(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

Pedro Henríquez Ureña:
La identidad cultural hispanoamericana en la "Utopía de América"

Laura A. Moya López

Introducción

La reconstrucción de la historia de las ideas en el México de principios del siglo XX se encuentra íntimamente ligada al estudio de uno de los grupos intelectuales responsables de sentar las bases de la cultura mexicana contemporánea: el Ateneo de la Juventud (1909-1914). Álvaro Matute ha definido al Ateneo como una asociación civil, un grupo y una generación, demostrando así las dificultades que todo estudioso enfrenta al momento de clasificarles. Asimismo el Ateneo ha sido reconocido como una comunidad que contribuyó a la ruptura política y filosófica con el legado positivista, herencia de la República Restaurada (1867-1876) y fundamentalmente del Porfiriato (1876-1911). [1]

El Ateneo representó el regreso a las llamadas preocupaciones metafísicas, afirmando la validez de la libertad humana como fundamento del espíritu y por supuesto de todo proceso de conocimiento. Alfonso Reyes, Antonio Caso, José Vasconcelos y Pedro Henríquez Ureña constituyeron el núcleo ateneísta, pero la asociación estuvo conformada aproximadamente por 69 miembros, muchos de ellos abogados, historiadores, pintores, literatos, un ingeniero —Alberto J. Pañi— y un médico —Alfonso Pruneda. Destacaron en particular los nombres de Martín Luís Guzmán, Julio Torri, Ricardo Gómez Róbelo, Jesús Acevedo, Enrique González Martínez, Manuel M. Ponce, Diego Rivera, Ángel Zárraga, entre otros. [2] Muchos de ellos fueron intelectuales formados en la mejor tradición positivista, y emprendieron caminos diversos para rebatir la ortodoxia política y teórica de esta corriente de pensamiento que sin embargo moldeó su disciplina y talentos. Alejados del darwinismo social y del fetichismo de la ciencia como única vía de conocimiento verdadero, impulsaron el libre albedrío y creyeron en la fuerza del sentimiento y la responsabilidad humana, tanto individual como colectiva, frente a todo fatalismo.

El Ateneo de la Juventud representó un intento y la consumación del esfuerzo por resignificar la cultura y los problemas de México, desde la perspectiva de nuevos marcos interpretativos que transitaron del humanismo griego a las lecturas de Kant, Nietzsche, Schopenhauer, Bergson, Boutroux, Croce y José Enrique Rodó, entre otros. Sus objetivos se centraron en la necesidad de trabajar en favor de la cultura y el arte. Para lograrlo organizarían reuniones públicas en las cuales se daría lectura a trabajos literarios, científicos y filosóficos. Asimismo sus miembros escogerían temas para dar lugar a discusiones y a la difusión de las ideas.

Pedro Henríquez Ureña es entre los ateneístas uno de los autores más representativos de las preocupaciones que recorrieron esta organización cultural: el problema de la identidad nacional y de la identidad hispanoamericana. Sin duda, el replanteamiento del problema de la identidad se desenvolvió en los albores del siglo XX, bajo la presencia de un doble escenario: la pérdida de la última colonia española que cuestionó profundamente los lazos aún existentes entre el nuevo continente y España, y por otra parte la reflexión heredada del siglo XIX en torno al referente mestizo como sinónimo de identidad nacional.

Las ideas de Henríquez Ureña sobre la identidad cultural de la América española, objeto de este ensayo, se encuentran claramente plasmadas en un amplio proyecto civilizatorio que denominó la utopía de América. En él, Henríquez Ureña vio en la cultura de las humanidades heredada de los griegos una oportunidad para cultivar un espíritu crítico del mundo circundante, capaz de juzgar, comparar y experimentar. Su utopía de América aspiraba al acceso a la modernidad bajo el ideal del perfeccionamiento individual constante.

Sin embargo, la entraña de la utopía se fundaba no sólo en una aspiración, sino en una realidad cotidiana. Este proyecto civilizatorio, denominado utopía, ubicó la esencia de la identidad hispanoamericana bajo la representación común del mundo contenida en el idioma español y su función vinculante en el continente. Así Henríquez Ureña compartió con Antonio Caso y José Vasconcelos la inquietud por resolver el problema hispanoamericano dado por la tensión entre lo universal, la cultura humanista, y lo particular dado en este caso por las tradiciones, costumbres e historia nacionales. Henríquez Ureña contribuyó a la historia de las ideas, y al pensamiento hispanoamericano, gracias a su reconstrucción de las corrientes literarias y artísticas que expresaban el espíritu de un puñado de pueblos enlazados por el vínculo de la lengua española. El idioma tanto para Henríquez Ureña como para Miguel de Unamuno sintetizaba formas de pensamiento y de representación del mundo que integraban a la América española a través de un mestizaje espiritual.

El pensamiento utópico de Pedro Henríquez Ureña entendió la relevancia de su momento histórico, al asumir que la comprensión de éste derivaba en la obligación moral de promover nuevos proyectos. Henríquez Ureña centró su atención en la dimensión de la vida cultural, como el horizonte que posibilitaría la perfectibilidad moral y espiritual de Hispanoamérica, sustento de todo cambio estructural. Así, los aspectos del pensamiento del autor referidos a la utopía de América le permitieron establecer un contraste entre el mundo ideal por él deseado y los problemas acuciantes de su tiempo. La consecuencia natural de este proceso fue el constante impulso a la creación de instituciones y actitudes que contribuyeran a forjar un espíritu crítico y humanista. De ello, Henríquez Ureña dio cuenta en toda Hispanoamérica.

En este ensayo intentamos presentar las ideas de Henríquez Ureña que nos brindan un panorama de los elementos integrantes de la utopía de América, no sólo en tanto proyecto cultural afianzador de la identidad hispanoamericana, sino también como parte del sustento histórico, filosófico y sociológico necesario para comprender el sentido y los fines de la obra del autor, en un sentido más amplio. El ensayo está dividido en tres apartados. En el primero de ellos, presentamos una semblanza biográfica que pretende mostrar el profundo vínculo existente entre la vida de Henríquez Ureña, sus ligas familiares con el mundo de la cultura y el perfil de su riquísima trayectoria intelectual. Lo anterior permitió descubrir no sólo los orígenes de su pensamiento utópico, sino la fuente de su preocupación por el problema de la identidad.

En la segunda parte, explicamos una de las dimensiones más importantes del pensamiento del autor y que se refieren a los conceptos e ideas que integran la llamada utopía de América. Este apartado se subdividió a su vez en tres grandes temas eje del pensamiento del autor: "Cultura y Universidad", "La cultura de las humanidades" y finalmente "La utopía de América". De esta manera, pretendemos mostrar la relación que encontramos entre el papel de las instituciones, la filosofía humanista y la dimensión del pensamiento utópico del autor, el cual, como veremos, se vio además fuertemente influido por José Enrique Rodó y las nuevas interpretaciones sobre la presencia de España en América.

Finalmente, en el tercer y último apartado explicamos por qué para Pedro Henríquez Ureña eran la literatura y el idioma español los caminos que conducían a la realización de la utopía en la América hispánica y a la definición de un rostro cultural y una identidad común para las naciones hispanoamericanas. Planteamos cómo sus ideas sobre el conflicto generado por la búsqueda de la originalidad en este terreno se encontraban engarzadas en realidad con el problema de la identidad cultural hispanoamericana. El legado de la cultura latina que España había brindado sería asimilado a través de la vivencia, el paisaje y la historia única e irrepetible de este continente. La literatura permitiría engarzar lo universal bajo una expresión particular y única. En el siglo XX, éste era nuestro vínculo fundamental con aquella nación y la raíz de nuestra identidad.

Pedro Henríquez Ureña: los orígenes de la utopía de América,

1884-1946

Los aspectos biográficos de Pedro Henríquez Ureña proporcionan algunas claves importantes para comprender la presencia constante del tema de la identidad a lo largo de su obra y que se sintetizan con claridad en la utopía de América: comprender la fuerza y potencial integrador de la palabra y del idioma español, su amor filial a la literatura, los agravios por la invasión de Santo Domingo y de la cultura anglosajona, materialista y sensual, en toda Hispanoamérica. De ahí derivó probablemente su nostalgia por la herencia latina y humanista de España que lo convirtió, como veremos, en un intelectual que vivió en América y en España como exiliado. Éste es el origen de su búsqueda de un ideal de fraternidad cultural compartida por la lengua española, por encima de las fronteras geográficas y las diferencias económicas, políticas o culturales. La experiencia del desarraigo lo llevó a buscar su ideal de patria en aquella fraternidad hispanoamericana.

Nacido el 29 de junio de 1884 en Santo Domingo, República Dominicana, nuestro autor fue hijo del médico, político y escritor Francisco Henríquez y Carvajal, quien fue ministro de Relaciones Exteriores del país y presidente de la República, y de Salomé Ureña, importante escritora, quien además bajo la influencia de Hostos estableció la Escuela Normal de Santo Domingo y en 1881 fundó el Instituto para Señoritas. [3] Por ambas ramas la familia cultivó y consolidó cierta tradición cultural en la isla. El padre, opositor del dictador Ulises Heureaux fue director de la Escuela Preparatoria. Su madre, autora de poemas patrióticos de intención civil y civilizadora, fue, junto con José Joaquín Pérez, la escritora más significativa de las letras dominicanas de entonces.

