CIUDADANO DE AMÉRICA
"Dadme
la verdad y os doy el mundo. Vosotros, sin la verdad destrozaréis el
mundo; y yo con la verdad, con sólo la verdad, tantas veces
reconstruiré el mundo cuantas veces lo hayáis vosotros destrozado". Así
era, en Hostos, la delirante fe en la verdad, llama del incendio
engendrado, como dijo Nietzsche "en aquella creencia milenaria, en
aquella fe cristiana, que antes fue la de Platón, y para quien Dios es
la verdad y la verdad es divina".
Pero no sólo arde en Hostos la fe en la verdad: arde, con más alta llama, la pasión del bien, pasión de apóstol.
Porque Hostos vivió en los tiempos duros en que florecían los apóstoles
genuinos en Nuestra América. Nuestro problema de civilización y
barbarie; exigía, en quienes lo afrontaban, vocación apostólica. El
apóstol corría peligros reales, materiales; pero detrás de él estaba en
pie, alentándolo y sosteniéndolo, la hermandad de los creyentes en el
destino de América como patria de la justicia.
A
Eugenio María Hostos (1839-1903) el ansia de justicia y libertad lo
enciende para la misión apostólica. Al nacer en Puerto Rico, abre los
ojos sobre la injusticia como sistema social: desde la situación
colonial de la isla frente a tantos pueblos, emancipados de Europa, que
trabajosamente aprendían a ser dueños de sí, hasta la institución de la
esclavitud. Antes de la adolescencia (1851) va a España, donde
permanecerá hasta cumplir los treinta años. Allí comprende la esencia
de los males que atormentan a todo el mundo hispánico, en la patria
europea y en las patrias desgarradas de América: la falta de clara
conciencia social que anime la estructura política. Conoce a hombres y
mujeres —Pi y Margall, Concepción Arenal, Sanz del Río y sus
discípulos— en quienes germina otra España renovada, purificada. De
ellos aprende y con ellos trabaja.
Devora conocimientos: ciencia
y filosofía, arte y literatura. Pero su ansia de justicia y libertad
—ansia humana, física, ansia de hijo de Puerto Rico— se convierte en
pensamiento cuyo norte es el bien de los hombres, se nace
"trascendental", como decían sus amigos los krausistas. Vive desde
entonces entregado a su meditación filosófica y a su acción
humanitaria, embriagado de razón y de moral. Su carácter se define:
estoico, según la tradición de la estirpe; severo, puro y ardiente; sin
mancha y sin desmayos.
Piensa en el porvenir de España y en el porvenir de las Antillas: las
concibe autónomas dentro de una federación española. Trabaja
activamente para preparar el advenimiento de la república; de sus
compañeros recibe la promesa de la autonomía antillana. Pero en 1868,
al iniciarse el período de transformación, ve como se desdeña y pospone
el desesperado problema de Cuba y Puerto Rico. El desengaño lo inflama.
Pudo haberse quedado, pudo hacerse escritor famoso. Pero decidió romper
con España y lo hizo en memorable discurso del Ateneo de Madrid.
Cuba se arroja a su primera revolución de independencia (1868-1878);
Hostos se dedica a trabajar en favor de ella. Hasta embarca con
Aguilera rumbo a los campos de la insurrección; naufraga y nunca llega
a conocer la isla maravillosa. Recorre entonces las Américas, de norte
a sur y de Atlántico a Pacífico, explicando con palabra y pluma el
problema de las Antillas, reclamando ayuda para los combatientes. De
paso interviene en problemas de civilización de los países donde se
detiene: en el Perú protege a los inmigrantes chinos; en Chile defiende
el derecho de las mujeres a la educación universitaria; en la Argentina
apoya el plan del Ferrocarril Trasandino, y en homenaje, la primera
locomotora que cruzó los Andes se llamó Hostos.
