(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

DÍAS ALCIÓNEOS

I

A Antonio Caso y Alfonso Reyes

 

En mitad del invierno, tras el monótono imperio de la niebla, han llegado los días alcióneos. Una paz luminosa se derrama sobre el valle de la vieja Ilion lacustre, y en el clásico Bosque, prez de la rusticatio mexicana, la pugna de las estaciones se funden en una armonía de veneciano esplendor. Junto al escueto y deshojado fresno invernizo, el cedro colora su follaje con el rojo otoñal; y en contraste con el inextinto verdor oscuro de los pinos, se extiende la amarilla alfombra de las hojas muertas.

Más que concierto pacífico de estaciones, diríase la victoria del otoño; él las somete, las funde, triunfa en la amplia tonalidad purpúrea que envuelve los paisajes. Libre de estivales reverberaciones, la luz solar unifica el azur impoluto y colma el suelo con el oro de las vendimias. El violeta impone su dominio en las arcadas.

Cuando el cielo vesperascente palidece con caída del sol, del ocaso comienza a escender un tinte róseo. El extraño tinte, de suavidad y ternura milagrosas, crece por instantes, invade todo el occidente, y se desvanece por fin en las sombras que avanzan. En el bosque, la grave masa arbórea, en que se perfilan las copas redondas, sugiere la visión de un pintor panteísta; la majestad terrible del pinar evoca el espíritu de Turner.

Nuevo nuncio de paz, en el confín occidental se ilumina el arco de la luna creciente, y con ella el astro místico invocado por Wolfram. La vasta serenidad de la noche estrellada desciende, imperatoria, sobre la calma del valle.

¡Esplendor fugaz de los días alcióneos! ¿No sorprendes, poeta, un ritmo jocundo en la gran palpitación de la fecunda madre? ¿No adviertes, filósofo, una súbita revelación de suprema armonía? La magia del ambiente despierta el ansia de erigir sobre el aéreo país sideral, el libérrimo, el aristofánico olimpo de los pájaros. Es que anida Alción, el ave legendaria, la doliente esposa de Coex, a quien otorgaron los dioses el don de difundir tales beneficios en mitad de la estación brumosa.

Desvanecido, mañana, el fugaz prestigio, volverá a reinar el gris. Y entonces, en vez de los estrepitosos himnos de las aves aristofánicas, vienen a la memoria las graves palabras del viejo diálogo académico. Habla Sócrates:

"Siendo tan grande el poder de los inmortales, nosotros, que somos mortales e insignificantes por toda manera, que no podemos abarcar lo grande ni apenas lo pequeño, y que vacilamos las más de las veces aun sobre aquellas mismas cosas que pasan a nuestro rededor, no somos competentes para hablar con certeza de alciones ni de ruiseñores. Esta célebre leyenda sobre tus lúgubres himnos, ¡oh ave moduladora de lamentos!, la referiré a mis hijos tal cual nuestros padres nos la trasmitieron, y celebraré muchas veces la piedad y la ternura de tu amor conyugal, contándoles además el alto honor que alcanzaste de los dioses..."

 

México, Enero de 1908.

 

II

A Leonor M. Feltz, en Santo Domingo

 

¡Cuan largo ha corrido el tiempo, amiga y compatriota, desde que, alejándome de nuestra tierra, abandoné la familiar reunión y las lecturas de vuestra casa! A la vida exclusivamente intelectual que llevé antes, ha sucedido larga y variada experiencia de gentes y países, de ideas y de cosas; distancia y años parecen haber impuesto pausas en nuestra correspondencia; y tal vez pensáis que se nubló ya en mí la memoria de los viejos días...

Y sin embargo, estas páginas deben atestiguar lo contrario. No se os escapará, si atentamente las veis, cómo en ellas perdura vuestra influencia que ya creíais lejana, que acaso nunca juzgasteis mucha.

Ya sé que al principio declararéis sorpresa. Diréis que en vuestras reuniones leíamos y hablábamos como compañeros y no se advertían magisterio ni discipulado; que detrás de mí tenía la herencia de mi hogar de intelectuales; que mi permanencia en el Norte me enseñó cuanto vos no pudisteis; que aún las tierras semejantes a la nuestra me habrán enseñado algo...

No os digo que sois la única influencia que reconozco. Pero las otras han sido, cuando personales, familiares; cuando extrañas, sólo de ambiente. ¿Qué no ejercíais de maestra en las lecturas de vuestro salón? ¿Que muchas veces no las escogíais vos, pues mi hermano y yo buscábamos los libros? Nuestra misma libertad de acción daba más eficacia a vuestro influjo. Max y yo apenas habíamos salido de la adolescencia, y vos, con diez o doce años más, con vuestra perspicacia y vuestro saber y vuestro refinamiento, marchabais ya segura en las regiones del pensamiento y del arte. Vuestro amor a la solidez intelectual, vuestro don de psicología, vuestro gusto por el buen estilo ¿no habían de orientar nuestras aficiones?

Retribución había en ello: vos, predilecta hija intelectual de mi madre, figura familiar de nuestra casa, erais llamada a ejercer influencia en nosotros. De mí sé que me guiasteis en la vía de la literatura moderna. ¡Qué multitud de libros recorrimos durante el año en que concurrí a vuestra casa, y, sobre todo, que río de comentarios fluyó entonces! Vuestro gusto, sin olvidar el respeto debido a los clásicos, a Shakespeare (que entonces releíamos casi entero), a los maestros españoles, nos guió al recorrer la poesía castellana de ambos mundos, el teatro español desde los orígenes del romanticismo, la novela francesa, la obra de Tolstoi, la de D'Annunzio, los dramas de Hauptmann y de Sudermann, la literatura escandinava reciente, y, en especial, el teatro de Ibsen, cuyo apasionado culto fue el alma de vuestras reuniones.

Os digo que esa fue para mí época decisiva. Mis temas son ya otros; entonces no se hablaba (apenas si surgían) de pragmatismo, ni de Bergson, ni de Bernard Shaw, ni de la crítica de Mauclair, ni de la nueva literatura española. Pero vuestra influencia ha seguido presidiendo mis horas de estudio.

Y aquí tenéis su fruto. ¡Ah! Mi vida también es otra. La adolescencia entusiasta, exclusiva en el culto de lo intelectual, taciturna a veces por motivos internos, nunca exteriores, (desapareció para dejar paso a la juventud trabajosa, afanada por vencer las presiones ambientes, los círculos de hierro que limitan a la aspiración ansiosa de espacio sin término. Antes tuve para el estudio todas las horas; hoy sólo puedo salvar para él unas cuantas, las horas tranquilas, los días serenos y claros, los días alcióneos.

Y esta labor de mis horas de estudio, de mis días alcióneos, va hoy a recordaros todo un año de actividad intelectual que vos dirigisteis y cuya influencia perdura; va hacia vos, a la patria lejana y triste, triste como todos sus hijos, solitaria como ellos en la intimidad de sus dolores y de sus anhelos no comprendidos.

 

México, Octubre de 1909.

Horas de Estudio, París, 1910.

[Tomado de PHU: Obras Completas, t. I, (1899-1909). Selección y prólogo de Juan Jacobo de Lara. Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, Santo Domingo, 1976, pp.177-181].

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