Uno de los datos biográficos más interesantes en la trayectoria de Henríquez Ureña radica en el hecho de haber sido educado, junto con sus hermanos Fran y Max, directamente por sus padres. Asistieron por primera vez a un sistema de educación formal en 1895, en el Liceo Dominicano. Sin embargo, el proceso de aprendizaje se vio constantemente reforzado por la asiduidad familiar a veladas literarias y por el temprano contacto de Pedro con la cultura musical. Su vida en esta etapa se vio marcada por la trayectoria política del padre. Su inconformidad con el régimen político de Heureaux los obligó a instalarse en Cabo Haitiano, donde los tres hijos de la familia Henríquez Ureña fundaron una sociedad literaria llamada "El Siglo Veinte". En 1897, Pedro y Fran regresaron a Santo Domingo, después del deceso de su madre, para continuar el bachillerato. El hogar de Henríquez Ureña estuvo integrado por la escuela y la velada literaria, de donde adquirió su profundo sentido del deber, la responsabilidad, su incipiente espíritu reflexivo y su profunda pasión por la poesía.

Sin duda, la historia de Santo Domingo explica en parte la admiración y la nostalgia de Pedro por la España renacentista y el Siglo de Oro, temas recurrentes en su obra: la isla fue el primer suelo americano pisado por Cristóbal Colón, lo cual le otorgaba un lugar privilegiado en la historia de la América española. Después de su independencia forzada en 1821, Santo Domingo se volvió a unir a España entre 1861 y 1865, y no es sino hasta 1905 que Estados Unidos ocupó las aduanas e invadió el país.

Un poco antes, en 1899, con el asesinato del general Ulises Heureaux, cambió la situación familiar. El nuevo presidente, Juan Isidro Jiménez, nombró al padre de Pedro ministro de Relaciones Exteriores. Pedro publicó sus primeros artículos en las revistas literarias El Ibis, Páginas y Nuevas Páginas. Entre 1901 y 1906, la vida de Pedro Henríquez Ureña transcurrió entre los Estados Unidos y La Habana, bajo un proceso intenso de formación intelectual que incluyó estudios musicales, literarios y una inclinación temprana por la crítica literaria y la difusión cultural.

En 1903, concibió su proyecto de escribir un estudio sobre tres escritores jóvenes a los que consideró como representativos de las tres razas: D'Annunzio por la latina, Kipling por la sajona y Gorki por la eslava. En realidad sólo escribió el ensayo sobre D'Annunzio, que publicó junto con un ensayo sobre Rodó, primero en la revista Cuba Literaria y después en su primer libro Ensayos críticos. En 1905, incluyó otros ensayos para completar el contenido de esta obra con reflexiones sobre letras europeas (D'Annunzio, Wilde, Shaw) y tres artículos sobre ópera.

En 1906 y hasta 1914 Henríquez Ureña vivió en México, donde realizó una importantísima labor cultural. Aquí ingresó a la redacción de El Imparvial y se vinculó con la Revista Moderna dirigida por Jesús Valenzuela. Conoció a Antonio Caso, a Alfonso Cravioto y a Luís Castillo Ledón —fundadores de Savia Moderna—, a Alfonso Reyes, Luís G. Urbina, Marcelino Dávalos y José Vasconcelos, entre otros. Bien conocido en este periodo fue el episodio de la participación de Henríquez Ureña en la redacción de una protesta por la reaparición de la Revista Azul, dirigida por Caballero en 1907, así como su participación en un acto de desagravio a Gutiérrez Nájera.

En ese mismo año se fundó la Sociedad de Conferencias, organizada por el grupo más selecto de la juventud intelectual mexicana; se dictaron seis conferencias iniciales encabezadas por A. Cravioto, A. Caso, R. Valenti, J. T. Acevedo, R. Gómez Róbelo y Henríquez Ureña. El espíritu de independencia intelectual, la inquietud filosófica y en general la defensa de las humanidades se convirtieron en parte de la identidad de este grupo. En 1908, Henríquez Ureña y, una vez más, Jesús Acevedo organizaron otro ciclo de conferencias, antes del cual cada miembro del grupo estudiaría un tema de la cultura griega, y juntos leerían y discutirían. Estas conferencias no se realizaron, pero marcaron el punto de ruptura y crítica de Henríquez Ureña con el positivismo y, ante todo, una experiencia de conocimiento profundo sobre Grecia y la llamada cultura de las humanidades. En ella encontró las semillas de nuestra identidad cultural.

Un segundo ciclo de conferencias que sí se realizó en 1908 incluyó a Caso, Max Henríquez Ureña, Fernández McGregor, I. Fabela y R. Valenti. Pedro no participó en esta ocasión. Mientras, dio a conocer su libro Horas de estudio y contribuyó con Alfonso Reyes para la publicación en México del Ariel de Rodó.

En 1909, Henríquez Ureña se convirtió en un importante miembro en la fundación del Ateneo de la Juventud y también comenzó sus estudios de métrica al publicar el ensayo sobre "El verso endecasílabo", en la Revista Moderna. Asimismo, se interesó por asuntos de filosofía con un ensayo sobre positivismo, que integraría a su obra Horas de estudio. En ese mismo año, nuestro autor asistió a la Convención Nacional Reeleccionista en la que Porfirio Díaz y Ramón Corral fueron proclamados como candidatos a la presidencia y vicepresidencia, respectivamente. Presente entre el público, Henríquez Ureña escuchó y criticó después un discurso pronunciado por Antonio Caso en nombre de la juventud, en el cual Caso no se dirigía directamente a las personas y "manoseaba", en opinión de Henríquez Ureña, el concepto de democracia, al justificar por qué no podía implantarse en México, en ese momento. Algunos ateneístas, entre ellos nuestro autor, le indicaba a Caso que como intelectual debía evitar el compromiso político directo o bien que no tenía por qué comprometerse con una opción tan inmovilista como la reeleccionista.

El año de 1910 fue para nuestro autor de preparación de la Antología del centenario, diseñada por Justo Sierra y cuya redacción estuvo a cargo de Luís G. Urbina y Nicolás Rangel. Henríquez Ureña escribió las introducciones a once escritores mexicanos del siglo XVIII, así como el índice biográfico de la época. Fue también en ese entonces cuando ocupó el cargo de oficial mayor de la secretaría de la Universidad. Fue designado profesor de Lengua Española en la Escuela Superior de Comercio y Administración y catedrático de Literatura Española e Hispanoamericana en la Escuela Preparatoria de la Universidad. Hacia 1912, fue cofundador de la Universidad Popular de México y continuó sus estudios de abogacía.

Posteriormente fue catedrático de literatura Inglesa y de Historia de la Lengua y la Literatura Españolas en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional de México. Redactó las Tablas cronológicas de la literatura española para la Universidad Popular Mexicana. A ese año correspondieron también varios trabajos sobre letras españolas o coloniales americanas, entre ellos su conferencia sobre Juan Ruiz de Alarcón. En 1914, el autor obtuvo el título de abogado y, sin aguardar la entrega del diploma (que recibió por él su discípulo Antonio Castro Leal), partió hacia Cuba, donde colaboró en revistas como El Fígarv y en el periódico El Heraldo de Cuba. Para optar por el título, presentó una tesis sobre la Universidad, con la cual al publicarse, parcialmente en 1919, tuvo la intención no sólo de cumplir con un requisito universitario sino, en palabras del autor, de contribuir a la defensa de esta institución frente a la cerrazón positivista.

En esos años también participó angustiado en los sucesos dominicanos a partir del desembarco de tropas americanas en 1916, la elección de su padre como presidente provisional por el Congreso dominicano y su posterior exilio.

Entre 1917 y 1920 impartió cursos en Minnesota sobre literatura española de 1500 a 1900, estudios sobre la obra de Cervantes, lecturas de español sobre textos hispanoamericanos y, en Chicago, sobre drama español de los siglos XIX y XX, la novela española y Cervantes vida y obra, entre otros. Asimismo, concluyó y presentó su tesis de doctorado en filosofía que escribió en español y que tituló La versificación irregular en la poesía castellana. El viaje a España se constituyó en una de las experiencias más intensas de Henríquez Ureña, dado su profundo conocimiento del idioma español como fuente y vínculo de la identidad hispanoamericana. Esta preocupación se reflejó en la publicación en la Revista Filológica Española de su tesis y de diversos ensayos sobre el español en América que inspiraron su progresiva dedicación a los estudios sobre la lengua.

En 1921 tuvo lugar el retorno fugaz de Henríquez Ureña a México. Llamado por Vasconcelos, fue profesor de la Universidad y promovió las actividades de la Escuela de Altos Estudios. Un año después publicó su libro En la orilla Mi España, en el que reunió ensayos que había escrito sobre letras españolas, así como artículos sobre costumbres, arte español, etcétera. En su viaje a Buenos Aires en la comitiva de José Vasconcelos, quien representaba a México en las ceremonias de transmisión del mando presidencial, conoció la Universidad de La Plata, donde se celebró un homenaje a la delegación mexicana. Ahí, Pedro Henríquez Ureña leyó su famosa conferencia "La utopía de América", de 1922, y posteriormente publicó otro texto ligado estrechamente al tema, "Patria de la justicia", en 1925. Dadas las condiciones de inestabilidad y confrontación política en México, y sus fuertes diferencias con Vasconcelos, Henríquez Ureña renunció a su cargo de jefe del Departamento de Intercambio Universitario y a la Escuela de Verano en septiembre de 1923. Emigró hacia Argentina en busca de nuevas oportunidades, y este país se convirtió en su residencia definitiva desde 1924 hasta su muerte en 1946.

