(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

Pedro Henríquez Ureña:
Documentos de su presencia en la dictadura

José Rafael Lantigua

“El Dr. Pedro Nicolás Henríquez Ureña, nos dotará con una Escuela Dominicana, capaz de salvar el futuro del país y de llevar al mundo el eco de nuestras todavía incipientes y mesológicas excelencias. Y de que nuestras masas estudiantiles descansarán al fin, de esa inestabilidad constante en la que se han desenvuelto por desdicha, las generaciones estudiosas de la patria”. (Listín Diario, 27 de agosto de 1931, p.1.)

 

 

“Pedro Henríquez Ureña vio por primera vez a Rafael Leonidas Trujillo en las primeras horas del día 22 de diciembre del año 1931 en el muelle de Santo Domingo”. Con estas palabras inicia Orlando Inoa el interesante recorrido por la breve estancia de año y medio del humanista dominicano al frente de la Superintendencia General de Educación, entonces la posición máxima en el tren educativo del país.

Henríquez Ureña tenía apenas siete días que había llegado a Santo Domingo desde Argentina, llamado por el entonces general Trujillo para ocupar la dirección del mencionado departamento público. El cargo se lo había gestionado su hermano Max, anterior incumbente de esa posición que pasaba ahora a dirigir la Secretaría de Relaciones Exteriores. A escasa semana de su llegada tiene que asistir, por imperativo oficial, al acto de recibimiento del presidente que acababa de recorrer las doce provincias de la República. A los pies del vapor ‘Frida Horn”, mientras Trujillo descendía, Henríquez Ureña tuvo que haber quedado profundamente impresionado por la profusión de tropas y armamentos que bajaban del barco y que habían servido al dictador para exhibir su poder frente a la pelonería inmensa de que estaba compuesta entonces la población dominicana en las, para la época, apenas 12 provincias que formaban el cuerpo de la República. Nueve días más tarde, el conocido intelectual tomaba posesión de su cargo.

Cuando llegó al país en aquel final del año 1931, Henríquez Ureña ya era un escritor consagrado internacionalmente. Había publicado unos 40 volúmenes, era catedrático de la Universidad de Buenos Aires y tenía, como advertía un comentario del Listín Diario a raíz de su designación, una obra que había merecido “los más cálidos elogios” de la crítica universal, que alcanzarían para su autor, “con justicia, el dictado de sabio”. Era, sin dudas, un lujo lo que se instalaba en la República en ese tiempo, un tiempo de grandes incógnitas pues aparte de que se iniciaba un régimen de fuerza que no parecía tener al momento oposición importante -Trujillo acalló temprano las voces disidentes-, el país pasaba por una severa crisis económica. En ese terreno tenía que moverse para hacer efectiva su labor el prestigioso humanista. Se iniciaba formalmente la andadura del sistema educativo nacional, en términos de adecuación de normas, metodología didáctica y organización administrativa, y Henríquez Ureña tenía el reto de dirigir este esquema, con muy escaso presupuesto, una población profesoral deficiente y normas de conducta oficial que habrían de afectar pronto su propio sistema de valores y sus objetivos intelectuales.

El historiador Orlando Inoa ofrece una panorámica lo suficientemente exhaustiva y clara del comportamiento de Henríquez Ureña en la Superintendencia de Educación, durante los 18 meses que duró su ejercicio, o sea desde el 31 de diciembre de 1931 cuando toma posesión del cargo, hasta el 29 de junio de 1933, cuando embarcó por Puerto Plata hacia París en licencia temporal, para no regresar jamás. La breve misiva que le dirige a Trujillo cuando ya va a bordo del vapor ‘Macorís’ parece su formal y atenta despedida del escenario nacional: “Me permito dirigirle estas líneas para saludarle de nuevo, augurándole los éxitos más cabales en su gobierno y agradeciéndole infinito las muchas atenciones y distinciones que ha tenido conmigo”. Sin duda alguna, Max -que se quedaba en el país y en el gobierno- supo siempre asesorar debidamente al intelectual que desconocía los bréjetes de la política vernácula.

Gracias a la investigación hecha por Inoa en los archivos nacionales, se puede reconstruir la historia de esa trayectoria de gerente del sistema educativo nacional de Henríquez Ureña. Por estos documentos descubrimos el día-a-día del humanista en su tarea de burócrata y regente de un proyecto educativo en cierne. Los movimientos de la cotidianidad en esta posición debieron abrumarle: todo se condensa en llamadas de atención a los profesores, orientación para que no se consumiera el material gastable, indagaciones sobre la nacionalidad de algunos profesores, circulares para marcar los detalles múltiples de las exigencias administrativas, remisión de publicaciones, entrega de cartillas cívicas y de manuales históricos, ordenanzas para manejar los huertos escolares, instrucciones sobre los libros que deben utilizarse de referencia y estudio, etc. O sea, la rutina propia de alguien que dirige el principal departamento educativo de un país, sobre todo de un país pobre, que apenas iniciaba un proceso para forjar la nueva escuela dominicana y que, además, está regido por alguien que, aunque apenas tiene un año y pocos meses en el poder, ya tenía bien colocadas las espuelas del dictador que cabalgaría a lomo diestro sobre el espinazo de la vida dominicana durante tres largos decenios.

