(Santo Domingo, 1884 -Buenos Aires, 1946)

ASPECTOS DE LA ENSEÑANZA LITERARIA EN LA ESCUELA COMÚN

No sé si deba comenzar, como lo hacen a veces mis colegas, presentando mis excusas, al auditorio de maestros de escuelas elementales que me escuchan, por no ser maestro primario yo mismo. Al aceptar la invitación del decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, he pensado que, si carezco de experiencia personal sobre la enseñanza en las escuelas comunes, si carezco de la experiencia insustituible que se alcanza desde dentro como enseñante, y que difiere en todo de la que se adquiere como alumno en la infancia o como observador en la edad adulta, puedo en cambio ofrecer a mi auditorio la contribución de mi experiencia en el colegio de la Universidad. Con esa experiencia me he atrevido, años atrás, en colaboración con mi amigo don Narciso Binayán, a ofrecer a las escuelas primarias una obra para la enseñanza del castellano; y los resultados obtenidos, gracias a la buena voluntad de los maestros, me autorizan a creer que la atención que he puesto en observar las necesidades y los procedimientos de la escuela primaria no ha ido enteramente descarriada.

Quien haya de enseñar a estudiantes de los años iniciales en la escuela secundaria, y muy en particular del primer año, es por necesidad juez de los frutos de la escuela elemental: es natural que el éxito del profesor dependa, en gran parte, del éxito previo del maestro. Somos jueces por necesidad, no por presunción, y nuestro juicio no debe tener otro valor que el de una comprobación objetiva: más que nuestra opinión individual sobre el éxito de tal o cual escuela (me seria fácil, por ejemplo, hacer el elogio de la Escuela Primaria anexa a esta Facultad de Humanidades, cuyos alumnos recibimos después en el Colegio Nacional de la Universidad), debe interesar nuestra impresión sobre los resultados de la enseñanza elemental en su conjunto y las observaciones nuestras que puedan contribuir a hacer fáciles y claras las relaciones entre los dos tipos de enseñanza.

Espero que no parezca extraño el tema que he aceptado: Aspectos de la enseñanza literaria en la escuela común. La literatura no existe como asignatura especial en los estudios primarios, pero tiene gran importancia en la enseñanza de la lectura y de la composición. Buena orientación literaria debería ser, pues, una de las condiciones del maestro. Buena orientación, nada más, pero nada menos; no se puede exigir, dentro de la situación actual del magisterio, extensa cultura, ni menos aún erudición, que estaría fuera de lugar en la escuela primaria; pero no es demasiado pedir buen gusto y discernimiento claro.

Quizás en esa fórmula, buena orientación, podríamos compendiar todo el secreto de la enseñanza literaria, tanto en la escuela emental como en la superior. Quien haya adquirido en las escuelas normales, o en los colegios nacionales, o en los liceos, o por propia cuenta, la buena orientación, estará en aptitud de acertar siempre. Buena orientación es la que nos permite distinguir calidades en las obras literarias, porque desde temprano tuvimos contacto con las cosas mejores. ¡Cuánta importancia tiene que el maestro sepa distinguir entre la genuina y la falsa literatura; entre la que representa un esfuerzo noble para interpretar la vida, acendrando los jugos mejores de la personalidad humana, y la que sólo representa una habilidad para simular sentimientos o ideas, repitiendo fórmulas degeneradas a fuerza de uso y apelando, para hacerse aplaudir, a todas las perezas que se apoyan en la costumbre! Bien se ha dicho que el primero que comparó a una mujer con una rosa fue un hombre de genio y el último que repitió la comparación fue un tonto. Toda literatura genuina tiene sabor de primicia: aun cuando ninguno de los elementos de que se compone resulta estrictamente nuevo, queda la novedad de la manera, del acento, que nos revela cómo el escritor ha sentido de nuevo las emociones que expresa, aunque sean eternas y universales; cómo ha creado de nuevo sus imágenes, aunque surjan de cosas vistas por todos. Por eso, quien haya formado su gusto literario en la lectura de obras esenciales, de obras que representan creación e iniciación, discernirá fácilmente el artificio de las cosas falsas.

