(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

CASA DE APÓSTOLES

 

En unas chozas, en unos bohíos, tuvo principio la más formidable cruzada que ha peleado en América el espíritu de caridad contra la rapaz violencia de la voluntad de poder. Tres hombres la iniciaron, tres hombres pálidos de ayuno, endurecidos en la penitencia, ardientes en la oración y en las obras de misericordia. En aquellas chozas establecieron aquellos tres hombres hacia septiembre de 1510, la comunidad de predicadores. Los franciscanos les habían precedido, estableciéndose en tres ciudades de la recién conquistada Isla Española. Pero los dominicos no podían hacerse esperar: la ciudad donde se asentaron, que sólo tenía catorce años de fundada, llevaba el nombre del patrono de su Orden.

De esta Orden, docta y activa, debía esperarse prédica y enseñanza. Pero a sus primeros representantes en el Nuevo Mundo los dominaba el espíritu de caridad. Eran ellos: Fray Pedro de Córdoba, Fray Antonio de Montesinos y Fray Bernardo de Santo Domingo. Fray Pedro, el jefe de la comunidad, estaba apenas en sus veintiocho años. Era alto y hermoso de presencia, manso y firme de conducta; habría sido sabio, si los ayunos y mortificaciones no lo hubieran debilitado, obligándolo a limitarse en el estudio. Fray Antonio, enérgica y fervoroso, predicador encendido. Fray Bernardo, hombre de lectura y de meditación, ajeno a las malicias del mundo. Poco tiempo después se les unió "el inventor de esta hazaña", el que en Castilla había concebido la idea de traer al Nuevo Mundo la comunidad de los dominicos, Fray Domingo de Mendoza. Era hombre de muchas letras, de familia eminente en la iglesia española: hermano de Fray García de Loaisa, después cardenal arzobispo de Sevilla y presidente del Consejo de Indias. Con él vinieron diez o doce frailes escogidos. Al desenfreno y licencia de la incipiente colonia ofrecieron en contraste su vida austera, habitando en chozas, durmiendo sobre paja, probando muy raras veces el pan de trigo, o la carne, o el vino, sustentándose de hojas, de raíces, de las tortas de casabe de los indios.

La Isla Española estaba destrozada por el desorden de la conquista. La aventura del Nuevo Mundo estaba todavía incierta, enigmática; desvanecidas, al parecer, las promesas de gloria y de esplendor: sólo se conocían tierras pobres en metales y en piedras preciosas, habitadas por pueblos agricultores y pescadores, de culturas sencillas. Atravesaban el mar los inquietos y los ávidos, sobre quienes pesaban poco la norma ideal o siquiera el escrúpulo. De ellos, hubo quienes se levantaron hasta la hazaña épica cuando el hallazgo de imperios fabulosos los convirtió en caudillos, exaltó en ellos poderes insospechados. Pero ahora, en el espacio estrecho de las islas, Hernán Cortés estaba de escribano de pueblo y Núñez de Balboa, abrumado por las deudas, se desangraban en mezquinas banderías. Duró tanto el malestar, que todavía en 1520 el humanista italiano Alejandro Geraldino, obispo de Santo Domingo, se queja en su blando latín de las rencorosas divisiones que envenenan a sus diocesanos.

La única riqueza la encontraron en el indio: la agotaron en pocos años. Aquellos indígenas isleños le parecieron a Colón amadores del prójimo como de sí mismos; Pedro Mártir, recogiendo con fina curiosidad las descripciones que de ellos le hacían los descubridores al regresar a Europa, pintó su vida como una edad de oro, en que todas las cosas eran comunes y todas las relaciones humanas pacíficas y benévolas: descripciones que impregnaron la imaginación de Europa con la noción de la bondad ingénita del hombre en el estado de naturaleza. Pero este indio de la Edad de Oro, este salvaje virtuoso, era sólo el arahuaco de las Bahamas, de Cuba, de Santo Domingo, de Puerto Rico, de Jamaica; no el caribe de las islas de Barlovento y de la Costa Firme, cuyo nombre es todavía en las Antillas símbolo de ferocidad. Y el indio a quien se explotaba en 1510 era el arahuaco.

