hacen intentos de introducir las especial i Jades en la enseñanza secundaria, y urge evitar que su introducción, si no se contiene dentro de límites prudentes, nos lleve al pavoroso desorden que hace tantos estragos en las escuelas de los Estados Unidos.

El remedio, para nosotros, es sencillo: no perdamos de vista nuestra sana orientación latina, las tradiciones intelectuales que nos dieron el hábito de clasificar y coordinar los conocimientos, la noción clara de que cada disciplina esencial tiene su lugar necesario e insustituible en el programa de cultura que deben cumplir las escuelas.

Pedro Henríquez Ureña



[1] Si no bastara el testimonio de los años que llevo en la vida universitaria __la experiencia directa adquirida enseñando en tres de las universidades mayores: Minnesota. California, Chicago y observando de cerca la labor de otras, como Co-lumbia y John Hopkins—, podría transcribir innumerables declaraciones que confirman el aserto. De sólo la revista School and Society, durante 1919, podría transcribir cien pasajes.

[2] He conocido muchos estudiantes de colegio universitario que, al iniciarse en la lengua castellana, habían ensayado ya otras tres (latín, francés y alemán), y no sabían ninguna, porque a todas les habían dedicado poco tiempo. En general, estos estudiantes acaban por perder todo interés en los idiomas y no adquieren ni siquiera la aptitud de leerlos. Obligándolos a concentrar sus esfuerzos en el estudio de un solo idioma y prohibiéndoles ensayar uno nuevo mientras no dominen por lo menos la lectura del ya comenzado, se evitaría el enorme desperdicio que ahora se produce. No exagero al decir que el noventa por ciento de la enseñanza de idiomas extranjeros en el país es tiempo perdido.

[3] Ejemplo curioso: una alumna universitaria, que conocí estudiando historia de la literatura inglesa, tropieza con dificultades en la asignatura. Su explicación era clara: en la high school sólo había estudiado historia de la antigüedad. Apenas hay alumno universitario que no se queje de deficiencias semejantes en su preparación.

[4] El bachillerato norteamericano, téngase presente, implica ocho años de estudios posteriores a la escuela primaria, cuatro en la high school y cuatro en el college.

[5] Columbia University. Bulletin of Information. Entrance examinations and admission, 1919-1920. V. las páginas 18 y 19.

[6] Al proceder así, los norteamericanos demuestran ser descendientes legitimes de los ingleses. Todavía en Inglaterra hay quienes creen que no existe cultura fuera del griego y del latín. En 1917, escribiendo en la Fortnightly Review (si no recuerdo mal), Lord Bryce afirmaba que el conocimiento de las fórmulas químicas —la del agua, por ejemplo— es cosa para especialistas. Lord Bryce dice también, en su libro South America, que los hispanoamericanos somos poco intelectuales; probablemente entre otras cosas, porque no siempre sabemos de memoria el Canto I de la lliada en griego; pero los alumnos de nuestras escuelas secundarias saben muchas cosas que el ilustre escritor contempla desde lejos como especialidades abstrusas. He oído a Sir Gilbert Murray declarar que la mayoría de sus alumnos de griego, en Oxford, no podrían explicar las razones astronómicas a que obedecen regulaciones del candelario como las de los años bisiestos. Así se explica que escritores contemporáneos, de gran cultura inglesa, caigan, como Stevenson, en el error de atribuir mil pies a los insectos (cuya característica es no tener más que seis), o, como Chesterton, en el absurdo de hablar del eje norte y el eje sur de la tierra. Y no se olvide que Tennyson, discutiendo con Huxley, manifestó ingenuamente la creencia de que las leyes naturales se cumplían unas veces sí y otras veces no.

Publicado en La Unión Hispanoamericana, Madrid, Año V, Núm. 40, 11 de febrero de 1920, pp. 28-30; en La Reforma Social, New York, marzo, 1920 y en Nosotros, Buenos Aires, Año XVI, Tomo 42, Núm. 160, septiembre, 1922, pp. 47-54.

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