(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

PATRIA DE JUSTICIA

 

Nuestra América corre sin brújula en el turbio mar de la humanidad contemporánea. ¡Y no siempre ha sido así! Es verdad que nuestra independencia fue estallido súbito, cataclismo natural: no teníamos ninguna preparación para ella. Pero es inútil lamentarlo ahora: vale más la obra prematura que la inacción, y de todos modos, con el régimen colonial de que llevábamos tres siglos, nunca habríamos alcanzado preparación suficiente: Cuba y Puerto Rico son pruebas. Y con todo, Bolívar, después de dar cima a su ingente obra de independencia, tuvo tiempo de pensar, con el toque genial de siempre, los derroteros que debíamos seguir en nuestra vida de naciones hasta llegar a la unidad sagrada. Paralelamente, en la campaña de independencia, o en los primeros años de vida nacional, hubo hombres que se empeñaron en dar densa sustancia de ideas a nuestros pueblos: así, Moreno y Rivadavia en la Argentina.

Después... Después se desencadenó todo lo que bullía en el fondo de nuestras sociedades, que no eran sino vastas desorganizaciones bajo la apariencia de organización rígida del sistema colonial. Civilización contra barbarie, tal fue el problema, como lo formuló Sarmiento. Civilización o muerte eran las dos soluciones únicas, como las formulaba Hostos. Dos estupendos ensayos para poner orden en el caos contempló nuestra América, aturdida, poco después de mediar el siglo XIX: el de la Argentina, después de Caseros, bajo la inspiración de dos adversarios dentro de una sola fe, Sarmiento y Alberdi, como jefes virtuales de aquella falange singular de activos hombres de pensamiento; el de México, con la Reforma, con el grupo de estadistas, legisladores y maestros, a ratos convertidos en guerreros, que se reunió bajo la terca fe patriótica y humana de Juárez. Entre tanto, Chile, único en escapar a estas hondas convulsiones de crecimiento, se organizaba poco a poco, atento a la voz magistral de Bello. Los demás pueblos vegetaron en pueril inconsciencia o padecieron bajo afrentosas tiranías o agonizaron en el vértigo de las guerras fratricidas: males pavorosos para los cuales nunca se descubría el remedio. No faltaban intentos civilizadores, tales como en el Ecuador las campañas de Juan Montalvo en periódico y libro, en Santo Domingo la prédica y la fundación de escuelas, con Hostos y Salomé Ureña; en aquellas tierras invadidas por la cizaña, rendían frutos escasos; pero ellos nos dan la fe: ¡no hay que desesperar de ningún pueblo mientras haya en él diez hombres justos que busquen el bien!

Al llegar el siglo XX, la situación se define, pero no mejora; los pueblos débiles, que son los más en América, han ¡do cayendo poco a poco en las redes del imperialismo septentrional, unas veces sólo en la red económica, otras en doble red económica y política; los demás, aunque no escapan del todo al mefítico influjo del Norte, desarrollan su propia vida —en ocasiones, como ocurre en la Argentina, con esplendor material no exento de las gracias de la cultura—. Pero, en los unos como en los otros, la vida nacional se desenvuelve fuera de toda dirección inteligente: por falta de ella, no se atina a dar orientación superior a la existencia próspera. En la Argentina, el desarrollo de la riqueza, que nació con la aplicación de las ideas de los hombres del 52, ha escapado a todo dominio; enorme tren, de avasallador impulso, pero sin maquinista... Una que otra excepción, parcial, podría mencionarse: el Uruguay pone su orgullo en enseñarnos unas cuantas leyes avanzadas; México, desde la revolución de 1910, se ha visto en la dura necesidad de pensar sus problemas: en parte, ha planteado los de distribución de la riqueza y de la cultura, y a medias y a tropezones ha comenzado a buscarles solución; pero no toca siquiera a uno de los mayores: convertir al país de minero en agrícola, para echar las bases de la existencia tranquila, del desarrollo normal, libre de los aleatorios caprichos del metal y del petróleo.

Si se quiere medir hasta dónde llega la cortedad de visión de nuestros hombres de estado, piénsese en la opinión que expresaría cualquiera de nuestros supuestos estadistas si se le dijese que la América española debe tender hacia la unidad política. La idea le parecería demasiado absurda para discutirla siquiera. La denominaría, creyendo haberla herido con flecha destructora, una utopía.

Pero la palabra utopía, en vez de flecha destructora, debe ser nuestra flecha de anhelo. Si en América no han de fructificar las utopías, ¿dónde encontrarán asilo? Creación de nuestros abuelos espirituales del Mediterráneo, invención helénica contraria a los ideales asiáticos que sólo prometen al hombre una vida mejor fuera de esta vida terrena, la utopía nunca dejó de ejercer atracción sobre los espíritus superiores de Europa; pero siempre tropezó allí con la maraña profusa de seculares complicaciones: todo intento para deshacerlas, para sanear siquiera con gotas de justicia a las sociedades enfermas, ha significado —significa todavía— convulsiones de largos años, dolores incalculables.