¿Qué sucedió, en verdad, con esos indios isleños? Acogieron con asombro y sonrisa a los descubridores; hubo trastornos: hicieron pocos, débiles intentos de resistencia; quedaron vencidos, y se sometieron. Pero el trabajo y el rigor que se les impusieron los aterraron. Entonces ocurre la extraña catástrofe que tal vez sólo pueda explicarse como suicidio colectivo. Todos los cronistas coinciden en los hechos, desde Las Casas, el defensor, hasta Oviedo, el enemigo, quien dice que "muchos dellos, por su passatiempo, se mataron con ponçoña por no trabajar, y otros se ahorcaron con sus manos proprias, y a otros se les recresçieron tales dolencias... que en breve tiempo los indios se acabaron". Al fin, sólo sobrevivieron los que salvó la rebelión de Enriquillo. Hasta Juan de Castellanos, que sólo podía hablar de recuerdos que le contaron ("como me lo contaron os lo cuento", advierte):

Pueblos pudieras ver sin moradores,

que todos los dejaban y huían...

Para atajar el desastre, los frailes dominicos emprenden su cruzada. Es el milagro español: España, única en especie de pueblos conquistadores, engendra juntos al hombre de la violencia y al hombre de la caridad. Este hombre de la caridad no es el misionero que va tras el hombre de empresa y santifica las usurpaciones y aplaude el éxito material, declarándolo premio a la virtud; es la encarnación de la conciencia moral, que dice al conquistador: no tienes derecho a la esclavitud de tu hermano; al hermano salvaje te liga el deber: el deber de enseñarle el camino de la verdad. Como Grecia es el primer pueblo que discute la esclavitud, España es el primer pueblo que discute la conquista.

En diciembre de 1510 comienza el inmortal episodio: el cuarto domingo de adviento sube al pulpito Fray Antón de Montesinos, en la iglesia mayor provisional de la ciudad, y tomando como texto las palabras del Bautista, "Yo soy la voz que clama en el desierto", se declara voz de Cristo para llamar a los conquistadores hacia los caminos del bien; con acento inflamado, con imágenes pavorosas, les pinta el pecado de aquella opresión que es exterminio de los indígenas, los conmina a implantar un régimen humanitario. El virrey almirante, los funcionarios, los encomenderos todos, le oyen abrumados. Pero calla el predicador y pronto calla la conciencia; hablan los intereses: reclaman la retractación... Fray Pedro de Córdoba, con mansa energía, les declara que el sermón de Fray Antonio es primicia del acuerdo de toda la comunidad. Se conviene en que, al domingo siguiente, el P. Montesinos se explique mejor. Y el sermón nuevo toma como texto palabras de Job: "Reiteraré mi doctrina desde su principio y probaré que son mis razones sin mentira"... La cruzada está en marcha; ha de durar cincuenta años. Triunfará en las leyes; en ocasiones, el espíritu humanitario de las leyes llegará hasta los hechos.

En 1510, en los días en que llegaban los dominicos a la Isla Española, se celebraba en la ciudad de la Concepción de la Vega Real la primera misa nueva del Nuevo Mundo: el misacantano se llamaba Bartolomé de las Casas. El virrey almirante estaba visitando la Vega, con su esposa, doña María de Toledo, emparentada con los Reyes Católicos, y allí fue a llevarle noticia de la llegada de la comunidad de predicadores, Fray Pedro de Córdoba. Hizo a pie, desde Santo Domingo del Puerto, más de treinta leguas de posta: tranquilos como los indios que los abrieron, le eran favorables los caminos, "donde no hay ofidiano ponzoñoso ni felino feroz: tampoco hay buitres". El apóstol iba "comiendo pan de raíces y bebiendo agua fría de los arroyos, que hay hartos, durmiendo en el campo y montes, en el suelo, con su capa a cuestas". Su ascetismo juvenil, su gravedad y sosiego, impresionaron hondamente a los virreyes.

Predicó a los españoles; predicó luego a los indios que ya entendían español: por primera vez se hacía. Bartolomé de las Casas, el nuevo sacerdote, cayó bajo su sortilegio. Sin saberlo aún, quedó ganado para la cruzada de los padres predicadores; con el tiempo se suma a ella, y cuando mueren Fray Pedro y Fray Antonio la prosigue solo, hasta el cabo de sus noventa años, indomable Quijote de la fraternidad humana.