En los años siguientes, nuestro autor fue profesor en la Universidad Nacional de La Plata, y se dedicó con ahínco a la divulgación humanista, fijando lo que consideraba como los principios rectores de la cultura hispanoamericana. Bajo esta tónica, impartió algunas de sus conferencias más famosas y publicó sus más difundidos textos. [4] La vida de Henríquez Ureña refleja una sensación de desarraigo que tuvo como contraparte su insistencia por echar raíces y permanecer. Buscó sus puntos de semejanza con otros intelectuales que asumieron la dirección cultural de sus naciones, a partir de la creación de instituciones, de la difusión, el ejercicio crítico, la discusión y el rescate indispensable de la cultura de las humanidades. Veamos cuáles fueron algunos de los componentes fundamentales del proyecto de recomposición cultural de Pedro Henríquez Ureña.

El problema de la identidad, es decir, de la definición del conjunto de referentes que fijan los sentidos de pertenencia a una comunidad, tuvo durante el siglo XIX su núcleo fundamental de discusión en torno a la variable de la raza. De esta forma, el ideal de patria, por lo menos en México, estaba profundamente ligado a contenidos de tipo mestizo. Algunos miembros del Ateneo de la Juventud, entre ellos, Henríquez Ureña, plantearon sus reflexiones sobre la identidad bajo un marco de interpretación que enfatizó no el contenido biológico de las razas, sino la posibilidad de un mestizaje cultural, aceptando de una vez el peso de la herencia latina y huma-nista. Sin duda José María Vigil y Justo Sierra fueron en el contexto mexicano antecesores importantes en esta reflexión.

La identidad de Hispanoamérica para nuestro autor se encontraba fincada en el ámbito de la cultura, que fue planteado en dos dimensiones complementarias a lo largo de su obra. En primer lugar, el autor convirtió a la historia de la cultura en la América hispánica en un objeto de estudio que logró clasificar y ordenar un complejo entramado de costumbres, expresiones estéticas y artísticas, así como de tendencias literarias y filosóficas diversas, para brindarnos un panorama coherente de la esencia hispanoamericana, vinculada para Henríquez Ureña por la existencia de una forma de expresión y por tanto de representación común del mundo: el idioma español. Encontró en la escritura de la historia de la cultura una forma de afianzar la memoria colectiva de Hispanoamérica.

La segunda dimensión de su análisis cobre la cultura se refiere al planteamiento de un problema filosófico de gran importancia en su época: la relación entre lo particular y lo universal, es decir, el eterno conflicto entre lo nacional y lo universal, tema del que se ocuparon también Vasconcelos, Caso, Reyes y, posteriormente, Samuel Ramos en 1934 con la obra El perfil del hombre y la cultura en México.

Frente a este dilema entre lo universal (la cultura de las humanidades) y lo particular (las manifestaciones culturales nacionales), Henríquez Ureña respondió a partir de la formulación de una utopía, es decir, de un esfuerzo por construir una imagen de la sociedad deseable en que la armonía sería el valor dominante. Para cumplir con este objetivo, la atención del autor se centró no en reflexiones sobre el contexto socioeconómico y político hispanoamericano, sino en la dimensión de la vida cultural como el gran horizonte que permitiría la perfectibilidad moral y espiritual del hombre. Muchos de los ensayos a los que nos referiremos a continuación reflejan una gran confianza en las posibilidades humanas.

El utopismo de Henríquez Ureña contribuyó a recordarle a las sociedades hispanoamericanas sus limitaciones y que, aunque pudieran estar satisfechas consigo mismas, eran concebibles otras formas de vida. Si en la época actual podemos advertir que el utopismo logra articular una perspectiva y un diagnóstico sobre los problemas más acuciantes, a partir del contraste con el mundo ideal, Henríquez Ureña logró no sólo reconstruir nuestra memoria histórica sobre la vida cultural de Hispanoamérica, sino que además contribuyó a perfilar una utopía, un proyecto cultural que, si bien en sí mismo era irrealizable como toda utopía, su importancia radicó en orientar la vida intelectual del autor hacia ese fin, otorgándole sentido y dirección a cada una de sus empresas culturales. [5] Logró pensar lo posible a través de la dimensión de lo deseable y, si bien reconoció la importancia de las transformaciones estructurales en Hispanoamérica, depositó su fe absoluta en la necesidad de una transformación moral y cultural.

La llamada utopía de América de Pedro Henríquez Ureña no es solamente el título de un discurso que el autor pronuncia en Argentina, sino un verdadero proyecto civilizador que lograría integrar a Hispanoamérica. Sus componentes fundamentales eran los siguientes: en primer lugar, la discusión en torno al papel de la educación pública, la Universidad y la alta cultura; en segundo lugar, el referente griego de la cultura humanista y su ideal de progreso, y finalmente su aguda reflexión sobre el sentido de las utopías en América.

Cultura y Universidad

Para nuestro autor, reflexionar sobre la universidad significó la defensa de un proyecto que los ateneístas compartieron con el maestro Sierra, cuando éste era ministro de Instrucción Pública, a partir de 1905. Este proyecto consistió en advertir los logros que la educación positivista había traído consigo: el carácter laico y racional de la educación impartida en México a partir de 1867. En el homenaje a Barreda, el mismo Henríquez Ureña pronunció un discurso en el que defendía estas ideas, y terminaba anunciando tres grandes vetas de transformación educativa: la renovación filosófica en México, la fundación de la Universidad y el papel activo que desempeñaría la nueva generación, es decir, la suya. La fundación de la Universidad Nacional de México en 1910, y en particular la fundación de la Escuela de Altos Estudios, significó para los ateneístas en general y para Henríquez Ureña en particular la apertura de nuevos espacios para el ejercicio crítico y el estudio institucionalizado de las humanidades.

Hacia 1914, Henríquez Ureña definía a la Universidad como una institución destinada a cumplir los fines de la alta cultura y de cultura técnica. En esos días se discutía si la Universidad debía destinarse sólo a la alta cultura, a la investigación y al conocimiento desinteresado, aunque históricamente nunca había desatendido la cultura técnica y práctica que llevaba el nombre de educación profesional. [6] Nuestro autor vio a la Universidad como una de las herencias de Grecia a la civilización moderna, pues las instituciones de principios de siglo no eran más que la reaparición del pensamiento libre y de la investigación audaz. Destinada a la libre investigación por sus lejanos orígenes helénicos y por las modernas influencias germánicas, y obligada también a la aplicación práctica de la cultura por el mundo latino, la Universidad debía abarcar escuelas profesionales y planteles para la pesquisa científica. Henríquez Ureña realizó así un completísimo rastreo sobre el origen histórico de la Universidad, para advertir la existencia de tres tipos importantes en esa época: el inglés antiguo, el francés antiguo reformado y el alemán moderno. [7] Esta tipología para Henríquez Ureña no tenía solamente un valor erudito, sino que era punto de referencia para caracterizar y defender a la universidad hispanoamericana en general y a la mexicana en particular. En este último caso, buscaba reivindicar la institución fundada por Justo Sierra frente a algunos ataques positivistas ya tardíos que cuestionaban los fines de la cultura humanista y la independencia de la enseñanza pública, dentro de la vida política de las naciones.

Pedro Henríquez Ureña dedicó una parte sustantiva de su esfuerzo dentro de este tema a rastrear los orígenes de la Universidad Nacional de México (1910). Para ello, desplazó su memoria al estudio de los orígenes de las universidades españolas del siglo XIII, hasta el traslado de esta institución a América a partir de la Conquista. Se fundaron la Imperial y Pontificia de Santo Domingo en 1538 y la Pontificia de México en 1553. Sus cátedras, ocho al principio, se aumentaron con el tiempo hasta veinticuatro, distribuidas en cuatro facultades: Arte, Teología, Medicina y Derecho. La Universidad tenía como característica predominante el ser independiente del poder político por el origen de sus recursos y capacidad de autogobierno. Después de numerosas vicisitudes históricas y políticas, señala Henríquez Ureña, en el siglo XIX la Universidad desapareció, en 1865.

Para el autor, cuando en 1910, Justo Sierra organizó la institución existente, la Universidad Nacional de México, ésta era una necesidad de civilización del país. [8] Las condiciones de la vida intelectual mexicana exigían que hubiera un centro de coordinación, difusión y de perfeccionamiento. Para Henríquez Ureña, dos influencias combinadas formaron la Universidad de México: la francesa representada por Justo Sierra y la alemana representada por Ezequiel Chávez. Siguiendo la primera se incorporaron a la institución las escuelas de Jurisprudencia, Medicina, Ingeniería y Arquitectura. Además, siguiendo la tradición medieval, se le sumó la Escuela Preparatoria. A la tendencia alemana se debían la creación de la Escuela de Altos Estudios y la incorporación de los planteles de investigación, tales como los institutos médico, patológico, bacteriológico, geológico, así como los observatorios meteorológico y astronómico y los museos de Arqueología, Historia y Etnología. Puede observarse que bajo este esquema organizativo desaparecía la facultad o escuela de Teología.

