En unas chozas, en unos bohíos, tuvo principio la más
formidable cruzada que ha peleado en América el espíritu de caridad contra la
rapaz violencia de la voluntad de poder. Tres hombres la iniciaron, tres
hombres pálidos de ayuno, endurecidos en la penitencia, ardientes en la oración
y en las obras de misericordia. En aquellas chozas establecieron aquellos tres
hombres hacia septiembre de 1510, la comunidad de predicadores. Los
franciscanos les habían precedido, estableciéndose en tres ciudades de la
recién conquistada Isla Española. Pero los dominicos no podían hacerse esperar: la ciudad donde se asentaron, que sólo
tenía catorce años de fundada, llevaba el nombre del patrono de su Orden.
De esta Orden, docta y activa, debía esperarse
prédica y enseñanza. Pero a sus primeros representantes en el Nuevo Mundo los
dominaba el espíritu de caridad. Eran ellos: Fray Pedro de Córdoba, Fray
Antonio de Montesinos y Fray Bernardo de Santo Domingo. Fray Pedro, el jefe de
la comunidad, estaba apenas en sus veintiocho años. Era alto y hermoso de
presencia, manso y firme de conducta; habría sido sabio, si los ayunos y
mortificaciones no lo hubieran debilitado, obligándolo a limitarse en el
estudio. Fray Antonio, enérgica y fervoroso, predicador encendido. Fray
Bernardo, hombre de lectura y de meditación, ajeno a las malicias del mundo.
Poco tiempo después se les unió "el inventor de esta hazaña", el que
en Castilla había concebido la idea de traer al Nuevo Mundo la comunidad de los
dominicos, Fray Domingo de Mendoza. Era hombre de muchas letras, de familia
eminente en la iglesia española: hermano de Fray García de Loaisa,
después cardenal arzobispo de Sevilla y presidente del Consejo de Indias. Con
él vinieron diez o doce frailes escogidos. Al desenfreno y licencia de la
incipiente colonia ofrecieron en contraste su vida austera, habitando en
chozas, durmiendo sobre paja, probando muy raras veces el pan de trigo, o la
carne, o el vino, sustentándose de hojas, de raíces, de las tortas de casabe de
los indios.
La Isla Española estaba destrozada por el
desorden de la conquista. La aventura del Nuevo Mundo estaba todavía incierta,
enigmática; desvanecidas, al parecer, las promesas de gloria y de esplendor:
sólo se conocían tierras pobres en metales y en piedras preciosas, habitadas
por pueblos agricultores y pescadores, de culturas sencillas. Atravesaban el mar
los inquietos y los ávidos, sobre quienes pesaban poco la norma ideal o
siquiera el escrúpulo. De ellos, hubo quienes se levantaron hasta la hazaña
épica cuando el hallazgo de imperios fabulosos los convirtió en caudillos,
exaltó en ellos poderes insospechados. Pero ahora, en el espacio estrecho de
las islas, Hernán Cortés estaba de escribano de pueblo y Núñez de Balboa,
abrumado por las deudas, se desangraban en mezquinas banderías. Duró tanto el
malestar, que todavía en 1520 el humanista italiano Alejandro Geraldino, obispo de Santo Domingo, se queja en su blando
latín de las rencorosas divisiones que envenenan a sus diocesanos.
La única riqueza la encontraron en el indio: la
agotaron en pocos años. Aquellos indígenas isleños le parecieron a Colón
amadores del prójimo como de sí mismos; Pedro Mártir, recogiendo con fina
curiosidad las descripciones que de ellos le hacían los descubridores al
regresar a Europa, pintó su vida como una edad de oro, en que todas las cosas
eran comunes y todas las relaciones humanas pacíficas y benévolas:
descripciones que impregnaron la imaginación de Europa con la noción de la
bondad ingénita del hombre en el estado de naturaleza. Pero este indio de la
Edad de Oro, este salvaje virtuoso, era sólo el arahuaco de las Bahamas, de
Cuba, de Santo Domingo, de Puerto Rico, de Jamaica; no el caribe de las islas de Barlovento y de la Costa Firme, cuyo nombre es todavía en las
Antillas símbolo de ferocidad. Y el indio a quien se explotaba en 1510 era el
arahuaco.
¿Qué sucedió, en verdad, con esos indios isleños?
Acogieron con asombro y sonrisa a los descubridores; hubo trastornos: hicieron
pocos, débiles intentos de resistencia; quedaron vencidos, y se sometieron.