Hay estorbos todavía, en la más de nuestras escuelas secundarias, para la enseñanza útil de la literatura: el tiempo que se dedica a la preceptiva, nombre nuevo, de apariencia inofensiva, detrás del cual se esconde la vieja retórica. ¿Dónde está el mal? Está en que la asignatura es inútil, porque la retórica se basa en el supuesto de que el arte, la creación de la belleza, puede someterse a reglas, reducirse a fórmulas. Y el supuesto es falso.

No sé si entre mis oyentes haya quienes se asombren todavía de que sea un catedrático de literatura quien confiese que el arte literario no puede enseñarse. Como es posible que los haya, voy a explicarme. Toda obra de arte implica una gramática y una retórica. La gramática tiene que aprenderse y puede enseñarse; la retórica no debe enseñarse. La gramática nos da las reglas sobre el uso del material con que hemos de realizar nuestra obra: el material nos la impone. Así, en pintura existen las reglas generales del dibujo, existen reglas elementales sobre el óleo, y sobre el temple, y sobre la acuarela, y sobre la aguada, y sobre el aguafuerte, y sobre la punta seca, y sobre todos los demás procedimientos: tales reglas constituyen la gramática del arte pictórico, y sin ellas no es posible comenzar a pintar. Y ¿quién no sabe que la música es un lenguaje con una gramática compleja? Para la literatura, la gramática del idioma en que se escriba es aprendizaje previo. Todo artista, en arquitectura, o en escultura, o en pintura, o en danza, o en música, o en literatura, ha comenzado por adquirir el medio que ha de servirle para su expresión y desembarazarse de los problemas gramaticales de su arte. Todos, mal que bien, aprenden su gramática. Unos la aprenden solos, como el músico que toca de oído y hasta compone sin conocer la escritura musical; como el poeta campesino que improvisa coplas sin saber leer ni escribir. La enseñanza ajena no tiene otro valor que el de economizar tiempo: toda enseñanza compendia resultados de muchos siglos y los transmite en pocos años, a veces en pocos días. Por eso, el que aprende sólo marcha tan lentamente que raras veces llega muy lejos: el músico que compone de oído, nunca pasa de composiciones breves; el poeta que no sabe leer, difícilmente va más allá de las coplas fugaces. Sus cbras pueden ser admirables (l'esprit souffle où il vent), pero son siempre limitadas. En apariencia, la gramática de la lengua literaria es la que menos se estudia entre todas las técnicas previas al cultivo de las artes; pero no hay que engañarse: si separamos, de la mera teoría gramatical de definiciones y clasificaciones, las reglas sobre el uso, veremos que las reglas se imponen siempre. La teoría gramatical de nuestros textos es el conato imperfecto de la ciencia del lenguaje, que ha sobrevivido en la enseñanza común, tanto primaria como secundaria, en espera de que la desaloje la lingüística: consumación que devotamente debemos desear para cuanto antes. Pero, al contrario de lo que sucede con las reglas sobre los medios de expresión de las otras artes, las reglas sobre el buen uso de los idiomas se pueden aprender con poca colaboración de la escuela: se aprenden, sobre todo, prestando atención al habla de las personas cultas y leyendo buenos libros. Los escritores que más rebeldes a la gramática se declaran sólo son enemigos de la arcaica nomenclatura y de las rutinarias clasificaciones que todavía circulan en los manuales: el más revolucionario de los escritores, en cualquier época, sólo toca mínima parte de su idioma, parte cuantitativamente insignificante, aunque cualitativamente parezca enorme a los puristas.

La gramática, así entendida, camino previo que atravesamos para llegar hasta la literatura, ha de ser camino expedito para la poesía lo mismo que para la prosa. En efecto, las reglas sobre el verso pertenecen estrictamente a la gramática, y ya las incluyen muchos textos gramaticales, aunque todavía no el de la Academia Española: era uno de tantos errores tradicionales el situarlas dentro de la poética. La versificación forma parte de la fonética o, como dicen nuestros manuales castellanos, de la prosodia. Todavía en inglés se llama exclusivamente prosodia a la versificación, según la tradición grecolatina, en que la prosodia era el estudio de la cantidad de las sílabas, base de la métrica en la antigüedad clásica.