En el orden de ideas relativo a la refundación de la Universidad, Henríquez Ureña externó preocupaciones no sólo filosóficas, sino fundamentalmente políticas. En los artículos "La Universidad", texto de 1914, síntesis de su tesis de licenciatura, y "Las universidades como instituciones de derecho público" de 1915, el autor se preocupó por establecer los términos del vínculo entre el Estado y la cultura universitaria, en defensa del carácter público y autónomo de las funciones de dicha institución. Después de disertar sobre los fines y funciones del Estado, ante la crisis del liberalismo individualista del siglo XIX, y aun bajo cierta inspiración utilitarista, que justificaba la intervención del Estado en el ámbito de la educación, Henríquez Ureña sostuvo como obligación del Estado la impartición de la educación popular que cubriera las necesidades sociales básicas, así como el impulso a la llamada alta cultura y a la cultura técnica. Sin embargo, Henríquez Ureña defendió el hecho de que sostener pecuniariamente a la Universidad no le daba derechos al Estado para interferir en su administración y gobierno.

Cabe señalar que el énfasis de Henríquez Ureña sobre este asunto venía a cuestionar el estatuto que daba origen a la Universidad, institución que entonces dependía del Poder Legislativo para la expedición o modificación de sus leyes constitutivas y planes de estudio y para la aprobación de sus gastos y sus asignaciones en el Presupuesto Federal de Egresos. [9] En el fondo de esta importantísima controversia se encontraba la demanda de delimitar las intervenciones de la Secretaría de Instrucción Pública y del Congreso Federal a sus justos términos, lo que implicaba la aplicación de criterios netamente académicos en la designación de autoridades y en la formulación de planes de estudio. La tesis de Henríquez Ureña contribuyó a la discusión sobre la Universidad Nacional como persona jurídica, cuyo principio de independencia le permitía desarrollar libremente muchas actividades y organizarse como entidad autónoma.

Estos ensayos son una clara muestra de cómo los estudios de leyes de nuestro autor se encontraban ligados a su preocupación por lograr una libertad intelectual que debía encarnar en los fines de la Universidad misma. Henríquez Ureña defendió la importancia de la educación profesional, debido a que estaba convencido de la necesidad de formar a una nueva clase que dirigiera los destinos culturales de las naciones de Hispanoamérica. La defensa jurídica de la institución fundada por Sierra se sustentaba además en una filosofía permeada por los valores de la cultura humanista, como gran referente de crítica a otros sistemas de ideas, entre otros el positivismo. La inauguración de la Universidad Nacional y de la Escuela de Altos Estudios significó la definición de un espacio académico y político para el estudio de las humanidades, nuevo patrimonio de ideas que reformularían los valores de la identidad hispanoamericana. Veamos qué elementos rescató Henríquez Ureña de la herencia latina humanista.

La cultura de las humanidades

Éste fue el título no sólo de un discurso pronunciado con motivo de la inauguración de las clases en la Escuela de Altos Estudios en 1910, sino que sintetiza una de las preocupaciones intelectuales más importantes del pensamiento de Pedro Henríquez Ureña. A la par que analizó el proceso de organización de la Universidad, se dedicó a explicar cómo tuvo lugar la institucionalización de la alta cultura con la fundación de la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional de México en 1910, así como la génesis del Ateneo de la Juventud, ambos acontecimientos como parte sustantiva de un movimiento amplio de cuestionamiento de las bases culturales del Porfiriato.

La importancia de la Escuela de Altos Estudios radicaba, para Henríquez Ureña, en impulsar las ciencias, las humanidades y la alta cultura desinteresada. [10] En América Latina, este último fin había sido visto con gran recelo, pues fundamentalmente se buscaba ilustrar para dirigir socialmente. La Escuela de Altos Estudios, señalaba Henríquez Ureña, se enfrentó al problema de no haber presentado planes, programas ni modalidades de organización de las carreras, y, con la caída de Díaz, fue desdeñada por los gobiernos sucesivos y víctima de numerosos ataques. El autor advirtió el impacto de diversas figuras públicas y corrientes filosóficas en aquella Escuela: el positivista Porfirio Parra, de tradición comtiana; la trascendencia del primer curso libre de la Escuela de Filosofía, encabezado por Antonio Caso, y las presencias bienhechoras de Alfonso Pruneda y Ezequiel Chávez.

Para miembros del Ateneo, como Henríquez Ureña o Caso, su colaboración en esta institución tuvo como antecedente un proceso de acumulación de conocimiento que abarcó el estudio de la literatura griega, el Siglo de Oro español, Dante, Shakespeare, Schopenhauer, Nietzsche, Bergson, Boutroux, entre muchos otros, que venían a derrumbar el status de verdad de la filosofía positivista. La revisión de estas fuentes por el autor le permitieron al grupo juvenil encontrar una fórmula alternativa que sustentara la libertad de pensamiento: la aspiración humanista que logró no sólo la disciplina intelectual del grupo, sino que permitió el renacimiento del espíritu de las humanidades clásicas en México. [11]

El pensamiento de Henríquez Ureña se centró en el reconocimiento sobre la vigencia de la idea griega de progreso, ideal novedoso, si se le comparaba con el valor eje de las culturas orientales: el de la estabilidad. El pueblo griego aportó al mundo la inquietud del progreso cuando descubrió que el hombre podía individualmente ser mejor de lo que era y socialmente vivir mejor de como vivía. El hombre no debía descansar hasta averiguar el secreto de toda mejoría. Esto daba lugar a una búsqueda y un cuestionamiento constantes, bajo un espíritu que juzgaba, comparaba y experimentaba sin tregua. Este espíritu, decía Henríquez Ureña:

No arredra la necesidad de tocar la religión y a la leyenda, a la fábrica social y a los sistemas políticos. Mira hacia atrás y crea historia; mira al futuro y crea utopías, las cuales, no lo olvidemos, pedían su realización al esfuerzo humano. Es el pueblo que inventa la discusión; inventa la crítica. Funda el pensamiento libre y la investigación sistemática. Como no tiene la aquiescencia fácil de los orientales, no sustituye el dogma de ayer con el dogma predicado hoy: todas las doctrinas se someten a examen y de su perpetua sucesión brota, no la filosofía ni la ciencia, que ciertamente existieron antes, pero sí la evolución filosófica y científica, no suspendida desde entonces en la civilización europea. [12]

Esta cita ilustra por qué la cultura de las humanidades se constituyó no sólo en la fuente que permitió reivindicar la libertad intelectual de esta generación, sino sentar las bases de lo que el autor denominaría utopía: la posibilidad del progreso mediante el esfuerzo individual. Lo anterior constituyó una de las ideas más relevantes de Henríquez Ureña, ya que consideramos que demuestra un viraje importante no sólo frente al positivismo sino también frente a las corrientes historiográficas que coincidían en señalar el carácter cíclico de la historia y que cobraron vigencia en obras como la de O. Spengler, La decadencia de Occidente (1918-1922), en la que se cuestionó la idea ilustrada y lineal sobre la continuidad y la evolución en la historia.

Los ateneístas en general y Henríquez Ureña en particular lograron extraer de esa concepción determinista de la historia otras implicaciones que investigaciones más recientes han considerado como válidas. Hoy sabemos que una concepción cíclica de la historia no excluye necesariamente el hecho de que los griegos tuvieran una conciencia del tiempo pasado anterior, y de que vieran que las artes, las ciencias y las situaciones del hombre en la tierra habían ido avanzando poco a poco y que, en el futuro, la civilización superaría con mucho el estado de avance que se había logrado en sus tiempos. [13]

Nos atreveríamos a señalar que frente al historicismo, el positivismo, la concepción dialéctica y materialista de la historia y la de los ciclos históricos, Henríquez Ureña se aproximó más a una interpretación de la historia de corte liberal e ilustrado como la de Condorcet (1743-1794), para quien la historia de la civilización era la historia de la ilustración, lo cual significa una visión lineal, moderna y progresiva de la historia. Es evidente que, si el autor rechazó una concepción cíclica de la historia, sí retomó de la filosofía griega la idea de progreso, como sustento de la sensibilidad estética, la actitud crítica y el mejoramiento individual. Estas ideas quedaron plasmadas en muchos textos a lo largo de la vida del autor que aquí nos ocupa; fundamentalmente le permitieron apuntalar sus conceptos sobre la historia de la cultura en la América hispánica, así como su ideal de progreso con base en la transformación cultural futura.

Tentativamente podríamos concluir que Henríquez Ureña abrevó del pensamiento griego y helenístico tres ideas centrales para su utopía de América:

a) El respeto y hasta reverencia por el conocimiento práctico y filosófico que proporcionaran comodidad, protección y bienestar a la humanidad.

b)      La noción de que la adquisición de conocimiento era el producto del talento individual y de un espíritu crítico. La adquisición de conocimiento se había dado a lo largo de prolongados periodos.

c)      La fe en el progreso intelectual y cultural y en la capacidad
del hombre para mejorar su situación individual y colectiva.
Se establecía entonces un estrecho vínculo entre el aumento
de conocimientos y el crecimiento de cada ser humano.

