Ha
transcurrido un lustro desde la muerte de José Joaquín Pérez, y
todavía
no se han cumplido las promesas que sobre su tumba expresó la
admiración
de los dominicanos.[1] Escasos y
pobres fueron los homenajes tributados a la
memoria del poeta; el espíritu del país, en aquel período de
renacimiento
político (1899-1902), se embriagaba con las esperanzas de reconstrucción
nacional y olvidaba de momento sus tradicionales aficiones
literarias,
en contraste con los precedentes años de despotismo, pródigos en
revistas,
y con los subsecuentes años de espantosas conmociones, entre las
cuales
ha surgido una desordenada legión de jóvenes poetas y escritores.
¿Será
que nuestro temperamento antillano necesita de las guerras y de las
amarguras
para producir poesía? La producción de nuestros escritores
está
regulada
por los vaivenes de la política, y la obra de José Joaquín Pérez
lo
demuestra.
Nacido
en 1845, a los dieciséis años se presenta José Joaquín Pérez como poeta
vigoroso en un soneto contra la reanexión de Santo Domingo a España (1861); en 1867
despide con acentos patrióticos a su ilustre maestro, el Padre Merino,
desterrado por el gobierno de Báez en castigo de un gesto digno;
durante los seis años de aquel gobierno, envía desde Venezuela sus
lamentosos Ecos del destierro; y en 1874,
triunfante el movimiento regenerador del 25 de noviembre, canta
jubilosamente La vuelta al hogar. A partir de
esta época se hace mas independiente de la política militante: su vida
es metódica, ejemplar; y de su breve gestión en el Ministerio de
Instrucción Pública, durante el gobierno de Francisco Gregorio Billini,
ha podido decir con justicia Eugenio, Deschamps: "José Joaquín Pérez,
en la tempestuosa altura del poder, me hace el efecto de una flor
derramando aromas sobre un cráter".
Poeta verdadero desde la
adolescencia, —pues su soneto de 1861 contiene toda la fuerza de que
era capaz—, antes de los treinta años compuso Tu cuna y su
sepulcro, Ecos del destierro, La vuelta al hogar, que
forman, con las Fantasías indígenas, los trofeos
de su popularidad.
Esas composiciones, las más
populares entre las suyas, no son únicas entre las mejores. Nuestro
público acostumbra identificar a los poetas con sus primeras poesías,
negándoles implícitamente la capacidad de progresar. José Joaquín Pérez
no se estancó en sus primeras Ráfagas ni en las Fantasías:
su espíritu tenía el don de la juventud inagotable,
y hasta la víspera de su desaparición conservó el poder de renovar los
tesoros de su pensamiento y las galas de su estilo.
Su vida literaria se divide en
cuatro períodos: el primero, de 1861 a 1874; el segundo, de 1874 a
1880; el tercero, de 1880 a 1892; el cuarto, de 1892 a 1900. Después de
las composiciones que en su mayor parte recoge la Lira de
Quisqueya (1874)escribe las Fantasías indígenas
(1877), cuya prometida continuación nunca se realizó. Entre
1880 y 1892 su labor es poco característica, como de transición; las
composiciones que abarca son de carácter impersonal casi siempre: odas
inspiradas en ideas de progreso, como Ciudad nueva y
La industria agrícola; piezas de ocasión,
como el Delirio de Bolívar sobre el Chimborazo, versificado en metro
Manzoniano para el centenario del libertador; traducciones de Thomas
Moore.
Ignoro si hubo en su vida años
de infecundidad: es dudoso. Por la breve duración de nuestras
publicaciones literarias, no siempre dio a luz sus poesías con
regularidad; pero desde 1892 hasta en víspera de su muerte fue
colaborador asiduo de Letras y Ciencias, El Hogar, Los Lunes
del Listín, la Revista Ilustrada... Produjo entonces sus
cantos del hogar; nuevas traducciones de Thomas Moore; los brillantes tours
de forcé con que intrigó al público, de 1896 a 1898, bajo
el seudónimo femenino e indígena de Flor de Palma; las
Americanas, los Contornos y relieves; muchos
otros versos de carácter íntimo o de carácter filosófico.
A
través de esos períodos, su temperamento permanece idéntico en
esencia.
El autor del soneto patriótico de 1861 presagia al autor de El
nuevo indígena de 1898. Cada verso suyo, aún en sus más
diferentes maneras, lleva el sello peculiar de su personalidad:
personalidad de poeta lírico, rico de emoción, completada por
firme y amplia inteligencia.
**
José Joaquín Pérez es entre
nosotros la personificación genuina del poeta lírico, el que expresa en
ritmos su vida emotiva y nos da su historia personal, no solo en gritos
íntimos, sino recogiendo las infinitas sugestiones del mundo físico y
de los mundos ideales para devolverlas con el sello de su propio yo,
siempre activo y presente. Su obra está llena de variedad en asuntos y
formas: narraciones, descripciones de naturaleza, cantos heroicos,
versos filosóficos; hasta ensayo' la sátira y el drama; pero, como
lírico verdadero, se distingue por la intensidad del sentimiento y de
la emoción, en vigor o en delicadeza.