Pero el trabajo y el rigor que se les impusieron los aterraron. Entonces ocurre
la extraña catástrofe que tal vez sólo pueda explicarse como suicidio
colectivo. Todos los cronistas coinciden en los hechos, desde Las Casas, el
defensor, hasta Oviedo, el enemigo, quien dice que "muchos dellos, por su passatiempo, se
mataron con ponçoña por no trabajar, y otros se ahorcaron
con sus manos proprias, y a otros se les recresçieron tales dolencias... que en breve tiempo los
indios se acabaron". Al fin, sólo sobrevivieron los que salvó la rebelión
de Enriquillo. Hasta Juan de Castellanos, que sólo podía hablar de recuerdos
que le contaron ("como me lo contaron os lo cuento", advierte):
Pueblos pudieras ver sin moradores,
que todos los dejaban y huían...
Para atajar el desastre, los frailes dominicos
emprenden su cruzada. Es el milagro español: España, única en especie de
pueblos conquistadores, engendra juntos al hombre de la violencia y al hombre
de la caridad. Este hombre de la caridad no es el misionero que va tras el hombre
de empresa y santifica las usurpaciones y aplaude el éxito material, declarándolo premio a la virtud; es la encarnación de la
conciencia moral, que dice al conquistador: no tienes derecho a la esclavitud
de tu hermano; al hermano salvaje te liga el deber: el deber de enseñarle el
camino de la verdad. Como Grecia es el primer pueblo que discute la esclavitud,
España es el primer pueblo que discute la conquista.
En diciembre de 1510 comienza el inmortal
episodio: el cuarto domingo de adviento sube al pulpito Fray Antón de
Montesinos, en la iglesia mayor provisional de la ciudad, y tomando como texto
las palabras del Bautista, "Yo soy la voz que clama en el desierto",
se declara voz de Cristo para llamar a los conquistadores hacia los caminos del
bien; con acento inflamado, con imágenes pavorosas, les pinta el pecado de
aquella opresión que es exterminio de los indígenas, los conmina a implantar un
régimen humanitario. El virrey almirante, los funcionarios, los encomenderos
todos, le oyen abrumados. Pero calla el predicador y pronto calla la
conciencia; hablan los intereses: reclaman la retractación... Fray Pedro de
Córdoba, con mansa energía, les declara que el sermón de Fray Antonio es
primicia del acuerdo de toda la comunidad. Se conviene en que, al domingo
siguiente, el P. Montesinos se explique mejor. Y el sermón nuevo toma como
texto palabras de Job: "Reiteraré mi doctrina desde su principio y
probaré que son mis razones sin mentira"... La cruzada está en marcha; ha
de durar cincuenta años. Triunfará en las leyes; en ocasiones, el espíritu
humanitario de las leyes llegará hasta los hechos.
En 1510, en los días en que llegaban los
dominicos a la Isla Española, se celebraba en la ciudad de la Concepción de la
Vega Real la primera misa nueva del Nuevo Mundo: el misacantano se llamaba
Bartolomé de las Casas. El virrey almirante estaba visitando la Vega, con su esposa,
doña María de Toledo, emparentada con los Reyes Católicos, y allí fue a
llevarle noticia de la llegada de la comunidad de predicadores, Fray Pedro de
Córdoba. Hizo a pie, desde Santo Domingo del Puerto, más de treinta leguas de
posta: tranquilos como los indios que los abrieron, le eran favorables los
caminos, "donde no hay ofidiano ponzoñoso ni
felino feroz: tampoco hay buitres". El apóstol iba "comiendo pan de
raíces y bebiendo agua fría de los arroyos, que hay hartos, durmiendo en el
campo y montes, en el suelo, con su capa a cuestas". Su ascetismo juvenil,
su gravedad y sosiego, impresionaron hondamente a los virreyes.
Predicó a los españoles; predicó luego a los
indios que ya entendían español: por primera vez se hacía. Bartolomé de las
Casas, el nuevo sacerdote, cayó bajo su sortilegio. Sin saberlo aún, quedó
ganado para la cruzada de los padres predicadores; con el tiempo se suma a
ella, y cuando mueren Fray Pedro y Fray Antonio la prosigue solo, hasta el cabo
de sus noventa años, indomable Quijote de la fraternidad humana.