Salvo algunas declaraciones a favor del dictador, escuetas y protocolares, dada la naturaleza de su posición pública, a menos que no se quiera exagerar la nota, se debe colegir que no hay en la actuación como funcionario del régimen trujillista ninguna actitud que implique adhesión servil o entusiástica de Henríquez Ureña a la dictadura. Además, cualquier expresión o medida que favoreciera la imagen del dictador y su gobierno debe entenderse como un acto natural y lógico y habría necesariamente que situarse en el contexto de su tiempo para comprenderla. Cuando el 29 de junio de 1933, apenas con año y medio de estancia en el país, Henríquez Ureña pide permiso para viajar a Francia, realmente se estaba escapando del estado de cosas vigente, vislumbrando de seguro lo que le deparaba el porvenir a la República. Aún así, mantuvo desde la distancia una actitud dual: al principio de colaboración y simpatía, que se expresó en cartas al dictador y la aceptación de posiciones irrelevantes, como la de representante del país en algún cónclave cultural, y más tarde de completo abstencionismo de opinión y absoluta entrega a su vocación educativa e intelectual, ajena a conflictos políticos. Nada extraordinario. En algún momento de sus vidas, otros prestigiosos intelectuales, que con el tiempo alcanzarían relevancia política en el terreno de lucha contra el régimen, también tuvieron que hacer sus proclamas de adhesión al régimen para poder neutralizar acciones en su contra o lograr la aceptación de determinadas medidas a su favor. (Como anécdota, anotemos que en una ocasión, como se muestra en este libro, debía el humanista pronunciar una conferencia para conmemorar el primer año del gobierno de Trujillo, pero la actividad fue suspendida por un torrencial aguacero. ¡Qué suerte tuvo!).

Lo que importa ciertamente en este brevísimo trayecto gerencial y educativo de Henríquez Ureña en aquellos tres años primeros de la dictadura, fue su empeño en producir una reforma en el sistema educativo nacional. No le fue fácil, desde luego. Con frecuencia, tenía que tramitar resoluciones del Ejecutivo que como el ‘hermano mayor’ de Orwell vigilaba todas las acciones, ora para llamar la atención a desorganizaciones en el sistema escolar, ora para amonestar a algún funcionario educativo. Imaginemos los tiempos aquellos, cuando una orden del dictador a Henríquez Ureña lo obligaba a instruir al intendente Osvaldo Báez Soler, segundo a bordo del departamento, para que le dedicara una hora diaria a la supervisión disciplinaria de la Escuela Normal Superior. Desde luego, tuvo que aceptar y tramitar Henríquez Ureña decisiones del dictador que les debieron resultar difíciles de aplicar como las cancelaciones de figuras estelares de la educación y la intelectualidad como Ercilia Pepín y Abigaíl Mejía. Pero, fuera de ello, lo que se observa en estos reveladores documentos es la verdadera vocación del maestro: orientaba mediante circulares a los educadores del país sobre las mejores maneras de enseñar la gramática, la literatura, la física. Ofrecía cursos de teatro, remitía libros de su propia biblioteca, en una de sus conferencias de entonces fue cuando habló por primera vez del papel de la Ma Teodora y Micaela Ginés, las negras libertas, en la creación del Son, reclamaba ayuda constante a supervisores y maestros para mejorar el trabajo educativo y, sobre todo, fue modesto, sencillo, sin poses, abierto, preocupado por una verdadera reforma escolar que ni el tiempo ni las circunstancias les permitieron llevar a cabo. Tuvo detractores, desde luego, como Manuel E. Suncar, que siempre le adversó y que apenas un mes antes de la partida definitiva del humanista publicara en La Opinión una severa crítica contra él, sin mencionar su nombre. Fue una voz disidente frente al conglomerado periodístico e intelectual que siempre le dispensó respeto.

En fin, estos documentos que ofrece al público el historiador Orlando Inoa ofrecen la perspectiva formal y definitiva sobre el paso de Henríquez Ureña por el país y su presencia como funcionario de la dictadura en sus primeros años. El ambiente no le fue propicio, las circunstancias le desfavorecieron y su impronta en el sistema educativo fue frágil. La dictadura tenía sus propios planes y, con el paso del tiempo, el Primer Maestro de la República terminaría siendo el Generalísimo. “Yo sólo sé de amores que hacen sufrir, y digo como el patriota: mi tierra no es para mí triunfo sino agonía y deber”, escribiría el humanista en un artículo que, aunque escrito en 1932, se publicaría dos años más tarde fuera del país.

* BIBLIOTECA, suplemento del Listín Diario, Domingo 7 de Julio del 2002.

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