Fue sentimental, en plena época
romántica, pero no quejumbroso. El título de "poeta de las elegías",
que le adjudicó Rafael Deligne, al juzgar las Fantasías
indígenas, no le conviene sino parcialmente. En la poesía
de su juventud hay notas de desaliento, pero nunca indican pesimismo
fundamental, ni siquiera pasajero. Su composición Diecisiete
años (escrita a esa edad, y sorprendente, mas que por la
calidad de la forma, por la elevación que da a manoseadas ideas
románticas) es un espíritu de momentáneo desfallecimiento, de seguro
más puerilmente imaginado que realmente sufrido. Después, su más
delicada elegía, Ecos del destierro, es como un
nocturno susurrante, sin crescendos furiosos; la
apasionada canción A ti parece reclamar la "voz
de lágrimas" de la música de Schubert; y Tu cuna y su
sepulcro, dedicada a su hija huérfana de madre, vibra con
dolor hondamente sentido, pero lleva una nota de resignación y
esperanza.
El modo elegiaco es transitorio
en José Joaquín Pérez, y nunca sombrío. Paralelas a esas quejas fugaces
van sus canciones de amor, de patria, de naturaleza, rebosantes de
energía. La vuelta al hogar es el más
intensamente lírico, el más rabiosamente optimista grito de júbilo en
la poesía antillana. Sentimientos variados y confusos toman allí forma
y se agitan, vibrantes, sonoros, fúlgidos, con el ritmo veloz de la
emoción súbita y el ardor de la sinceridad primitiva, helénica, que
besa la tierra como Ulises y saluda al mar como los soldados de
Xenofonte.
El sentimiento patriótico del
poeta —cuya síntesis más hermosa es La vuelta al hogar— arraiga
en la adoración de la naturaleza del trópico. Su manera descriptiva,
que reúne las formas opulentas, los colores firmes y brillantes, los
contrastes vivos, se anima con este culto religioso que los años
afirmaron como base de su filosofía poética. En su juvenil composición Bam,
el entusiasmo por la naturaleza rústica llega a la
exaltación. Posteriormente, su Quisqueyana, descripción de las
maravillas del trópico que Menéndez y Pelayo llamó "abundantísima y
florida", sirve de preludio a las Fantasías indígenas, colección
de poemas cortos en los cuales quiso —nueva faz de su devoción
patriótica— perpetuar su recuerdo de los aborígenes de la isla.
Las Fantasías (1877) fueron escritas durante la época en
que tuvo auge la teoría de que la leyenda y la historia de los
indígenas del Nuevo Mundo debían encarnar en poesía moderna: se soñaba
en constituir la epopeya de los pueblos americanos. A la difusión de
esa teoría (abandonada hoy ante el convencimiento de que ya pasaron
para no volver los días de las epopeyas y de que la tradición indígena
solo en parte puede servir para expresarnos) se debieron obras
interesantes de José Ramón Yepes, Francisco Guaicaipuro Pardo, Juan
León Mera, Juan Maria Gutiérrez, Alejandro Magariños Cervantes,
Mercedes Matamoros, el Hatuey de Francisco
Sellen, la Iguaniona de Javier Ángulo Guridi, la
Anacaona de Salomé Ureña, y las dos más
importantes (con las Fantasías de Pérez) el
Enriquillo de Galván y el Tabaré de
Zorrilla de San Martin.
Antes de componer las Fantasías,
José Joaquín Pérez comenzó a escribir un drama sobre
Anacaona, nuestra reina poetisa, pero
nunca lo publicó ni probablemente lo concluyó. Luego decidió adoptar la
forma breve de las Fantasías, muy propia de su
temperamental y quizás la mejor para los asuntos; no adoptó plan
definido: el conjunto no tiene ningún propósito sistemático, y el poeta
ni siquiera decidió si concedería el predominio a la fantasía o a la
historia. Su mérito principal es la interpretación del amor, el
sentimiento patriótico y la religión de los aborígenes, junto a dos o
tres episodios de su leyenda.
José
Joaquín Pérez no sobresalía en la forma narrativa: ya los hizo notar
Deligne en su crítico estudio de las Fantasías, contradiciendo
una opinión difundida. A veces su narración, sobre todo en forma de
romance, según Hostos indicó, alcanza la fluida sencillez de los
grandes románticos españoles, Zorrilla y Espronceda.