Antes de mediar el siglo XVI, para descansar de
andanzas y viajes, el P. Las Casas se hace fraile dominico y entra al convento
fundado por sus maestros en caridad. Allí prosigue la cruzada, escribiendo. El
convento no era ya la choza que el buen vecino Pedro de Lumbreras prestó a Fray
Pedro de Córdoba: era de piedra labrada, "suntuoso y muy grande", según noticias que habían llegado a oídos del cronista de
Indias Juan López de Velasco; en él se daba enseñanza universitaria.
A principios del siglo XIX el convento se arruinó; después se derribaron las ruinas. Queda en pie
el magnífico templo, gótico en su nave, Renacimiento en su fachada, como todas
las iglesias de la época en la ciudad: la Catedral, la Merced, la Regina Angelorum, el Carmen, Santa Bárbara, San Francisco de Asís,
San Nicolás; es la más antigua forma de construcción española en América, y
allí se ve en su plenitud. Sorprende, en una de sus capillas, la estupenda
ornamentación astronómica. Como en toda la ciudad, los altares son de época muy
posterior a la de los edificios; interesantísimas obras barrocas del siglo XVII o XVIII. Dos lamentables innovaciones, que todos los
templos han padecido allí en el siglo XX: el zócalo de
azulejos, donde se debió imitar siquiera los pocos de tipo arcaico que existen
en la Catedral; las imágenes de pasta, de producción en masa, con que la
devoción moderna ha querido reemplazar las irreemplazables esculturas de
madera, perdonando sólo ejemplares célebres como el Jesús Nazareno de la
iglesia del Carmen y la Mater Dolorosa de la Catedral.
Aquel convento albergó figuras egregias. Allí se
inició en la predicación, novicio todavía, Fray Alonso de Cabrera, singular
orador y maestro de la prosa castellana. Allí se educó, o allí vivió, Fray
Alonso de Espinosa, uno de los más antiguos escritores de América. De allí
salieron los primeros mártires que en América tuvo la Orden: indios de la
Costa Firme les dieron muerte para vengar a los amigos que unos aventureros
españoles les robaron. Uno de los mártires fue el docto Fray Francisco de
Córdoba, paisano de Fray Pedro; otro, el arrepentido pecador Juan Garcés,
fraile lego, que en la Española, de seglar, mató a su mujer y torturó indios.
La casa de los apóstoles fue el vivero de la
Orden durante largos años, para toda América: se ejercitaron allí los que
habían de ser fundadores de conventos en Cuba, en Puerto Rico, en Venezuela, en
México, en Guatemala. De esos fueron Fray Tomás Ortiz, futuro obispa de Santa
Marta, y Fray Domingo de Betanzos, primer provincial de México, que alcanzaron
la edad heroica de las chozas, de los bohíos; Fray Tomás de Berlanga, después
obispo de Panamá; Fray Tomás de Torre, fundador de convento en Chiapas, que en
Santo Domingo estuvo a punto de sufrir el martirio a manos de encomenderos
irritados por sus sermones; Fray Pedro de Ángulo, acompañante de Las Casas,
gran evangelizador, fundador de comunidades en Guatemala y en Nicaragua.
Desde 1538, los frailes del convento de Santo
Domingo obtuvieron bula pontificia para erigir en universidad su colegio. Qué
sucedió después, no se sabe: faltan documentos y datos. Pero a principios del
siglo XVII aquella universidad estaba floreciente; a causa de ella, dice la
leyenda colonial, se llamó a la ciudad Atenas del Nuevo Mundo. Hacia mediados
del siglo vino a quedarle como subordinada la otra universidad, de origen
laico, que la ciudad poseía, establecida con bienes de Hernando de Gorjón mediante autorizaciones de la corona que comienzan
en 1540: el pueblo la llamó siempre "el Estudio".
La universidad de los dominicos impera, atrayendo
estudiantes de todas las tierras vecinas, hasta que en el siglo XVIII los jesuitas erigen en universidad su colegio y
recaban para sí los privilegios del Estudio de Gorjón.
Con la expulsión de la Compañía de Jesús, en 1767, la universidad de los
dominicos, ahora laica en parte, vuelve a imperar sola. Atrae siempre estudiantes
de las Antillas y de Venezuela, por más que entre tanto se han fundado las
universidades de La Habana y de Caracas. Cuando al fin se extingue, en 1823,
entre los trastornos de una invasión extranjera, su influencia sobrevive largos
años en la obra de sus hijos.
La Nación, Buenos Aires, 18 de
noviembre de 1934.