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ENTRE LA ESCLAVITUD Y LA UTOPÍA
Pedro Henríquez Ureña (1884-1946)
José Emilio Pacheco
No hay empresa más colectiva que la cultura y ninguna exaltación
centenarista bastaría para atribuirle el mérito exclusivo de lo que ha
sido y es obra de muchos. Pero sin él todo hubiera sido distinto y no
existiría el suelo nutricio que ha hecho posible a la gran literatura
hispanoamericana de hoy.
“Ensanchemos el campo espiritual; demos el alfabeto a todos los
hombres; demos a cada uno los instrumentos mejores para trabajar en
bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la
libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía... el
perfeccionamiento de la vida humana por medio del esfuerzo humano”,
escribió en 1925. Por el medio en que nació y se formó, Henríquez Ureña
fue el lazo de unión entre el liberalismo libertario (no el liberalismo
opresor de las oligarquías criollas) del siglo XIX y el pensamiento
del siglo XX. Dio a los hispanoamericanos la conciencia de que nuestra
inferioridad económica en modo alguno nos condenaba a la inferioridad
intelectual. Contribuyó a la demolición del positivismo. Rompió el
monopolio francés en el campo de los modelos literarios e introdujo
revolucionariamente el ejemplo de la literatura anglosajona. Con toda
su admiración por Rodó, hizo a un lado la creencia arielista de que
“ellos” tenían el poder, la fuerza y la riqueza pero «nosotros» la
cultura.
PRIVILEGIO Y
DEBER
En 1909, a los veinticinco años, escribió: “Nuestra literatura no es
sino una derivación de la española... Solo cuando logremos dominar la
técnica europea podremos explotar con éxito nuestros asuntos”. El
dominio de esa técnica exigía en primer término el conocimiento del
español, el vínculo incomparable que une a nuestros países, y a ello
dedicó tantos esfuerzos como al rescate de la tradición clásica
castellana, tan nuestra como de los peninsulares, de la que nos había
incomunicado el mismo proceso descolonizador.
Al tiempo que secularizaba las letras grecolatinas para sacarlas del
convento y el seminario y ponerlas en la plaza pública, valoraba a los
grandes escritores de nuestros países y nos daba la primera noción
firme y orgánica de una literatura hispanoamericana. Para él una
tragedia griega y una novela de Jane Austen eran objetos tan dignos de
estudio y admiración como los romances populares y las leyendas
folklóricas.
El privilegio de adquirir la cultura impone el deber correlativo de
distribuirla por medio de la enseñanza, la conferencia, el libro, la
revista, el periódico. Sin Henríquez Ureña toda la empresa
vasconcelista, que aún sustenta a la educación mexicana, hubiera sido
muy distinta. El libro fue el instrumento predilecto de Henríquez
Ureña. Todas las colecciones de clásicos que se han hecho después
responden a su idea inicial, como las antologías, las historias
literarias, los textos panorámicos. Su presencia en el mundo editorial
—de los libros que editó Vasconcelos al Fondo de Cultura Económica y
Siglo XXI, de “Las cien obras maestras” de Losada a las traducciones de
literatura europea moderna hechas por Sur— aún está por
reconocerse
en cuanto significa.
Tampoco se ha visto su importancia en el periodismo literario al que
impuso los mismos niveles de rigor que al trabajo académico, en contra
de lo que llamó el “impresionismo” y la hojarasca seudolírica que
sustituía a la reflexión y la documentación.
HOMENAJES Y
DESAGRAVIOS
Las enumeraciones podrían continuar sin que se agotara la lista de
nuestras deudas con Henríquez Ureña. En una breve serie de notas
trataremos al menos de aludirlas y de insistir en su influencia
personal y directa sobre nuestros grandes escritores —de Reyes,
Guzmán, Vasconcelos y Torri, a Borges, Martínez Estrada, Novo, De la
Selva y Sábato— que sólo puede compararse a la que simultánea mente
ejerció Ezra Pound en lengua inglesa.
El 7 de mayo de 1981, cuando los restos de Henríquez Ureña fueron
trasladados de Buenos Aires a Santo Domingo, Borges intentó decir unas
palabras que se vieron interrumpidas por el llanto. Alcanzó a expresar
que Argentina se portó tan mal con Henríquez Ureña que ni siquiera le
permitió la titularidad como profesor. Unos años antes Sábato había
dicho que su país lo trató como si hubiera sido argentino. En México
debemos reconocer que aquí también le dimos trato de mexicano: dos
veces, en 1914 y en 1924, la conspiración de los mediocres (y los nada
mediocres) lo arrojó de esta implacable ciudad —pero nada ni nadie
logró destruir los cimientos que dejó para siempre. Todos los homenajes
de 1984 tendrán pues un carácter vergonzante de desagravio.
