La literatura de la América española tiene
cuatro siglos de existencia, y hasta ahora los dos únicos intentos
de escribir su historia completa se han realizado en idiomas extranjeros:
uno, hace cerca de diez años, en inglés (Coester); otro, muy reciente,
en alemán (Wagner). Está repitiéndose, para la América española, el
caso de España: fueron los extraños quienes primero se aventuraron
a poner orden en aquel casos o —mejor— en aquella vorágine de mundos
caóticos.
Cada grupo de obras literarias —o, como decían
los retóricos, “cada Género — se ofrecía como “mar nunca antes navegado”,
como sirenas y dragones, sirtes y escollos. Buenos trabajadores van
trazando cartas parciales: ya nos movemos con soltura entre los poetas
de la Edad Media; sabemos cómo se desarrollaron las novelas caballerescas,
pastoriles y picarescas; conocemos la filiación de la familia de Celestina...
Pero para la literatura religiosa debemos contentarnos con esquemas
superficiales, y no es de esperar que se perfeccionen, porque el asunto
no crece en interés; aplaudiremos siquiera que se dediquen buenos
estudios aislados a Santa Teresa o a Fray Luis de León, y nos resignaremos
a no poseer sino vagas noticias, o lecturas sueltas, del Beato Alonso
Rodríguez o del padre Luis de la Puente. De místicos luminosos, como
Sor Cecilia del Nacimiento, ni el nombre llega a los tratados históricos.
(1) De la poesía lírica de los “siglos de oro”, sólo
sabemos que nos gusta, o cuánto nos gusta; no estamos ciertos de quién
sea el autor de poesías que repetimos de memoria; los libros hablan
de escuelas que nunca existieron, como la salmantina; ante los comienzos
del gongorismo, cuantos carecen del sentido del estilo se desconciertan,
y repiten discutibles leyendas. Los más osados exploradores se confiesan
a merced de vientos desconocidos cuando se internan en el teatro,
y dentro de él, Lope es caos él solo, monstruo de su laberinto.
¿Por qué los extranjeros se arriesgaron, antes que
los nativos, a la síntesis? Demasiado se ha dicho que poseían mayor
aptitud, mayor tenacidad; y no se echa de ver que sentían menos las
dificultades del caso. Con los nativos se cumplía el refrán: los árboles
no dejan ver el bosque. Hasta este día, a ningún gran crítico o investigador
español le debemos una visión completa del paisaje. D. Marcelino Menéndez
y Pelayo, por ejemplo, se consagró a describir uno por uno los árboles
que tuvo ante los ojos; hacia la mitad de la tarea le traicionó la
muerte. (2)
En América vamos procediendo de igual modo.
Emprendemos estudios parciales: la literatura colonial de Chile, la
poesía en México, la historia en el Perú... Llegamos a abarcar países
enteros, y el Uruguay cuenta con siete volúmenes de Roxlo, la Argentina
con cuatro de Rojas (¡ocho en la nueva edición!). El ensayo de conjunto se lo dejamos a Coester
y Wagner. Ni siquiera lo hemos realizado como simple suma de historias
parciales, segun el propósito de la “Revue Hispanique”:después
de tres o cuatro años de actividad la serie quedó en cinco o seis
países.
Todos los que en América sentimos el interés
de la historia literaria hemos pensado en escribir la nuestra. Y no
es pereza lo que nos detiene: es, en unos casos, la falta de ocio,
de vagar suficiente (la vida nos exige, ¡con imperio! , otras labores); en otros casos, la falta
del dato y del documento: conocemos la dificultad, poco menos que
insuperable, de reunir todos los materiales. Pero como el proyecto
no nos abandona, y no faltará quien se decida a darle realidad, conviene
apuntar observaciones que aclaren el camino.
LAS
TABLAS DE VALORES
Noble deseo, pero grave error cuando se quiere hacer
historia es el que pretende recordar a todos los héroes. En la historia
literaria el error lleva a la confusión. En el manual de Coester,
respetable por el largo esfuerzo que representa, nadie discernirá
si merece más atención el egregio historiador Justo Sierra que el
fabulista Rosas Moreno, o si es mucho mayor la significación de Rodó
que la de su amigo Samuel Blixen. Hace falta poner en circulación
tablas de valores: nombres centrales y libros de lectura indispensable.