Pero, cuando hemos atravesado el camino gramatical, cuando nos sentimos en posesión del instrumento de nuestro arte, ya sea el idioma hablado, ya sea el lenguaje musical, ya sean los medios materiales de las artes plásticas, todavía no estamos en situación de crear belleza. No basta escribir con corrección la lengua culta para ser buen escritor, ni menos basta conocer y aplicar bien las reglas de la versificación, para ser buen poeta, como no basta saber dibujar correctamente y manejar los colores para ser buen pintor. Donde termina la gramática comienza el arte.

En otro tiempo, donde terminaba la gramática comenzaba la retórica. Y se me dirá: ¿cómo pudo la humanidad equivocarse tanto tiempo? Me apresuro a contestar que la equivocación duró y se extendió mucho menos de lo que pudiera creerse. Limitándonos a Europa vemos que, entre los griegos, el aprendizaje del arte literario era una especie de aprendizaje de gremio y de taller: los poetas aprendían unos de otros; en la escuela sólo se aprendía a conocerlos, a leerlos, especialmente los poemas homéricos. Durante la gran época helénica, se inicia y se extiende la enseñanza de la oratoria —a la cual se dio, precisamente, el nombre de retórica, limitada entonces al arte de persuadir— pero como enseñanza práctica. El tratado más antiguo que conservamos es el de Aristóteles, quien aplica al estudio literario sus dones prodigiosos de observación científica. Pero la oratoria difícilmente florece como arle puro: su origen, entre los griegos, fue forense, y su carácter utilitario persistió hasta el final del mundo antiguo, aunque Lisias y Demóstenes hayan sido grandes artistas del discurso.

Los romanos, pueblo de organizadores y de legisladores, amigos de los sistemas y de las reglas, fueron en literatura el primer pueblo académico de Europa. Como en lugar de desenvolver su literatura autóctona la abandonaron para adoptar las formas de la griega, tuvieron que reglamentar el arte literario para facilitar su adquisición. La retórica y la poética son para ellos asignaturas de escuela. Desde entonces se perpetúan, con alternativas, a lo largo de la Edad Media. Pero esta enseñanza de la retórica y la poética, en los siglos medievales, se hace en latín: se enseña a escribir discursos y poemas latinos, porque el latín es la única lengua culta de la Europa occidental. Entre tanto, nace la literatura de las lenguas vulgares, y nada tiene que ver con la preceptiva de las escuelas. Las Eddas, las Sagas, el Cantar de los Nibelungos, la Canción de Rolando, el Cantar de Mio Cid, el romancero español, los poemas religiosos, las narraciones caballerescas, nada deben a la retórica ni a la poética latina. Ni siquiera les debe nada la poesía de los trovadores provenzales, ni la Divina Comedia, ni los sonetos de Petrarca, ni los cuentos y novelas de Boccaccio. En el Renacimiento, los humanistas tratan de imponer las reglas de la antigüedad clásica a la cultura moderna, y en parte lo consiguen; pero muchos escritores son rebeldes, y grandes porciones de la literatura de Europa se producen enteramente aparte, cuando no francamente en contra, de las reglamentaciones académicas: la epopeya fantástica de Boyardo y de Ariosto; el teatro de Shakespeare y Marlowe; el de Lope y Calderón; toda la novela, desde el Lazarillo y el Quijote hasta el Gulliver y el Cándido... Cuando en las escuelas la preceptiva empieza a trasladarse del latín a las lenguas modernas, justamente le queda poco tiempo de vida: en el siglo XVIII se la suprime o se la transforma. En Inglaterra, durante aquel siglo, dice Jebb, "la función del conferenciante de retorica se transformó en la corrección de temas escritos por los estudiantes, si bien el título del catedrático persistió idéntico mucho tiempo después de que el cargo había perdido su significación primitiva". En las universidades de los Estados Unidos, como supervivencia, se llama todavía profesor o instructor de retórica al que enseña la composición inglesa, cuyo objeto es adiestrar al estudiante en el buen manejo del inglés escrito; en Inglaterra se llama a esta asignatura el "curso de Inglés". Y en la enseñanza francesa tampoco se conserva la preceptiva, a pesar de que el penúltimo año de la escuela secundaria conserva el nombre de clase de rhétrorique: "Ya no se enseña retórica —dice Chaignet— en las clases de retorica de los liceos de Francia: tanto vale decir que ya no se enseña en ninguna parte". Pero sí: la preceptiva persiste en países de lengua española; en muchos, no en todos. ¿Explicación? Mera reliquia arcaica.