Fracasada la guerra de los Diez Años, aplazada la independencia de
Cuba, pero abolida siquiera la esclavitud en las Antillas españolas,
Hostos no abandona la lucha; le da forma nueva. Se establece en la
única Antilla libre, en Santo Domingo, y allí se dedica a formar
antillanos para la confederación, la futura patria común, la que
debería construirse "con los fragmentos de patria que tenemos los hijos
de estos suelos". Pero el propósito lejano, que a él no se lo parecía,
quedó oscurecido bajo el propósito inmediato: educar maestros que
educaran después a todo el pueblo. Esos maestro debían ser, según su
fórmula, "hombres de razón y de conciencia''. Con ayuda de hombres y
mujeres desinteresados, encendidos —ellos también— en llama apostólica,
implantó la enseñanza moderna, cuyo núcleo es la ciencia positiva, allí
donde se concebía la cultura dentro de las normas clásicas y
escolásticas que sobrevivían de las viejas universidades coloniales;
enseñó la moral laica, forjando los espíritus "en el molde austero de
la virtud que en la razón se inspira". La obra fue extraordinaria:
moral e intelectualmente comparable a la de Bello en Chile, a la de
Sarmiento en la Argentina, a la de Giner en España. Sólo el escenario
era pequeño.
La Escuela Normal de Hostos (1880-1888), encontró oposición en los
representantes de la antigua cultura; pero sus enemigos reales no eran
esos, que en mucho llegaron a transigir o a cooperar con él: entre
"cleros" ajenos a traición, entre hombres de buena fe, la lucha leal
puede trocarse en colaboración. El enemigo real estaba donde está
siempre, en contra de la plena cultura, que lo es "de razón y de
conciencia", tanto de conciencia como de razón: estaba en los hombres
ávidos de poder político y social, recelosos de la dignidad humana. El
déspota local decía que los discípulos de Hostos llevaban la frente
demasiado alta. Después de nueve años, "cansado de las luchas con el
mal y con los malos", Hostos decidió alejarse del país.
Fue a Chile, donde pudo vivir tranquilo diez años (1889-1898),
entregado a la enseñanza. Influyó en la reforma de las escuelas, dando
ejemplo de modernización de los planes de estudios y de los métodos;
participó en la enseñanza universitaria, como antes en Santo Domingo.
Santiago de Chile lo declara hijo adoptivo de la ciudad; la comisión
oficial que exploraba el sur da su nombre a una de las montañas
patagónicas. Pero, a veces, en medio de aquella paz, su alma inquieta
echaba de menos los estímulos del hervor antillano: "¡Y no haberme
quedado a continuar mi obra!".
En 1898, cuando va a terminar la segunda guerra cubana de independencia
con la intervención de los Estados Unidos, Hostos corre a reclamar la
independencia de Puerto Rico. ¿Qué menos podía esperar el antiguo
admirador dé los Estados Unidos, cuyas libertades, antes simples y
diáfanas, exaltaba siempre como paradigmas frente a Europa enmarañada
en tiranías y privilegios? Ahora tropezó de nuevo con la injusticia:
los dueños del poder no soltaron la presa gratuita. ¡Con cuánta
amargura lamentó que las naciones de la América Española no se
adelantaran a los Estados Unidos, como él lo había propuesto, en la
defensa de Cuba!
Volvió a Santo Domingo en 1900, a reanimar su obra. Lo conocí entonces:
tenía un aire hondamente triste, definitivamente triste. Trabajaba sin
descanso, según su costumbre. Sobrevinieron trastornos políticos,
tomó el país aspecto caótico, y Hostos murió de enfermedad brevísima,
al parecer ligera. Murió de asfixia moral.
Es
vastísima la obra escrita de Hostos. En su mayor parte obra de maestro:
hasta cuando no es estrechamente didáctica, para uso de aulas,
esclarece principios, adoctrina, aconseja. Y cuando la necesidad de las
aulas no la hace meramente científica o pedagógica (como el precioso
manual de Geografía Evolutiva para las escuelas elementales de Chile), lleva enseñanza ética; su preocupación nunca está ausente.
Todo, para este pensador, tiene sentido ético. Su concepción del mundo,
su optimismo metafísico, como la llama Francisco García Calderón, está
impregnada de ética. La armonía universal es, a sus ojos, lección de
bien. Pero su ética es racional. Cree que el conocimiento del bien
lleva a la práctica del bien; el mal es error ("en el fondo de este
caos no hay más que ignorancia"). Está dentro de la tradición de
Sócrates, fuera de la corriente de Kant, pero Kant influye en su
rigurosa devoción al deber.