Como veremos, este bagaje intelectual demarcó las bases filosóficas de su proyecto cultural, el cual culminó en la formulación de una utopía para Hispanoamérica. Esta utopía encerraba para el autor las claves de nuestra identidad, es decir, de un proceso lento de delimitación de nuestras semejanzas y diferencias con otros pueblos e individuos. Este proceso dual de conformación de la identidad personal y de la integración a entidades mayores, como la nación, podían cobrar una dimensión más amplia y significativa para Henríquez Ureña, si se comprendía el sentido de pertenencia de nuestras culturas "particulares o nacionales" a una entraña cultural mayor que era la cultura de las humanidades, herencia imborrable de Occidente.

La utopía de América

Consideramos que en la obra de Henríquez Ureña la idea de utopía es el cemento que le otorga cierta organicidad, más allá de su contenido temático específico. Esta idea la formuló, como veremos, en dos ensayos publicados en 1922 y 1925 respectivamente: "La utopía de América" y "Patria de la justicia". Juzgamos que el ideal utópico de Henríquez Ureña puede comprenderse mejor a través de la explicación de tres influencias importantes: en primer lugar por la definición de la utopía como un proyecto político en sí y no sólo como un modelo de sociedad deseable; en segundo, por la presencia didáctica y filosófica de José Enrique Rodó; y finalmente considerando el modelo de la cultura latina humanista, heredada a través de España, como vínculo de identidad en la América española.

 

La idea de utopía: filosofía y proyecto político

 

A la formulación de esta categoría en el pensamiento de Henríquez Ureña no la acompañó alguna elucidación teórica, pero tras su planteamiento puede observarse que nuestro autor privó a la utopía del carácter de ilusión y quimera que tradicionalmente se le atribuye para convertirla en una categoría antropológica e histórica. Sin duda, nuestro ateneísta se ubica entre los intelectuales que desarrollaron en las primeras décadas de nuestro siglo una modalidad de pensamiento utópico, es decir, integró una visión más racionalista sobre los principios subyacentes a una sociedad óptima que eran expuestos y discutidos por el autor y sus interlocutores. La reforma moral y cultural era su sostén.

Para Pedro Henríquez Ureña resultaba indispensable rescatar la idea clásica del concepto de utopía. Ésta no era un juego de imaginaciones inasequibles, sino una de las más importantes creaciones de Occidente. [14] El pueblo griego había dado al mundo la inquietud del perfeccionamiento constante. Cuando descubrió que el hombre podía individualmente ser mejor de lo que ya era y socialmente vivir mejor de como vivía, no descansaba hasta averiguar el secreto de toda mejora, de toda perfección. Los medios para alcanzar este ideal eran la crítica, el esfuerzo humano, la discusión y el desarrollo de la vida espiritual. Como veremos, para Henríquez Ureña, la utopía no era sólo un programa general concreto para el futuro de América, y cuyas metas eran la "justicia social y la libertad verdadera". Era fundamentalmente un modelo histórico proveniente del pasado y alimentado constantemente por el sentido racional y crítico del ser humano, un proceso siempre renovado que constituía la esencia del mundo occidental, sostén de su historia. La identidad de varios ateneístas, entre ellos Henríquez Ureña, se sustentó en buena medida en la necesidad de cristalizar esa utopía en el continente que históricamente había sido el objeto de muchas de ellas.

En particular, "La utopía de América" expresó la intención de Henríquez Ureña de salvar los obstáculos existentes entre lo que realmente tenía la América hispánica —una lacerante realidad socioeconómica y cultural— y lo que deseaba y necesitaba. El contraste permitía fomentar una toma de conciencia y buscaba generar un vago sentimiento de malestar que condujera a la acción.

Pensamos que el autor partía de observar la imperfección del mundo real y de contemplar la necesidad urgente de realizar un cambio por pequeño que fuera. Lo anterior no era sino el marco de referencia que le permitió a Henríquez Ureña ubicar en particular, la problemática sociocultural de México después de la Revolución.

Al dirigirse al público de la Universidad de La Plata en su gira con Vasconcelos en 1922, señaló que México se enfrentaba a uno de los momentos más activos de su vida nacional. [15] La situación de crisis posrevolucionaria abría una doble oportunidad: primero, la de realizar una crítica de la vida pasada, conocer escollos y fundar su tipo de civilización. Esto significaba conocer las limitaciones, abolir la injusticia, superar las circunstancias regionales y conciliar las nuevas inquietudes con las humanidades. En segundo término, señaló, el país atravesaba por un momento importantísimo de creación para impulsar una gran empresa civilizadora. Ésta sustentaría tanto el desarrollo de una cultura social que permitiera no sólo conocer sino hacer, así como una actitud nacionalista caracterizada por la originalidad espiritual del país. [16]

Para Henríquez Ureña, en cada una de las crisis de civilización por las que había atravesado la América española, era el espíritu el que nos había salvado. Por ello era necesario avanzar hacia la utopía. Si ésta consistía en el perfeccionamiento de la vida humana por medio del esfuerzo individual, los esfuerzos que se habrían de desplegar se darían en varios frentes: los intelectuales —como él— tenían la responsabilidad de devolverle a la utopía su perfil humano, pero también eran el factor de equilibrio y armonía de las dos tradiciones existentes, la indígena y la española. Debía intentarse además que las reformas económicas y sociales no fueran el límite de nuestras aspiraciones; era indispensable devolverle a la utopía sus caracteres plenamente humanos y espirituales:

Procurar que la desaparición de las tiranías económicas concuerde con la libertad perfecta del hombre individual y social, cuyas normas únicas sean la razón y el sentido estético. Dentro de nuestra utopía el hombre llegará a ser plenamente humano, dejando atrás los estorbos de la absurda organización económica en que estamos prisioneros y el lastre de los prejuicios morales y sociales que ahogan la vida espontánea; a ser, a través del franco ejercicio de la inteligencia y de la sensibilidad, el hombre libre, abierto a los cuatro vientos del espíritu. [17]

La América española podía aproximarse a la creación del hombre universal, por cuyos labios afirmó el autor, hablaría libremente el espíritu y para quien conocer lo propio le permitiera advertir los matices de la unidad humana.

Si bien estas ideas constituyeron la entraña del pensamiento utópico de Henríquez Ureña, observamos la incorporación de un matiz importante después de publicada "La utopía de América". En "Patria de la justicia", el autor sostiene que el ideal de justicia estaba antes que el ideal de cultura: era superior el hombre apasionado de justicia al que sólo aspiraba a su propia perfección intelectual. La América hispánica volvería a ser el continente de la realización de utopías: "Nuestra América se justificará ante la humanidad del futuro cuando constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de la naturaleza y por el trabajo de sus hijos, del ejemplo de la sociedad donde se cumple la emancipación del brazo y de la inteligencia." [18] Eliminar la zozobra del hambre era condición para la realización del ideal, el cual no se realizaría sin esfuerzo y sacrificio.

 

El maestro Rodó

 

La empresa civilizadora de los ateneístas en general y de Pedro Henríquez Ureña en particular, como es bien sabido, tuvo entre sus fuentes de inspiración la obra del ensayista y crítico literario José Enrique Rodó (1871-1917). [19] Muchos intelectuales de entonces compartieron la defensa del idealismo y del desinterés de Rodó frente a la cultura meramente práctica y materialista, así como su elogio de la latinidad en contrapartida al estilo de vida en los Estados Unidos, al que calificaba como incapaz de satisfacer una mediana concepción del destino humano. En sus Ensayos críticos, nuestro autor realizó su propio diagnóstico del And, el cual se constituyó en uno de los cimientos de su visión ideal del mundo hispanoamericano. En esa obra del crítico uruguayo, Pedro Henríquez Ureña encontró un mensaje para la juventud de la América española, a la cual Rodó excita a dejar los caminos de la sensualidad y el utilitarismo (representados en la figura de Calibán), para seguir las cualidades de espiritualidad, trabajo y sentido estético propios de Ariel. [20]

Henríquez Ureña apreció con gran sentido crítico que el mensaje de Rodó estaba dirigido a una juventud ideal y, dentro de ella, a una élite de intelectuales. Su intención entonces era formar un ideal en la clase dirigente que tan necesitada estaba de ellos, a la par de llevar instrucción a la mayoría ignorante.

Henríquez Ureña retomó de Rodó la idea de la educación que contemplaba el equilibrio entre el trabajo utilitario y el desarrollo de un cierto sentido del placer estético, de tal suerte que se enlazara el gusto por el trabajo, con el espíritu artístico, lo cual era escaso en la América hispánica. [21] Este modelo venía a redondearse con un ideal democrático que tenía como objetivo nivelar a todos los hombres, para suprimir las distinciones artificiales y permitir la libre aparición y el desenvolvimiento fecundo del mérito individual. Así coincidieron Rodó y Henríquez Ureña en la necesidad de crear en América una "idea fuerza", capaz de iluminar los impulsos dispersos en el espíritu de la raza.