(3)
Dejar en la sombra populosa a los mediocres; dejar
en la penumbra a aquellos cuya obra pudo haber sido magna, pero quedó
a medio hacer: tragedia común en nuestra América. Con sacrificios
y hasta injusticias sumas es como se constituyen las constelaciones
de clásicos en todas las literaturas. Epicarmo fue sacrificado a la
gloria de Aristófanes; Georgias y Protágoras a las iras de Platón.
La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor
de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí,
Darío, Rodó.
NACIONALISMOS
Hay dos nacionalismos en la literatura: el espontáneo,
el natural acento y elemental sabor de la tierra nativa, al cual nadie
escapa, ni las excepciones aparentes; y el perfecto, la expresión
superior del espíritu de cada pueblo, con poder de imperio, de perduración
y expansión. Al nacionalismo perfecto, creador de grandes literaturas,
aspiramos desde la independencia: nuestra historia literaria de los
últimos cien años podría escribirse como la historia del flujo y reflujo
de aspiraciones y teorías en busca de nuestra expresión perfecta;
deberá escribirse como la historia de los renovados intentos de expresión
y, sobre todo, de las expresiones realizadas.
Del otro nacionalismo, del espontáneo y natural, poco
habría que decir si no se le hubiera convertido, innecesariamente,
en problema de complicaciones y enredos. Las confusiones empiezan
en el idioma. Cada idioma tiene su color, resumen de larga vida histórica.
Pero cada idioma varía de ciudad en ciudad, de región a región y a
las variaciones dialectales, siquiera mínimas, acompañan multitud
de matices espirituales diversos. ¿Sería de creer que mientras cada
región de España se define con rasgos suyos, la América española se
quedará en nebulosa informe, y no se hallará medio de distinguirla
de españa? ¿Y a qué España se parecería? ¿A la andaluza? El andalucismo
de América es una fábrica de poco fundamento, de tiempo atras derribada
por Cuervo. (4)
En la práctica, todo el mundo distingue al español
del hispanoamericano: hasta los extranjeros que ignoran el idioma.
Apenas existió población organizada de origen europeo en el Nuevo
Mundo, apenas nacieron los primeros criollos, se declaró que diferían
de los españoles; desde el siglo XVI se anota, con insistencia, la
diversidad. En la literatura, todos la sienten. Hasta en D. Juan Ruiz
de Alarcón: la primera impresión de todo lector suyo es que “no se
parece” a los otros dramaturgos de su tiempo, aunque de ellos recibió
rígido ya— el molde de sus comedias: temas, construcción, lenguaje,
métrica.
Constituimos los hispanoamericanos grupos regionales
diversos: linguísticamente, por ejemplo, son cinco los grupos,
las zonas. ¿Es de creer que tales matices no trascienden a la literatura?
No; el que ponga atención los descubrirá pronto, y le será fácil distinguir
cuando el escritor es rioplatense, o es chileno, o es mexicano.
Si estas realidades paladinas se obscurecen es porque
se tiñen de pasión y prejuicio, y así oscilamos entre dos turbias
tendencias: una que tiende a declararnos “llenos de carácter”, para
bien o para mal, y otra que tiende a declararnos “pájaros sin matiz,
peces sin escamas”, meros españoles que alteramos el idioma en sus
sonidos y en su vocabulario y en su sintaxis, pero que conservamos
inalterables, sin adiciones, la “Weltanschauung” de los castellanos
o de los andaluces. Unas veces, con infantil pesimismo, lamentamos
nuestra falta de fisonomía propia; otras veces inventamos credos nacionalistas,
cuyos complejos dogmas se contradicen entre si. Y los españoles, para
censurarnos, declaran que a ellos no nos parecemos en nada: para elogiarnos,
declaran que nos confundimos con ellos.