La primera utopía que se realizó sobre la Tierra —así lo creyeron los hombres de buena voluntad— fue la creación de los Estados Unidos de América: reconozcámoslo lealmente. Pero a la vez meditemos en el caso ejemplar: después de haber nacido de la libertad, de haber sido escudo para las víctimas de todas las tiranías y espejo para todos los apóstoles del ideal democrático, y cuando acababa de pelear su última cruzada, la abolición de la esclavitud, para librarse de aquel lamentable pecado, el gigantesco país se volvió opulento y perdió la cabeza; la materia devoró al espíritu; y la democracia que se había constituido para bien de todos se fue convirtiendo en la factoría para lucro de unos pocos. Hoy, el que fue arquetipo de libertad es uno de los países menos libres del mundo.

¿Permitiremos que nuestra América siga igual camino? A fines del siglo XIX lanzó el grito de alerta el último de nuestros apóstoles, el noble y puro José Enrique Rodó: nos advirtió que el empuje de las riquezas materiales amenazaba ahogar nuestra ingenua vida espiritual; nos señaló el ideal de la magna patria, la América española. La alta lección fue oída; con todo, ella no ha bastado para detenernos en la marcha ciega. Hemos salvado, en gran parte, la cultura, especialmente en los pueblos donde la riqueza alcanza a costearla; el sentimiento de solidaridad crece; pero descubrimos que los problemas tienen raíces profundas.

Debemos llegar a la unidad de la magna patria; pero si tal propósito fuera su límite en sí mismo, sin implicar mayor riqueza ideal, sería uno de tantos proyectos de acumular poder por el gusto del poder, y nada más. La nueva nación sería una potencia internacional, fuerte y temible, destinada a sembrar nuevos terrores en el seno de la humanidad atribulada. No; si la magna patria ha de unirse, deberá unirse para la justicia, para asentar la organización de la so cíedad sobre bases nuevas, que alejen del hombre la continua zozobra del hambre a que lo condena su supuesta libertad y la estéril impotencia de su nueva esclavitud, angustiosa como nunca lo fue la antigua, porque abarca a muchos más seres y a todos los envuelve en la sombra del porvenir irremediable.

El ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hombre apasionado de justicia al que sólo aspira a su propia perfección intelectual. Al dilettantismo egoísta, aunque se ampare bajo los nombres de Leonardo o de Goethe, opongamos el nombre de Platón, nuestro primer maestro de utopía, el que entregó al fuego todas sus invenciones de poeta para predicar la verdad y la justicia en nombre de Sócrates, cuya muerte le reveló la terrible imperfección de la sociedad en que vivía. Si nuestra América no ha de ser sino una prolongación de Europa, si lo único que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la explotación del hombre por el hombre (y por desgracia, esa es hasta ahora nuestra única realidad), si no nos decidimos a que ésta sea la tierra de promisión para la humanidad, cansada de buscarla en todos los climas, no tenemos justificación: sería preferible dejar desiertas nuestras altiplanicies y nuestras pampas si sólo hubieran de servir para que en ellas se multiplicaran los dolores humanos, no los dolores que nada alcanzará a evitar nunca, los que son hijos del amor y la muerte, sino los que la codicia y la soberbia infligen al débil y al hambriento. Nuestra América se justificará ante la humanidad del futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de su naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde se cumple “la emancipación del brazo y de la inteligencia”.

En nuestro suelo nacerá entonces el hombre libre, el que, hallando fáciles y justos los deberes, florecerá en generosidad y en creación.

Ahora, no nos hagamos ilusiones: no es ilusión la utopía, sino el creer que los ideales se realizan sobre la tierra sin esfuerzo y sin sacrificio. Hay que trabajar. Nuestro ideal no será la obra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, innumerables hombres modestos; de entre ellos surgirán, cuando los tiempos estén maduros para la acción decisiva, los espíritus directores; si la fortuna nos es propicia, sabremos descubrir en ellos los capitanes y timoneles, y echaremos al mar las naves.

Entre tanto, hay que trabajar, con fe, con esperanza, todos los días. Amigos míos: a trabajar.


Palabras en el homenaje a Carlos Sánchez Viamonte en 1924. Se publicó junto con La utopía de América.

En Analectas, Santo Domingo, tomo III, núm. 9, 1934.

En Obras Completas, vol. V, pp. 241-245

En Ensayos en busca de una nuestra expresión, (Buenos Aires, 1928).

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