Antes de mediar el siglo XVI, para descansar de andanzas y viajes, el P. Las Casas se hace fraile dominico y entra al convento fundado por sus maestros en caridad. Allí prosigue la cruzada, escribiendo. El convento no era ya la choza que el buen vecino Pedro de Lumbreras prestó a Fray Pedro de Córdoba: era de piedra labrada, "suntuoso y muy grande", según noticias que habían llegado a oídos del cronista de Indias Juan López de Velasco; en él se daba enseñanza universitaria.

A principios del siglo XIX el convento se arruinó; después se derribaron las ruinas. Queda en pie el magnífico templo, gótico en su nave, Renacimiento en su fachada, como todas las iglesias de la época en la ciudad: la Catedral, la Merced, la Regina Angelorum, el Carmen, Santa Bárbara, San Francisco de Asís, San Nicolás; es la más antigua forma de construcción española en América, y allí se ve en su plenitud. Sorprende, en una de sus capillas, la estupenda ornamentación astronómica. Como en toda la ciudad, los altares son de época muy posterior a la de los edificios; interesantísimas obras barrocas del siglo XVII o XVIII. Dos lamentables innovaciones, que todos los templos han padecido allí en el siglo XX: el zócalo de azulejos, donde se debió imitar siquiera los pocos de tipo arcaico que existen en la Catedral; las imágenes de pasta, de producción en masa, con que la devoción moderna ha querido reemplazar las irreemplazables esculturas de madera, perdonando sólo ejemplares célebres como el Jesús Nazareno de la iglesia del Carmen y la Mater Dolorosa de la Catedral.

Aquel convento albergó figuras egregias. Allí se inició en la predicación, novicio todavía, Fray Alonso de Cabrera, singular orador y maestro de la prosa castellana. Allí se educó, o allí vivió, Fray Alonso de Espinosa, uno de los más antiguos escritores de América. De allí salieron los primeros mártires que en América tuvo la Orden: indios de la Costa Firme les dieron muerte para vengar a los amigos que unos aventureros españoles les robaron. Uno de los mártires fue el docto Fray Francisco de Córdoba, paisano de Fray Pedro; otro, el arrepentido pecador Juan Garcés, fraile lego, que en la Española, de seglar, mató a su mujer y torturó indios.

La casa de los apóstoles fue el vivero de la Orden durante largos años, para toda América: se ejercitaron allí los que habían de ser fundadores de conventos en Cuba, en Puerto Rico, en Venezuela, en México, en Guatemala. De esos fueron Fray Tomás Ortiz, futuro obispa de Santa Marta, y Fray Domingo de Betanzos, primer provincial de México, que alcanzaron la edad heroica de las chozas, de los bohíos; Fray Tomás de Berlanga, después obispo de Panamá; Fray Tomás de Torre, fundador de convento en Chiapas, que en Santo Domingo estuvo a punto de sufrir el martirio a manos de encomenderos irritados por sus sermones; Fray Pedro de Ángulo, acompañante de Las Casas, gran evangelizador, fundador de comunidades en Guatemala y en Nicaragua.

Desde 1538, los frailes del convento de Santo Domingo obtuvieron bula pontificia para erigir en universidad su colegio. Qué sucedió después, no se sabe: faltan documentos y datos. Pero a principios del siglo XVII aquella universidad estaba floreciente; a causa de ella, dice la leyenda colonial, se llamó a la ciudad Atenas del Nuevo Mundo. Hacia mediados del siglo vino a quedarle como subordinada la otra universidad, de origen laico, que la ciudad poseía, establecida con bienes de Hernando de Gorjón mediante autorizaciones de la corona que comienzan en 1540: el pueblo la llamó siempre "el Estudio".

La universidad de los dominicos impera, atrayendo estudiantes de todas las tierras vecinas, hasta que en el siglo XVIII los jesuitas erigen en universidad su colegio y recaban para sí los privilegios del Estudio de Gorjón. Con la expulsión de la Compañía de Jesús, en 1767, la universidad de los dominicos, ahora laica en parte, vuelve a imperar sola. Atrae siempre estudiantes de las Antillas y de Venezuela, por más que entre tanto se han fundado las universidades de La Habana y de Caracas. Cuando al fin se extingue, en 1823, entre los trastornos de una invasión extranjera, su influencia sobrevive largos años en la obra de sus hijos.

La Nación, Buenos Aires, 18 de noviembre de 1934.

 

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