No; el asunto es sencillo. Simplifiquémoslo: nuestra
literatura se distingue de la literatura de España, porque no puede
menos de distinguirse, y eso lo sabe todo observador. Hay más: en
América, cada país, o cada grupo de países ofrece rasgos peculiares
suyos en la literatura, a pesar de la lengua recibida de España, a
pesar de las constantes influencias europeas. Pero ¿estas diferencias
son como las que separan a Inglaterra de Francia, a Italia de Alemania?
No; son como las que median entre Inglaterra y los Estados Unidos.
¿Llegarán a ser mayores? Es probable.
AMÉRICA Y LA EXUBERANCIA
Fuera de las dos corrientes están muchos que no han
tomado partido; en general, con una especie de realismo ingenuo aceptan
la natural e inofensiva suposición de que tenemos fisonomía propia,
siquiera no sea muy expresiva. Pero ¿cómo juzgan? Con lecturas casuales:
“Amalia” o “María”, “Facundo” o “Martín Fierro”, Nervo o Rubén. En
esas lecturas de azar se apoyan muchas ideas peregrinas; por ejemplo,
el de nuestra exuberancia.
Veamos: José Ortega y Gasset, en artículo reciente,
recomienda a los jóvenes argentinos “estrangular el énfasis”, que
él ve como una falta nacional. Meses atrás, Eugenio d’Ors, al despedirse
de Madrid el ágil escritor y acrisolado poeta mexicano Alfonso Reyes,
lo llamaba “el que le tuerce el cuello a la exuberancia”. Después
ha vuelto al tema, a propósito de escritores de Chile. América es,
a los ojos de Europa —recuerda d’Ors— la tierra exuberante, y razonando
de acuerdo con la usual teoría de que cada clima da a sus nativos
rasgos espirituales característicos (“el clima influye los ingenios”,
decía Tirso), se nos atribuyen caracteres de exuberancia en la literatura.
Tales opiniones (las escojo por muy recientes) nada tienen de insólitas;
en boca de americanos se oyen también.
Y, sin embargo, yo no creo en la teoría de nuestra
exuberancia. Extremando, hasta podría el ingenioso aventurar la tesis
contraria; sobrarían escritores, desde el siglo XVI hasta el XX, para
demostrarla. Mi negación no esconde ningún propósito defensivo. Al
contrario, me atrevo a preguntar: ¿Se nos atribuye y nos atribuimos
exuberancia y énfasis, o ignorancia y torpeza? La ignorancia, y todos
los males que de ella se derivan no son caracteres: son situaciones.
Para juzgar de nuestra fisonomía espiritual conviene dejar aparte
a los escritores que no saben revelarla en su esencia porque se lo
impiden sus imperfecciones en cultura y en dominio de formas expresivas.
¿Que son muchos? Poco importa; no llegaremos nunca a trazar el plano
de nuestras letras si no hacemos previo desmonte.
Si exuberancia es fecundidad, no somos exuberantes;
no somos, los de América española, escritores fecundos. Nos falta
“la vena”, probablemente; y nos falta la urgencia profesional: la
literatura no es profesión, sino afición, entre nosotros; apenas en
la Argentina nace ahora la profesión literaria. Nuestros escritores
fecundos son excepciones; y ésos sólo alcanzan a producir tanto como
los que en España representen el término medio de actividad; pero
nunca tanto como Pérez Galdós o Emilia Pardo Bazán. Y no se hable
del siglo XVII; Tirso y Calderón bastan para desconcertarnos; Lope
produjo él solo tanto como todos juntos los poetas dramáticos ingleses
de la época isabelina. Si Alarcón escribió poco, no fue mera casualidad.
¿Exuberancia es verbosidad? El exceso de
palabras no brota en todas partes de fuentes iguales; el inglés lo
hallará en Ruskin, o en Landor, o en Thomas de Quincey, o en cualquier
otro de sus estilistas ornamentales del siglo XIX; el ruso, en Andreiev:
excesos distintos entre sí y distintos del que para nosotros representan
Castelar y Zorrilla. Y además, en cualquier literatura, el autor mediocre,
de ideas pobres, de cultura escasa, tiende a verboso; en la española,
tal vez más que en ninguna. En América volvemos a tropezar con la
ignorancia; si abunda la palabrería es porque escasea la cultura,
la disciplina, y no por exuberancia nuestra. “Le
climat” —parodiando a Alceste— “ne fait rien a l’affaire.” Y en ocasiones nuestra verbosidad
llama la atención, porque va acompañada de una preocupación estilista,
buena en sí, que procura exaltar el poder de los vocablos, aunque
le falte la densidad de pensamiento o la chispa de imaginación capaz
de trocar en oro el oropel.