Esta idea-fuerza consistía en la creencia de Rodó en el sentido de que los hombres se creaban continuamente a sí mismos. Retomando a Bergson, sostuvo que el existir consistía en cambiar; cambiar, en madurarse, y madurarse, en crearse indefinidamente a sí mismo. Ésta era para Henríquez Ureña la entraña del libro de Rodó Motivos de Prometeo, en el cual, a juicio de nuestro autor, la originalidad de Rodó estaba en haber enlazado el principio cosmológico de la evolución creadora con el ideal de una norma de acción para la vida. [22] Puesto que vivíamos transformándonos y no podíamos impedirlo, era un deber vigilar nuestra propia transformación constante, dirigirla y orientarla. De ahí el papel imprescindible de la educación.

Este análisis de Henríquez Ureña sobre Rodó nos permite ubicar una de las más importantes fuentes de inspiración del sentido de misión y el afán civilizador del ateneísta que hoy nos ocupa. Henríquez Ureña, como Rodó, pretendía resolver el meollo del problema cultural de Hispanoamérica mediante la formación de la vocación. Éste era no sólo un problema de elección, sino el elemento rector de la vida individual. Sólo la intuición, el conocimiento de sí mismo, el dominio de la voluntad disciplinada, perfilaba la vocación. La educación, decía Rodó, era el arte de la transformación ordenada y progresiva de la personalidad, una labor conducida por la conjunción de los otros con nosotros mismos.

Henríquez Ureña tuvo en Rodó el ejemplo de un gran maestro, de un eticista, como él le llama. Compartieron una utopía común: lograr que una "idea-fuerza" como la de la evolución creadora permitiera definir tanto la personalidad de los individuos como la de los pueblos hispanoamericanos. [23]

 

España, médula de la utopía

 

Para algunos ateneístas como Vasconcelos, Alfonso Reyes y por supuesto Henríquez Ureña, España se convirtió no sólo en un importante tema de convergencia intelectual, sino en el punto de referencia más inmediato de la herencia cultural latina y por tanto humanista. En particular, Henríquez Ureña escribió con gran pasión sobre este tema y aportó una reflexión digna de ser discutida y meditada: para el autor, el punto de unión de la raza hispanoamericana estaba dado por la cultura en general y por el idioma compartido en particular. Al respecto, Henríquez Ureña señaló: "Lo que une y unifica a esta raza no real sino ideal, es la comunidad de cultura, determinada de modo principal por la comunidad de idioma. Cada idioma lleva consigo su repertorio de tradiciones, de creencias, de actitudes ante la vida, que perduran sobreponiéndose a cambios, revoluciones y trastornos." [24]

Así el latín había sido en Occidente el vehículo principal de la tradición grecorromana, la cual persistía a pesar de que este idioma se había partido en mil pedazos. La idea de fondo de Henríquez Ureña radicó en afirmar que existía un vínculo de identidad que estaba dado no sólo por el hecho de compartir un código de comunicación, sino porque éste entrañaba una misma visión del mundo, es decir, una forma común de expresar el pensamiento y el sentir. Por esto integrábamos una comunidad cultural denominada Hispanoamérica.

Para el dominicano, la utopía de América incluía un balance sobre la obra de España en América, cuya principal aportación había consistido en ser la entidad que transmitió el sentido humanista en el nuevo continente. Henríquez Ureña fue generoso en sus juicios, pues consideró que España se volcó entera en el Nuevo Mundo, dándole cuanto tenía. No pudo establecer formas libres de gobierno ni organización económica eficaz porque ella misma las había perdido, pero dictó leyes justas. No estableció la tolerancia religiosa ni la libertad intelectual que no poseía, pero fundó escuelas y universidades para difundir la más alta ciencia de que tenía conocimiento. Y sobre todo, afirma nuestro autor, su amplio sentido humano la llevó a convivir y a fiindirse con las razas vencidas, formando así vastas poblaciones mezcladas. España había emprendido la más humana de las colonizaciones, mostrando cómo esta nación heredera de la cultura latina y a diferencia de otras culturas como la sajona y la alemana, sí podía ponerse en contacto con otras, y fundirse con ellas. [25] ¿Qué más nos unía? se pregunta Henríquez Ureña. Nada menos que la necesidad de sintetizar la amplitud humana, es decir, los valores de la cultura humanista, con la tolerancia intelectual.

La literatura en la América hispánica: hacia la realización de la utopía

Antonio Castro Leal opinaba que Henríquez Ureña tuvo una gran capacidad para apreciar la belleza de una obra de arte y especialmente la de una obra literaria, independientemente del tiempo en que fue producida. El desarrollo de esta capacidad le era indispensable para llevar a cabo el trabajo de entender y valorar las expresiones del espíritu. Porque lo que le interesaba sobre todo era esta encarnación del espíritu en la vida que se llamaba cultura. Y dentro de este importantísimo fenómeno general lo que le resaltaba era la encarnación del espíritu en la vida española e hispanoamericana. Buscaba así un constante vínculo entre la cultura humanista y la cultura hispanoamericana. [26] Su defensa de España tenía como función reivindicar la base y el pasado de la América española, así como lo que él consideraba una de las formas más originales de entender el mundo: la sensibilidad, la espiritualidad y el sentido estético. Mientras Vasconcelos vio en la danza, entre otras manifestaciones, la encarnación de esta veta de originalidad, Pedro Henríquez Ureña la encontró en la poesía y la literatura.

Teniendo como eje de su reflexión los aspectos espirituales de la cultura hispanoamericana, Pedro Henríquez Ureña se dedicó a reconstruir en particular nuestra historia literaria, como una de las mejores manifestaciones de los rasgos atribuidos a aquella cultura. El resultado de esta preocupación fue su libro Historia de la adtura en la América hispánica, publicado en 1947, en el que realiza una riquísima investigación sobre las manifestaciones artísticas hispanoamericanas: la pintura, la escultura, la arquitectura, la música y, por supuesto, la literatura y la poesía. Abarcó un largo periodo que va desde la Conquista hasta las primeras décadas del siglo XX.

Una buena pregunta que podríamos formular es por qué Henríquez Ureña pone énfasis en la literatura y la poesía y no en las otras manifestaciones del espíritu antes citadas, para explicar tanto las cualidades de la identidad hispanoamericana como el hecho de ver en la literatura la realización aún parcial pero en marcha de la utopía de América. Henríquez Ureña se apasionó por la literatura porque veía en ella una veta valiosísima de expresión de la cultura latina y del potencial y fuerza del idioma como factor vinculante y comunicador de una visión compartida del mundo, de una filosofía que articuló aquella cultura con la historia, las circunstancias, la geografía y las tradiciones de cada país de Hispanoamérica. La literatura era además una de las manifestaciones más acabadas de lo que el autor comprendió como la realización del espíritu creativo, del sentido estético y de la llamada búsqueda de perfección, ideal de la cultura de las humanidades. En otras palabras, la literatura era tierra fértil de realización de la utopía de América.

Henríquez Ureña consideró que los estudios existentes sobre la historia cultural de Hipanoamérica eran escasos, y algunos de ellos elaborados por extranjeros, como el del inglés Coeter y el del alemán Wagner. Sin embargo, el verdadero problema de dichas investigaciones radicaba en que eran obras llenas de errores, grandes ausencias y generalizaciones, resultado de utilizar esquemas rígidos de clasificación de corrientes. [27] Pedro Henríquez Ureña asumió en esos años el compromiso de construir una historia de la literatura hispanoamericana que llenara este vacío. Su antecedente más importante fue el conjunto de conferencias que pronunció en 1945 en Estados Unidos y que culminó en un libro publicado en 1949, tres años después de su muerte: Las corrientes litemrias en la América hispánica. Esta obra, que en sí misma sería objeto de un ensayo, nos permite afirmar que la intención del autor no era sólo erudita, pues buscaba comprender las profundas ligas existentes entre lo histórico social, es decir, entre los efectos de diversos acontecimientos históricos y las manifestaciones literarias. Así para Pedro Henríquez Ureña el descubrimiento del Nuevo Mundo en la imaginación europea, el perfil de la nueva sociedad, el florecimiento del mundo colonial, el fenómeno de la independencia intelectual y la influencia del romanticismo, entre otros, fueron hechos históricos que marcaron las tendencias y problemas de la literatura en la América española.

Henríquez Ureña no sólo hizo gala de un conocimiento exhaustivo de autores, corrientes y tendencias, lo que le otorga sentido y coherencia a su historia literaria es el principio de que la historia que produce es la del flujo y reflujo de aspiraciones y teorías en busca de nuestra expresión perfecta, como una historia de los renovados intentos de expresión y, sobre todo, de las expresiones realizadas. He aquí la segunda motivación que a nuestro juicio le otorga sentido a su historia: el ansia de perfección sería la realización de la utopía en América, siendo su manifestación más clara la literatura. Así, la historia literaria de Pedro Henríquez Ureña es la búsqueda de nuestra expresión perfecta, porque en ella a diferencia de otras manifestaciones artísticas intervenía, además de la creatividad y el sentido estético, el uso del idioma español. Éste, al ser el instrumento fundamental de la producción artística literaria, se constituyó también en el portador de los valores de la cultura latina, con sus principios de perfección individual y colectiva.