LA ISLA ESPAÑOLA
Henríquez Ureña pertenece a toda América y muy especialmente a México,
Argentina y Cuba, pero es sobre todas las cosas un dominicano, un
antillano, y no podríamos entenderlo sin el hecho decisivo de que nació
en Santo Domingo y en la élite intelectual independentista de las
Antillas. Como aprendimos y olvidamos en la escuela primaria, Cristóbal
Colón llegó en su primer viaje a la isla Quisque ya. «Madre de Todas
las Tierras», nombre simbólico después porque de allí partieron todas
las expediciones de conquista. El 12 de diciembre de 1492 el almirante
tomó posesión de la isla y la llamó Española. Cuatro años más tarde su
hermano Bartolomé fundó Santo Domingo. Allí comenzó todo: la esclavitud
y el genocidio, la cultura y la civilización europeas en el Nuevo
Mundo. Santo Domingo tuvo la primera universidad, el primer hospital,
el primer convento, también los primeros “repartimientos”, y las
primeras matanzas. Taínos, lucayos, ciguayos y caribes fueron
exterminados por las epidemias, los trabajos forzados, los perros del
conquistador, la tristeza de la derrota. Y sin embargo en Santo Domingo
nació, por vez primera en un pueblo conquistador, la conciencia de la
ilegitimidad y la inhumanidad de todos los imperios sin excepción
alguna.
En 1511 el encomendero Bartolomé de las Casas escuchó el sermón de fray
Antonio de Montesinos contra la crueldad de los conquistadores y
decidió cambiar su vida y ponerla al servicio de los naturales de
América. La isla Española, escribió Las Casas, “fue la primera donde
entraron los cristianos y comenzaron los grandes estragos y perdiciones
de estas gentes y que primero destruyeron y despoblaron, comenzando los
cristianos a tomarse las mujeres e hijas a los indios para servirse y
para usar mal de ellas y comer les sus comidas... y otras muchas
fuerzas y violencias y vejaciones...”
DE LOS PIRATAS A
LOS "MARINES".
En De Cristóbal Colón a
Fidel Castro: El Caribe frontera imperial
(1969), dice Juan Bosch: “El Caribe está entre los lugares de la tierra
que han sido destinados por su posición geográfica y su naturaleza
privilegiada para ser fronteras de dos o más imperios. Este destino lo
ha hecho objeto de la codicia de los poderes más grandes de Occidente y
teatro de la violencia desatada entre ellos.”
La isla Española está en la ruta entre Europa y el norte de América. A
partir de 1914 su cercanía con el canal de Panamá selló su destino por
mucho tiempo, la República Dominicana era el último eslabón que faltaba
para convertir el Caribe en un lago angloamericano y al padre de Pedro
Henríquez Ureña, Francisco Henríquez y Carvajal, le tocó ser
presidente en 1916 cuando, relata Bosch, desde el acorazado «Olimpia»
el capitán H.S. Knapp declaró que “la República Dominicana queda puesta
en un estado de ocupación militar por las fuerzas bajo mi mando, y
queda sometida al gobierno militar y al ejercicio de la ley militar,
aplicable a tal ocupación.”
Cuatro siglos de tragedias habían desembocado en esa nueva catástrofe.
Al desaparecer la población indígena se importaron africanos capturados
en sus tierras y vendidos como esclavos con un rango zoológico
inferior aún al de los indios Los piratas que tenían su cuartel general
en la cercana isla Tortuga hicieron sus plantaciones en la Española
para aprovisionarse. En 1697 la ya muy debilitada España cedió a
Francia lo que hoy es Haití y en 1795 toda la isla. Los rebeldes
haitianos invadieron Santo Domingo y en 1809 los criollos los
expulsaron y regresaron voluntariamente a manos de sus dominadores.
En 1821 proclamaron sin lucha la independencia del “Haití español” que
estaba destinado a formar parte de la Gran Colombia, la confederación
bolivariana. Al fracasar el sueño de Bolívar, de nuevo se convirtieron
en colonia de Haití hasta que en 1844 se logró la segunda
independencia. En 1861 un dictador también apellidado Santana
reincorporó el país a España, aprovechando la guerra de Secesión que
impedía la práctica de la doctrina Monroe. Al terminar aquélla, la
resistencia dominicana logró la salida de los españoles e impidió la
anexión a los Estados Unidos.
Cuando nació Henríquez Ureña gobernaba la Dominicana Ulises Hureaux, un
pillo que se robó cuanto producía la exportación de azúcar a
Norteamérica y contrajo una deuda externa impagable. La deuda llevó en
1905 a que los angloamericanos asumieran el control de las aduanas y en
1915 nombraran su propio consejo de gobierno y su propia policía
dirigida por los infantes de marina. El Congreso, en un acto de
dignidad, designó presidente al doctor Henríquez que vivía exiliado en
Santiago de Cuba. Los «marines» lo provocaron con interminables
allanamientos en busca de armas y cuando encontraron resistencia
decidieron la ocupación directa y total. Henríquez volvió al destierro
y no dejó de luchar hasta su muerte por la independencia de su país.