Aún más: las narraciones El voto de Anacaona
—grandioso
relieve escultórico— y El junco verde son las
dos joyas más preciadas de la colección, según consenso de los lectores
(pongo junto a ellas el admirable, el extraordinario Areíto
de las vírgenes de Marién); pero su mérito reside en la
presentación sintética, dramática, de los episodios, unida a las
descripciones vividas. Aún así, El
Junco Verde (cuyo
momento culminante es la crisis espiritual que precede al
descubrimiento en el alma de Colón) se notan desigualdades; y son
frecuentes en los otros relatos —Vanahí y
Vaganiona, Guarionex, La ciba de Altabeira, El último cacique— acentuándose en los cambios de versificación,
que no ocurren en los dos más breves y mejores poemas.
En cambio, es incontestable la
belleza uniforme y superior de las Fantasías que
pueden llamarse líricas y que dan el tono de la obra: el himno de
guerra Igi aya bongbe; Guacanagarí en las ruinas de Marién, espléndido
monólogo, en el cual se presiente al dramaturgo romántico; La
tumba del cacique; El Adiós de Anacaona; el Areito de las vírgenes de
Marién, donde la teogonía indígena se enriquece con el
ingénito panteísmo del poeta; y los lindos Areitos, a
los cuales se puede agregar la canción de amor de Guarionex.
Las Fantasías cierran la primera mitad de la vida literaria
de José Joaquín Pérez. Hasta entonces había sido un poeta de grandes
raptos líricos, de emociones intensas, pintor brillante y abundoso,
versificador fácil y sonoro, si con durezas[2];
a ratos, intelectual que descubría altas enseñanzas de la naturaleza y
de la vida.
A partir de 1880, su
inteligencia se desenvuelve y se afirma. Define su filosofía personal,
y no pierde, sino que lo robustece, el vigor de su inspiración, el
estro.
Sus himnos al progreso del país
revelan una nueva concepción patriótica, posterior a sus cantos de
devoción por la naturaleza, la tradición y la independencia nacional:
reflejan la orientación que había dado a la poesía dominicana el
entusiasmo civilizador de Salomé Ureña. Más tarde, al igual que la
poetisa, acalla sus acentos patrióticos: no fue de los engañados por la
falsa prosperidad de la nación bajo régimen tiránico, y así lo muestra
en rasgos aislados, como en los Contornos y relieves, cuando
induce a su hija Elminda a pintar el símbolo.
de esta tierra de los héroes y los mártires
donde siempre seca lágrimas el sol...
Su
pasión por la libertad se desborda entonces en las Americanas
suscitadas por la guerra de Cuba de 1895, en las
cuales, tanto en la escena humorístico—familiar de Un mambí como
en la visión épica de El 5 de julio, fluye la inspiración como
torrente de luz y armonía, de fuerza viril y plena.
Pero lo que encumbra sus
poesías escritas de 1892 a 1900, por encima de tantos contemporáneos
derroches verbales en que el verso se limita a ser "jinete de la onda
sonora" o cuando más de la imagen pictórica, no es solo la forma cada
vez más segura y enriquecida con innovaciones del movimiento
modernista, sino el rico y variado contenido de ideas.
Son ejemplos: El
nuevo indígena, admirable interpretación del nuevo hombre
de América, el cual define con una intuición certera que echamos de
menos en nuestros aspirantes a sociólogos; Retoños, donde
surge su antigua adoración de la naturaleza, a la que admira.
en las hojas del árbol que resucita,
en los hijos del hombre que se transforma;
¡1895! su profesión de fe moral; Carta-poema,
lección de patriotismo para espíritus infantiles: El
herrero, símbolo de las fuerzas oscuras del organismo
social; su "elegía pindárica" Salomé Ureña de Henríquez, en
homenaje a un esfuerzo humano y patriótico; los Contornos y
relieves, ánforas que el alma plenamente humana del orfebre
lleno del vino amargo y fuerte de las ideas y perfumó con la esencia de
sus sentimientos profundos y delicados.
**
José
Joaquín Pérez, poeta del trópico y del Nuevo Mundo, representa en su
época y en su patria una fisonomía espiritual cuya rara distinción no
advierten los superficiales: hijo del siglo de los pesimismos y las
rebeldías líricas, que se enlazan de Byron a Musset, de Leopardi a
Baudelaire, de Heine a Verlaine, de Espronceda a Casals, fue un
espíritu de equilibrio, de aquéllos cuyo tipo más eminente es Goethe:
espíritu amplio y profundo, dulce y fuerte, a veces doloroso, pero
fundamentalmente sano, que asumió en la poesía antillana el mismo papel
que Tennyson en la inglesa y Longfellow en la de los Estados
Unidos. Los Contornos y relieves son la
coronación de suobra: la cima serena y luminosa donde impera el
espíritu superior del poeta, que encubre discretamente sus heridas y
sus dolores para cantar los himnos inmortales de la aspiración, del
trabajo, de la alegría de vivir, del amor universal, de las futuras
redenciones latentes en el curso de la fecunda evolución humana.