El idioma español era considerado en el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña como el vínculo de identidad más importante de los hispanoamericanos, pues encerraba en sí no sólo una forma de expresión, sino todo un repertorio de creencias y actitudes ante la vida que explicaba el ser de la llamada raza ideal en la América española. [28]

El esfuerzo que emprende el autor al reconstruir nuestra memoria literaria, además de proporcionar mucha y valiosísima información, detecta algunos de los problemas que habían surgido en la América hispánica, tales como la búsqueda de la originalidad y con ello el conflicto constante en torno a la afirmación de la identidad. En el terreno literario, Henríquez Ureña destacó los problemas siguientes referidos a la identidad hispanoamericana:

Los nacionalismos

Para Henríquez Ureña existían dos clases de nacionalismos en la literatura: el espontáneo, el natural acento y elemental sabor de la tierra nativa y el perfecto, expresión superior del espíritu de cada pueblo, con poder de imperio, perduración y expansión. Hispanoamérica estaba formada por cinco grupos lingüísticamente diferentes, y cuya especificidad había trascendido a la literatura. La literatura de América, decía el autor, no podía menos que distinguirse de la literatura de España, pues cada país de América, o cada grupo de países, ofrecía rasgos peculiares suyos en la literatura, a pesar de la lengua recibida de España y de las constantes influencias europeas. [29]

América y la exuberancia

Henríquez Ureña destacó como una creencia compartida en América y Europa la idea sobre la riqueza de estas tierras donde el clima además otorgaba a los nativos rasgos espirituales característicos. Esta creencia fundó el mito sobre la exuberancia también en la literatura. Nuestro autor lo combate advirtiendo dos problemas: si la exuberancia era fecundidad, los de la América española no eran escritores fecundos. Inclusive Henríquez Ureña afirmó que carecían de vena y de urgencia profesional, pues la literatura no era aún una profesión entre ellos sino una afición. Los escritores fecundos eran excepcionales. Muchos sólo se preocupaban de exaltar el poder de los vocablos aunque faltara la densidad de pensamiento o la chispa de la imaginación.

Asimismo, el autor se preocupó por desterrar la vieja idea en cuanto a la existencia de una América "buena" y otra mala, adjetivos atribuidos a ciertos conjuntos de países de Hispanoamérica, según su nivel de desarrollo socioeconómico y la zona geográfica de su ubicación, lo cual para muchos podía explicar las diferencias en la producción literaria dependiendo de si los países se ubicaban en una zona tórrida o en una templada. Para Henríquez Ureña, la única fuente de las divergencias estaba dada por la diversidad de cultura. [30]

El eclipse de Europa

Henríquez Ureña detectó la crisis que se produjo en América, al dejarse de producir en Europa la unidad de doctrinas oficiales propias del siglo XIX: el liberalismo, el socialismo y lo propio en la literatura. Después del imperio clásico del siglo XVIII, se produjo el ascenso de la democracia romántica que se partió luego en el simbolismo para la poesía y el realismo en la novela y el drama. En aquellos años prevalecía la anarquía, es decir, la pluralidad de corrientes, direcciones y tendencias, producto de la crisis de la cultura europea después de la Primera Guerra Mundial. Esta situación en realidad era para nuestro autor una oportunidad única para aprender a pensar las cosas desde su raíz. Lo anterior significaba en el pensamiento de Henríquez Ureña distinguir entre la herencia y la imitación. Hispanoamérica pertenecía al mundo occidental; su civilización era la europea de los conquistadores, modificada desde el principio en el ambiente nuevo pero rectificada a intervalos en sentido europeizante, al contacto con Europa. Hispanoamérica tenía el derecho a moverse con libertad dentro de la tradición española y a gozar, en general, de todos los beneficios de la cultura occidental. Nuestro gran problema radicaba en la imitación que se quedaba sólo en eso: en imitación. Henríquez Ureña aspiraba a producir una literatura que escapara de los lugares comunes del momento para lograr una verdadera transformación de las herencias mediante el ansia de la creación. [31]

El descontento y la promesa

Para Henríquez Ureña, los movimientos de Independencia en la América española buscaron no sólo importantes reformas políticas, sino que además condujeron a proclamar una búsqueda constante en favor de la autonomía espiritual. Desde entonces toda generación criticaba el que las anteriores hubieran vivido atentas a Europa, nutriéndose de imitación sin ojos para el mundo que los rodeaba. Sin embargo, éste era el problema de todas las generaciones, incluyendo la del autor mismo. Lo que Henríquez Ureña llamó el descontento y la promesa ilustraba uno de los problemas más recurrentes en la historia de la cultura en la América española en general: el de la identidad nacional y la búsqueda de originalidad, el cual se expresó con gran claridad en la literatura de esta región.

En el razonamiento de Pedro Henríquez Ureña, la urgencia por tener una fórmula de comunicación escrita, "propia" u original, no era más que una búsqueda romántica de expresión. Bajo este criterio expuso y desechó las fórmulas del americanismo, entre las que destacaron las descripciones sobre la naturaleza, el indio hábil y discreto y el salvaje virtuoso, así como la literatura sobre el criollo; y, en el otro extremo, estaba el afán europeizante, el cual sostuvo que nuestra función no era crear, yendo desde el principio a la raíz de las cosas, sino continuar y proseguir sin romper tradiciones. [32]

Para descalificar estos intentos, el argumento central del autor consistió en sostener que debido a que era el idioma español en el que se producía el mayor caudal literario de la América hispánica, nuestra base filosófica, es decir, las categorías que traducían nuestra forma de ver el mundo, lo que pensábamos, sentíamos y percibíamos, y la forma de plasmarlo en un texto era una sola. Lo que variaba de un país a otro era el contenido cultural, en otras palabras, el fondo de lo escrito.

Reflexiones finales

El pensamiento de Pedro Henríquez Ureña tuvo como uno de lo temas más importantes de reflexión el problema de la identidad cultural de Hispanoamérica, el cual fue compartido con una generación marcada por una profunda crisis de valores que se generó a partir de la transición de las sociedades latinoamericanas del orden tradicional al incipientemente moderno. Esto significó, bajo la influencia del maestro Rodó, la búsqueda de nuevas coordenadas valorativas que permitieran conformar la fisonomía de los pueblos hispanoamericanos, frente al ascenso vertiginoso de la cultura materalista de la potencia del norte. Hemos señalado que Henríquez Ureña, a la par que otros ateneístas, fincó su análisis en la identidad hispanoamericana, a partir del estudio de la herencia cultural humanista en Hispanoamérica y del lento proceso de asimilación en que derivó. Henríquez Ureña no se orientó a pensar la identidad bajo los parámetros de las fronteras nacionales, sino a partir de la búsqueda de nuestros sentidos de pertenencia y articulación posible a la cultura occidental. Alfonso Reyes, Antonio Caso, José Vasconcelos y, posteriormente, Samuel Ramos y Octavio Paz compartieron también estas coordenadas como horizonte de conocimiento de la esencia de lo mexicano, a lo largo de nuestro siglo.

Desde nuestro punto de vista, la comprensión del problema de la identidad cultural hispanoamericana, sintetizado en la utopía de América, ha sido posible a través de la reconstrucción de la biografía (familiar e intelectual) de Henríquez Ureña, aunado al desglosamiento de los componentes de la llamada cultura de las humanidades y, finalmente, con la reconstrucción del panorama literario de Hispanoamérica, escenario ya palpable de realización de aquel proyecto cultural. En particular, su reflexión sobre la cultura de las humanidades resultó inseparable del análisis sobre su proceso de institucionalización, a través de la Universidad, y la reflexión filosófica en torno al pensamiento utópico. Lo que Henríquez Ureña denominó la utopía de América se constituyó en un ambicioso proyecto de transformación de las estructuras mentales y culturales que él mismo se encargó de emprender.

Al encarnar esta utopía, Henríquez Ureña se encargó no solamente de ejercer la docencia, la crítica y la fundación de instituciones y publicaciones sino, además, de escribir historia cultural, al encargarse de la reconstrucción del pasado y de los momentos preferentes de la historia de la creación artística de la América española. Su escritura de la historia de la cultura se organizó desde el presente, es decir, en su época, a partir de las preocupaciones filosóficas, políticas e incluso existenciales del autor. Lo anterior implicó una búsqueda intencionada, "sintomática", en el pasado de valores y de referentes culturales resignificados en el presente a partir de lo que para Henríquez Ureña era el conflicto fundamental: el de la identidad. Sin duda tuvo la generosidad de devolvernos la memoria sobre la historia de la cultura en la América española, rescató el pensamiento humanista griego y abrió, junto con otros autores, la posibilidad de consumar una tarea aún inconclusa: asimilar de una vez por todas la herencia española.