En fin, es exuberancia el énfasis. En las literaturas
occidentales, al declinar el romanticismo, perdieron prestigio la
“inspiración”, la elocuencia, el énfasis, “primor de la scriptura”,
como le llamaba nuestra primera monja poetisa, doña Leonor de Ovando.
Se puso de moda la sordina, y hasta el silencio. “Seul le silence
est grand”, se proclamaba ¡enfáticamente todavía! En América conservamos
el respeto al énfasis mientras Europa nos lo prescribió; aun hoy nos
quedan tres o cuatro poetas “vibrantes”, como decían los románticos.
¿No representarán simple retraso en la moda literaria? ¿No se atribuirá
a influencia del trópico lo que es influencia de Víctor Hugo? ¿O de
Byron, o de Espronceda, o de Quintana? Cierto: la elección de maestros
ya es indicio de inclinación nativa. Pero —dejando aparte cuanto reveló
carácter original— los modelos enfáticos no eran los únicos; junto
a Hugo estaba Lamartine; junto a Quintana estuvo Meléndez Valdés.
Ni todos hemos sido enfáticos ni es éste nuestro mayor pecado actual.
Hay países de América, como México y el Perú, donde la exaltación
es excepcional. Hasta tenemos corrientes y escuelas de serenidad,
de refinamiento, de sobriedad; del “modernismo” a nuestros días, tienden
a predominar esas orientaciones sobre las contrarias.
AMÉRICA
BUENA Y AMÉRICA MALA
Cada país o cada grupo de países —está dicho—,
da en América matiz especial a su producción literaria: el lector
asiduo lo reconoce. Pero existe la tendencia, particularmente en la
Argentina, a dividirlos en dos grupos únicos: la América mala y la
buena, la tropical y la “otra”, los “petits pays chauds” y las naciones
“bien organizadas”. La distinción, real en el orden político y económico
—salvo uno que otro punto crucial, difícil en extremo—, no resulta
clara ni plausible en el orden artístico. Hay, para el observador,
literatura de México, de la América Central, de las Antillas, de Venezuela,
de Colombia, de la región peruana, de Chile, del Plata; pero no hay
una literatura de la América Tropical, frondosa y enfática y otra
literatura de la América templada, toda serenidad y discreción. Y
se explicaría —según la teoría climatológica en que se apoya parcialmente
la escisión intentada —porque, contra la creencia vulgar, la mayor
parte de la América española situada entre los trópicos no cabe dentro
de la descripción usual de la zona tórrida. Cualquier manual de geografía
nos lo recordará: la América intertropical se divide en tierras bajas
y en tierras altas; sólo las tierras bajas son legítimamente tórridas,
mientras las altas son de temperatura fresca, muchas veces fría. ¡Y
el Brasil ocupa la mayor parte de las tierras bajas entre los trópicos!
Hay opulencia en el espontáneo y delicioso barroquismo de la arquitectura
y las letras brasileñas. Pero el Brasil no es América española...
En la que sí lo es, en México y a lo largo de los Andes, encontrara
el viajero vastas altiplanicies que no le darán impresión de exuberancia,
porque aquellas alturas son poco favorables a la fecundidad del suelo
y abundan en las regiones áridas. No se conoce allí “el calor del
trópico”. Lejos de ser ciudades de perpetuo verano, Bogotá y México,
Quito y Puebla, La Paz y Guatemala merecerían llamarse ciudades de
otoño perpetuo. Ni siquiera Lima o Caracas son tipo de ciudad tropical:
hay que llegar, para encontrarlos, hasta La Habana (¡ejemplar admirable!