MARTI, HOSTOS Y
SU CÍRCULO
Después de la experiencia africana y de Los condenados de la tierra
sabemos de memoria la ecuación que nos explica a nosotros mismos: una
colonia debe vender baratos los productos de su suelo y subsuelo a la
metrópoli y comprar caros los productos manufacturados que ésta le
exporta. Para que la relación funcione hay que superexplotar a los
colonizados y pagarles salarios cada vez más bajos. La única
justificación posible para aceptar lo inaceptable es la ideología
racista: los colonizados somos subhumanos y como tales debe
tratársenos.
Entre los productos de exportación que la metrópoli envía a la colonia
está la cultura que es siempre un arma de libertad y por eso los
españoles fueron tan cuidadosos en negarla a sus colonizados. Por
tradición familiar Henríquez Ureña fue un heredero directo de José
Martí (1835-1895) y de Eugenio María de Hostos (1839-1903). Hostos, el
gran intelectual de Puerto Rico, luchó por la independencia de las
Antillas en su conjunto. El autor de la Moral Social y La peregrinación
de Bayoán dirigió en Nueva York el periódico de la Junta Revolucionaria
Cuba na. Vivió en Brasil, Chile y Venezuela pero su gran labor
educadora la hizo en Santo Domingo. Allí fundó la Escuela Normal y
luchó porque las mujeres de toda América tuvieran acceso a la
instrucción superior.
Los principales colaboradores de Hostos fueron los hermanos Federico y
Francisco Henríquez y Carvajal, así como Salomé Ureña, hija a su vez
de Nicolás Ureña, político y poeta popular. Federico Henríquez
(1848-1951) fue, con el mexicano Manuel Mercado, el amigo más próximo
de Martí, quien le dirigió su testamento político. Escribió muchos
libros entre los que destacan Guarocuya: monólogo de Enriquillo (el
cacique que opuso resistencia heroica a los españoles) y Rosas de la
tarde. Es quizá el único escritor en el mundo que ha presenciado la
celebración de su propio centenario en 1948 y ha muerto a los 103 años.
Francisco Henríquez (1859-1935) fue abogado y médico cirujano que se
graduó en París. Ministro de Relaciones (1899-1901) y Presidente de la
República (1916), formó parte en 1880 de la Sociedad de Amigos del
País y fue nombrado por Hostos codirector de la Escuela Preparatoria.
Ese mismo año se casó con Salomé Ureña (1850-1897) de quien la Sociedad
había publicado por suscripción popular sus 33 poemas líricos y el
poema épico Anacaona.
RUINAS Y
PRESAGIOS
En 1878 la joven, que escribía con el pseudónimo de “Herminia”, recibió
en un acto popular consagración como la más grande poetisa dominicana y
la voz de la patria y el progreso. Es decir, desempeñó en su patria un
papel muy similar al que había representado para los independentistas
irlandeses “Speranza”, Jane Francesca Elge (1826-1896), la madre de
Oscar Wilde.
Salomé Ureña de Henríquez fundó en 1881 el Instituto para Señoritas,
primera escuela de enseñanza superior abierta a las mujeres de Santo
Domingo. En su Antología de la poesía hispanoamericana Marcelino
Menéndez y Pelayo la definió como “egregia poetisa que sostiene en sus
brazos femeniles la lira de Quintana y Gallego, arrancando de ella
robustos sones en loor de la patria y la civilización, que no excluye
más suaves tonos para cantar deliciosamente la llegada del invierno o
vaticinar sobre la cuna de su hijo primogénito.” En realidad, los
vaticinios no fueron sobre el primogénito, Francisco, sino sobre el
segundo hijo, Pedro, a quien su madre auguró un porvenir semejante al
que Evaristo Carriego profetizó para el niño Borges: “Mi Pedro no es
soldado; no ambiciona/ de César ni Alejandro los laureles;/ si a sus
sienes aguarda una corona/ la hallará del estudio en los vergeles.”
Antes de que nacieran sus dos hijos, a los que siguieron Max y Camila,
también muy importantes para nuestra historia cultural, Salomé Ureña
había escrito en su más célebre poema, “Ruinas”: “¡Oh mi Antilla
infeliz que el alma adora! /Doquiera que la vista/ ávida gira en su
entusiasmo ahora,/ una ruina denuncia, acusadora,/ pasadas glorias de
tu genio artista.” Este fue el mundo que encontró al nacer Pedro
Henríquez Ureña.
Quimera, Año: 1984 N°: 42, pp. 56-59.
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