La retórica es un sistema de reglas y el vulgo supone que el arte se hace con reglas, que todo arte implica algún "conjunto de reglas". En realidad, confunden los requisitos de la gramática con los del arte. Y el error proviene del doble uso que en el latín y en las lenguas románicas se hace de la palabra arte: tanto llamamos arte a la creación de belleza, que en esencia es libre, como a cualquier técnica, que en esencia es reglamentación. Los griegos distinguían claramente la poiesis, que es la invención estética, y la tekhné, que es reglamentación práctica. La regla implica repetición y la creación estética implica invención.

Y se me preguntará: ¿por qué, fuera de todo enseñanza de colegio, se erigen reglas, se constituyen procedimientos que se trasmiten, fórmulas de arte que se repiten? Ante todo, por la inevitable tendencia humana a la imitación: no todos los escritores tienen capacidad de inventar, y muchos se acogen a la imitación; repiten, con ligeras variaciones, las primicias de los espíritus originales. Y en épocas primitivas hay otro motivo fundamental, cuyas consecuencias se prolongan hasta épocas de plenitud: las artes nacen de la religión o unidas a la religión; en sus orígenes, muchas formas artísticas son formas rituales. El rito implica la repetición. De ahí, por ejemplo, las formas de la tragedia griega: el rito de Dionisos exigía que el coro permaneciese en el teatro, cerca del altar, desde que entraba; el desarrollo de la obra exigía como suceso central una transformación o cambio, una peripecia; todo obedecía a reglas fijas. Cuando las razones rituales desaparecen, quedan las reglas. Y después, por el perdurable motivo de la imitación, las formas de arte tienden a repetirse: así nacen las escuelas literarias; así se propagan las modas. Los dramaturgos ingleses de principios del siglo XVII no tenían ningún deseo de adoptar las reglas que Castelvetro había dictado en nombre de Aristóteles (las tres unidades, por ejemplo); en cambio, vaciaban sus obras en los moldes que Marlowe y Shakespeare acababan de forjar, aunque sobre ellos no había tratado ni reglamentaciones escritas de ninguna especie. Faltando los motivos rituales para la perpetuación de las formas artísticas, la invención y la imitación obran libremente. Es inútil legislar sobre ellas: constantemente se renuevan los géneros y los estilos. Y desde los últimos cien años con más rapidez que antes: cuando las formas literarias se difunden hasta el punto de entrar en los tratados, es seguro que están moribundas y que las generaciones nuevas las abandonarán. Ábrase cualquier tratado de preceptiva: ¿Qué se encontrará en él? Reglas para escribir obras que, en la mayoría de los casos, nadie quiere escribir ya, formas muertas como la tragedia clásica, cuya acta de defunción se levantó en 1830, como el poema épico, que dejó de componerse en el siglo XVIII, como la égloga, que vio su última luz en el XVII... [1]

¿Cómo habremos, entonces, de enseñar literatura en nuestras escuelas secundarias? Del único modo posible: poniendo al estudiante en contacto con grandes obras. Es así como se procede en Francia y en Inglaterra, en Alemania y en Escandinavia. Es así como procedemos, desde 1925, en el Colegio de nuestra Universidad; me contenta el no ser ajeno a la innovación. En nuestros pueblos de la América española, esta manera de enseñanza demanda gran atención del profesor: hay que acostumbrar al estudiante a leer mucho y hay que comprobar que lee; hay que habituarlo a la lectura de obras difíciles, allanándole la vía con explicaciones y aclaraciones de orden histórico y lingüístico, pero también haciéndole comprender que nada de sólido y de duradero se alcanza sin trabajo.

