(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

JOSÉ JOAQUÍN PÉREZ (1845-1900)

 

Ha transcurrido un lustro desde la muerte de José Joaquín Pérez, y todavía no se han cumplido las promesas que sobre su tumba expresó la admiración de los dominicanos.[1] Escasos y pobres fueron los homenajes tributados a la memoria del poeta; el espíritu del país, en aquel período de renacimiento político (1899-1902), se embriagaba con las esperanzas de reconstrucción nacional y olvidaba de momento sus tradicionales aficiones literarias, en contraste con los precedentes años de despotismo, pródigos en revistas, y con los subsecuentes años de espantosas conmociones, entre las cuales ha surgido una desordenada legión de jóvenes poetas y escritores.

¿Será que nuestro temperamento antillano necesita de las guerras y de las amarguras para producir poesía?  La producción de nuestros escritores está regulada por los vaivenes de la política, y la obra de José Joaquín Pérez lo demuestra.

Nacido en 1845, a los dieciséis años se presenta José Joaquín Pérez como poeta vigoroso en un soneto contra la reanexión de Santo Domingo a España (1861); en 1867 despide con acentos patrióticos a su ilustre maestro, el Padre Merino, desterrado por el gobierno de Báez en castigo de un gesto digno; durante los seis años de aquel gobierno, envía desde Venezuela sus lamentosos Ecos del destierro; y en 1874, triunfante el movimiento regenerador del 25 de noviembre, canta jubilosamente La vuelta al hogar. A partir de esta época se hace mas independiente de la política militante: su vida es metódica, ejemplar; y de su breve gestión en el Ministerio de Instrucción Pública, durante el gobierno de Francisco Gregorio Billini, ha podido decir con justicia Eugenio, Deschamps: "José Joaquín Pérez, en la tempestuosa altura del poder, me hace el efecto de una flor derramando aromas sobre un cráter".

Poeta verdadero desde la adolescencia, —pues su soneto de 1861 contiene toda la fuerza de que era capaz—, antes de los treinta años compuso Tu cuna y su sepulcro, Ecos del destierro, La vuelta al hogar, que forman, con las Fantasías indígenas, los trofeos de su popularidad.

Esas composiciones, las más populares entre las suyas, no son únicas entre las mejores. Nuestro público acostumbra identificar a los poetas con sus primeras poesías, negándoles implícitamente la capacidad de progresar. José Joaquín Pérez no se estancó en sus primeras Ráfagas ni en las Fantasías: su espíritu tenía el don de la juventud inagotable, y hasta la víspera de su desaparición conservó el poder de renovar los tesoros de su pensamiento y las galas de su estilo.

Su vida literaria se divide en cuatro períodos: el primero, de 1861 a 1874; el segundo, de 1874 a 1880; el tercero, de 1880 a 1892; el cuarto, de 1892 a 1900. Después de las composiciones que en su mayor parte recoge la Lira de Quisqueya (1874)escribe las Fantasías indígenas (1877), cuya prometida continuación nunca se realizó. Entre 1880 y 1892 su labor es poco característica, como de transición; las composiciones que abarca son de carácter impersonal casi siempre: odas inspiradas en ideas de progreso, como Ciudad nueva y La industria agrícola; piezas de ocasión, como el Delirio de Bolívar sobre el Chimborazo, versificado en metro Manzoniano para el centenario del libertador; traducciones de Thomas Moore.

Ignoro si hubo en su vida años de infecundidad: es dudoso. Por la breve duración de nuestras publicaciones literarias, no siempre dio a luz sus poesías con regularidad; pero desde 1892 hasta en víspera de su muerte fue colaborador asiduo de Letras y Ciencias, El Hogar, Los Lunes del Listín, la Revista Ilustrada... Produjo entonces sus cantos del hogar; nuevas traducciones de Thomas Moore; los brillantes tours de forcé con que intrigó al público, de 1896 a 1898, bajo el seudónimo femenino e indígena de Flor de Palma; las Americanas, los Contornos y relieves; muchos otros versos de carácter íntimo o de carácter filosófico.

A través de esos períodos, su temperamento permanece idéntico en esencia. El autor del soneto patriótico de 1861 presagia al autor de El nuevo indígena de 1898. Cada verso suyo, aún en sus más diferentes maneras, lleva el sello peculiar de su personalidad: personalidad de poeta lírico, rico de emoción, completada por  firme y amplia inteligencia.

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José Joaquín Pérez es entre nosotros la personificación genuina del poeta lírico, el que expresa en ritmos su vida emotiva y nos da su historia personal, no solo en gritos íntimos, sino recogiendo las infinitas sugestiones del mundo físico y de los mundos ideales para devolverlas con el sello de su propio yo, siempre activo y presente. Su obra está llena de variedad en asuntos y formas: narraciones, descripciones de naturaleza, cantos heroicos, versos filosóficos; hasta ensayo' la sátira y el drama; pero, como lírico verdadero, se distingue por la intensidad del sentimiento y de la emoción, en vigor o en delicadeza.