), Santo Domingo, San Salvador. No
es de esperar que la serenidad y las suaves temperaturas de las altiplanicies
y de las vertientes favorezcan “temperamentos ardorosos” o “imaginaciones
volcánicas”. Así se ve que el carácter dominante de la literatura
mexicana es de discreción, de melancolía, de tonalidad gris (recórrase
la serie de los poetas desde el fraile Navarrete hasta González Martínez),
y en ella nunca prosperó la tendencia a la exaltación, ni aun en las
épocas de influencia de Hugo, sino en personajes aislados, como Día.z
Mirón, hijo de la costa cálida, de la tierra baja. Así se ve que el
carácter de las letras peruanas es también de discreción y mesura;
pero en vez de la melancolía pone allí sello particular la nota humorística,
herencia de la Lima virreinal, desde las comedias de Pardo y Segura
hasta la actual descendencia de Ricardo Palma. Chocano resulta la
excepción.
La divergencia de las dos Américas, “la buena y la
mala”, en la vida literaria, sí comienza a señalarse, y todo observador
atento lo habrá advertido en los años últimos; pero en nada depende
de la división en zona templada y zona tórrida. La fuente está en
la diversidad de cultura. Durante el siglo XIX, la rápida nivelación,
la semejanza de situaciones que la independencia trajo a nuestra América,
permitió la aparición de fuertes personalidades en cualquier país:
si la Argentina producía a Sarmiento, el Ecuador a Montalvo; si México
daba a Gutiérrez Nájera, Nicaragua a Rubén Darío. Pero las situaciones
cambian: las “naciones serias” van dando forma y estabilidad a su
cultura, y en ellas las letras se vuelven actividad normal; mientras
tanto, en “las otras naciones”, donde las instituciones de cultura,
tanto elemental como superior, son victimas de los vaivenes políticos
y del desorden económico, la literatura ha comenzado a flaquear. Ejemplos:
Chile, en el siglo XIX, no fue uno de los
paises hacia donde se volvían con placer los ojos de los amantes de
las letras; hoy sí lo es. Venezuela tuvo durante cien años, arrancando
nada menos que de Bello, literatura valiosa, especialmente en la forma: abundaba
el tipo del poeta y del escritor dueño del idioma, dotado de “facundia”.
La serie de tiranías ignorantes que vienen afligiendo a Venezuela
desde fines del siglo XIX —al contrario de aquellos curiosos “despotismos
ilustrados” de antes, como el de Guzmán Blanco— han deshecho la tradición
intelectual: ningún escritor de Venezuela menor de cincuenta años
disfruta de reputación en América.
Todo hace prever que, a lo largo del siglo XX, la
actividad literaria se concentrará, crecerá y fructificará en “la
América buena”; en la otra —sean cuales fueren los paises que al fin
la constituyen—, las letras se adormecerán gradualmente hasta quedar
aletargadas.
NOTAS
(1) Debo su conocimiento, no a ningún
hispanista, sino al doctor Alejandro Korn, el sagaz filósofo argentino.
Es significativo.
(2) A pesar de que el colosal panorama
quedó trunco, podría organizarse una historia de la literatura española
con texto de Menéndez y Pelayo. Sobre muchos autores sólo se encontrarían
observaciones incidentales, pero sintéticas y rotundas.
(3) A dos escritores nuestros, Rufino
Blanco Fombona y Ventura García calderón, debemos conatos de bibliotecas
clásicas de la América española. De ellas prefiero las de García Calderón,
por las selecciones cuidadosas y la pureza de los textos.
(4) A las pruebas y razones
que adujo Cuervo en su articulo “El castellano en América”, del Bulletin
Hispanique, de Burdeos, en 1901, he agregado otras en dos trabajos míos: “Observaciones
sobre el español en América” en la Revista de Filología Española,
de Madrid, 1921, y “El supuesto andalucismo de América”, en las
publicaciones del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos
Aires, 1925.
En Valoraciones, La Plata, Núm. 6, junio
de 1925, pp. 246- 252, Núm. 7, agosto de 1925, Págs.
27-32.
En Seis Ensayos en Busca de Nuestra Expresión, Buenos
Aires, 1928, Págs. 37-51.
En Obras Completas, V, pp. 259-26.