No hay diferencia de forma entre la enseñanza literaria del colegio nacional y la de las escuelas primarias: uno y otra se fundan en la lectura, en el conocimiento directo de buenos autores. En el Colegio de la Universidad, mediante otra innovación nuestra de estos últimos años, la enseñanza literaria comienza desde el primer curso de idioma castellano, con lecturas sistemáticas, unas que debe hacer el alumno en la clase y otras en la casa; en los dos cursos posteriores, las lecturas aumentan progresivamente (en el tercer año deben leerse cuatro libros) hasta llegar a las puertas del primer curso de literatura. Paralelamente, el ejercicio de la composición en clase, corregida después por el profesor, lleva como propósito dar soltura al estudiante en el manejo de su idioma. Concedemos, pues, toda su importancia a la lectura literaria y al trabajo personal de composición, vale decir, a la práctica del lenguaje culto, procurando que con ella penetre la regla viva del buen uso y reduciendo a breves proporciones la teoría gramatical. El enlace con la escuela primaria resulta así muy fácil: la escuela primaria, por su naturaleza y por la edad de sus alumnos, no puede hacer mucha teoría, tiene que apoyarse en la práctica; la escuela secundaria, que va gradualmente iniciando al estudiante en el conocimiento teórico, hasta llevarlo a las grandes síntesis de la matemática, la física, la química y la biología, no debe conceder igual atención a la teoría en cuestiones de lenguaje, porque el problema práctico es siempre apremiante: nunca parece que alcanza el tiempo para que el alumno se oriente en el revuelto mar de la palabra.

Pedimos, pues, a la escuela primaria que inicie con energía la tarea; que acostumbre al niño a trabajar sobre su lenguaje; que despierte en él el amor a la lectura; que comience a dirigir su gusto en el sentido de las cosas genuinas y sobrias.

Temo que en los tiempos actuales no se le dé al niño suficiente sentido del trabajo como deber. La pedagogía romántica ha sido interpretada, sobre todo en nuestros perezosos pueblos hispánicos, como sistema que da al niño hechas todas las cosas: al niño no le queda otro trabajo que el de irse boquiabierto hacia ellas, atraído por el interés que el maestro sepa encender en él. Pero los románticos no quieren recordar que la extrema facilidad no es siempre ventajosa y que en los años finales de la escuela primaria urge despertar el sentido de la responsabilidad personal, haciendo comprender que la vida está llena de problemas difíciles cuya resolución dependerá exclusivamente de nuestro trabajo y de nuestra capacidad. Entre los niños a quienes enseño en los primeros años del colegio, hay quienes traen el sentido del deber y de la disciplina mental y social gracias a la confluencia feliz de la honesta familia y de la buena escuela: ningún espectáculo vence en grave hermosura a la seriedad del niño que empieza a sentir las responsabilidades del hombre, porque la edad pone delicadeza en su viril decoro. Pero hay niños que llegan hasta nosotros con pocos hábitos serios de trabajo: si cumplen con los requisitos externos de su labor, no ponen interés en ella ni tratan de comprenderla. Hasta parecen enfermos de la atención: sólo aquello que los hiere bruscamente los despierta de su marasmo intelectual. Se han acostumbrado a recibirlo todo hecho: así, cuando se les pide que escriban sobre el primer día de clase o sobre el tiempo lluvioso, transcriben de memoria una composición en que se advierten a cada paso los toques de la maestra de la escuela primaria. Si el tema que les propongo es nuevo, lo declaran "muy difícil'"... a reserva de darse cuenta de que es fácil cuando se les hacen dos o tres indicaciones sumarias sobre el modo de tratarlo.

Urge que el niño, al iniciarse en el colegio, traiga siempre hábitos de trabajo; que desee acercarse a las cosas y comprenderlas mediante su propio esfuerzo; que sienta vergüenza de que no sea suyo, enteramente suyo, el trabajo que tome a su cargo. Procurando despertar en mis alumnos el sentido de la responsabilidad, les digo siempre en mis clases: "Aquí aprenderá el que quiera aprender; mi tarea es ayudar, pero yo no puedo enseñar nada a quien no quiere aprender". En los Estados Unidos oí decir al presidente Wilson, que antes que hombre de Estado había sido universitario, como todos saben: "La mente humana posee infinitos recursos para oponerse al conocimiento'.