Fue sentimental, en plena época romántica, pero no quejumbroso. El título de "poeta de las elegías", que le adjudicó Rafael Deligne, al juzgar las Fantasías indígenas, no le conviene sino parcialmente. En la poesía de su juventud hay notas de desaliento, pero nunca indican pesimismo funda­mental, ni siquiera pasajero. Su composición Diecisiete años (escrita a esa edad, y sorprendente, mas que por la calidad de la forma, por la elevación que da a manoseadas ideas románticas) es un espíritu de momentáneo desfallecimiento, de seguro más puerilmente imaginado que realmente sufrido. Después, su más delicada elegía, Ecos del destierro, es como un nocturno susurrante, sin crescendos furiosos; la apasionada canción A ti parece reclamar la "voz de lágrimas" de la música de Schubert; y Tu cuna y su sepulcro, dedicada a su hija huérfana de madre, vibra con dolor hondamente sentido, pero lleva una nota de resignación y esperanza.

El modo elegiaco es transitorio en José Joaquín Pérez, y nunca sombrío. Paralelas a esas quejas fugaces van sus canciones de amor, de patria, de naturaleza, rebosantes de energía. La vuelta al hogar es el más intensamente lírico, el más rabiosamente optimista grito de júbilo en la poesía antillana. Sentimientos variados y confusos toman allí forma y se agitan, vibrantes, sonoros, fúlgidos, con el ritmo veloz de la emoción súbita y el ardor de la sinceridad primitiva, helénica, que besa la tierra como Ulises y saluda al mar como los soldados de Xenofonte.

El sentimiento patriótico del poeta —cuya síntesis más hermosa es La vuelta al hogar— arraiga en la adoración de la naturaleza del trópico. Su manera descriptiva, que reúne las formas opulentas, los colores firmes y brillantes, los contrastes vivos, se anima con este culto religioso que los años afirmaron como base de su filosofía poética. En su juvenil composición Bam, el entusiasmo por la naturaleza rústica llega a la exaltación. Posterior­mente, su Quisqueyana, descripción de las maravillas del trópico que Menéndez y Pelayo llamó "abundantísima y florida", sirve de preludio a las Fantasías indígenas, colección de poemas cortos en los cuales quiso —nueva faz de su devoción patriótica— perpetuar su recuerdo de los aborígenes de la isla.

Las Fantasías (1877) fueron escritas durante la época en que tuvo auge la teoría de que la leyenda y la historia de los indígenas del Nuevo Mundo debían encarnar en poesía moderna: se soñaba en constituir la epopeya de los pueblos americanos. A la difusión de esa teoría (abandona­da hoy ante el convencimiento de que ya pasaron para no volver los días de las epopeyas y de que la tradición indígena solo en parte puede servir para expresarnos) se debieron obras interesantes de José Ramón Yepes, Francisco Guaicaipuro Pardo, Juan León Mera, Juan Maria Gutiérrez, Alejandro Magariños Cervantes, Mercedes Matamoros, el Hatuey de Francisco Sellen, la Iguaniona de Javier Ángulo Guridi, la Anacaona de Salomé Ureña, y las dos más importantes (con las Fantasías de Pérez) el Enriquillo de Galván y el Tabaré de Zorrilla de San Martin.

Antes de componer las Fantasías, José Joaquín Pérez comenzó a escribir un drama sobre Anacaona, nuestra reina poetisa, pero nunca lo publicó ni probablemente lo concluyó. Luego decidió adoptar la forma breve de las Fantasías, muy propia de su temperamental y quizás la mejor para los asuntos; no adoptó plan definido: el conjunto no tiene ningún propósito sistemático, y el poeta ni siquiera decidió si concedería el predominio a la fantasía o a la historia. Su mérito principal es la interpreta­ción del amor, el sentimiento patriótico y la religión de los aborígenes, junto a dos o tres episodios de su leyenda.

José Joaquín Pérez no sobresalía en la forma narrativa: ya los hizo notar Deligne en su crítico estudio de las Fantasías, contradiciendo una opinión difundida. A veces su narración, sobre todo en forma de romance, según Hostos indicó, alcanza la fluida sencillez de los grandes románticos españoles, Zorrilla y  Espronceda. Aún más: las narraciones El voto de Anacaona —grandioso relieve escultórico— y El junco verde son las dos joyas más preciadas de la colección, según consenso de los lectores (pongo junto a ellas el admirable, el extraordinario Areíto de las vírgenes de Marién); pero su mérito reside en la presentación sintética, dramática, de los episodios, unida a las descripciones vividas. Aún así, El Junco Verde (cuyo momento culminante es la crisis espiritual que precede al descubrimiento en el alma de Colón) se notan desigualdades; y son frecuentes en los otros relatos —Vanahí y Vaganiona, Guarionex, La ciba de Altabeira, El último cacique— acentuándose en los cambios de versificación, que no ocurren en los dos más breves y mejores poemas.