Como la razón es el fundamento de su moral, difundirá el culto de la
razón y de su fruto maduro en los tiempos modernos, las ciencias de la
naturaleza. Por eso, soñando con el bien humano, exalta la fe en la
persecución y en la adquisición de la verdad. Sólo lo asombra, a ratos,
"la eternidad de esfuerzos que ha costado el sencillo propósito de
hacer racional al único habitante de la tierra que está dotado de
razón".
Y por eso, sus singulares dones de artista, de escritor, los sacrifica,
los esclaviza a los fines humanitarios. Como Martí, para i quien fue
uno de los pocos maestros (leyendo él Plácido de
Hostos (1872) se reconoce el magisterio). Pero mientras para Martí arte
y virtud, amor y verdad, viven en felix armonía ("todo es música y
razón"), Hostos sospecha conflictos entre belleza y bien: resueltamente
destierra de su república interior a los poetas si no se avienen a
servir, a construir, a levantar corazones,
Hizo música, versos, teatro, para su intimidad personal y familiar; de sus novelas, la única conocida, La Peregrinación de Bayoán (1863),
es alegoría de su pasión: la justicia y la libertad en América. Pero el
artista que él en sí mismo desdeñaba sobrevivía en la extraña fuerza de
su estilo, sobreponiéndose a los hábitos didácticos, con su manía
simétrica de que lo contagiaron krausistas y positivistas. Hasta sus
cartas salen escritas con espontánea perfección luminosa. Y, como gran
apasionado, conservó el don oratorio.
De sus libros, el que mejor lo representa es la Moral Social (1888).
Demasiado lleno, Hostos, de preocupaciones humanas y sociales para
filósofo puro u hombre de ciencia abstracta, sus intentos teóricos son
cimientos apresurados donde asentar su casa de prédica. Los dos breves
tratados de Sociología (1883-1901) son esbozos para iniciar a
estudiantes del magisterio en la consideración de los problemas de la
sociedad humana: es ingeniosa su estructura, pero quedan fuera de los
caminos actuales de la ciencia social, empeñada en acotar su campo y
depurar sus datos antes de intentar de nuevo las construcciones
teóricas a que ingenuamente se lanzó el siglo XIX; ofrece agudas
observaciones concretas, especialmente las que tocan a nuestra América.
En su curso de Derecho constitucional (1887) expone audazmente
su concepción política, desdeñando todo eclecticismo y desentendiéndose
de la mera erudición —que poseía— de doctrinas y de historia: su
propósito es convencer a lectores y oyentes de que la organización de
los estados debe fundarse sobre principios de razón y normas éticas.
Y en la Moral social poco
interesa la exposición de las tesis sobre "relaciones y deberes",
contagiadas del naturalismo y del organicismo entonces en boga; su
fuerza y su brillo aparecen' cuando discurre sobre las "actividades de
la vida" —en particular sobre la política, las profesiones, la escuela,
la industria—, hasta culminar en la discusión sobre el uso del tiempo:
la civilización sólo será real cuando haya enseñado a todos los hombres
a hacer buen uso del tiempo que les sobre.
Junto a la Moral social hay
que poner el extraordinario discurso que Hostos pronunció en la
investidura de sus primeros discípulos (1884): en él declaró toda su
fe, describiendo en síntesis, con singulares parábolas y
relampagueantes apostrofes el ideal y el sacrificio de su vida, sus
principios éticos y su concepto de la enseñanza como base de reforma
espiritual y de mejoramiento social. Piensa Antonio Caso que este
discurso es la obra maestra del pensamiento moral en la América
Española.
Pero en todo, tratados, lecciones, discursos, cartas,
artículos, con que en muchedumbre sirvió a nuestra América, desde la
descripción de los puertos del Brasil hasta el homenaje a los poetas y
el estudio del Hamlet, en
que la observación psicológica se une a la reflexión moral, Hostos se
revela siempre, en pensamiento y forma, lo que fue: uno de los
espíritus originales y profundos de su tiempo.
Publicado en La Nación, 28 de abril de 1935. Sirvió de prólogo a la edición de Moral Social, Losada. Bs. As., 1939, pp.7-13.
Sociología de Hostos (1905)