Es evidente que en la reconstrucción de este pasado cultural la dimensión del presente también jugó un papel importantísimo para comprender el problema moral y cultural de la identidad a partir del diagnóstico y de la lectura que hizo, junto con su generación, de la situación compartida: una crisis generalizada de las estructuras sociales y morales que cuestionaba entonces la viabilidad de las instituciones socioeconómicas y políticas, pero cuyo verdadero sustento de reforma consistía, para ellos, en una transformación moral y cultural. Henríquez Ureña, sin duda, fue un pensador moderno al preocuparse también por la dimensión del futuro en el mundo hispanoamericano, de ahí el sentido de su utopía. Consideramos que existe en el pensamiento de Henríquez Ureña un intento constante por definir y emprender esta utopía, la cual parecía escalar peldaños en la literatura, pues era en ese terreno donde mejor se ilustraba nuestra ansia de perfección: "Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queramos decir: afinar, definir, con ansia de perfección." [33]

Así, para nuestro autor, esta ansia de perfección era la única norma para lograr la originalidad y realizar la utopía, inspirada en los cánones griegos. Era indispensable alcanzar entonces la expresión firme de una intuición artística, pues sólo en ella podrían conjugarse lo universal (la cultura humanista) y el contenido cultural nacional, bajo una forma de expresión compartida: el idioma español.

Quisiéramos señalar que en los textos revisados de Pedro Henríquez Ureña encontramos la inquietud de un autor preocupado además por demostrar que la capacidad creadora no era el patrimonio exclusivo de las naciones fuertes y muy desarrolladas. Buscaba un lugar para Hispanoamérica dentro de la literatura universal, pero conocía los obstáculos que había que superar. El remedio para solucionar esta contradicción radicaba en la educación y, a través de las grandes figuras de nuestra historia y de las letras, él esboza la imagen futura pero, sobre todo, practicable de la utopía fundada en el ideal de la perfección. Ésta no era una quimera irrealizable, sino una imagen de un futuro concretamente posible y racional. Sin duda, él era la mejor prueba de esa posibilidad, gracias a su don de gran maestro y a la virtud de persuasión que tanto admiró de Rodó.

Sobre Pedro Henríquez Ureña, maestro de América, Antonio Castro Leal expresó:

En una cosa se parecía Pedro Henríquez Ureña a Sócrates: en la forma en que asistían ambos —según la expresión del propio Sócrates— al alumbramiento de las almas, en la forma en que ambos despertaban lo que estaba latente o dormido en el espíritu, en la manera en que ambos ponían en ejercicio la inteligencia [...]. ¿Y no es esto la base de toda pedagogía, de toda educación del alma? En esta función, en este gusto por asistir al alumbramiento de las almas, en este generoso interés de ver crecer y madurar los frutos espirituales, en este sano y noble propósito de que cristalizara lo latente y de que cada uno encontrara como por sí mismo, el camino de la verdad; en esta altísima vocación de maestro que, más que poner nociones en el alma, quería ponerle alas para que volara, es en lo que Pedro Henríquez Ureña puede ser comparado con toda justicia a Sócrates. [34]

Bibliografía

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Zuleta Álvarez, Enrique, Pedro Henríquez Ureña y su tiempo, Buenos Aires, Catálogos, 1997.



[1] Alvaro Matute, "El Ateneo de la Juventud: grupo, asociación civil, generación", en Mascarones, México, UNAM, Centro de Enseñanza para Extranjeros, n. 2, 1983, p. 53-70.

[2] Ibid, p. 53.

[3] La reconstrucción biográfica que aquí proponemos se basa en tres obras fundamentales: Sonia Henríquez Ureña, Pedro Henríquez Ureña: apuntes para una biografía, México, Siglo XXI, 1994. Un segundo texto imprescindible es el de Juan Jacobo de Lara, Pedro Henríquez Ureña: su vida y su obra, Santo Domingo, UNPHU, 1975. El libro más reciente de Henríquez Ureña fue el de Enrique Zuleta Álvarez, Pedro Henríquez Ureña y su tiempo, Buenos Aires, Catálogos, 1997. Por otra parte cabe destacar que el mismo Pedro Henríquez Ureña reconoció que entre sus influencias intelectuales más importantes se encontraba la del maestro Hostos, de quien cobraría distancia años después, al cuestionar la filosofía positivista. En sus reflexiones sobre el autor, Henríquez Ureña destacó que una de las obras más relevantes de Hostos en el terreno sociológico fue la de Moral social, en la que bajo la influencia organicista consideró que la sociedad estaba integrada por seis órganos: el individuo, la región, la familia, la nación, el municipio y la humanidad. Su moral social, advirtió Henríquez Ureña, consistió en postular que la solución a los problemas humanos estaba dada por el cumplimiento de las leyes sociales de sociabilidad, libertad, trabajo, progreso, entre otras. Bajo su iniciativa se creó en Santo Domingo la Escuela Normal de Santo Domingo en 1880.

[4] Entre las obras más importantes de Pedro Henríquez Ureña se encuentran las siguientes: Seis ensayos en busca de nuestra expresión: caminos de nuestra historia literaria, 1926; Cien de las mejores poesías castellanas, Aspectos de la enseñanza literaria en la escuela común, 1930; Música popular en América, Observaciones sobre el español, América, raza y cultura, 1934; La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo, Antología clásica argentina, Plenitud de España, 1940. Su preocupación por la divulgación cultural se reflejó en la colección Cien Obras Maestras que incluyó la difusión de las obras de autores como Cervantes, Esquilo, Hornero, Calderón, Tirso de Molina, Góngora, Plutarco, Shakespeare, Racine, todos con introducciones generales escritas por Henríquez Ureña. Simultáneamente en la colección Grandes Escritores de América se publicaron con sus introducciones dos volúmenes de Nuestra América de José Martí y Moral social de Eugenio María de Hostos. En 1945 aparecieron Las corrientes literarias en la América hispánica, editadas por la Universidad de Harvard. Esta obra fue traducida al español por Joaquín Diez Cañedo y publicada por el Fondo de Cultura Económica en su colección Biblioteca Americana, en 1949. Esta colección fue diseñada por Henríquez Ureña para la editorial. Poco después de su muerte se publicó la Historia de la cultura en la América hispánica, en 1947, como parte de un homenaje póstumo al autor.

[5] Para conocer los diversos significados que se le atribuyen al concepto de utopía y que aquí hemos retomado, puede consultarse el texto de George Kateb, "Voz utopía", en Encido-pedia internacional de las ciencias sociales, Madrid, Aguilar, 1977, t. X, p. 599.

[6] Pedro Henríquez Ureña, "La Universidad", en Universidad y educación, México, UNAM, 1969, p. 58.

[7] Ibid, p. 62.

[8] Ibid, p. 81.

[9] P. Henríquez Ureña, "Las universidades como instituciones de derecho público", Universidad y educación, p.  103.

[10] P. Henríquez Ureña, "La cultura de las humanidades", en La utopía de América, prólogo de Rafael Gutiérrez Girardot, compilación y cronología de Ángel Rama y Rafael Gutiérrez Girardot, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978, p. 56.

[11] Ibid, p. 60.

[12] Ibid, p. 62.

[13] Robert Nisbet, Historia de la idea de progreso, Barcelona, Gedisa, 1981.

[14] Pedro Henríquez Ureña, La utopía de América, p. 7.

[15] P. Henríquez Ureña, "La influencia de la Revolución Mexicana en la vida intelectual
de México", en Universidad y Revolución, p. 3.

[16] Ibid, p. 8.

[17] P. Henríquez Ureña, "La utopía de América", en La utopía en América, p. 7

[18] P. Henríquez Ureña, "Patria de la justicia", en La utopía de América, p. 11.

[19] José Enrique Rodó (1871-1917). Ensayista y crítico literario. Cultivó el periodismo y
fue cofiindador y redactor, en Montevideo, de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Socia
les que, a finales del siglo XIX, significó un notable esfuerzo por la divulgación de los valores
culturales de esa época. Abrió brecha en la reivindicación de la cultura latina, como una de
gran originalidad, debido a su perfil espiritual y orientación estética, frente al pragmatismo y
materialismo norteamericano.

[20] P. Henríquez Ureña, "Vida espiritual en Hispanoamérica", en La utqjía de América, p. 308

[21] Itíd, p. 312

[22] P. Henríquez Ureña, "La obra de José Enrique Rodó", en Conferencias dé. Ateneo de la
Juventud,
Juan Hernández Luna (comp.), México, UNAM, 1962, p. 63.

[23] Ibid, p. 67.

[24] . Henríquez Ureña, "Raza y cultura", en La utopía de América, p. 13.

[25] Ibid, p. 16.

[26] Antonio Castro Leal, "Pedro Henríquez Ureña. Humanista americano", en Repasos y defensas, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 370.

[27] Respecto de los escritores hispanoamericanos, Henríquez Ureña señalaba hacia 1928 que sólo se habían elaborado estudios parciales de literatura: sobre la literatura colonial de Chile, la poesía en México, o bien se llegaba a considerar la producción literaria de países enteros. Sin embargo, ni siquiera se había elaborado, a juicio del autor, una simple suma de historias literarias parciales.

[28] Pedro Henríquez Ureña, "Caminos de nuestra historia literaria" y "El descontento y la
promesa", en La utopía de América, p. 47 y 33-57, respectivamente.

[29] Ibid., p. 48.

[30] Ibid., p. 49.

[31] Ibid, p. 54.

[32] Ibid, p. 42.

[33] Ibid, p. 43.

[34] Antonio Castro Leal, op. cit., p. 363.

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