En cambio, es incontestable la belleza uniforme y superior de las Fantasías que pueden llamarse líricas y que dan el tono de la obra: el himno de guerra Igi aya bongbe; Guacanagarí en las ruinas de Marién, espléndido monólogo, en el cual se presiente al dramaturgo romántico; La tumba del cacique; El Adiós de Anacaona; el Areito de las vírgenes de Marién, donde la teogonía indígena se enriquece con el ingénito panteísmo del poeta; y los lindos Areitos, a los cuales se puede agregar la canción de amor de Guarionex.

Las Fantasías cierran la primera mitad de la vida literaria de José Joaquín Pérez. Hasta entonces había sido un poeta de grandes raptos líricos, de emociones intensas, pintor brillante y abundoso, versificador fácil y sonoro, si con durezas[2]; a ratos, intelectual que descubría altas enseñan­zas de la naturaleza y de la vida.

A partir de 1880, su inteligencia se desenvuelve y se afirma. Define su filosofía personal, y no pierde, sino que lo robustece, el vigor de su inspiración, el estro.

Sus himnos al progreso del país revelan una nueva concepción patriótica, posterior a sus cantos de devoción por la naturaleza, la tradición y la independencia nacional: reflejan la orientación que había dado a la poesía dominicana el entusiasmo civilizador de Salomé Ureña. Más tarde, al igual que la poetisa, acalla sus acentos patrióticos: no fue de los engañados por la falsa prosperidad de la nación bajo régimen tiránico, y así lo muestra en rasgos aislados, como en los Contornos y relieves, cuando induce a su hija Elminda a pintar el símbolo.

de esta tierra de los héroes y los mártires

donde siempre seca lágrimas el sol...

Su pasión por la libertad se desborda entonces en las Americanas suscitadas por la guerra de Cuba de 1895, en las cuales, tanto en la escena humorístico—familiar de Un mambí como en la visión épica de El 5 de julio, fluye la inspiración como torrente de luz y armonía, de fuerza viril y plena.

Pero lo que encumbra sus poesías escritas de 1892 a 1900, por encima de tantos contemporáneos derroches verbales en que el verso se limita a ser "jinete de la onda sonora" o cuando más de la imagen pictórica, no es solo la forma cada vez más segura y enriquecida con innovaciones del movimiento modernista, sino el rico y variado contenido de ideas.

Son ejemplos: El nuevo indígena, admirable interpretación del nuevo hombre de América, el cual define con una intuición certera que echamos de menos en nuestros aspirantes a sociólogos; Retoños, donde surge su antigua adoración de la naturaleza, a la que admira.

en las hojas del árbol que resucita,

en los hijos del hombre que se transforma;

¡1895! su profesión de fe moral; Carta-poema, lección de patriotismo para espíritus infantiles: El herrero, símbolo de las fuerzas oscuras del organismo social; su "elegía pindárica" Salomé Ureña de Henríquez, en homenaje a un esfuerzo humano y patriótico; los Contornos y relieves, ánforas que el alma plenamente humana del orfebre lleno del vino amargo y fuerte de las ideas y perfumó con la esencia de sus sentimientos profundos y delicados.

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José Joaquín Pérez, poeta del trópico y del Nuevo Mundo, representa en su época y en su patria una fisonomía espiritual cuya rara distinción no advierten los superficiales: hijo del siglo de los pesimismos y las rebeldías líricas, que se enlazan de Byron a Musset, de Leopardi a Baudelaire, de Heine a Verlaine, de Espronceda a Casals, fue un espíritu de equilibrio, de aquéllos cuyo tipo más eminente es Goethe: espíritu amplio y profundo, dulce y fuerte, a veces doloroso, pero fundamentalmente sano, que asumió en la poesía antillana el mismo papel que Tennyson en la inglesa y Longfellow en la de los Estados Unidos. Los Contornos y relieves son la coronación de suobra: la cima serena y luminosa donde impera el espíritu superior del poeta, que encubre discretamente sus heridas y sus dolores para cantar los himnos inmortales de la aspiración, del trabajo, de la alegría de vivir, del amor universal, de las futuras redenciones latentes en el curso de la fecunda evolución humana.

1905

[1] Ahora, por fin, se cumple el propósito de publicar en volumen sus poesías. Entrego, para que los sirva de prólogo, este trabajo mío, demasiado juvenil, pero el único en que hasta ahora se ha ensayado juzgar toda la obra del poeta. He retocado el lenguaje, pero no he agregado nada sustancial, porque creo que no se funden bien las ideas de épocas muy diversas en nuestra vida: basta corregir errores, sin pretender que el pasado se enriquezca con las conquistas de los tiempos nuevos.-  1928.

[2] Suyo es uno de los más finos versos onomatopéyicos de nuestro idioma, en El amor de Magdalena:

la leve arena de la orilla alcanza…

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