(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

TESTIMONIO:

MI RECUERDO DE PEDRO, BAJO EL ALTO CIELO

F. Alberto Henríquez V.

 

 


Recuerdo que todo fue diferente, aquel atardecer que debió ser de diciembre por la fresca brisa que hacía más llevadero el continuo correr sobre la grama, junto a Leonardo, (1) frente a uno de los chalet que franqueaban por el sur la antigua Mansión Presidencial. Todo fue diferente aquella vez, porque después de ascender por la rampa, subir las escaleras sin siquiera mirarnos y desaparecer por la puerta principal, Pedro no volvió a la galería ese anochecer, como era de costumbre, para hacernos preguntas sobre la lectura de ese día.

Lo que no puedo recordar, es por dónde íbamos en aquel momento... Si tras terminar "Los tres mosqueteros" y "El vizconde de Bragelone", habíamos comenzado "Veinte años después", último de la famosa trilogía de Alejandro Dumas. Tampoco recuerdo a partir de qué momento tuvimos que dar marcha atrás para retomar, leyendo "El duque de la Casa de Saboya", el hilo de aquella difícil cronología, porque para sorpresa de Leonardo y mía, no obstante haber oído la famosa expresión: "se formó la de San Quintín" y de saber que la matanza de San Bartolomé se había perpetrado en París, no teníamos la menor idea del motivo de aquella frase y de las causas de la matanza, ni mucho menos quién era Catalina de Médicis, ni el duque de Guisa, ni el almirante Gaspar Coligny...

Pero sí recuerdo que con la llegada de Pedro la Colección Larousse que Max había comprado casi completa "para que fuéramos conociendo algunas de las joyas de la Literatura Universal", había sido superada, luego de un benigno interrogatorio del recién llegado, al final del cual dictó la sentencia que esperábamos de pie: "Bueno, pues ya el material está seleccionado para que adquieran nuevos conocimientos históricos, comenzando por Francia". Así había comenzando aquel metódico aprendizaje, ayudados por el nuevo familiar que nunca alzaba la voz, ni dejaba de tener un libro en las manos, junto a la pequeña libreta en la que constantemente anotaba algo de lo que leía.

Poco después de haber pasado Pedro, apareció en la galería Paulina la encargada del servicio, indicando que debíamos subir a cenar pronto. Entonces pude comprender que algo anormal sucedía, al pasar por el comedor principal. Max, quien había llegado a la casa más temprano de lo usual, conversaba con Pedro al extremo de la amplia mesa. Un ambiente de crisis flotaba en el ambiente, confirmado por las voces que se escuchaban cada vez que alguien abría la puerta. Así sucedió al irrumpir Hernán (2) y detenerse en medio de ella, para saludar a los boricantes (3) y decirle a Paredes, el chofer, "que Max le había dado permiso para usar el carro esa noche".

La voz de Pedro se oyó en ese instante, preguntando: "¿Pero, cómo permitieron que yo viniera si esto era así?" Max a su vez se refería a una carta que debió extraviarse, donde le insinuaba cuál era el ambiente político que reinaba en el país. Aquel diálogo, no exento de dramatismo, pero sin voces alteradas, concordaba con lo que ha había oído, también de pasada, en boca de otros familiares: "Max, por su posición nacionalista al lado de su padre, Presidente del gobierno que enfrentó la ocupación norteamericana del 1916, no resultaba un Secretario de Relaciones Exteriores, grato a Washington. Pedro, por el sello estrictamente profesional que imprimía a su gestión educativa, al frente de la Superintendencia General de Enseñanza, se había ganado la antipatía de Trujillo".

Un tiempo después, acompañado de una pequeña comitiva familiar, Pedro emprendió el regreso a su humilde morada de la calle Danae. La noche era intensamente clara y fresca, descendimos por la Dr. Báez, hasta la César Nicolás Penson, vía que tomamos en dirección de la Dr. Delgado. Un hálito de tristeza rodeaba el pequeño séquito silencioso, cuando en la intercepción de esas dos últimas calles, Pedro se detuvo y elevando la mirada hacia la inmensa comba que parecía tener más estrellas que nunca, preguntó con voz que todos pudimos oír: ¿Por qué tanta miseria, bajo este cielo tan alto y tan hermoso?"

Pasaron días y meses, no muchos. La austera figura del Maestro se hizo menos visible. El interés por la lectura que él nos inculcó, siguió latente; pero postergado por los estudios del Bachillerato y las prácticas deportivas, cada vez más exigentes. Las correrías por las Cuevas de Santa Ana, entonces lejanas, fueron sustituidas por la natación en Güibia y el incesante jadear en las canchas de baloncesto, hasta que de improviso una mañana me tropecé en uno de los periódicos de entonces con un titular que rezaba así, palabras más palabras menos: "Resuelve el generalísimo Trujillo en pocos minutos, graves problemas educacionales, pendientes de resolver durante varios meses".

Así se inició la larga ausencia del Maestro, hasta que sus cenizas regresaron al seno de la Patria y de Salomé. Una ausencia difícilmente comprendida en su real magnitud; pero que permanecerá, como eterna herida abierta en el costado de nuestro pueblo, privado así de la luz que Pedro Henríquez Ureña repartió a manos llenas por otros caminos de América.

Después, vinieron años cada vez más largos y riesgosos. De las aulas normalistas pasamos a las aulas universitarias y de éstas a la prisión política, al confinamiento, al asilo y al exilio. Fueron años interminables de lucha que exigieron, además del doloroso extrañamiento de la Patria, sangre derramada a raudales en aras de su libertad. Pero a pesar de los desengaños y las heridas que el tiempo fue sembrando en el camino, nunca pude olvidar la figura de Pedro, vuelta la mirada hacia el cielo estrellado de su Santo Domingo, expresando su dolor porque bajo aquella inmensa bóveda azul y plata, se pudiera cobijar tanta miseria humana.

Por eso duele más que a los 54 años de su muerte, se pretenda extrañarlo espiritualmente de una Patria a la que tanto amó y de la que jamás renegó.

1. El hijo menor de Max.

2. El hijo mayor de Max.

3. Muchachos traviesos.

 

* Publicado en HOY, Domingo 07 de Julio del 2002. Santo Domingo, República Dominicana . Año IV. No. 1779

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