Urge, también, que el niño adquiera el amor a la lectura. Infundir ese amor es tarea que requiere atención y perseverancia. Entre nosotros requiere aún más: requiere sacrificio de tiempo y de actividad, porque el desarrollo de las bibliotecas públicas y de las bibliotecas escolares no permite todavía a los maestros disponer de la variedad de libros que necesitarían para revelar al niño la multitud de cosas interesantes que le brinda la lectura. Creo, naturalmente, que los maestros no harían bien en limitarse a las lecturas del libro que hayan adoptado para la clase; deben, de cuando en cuando, dar a conocer a los alumnos pasajes de obras diversas que sirvan para despertarles la curiosidad. Ofrezco mi propia experiencia: siempre que en los cursos de castellano del colegio utilizo, para leer o para dictar, pasajes interesantes de alguna obra desconocida para los alumnos, cuatro o cinco de ellos, al terminar la clase, acuden a la biblioteca para hacerse prestar el libro.

El hábito y el amor a la lectura literaria forman la mejor llave que podemos entregar al niño para abrirle el mundo de la cultura universal. No es que la cultura haya de ser principalmente literaria; lejos de eso: la cultura verdadera requiere la solidez de cimientos y armazón que sólo la ciencia da. Pero el hábito de leer difícilmente se adquiere en libros que no sean de literatura: el niño comienza pidiendo canciones y cuentos orales; de ellos pasa a los libros de cuentos: las obras narrativas constituyen su lectura principal durante muchos años. El maestro puede ir ensanchando el círculo de las lecturas infantiles: los temas científicos irán entrando en él, pero la literatura de imaginación será siempre el centro del interés. Es esencial mantenerlo agrupando a su alrededor la mayor variedad posible de asuntos y hacer que la literatura se convierta para el niño en hábito irreemplazable. Así en la adolescencia, la familiaridad con los libros —fuera de los manuales de clase— hará que el estudiante se acostumbre a estimarlos como la mejor fuente de información, hará que aprenda a no contentarse con los datos breves e incompletos, cuando no inexactos, de diarios y revistas. Quien haya adquirido la costumbre de las obras literarias —sobre todo si no son exclusivamente novelas— irá, por su propia cuenta, extendiendo y ampliando sus lecturas.

Nadie duda que la lectura del niño debe escogerse bien y, sin embargo, con desoladora frecuencia se escoge mal. La enseñanza literaria de los colegios, de los liceos y de las escuelas normales tiene la obligación de encauzar el gusto de los futuros maestros: debe ponerlos en contacto vivo, ya lo sabemos, con las grandes obras, con la literatura genuina, la que es como planta perfecta, de flor lozana y de fruto sazonado, enseñando a conocer en dónde hay exceso y vicio de hojarasca. Pero además el maestro debe vencer el prejuicio de que la buena lectura resulta siempre difícil para el niño y de que sólo puede dársele la deplorable "literatura infantil", en cuya fabricación —no hay otro modo de llamarla— se ha suprimido todo jugo y todo vigor. Grandes escritores han sabido producir libros que realmente interesan a los niños: ahí están los cuentos de Andersen; ahí están los cuentos de Tolstoy para campesinos; ahí están los cuentos que Charles y Mary Lamb extrajeron de los dramas de Shakespeare. Ahí está el tesoro de las fábulas que heredamos de la India, de Grecia, de la Europa medieval. Nuestras civilizaciones indígenas de América nos ofrecen mitos llenos de color y sabor. Me complazco en reconocer que el magisterio de La Plata sabe poner al niño en contacto con obras admirables, como Platero y yo de Juan Ramón Jiménez y Los pueblos de Azorín, como los Motivos de Proteo de Rodó, los Recuerdos de provincia de Sarmiento y los Juvenilia de Cañé. Convendría que en la Argentina se difundieran las Fábulas y verdades de Rafael Pombo y La Edad de Oro, la incomparable revista que José Martí redactó para los niños durante unos cuantos meses. Y recomiendo a los maestros, muy especialmente, la conferencia que en estas mismas sesiones de la Facultad de Humanidades pronunció, hace dos años, mi estimado colega Arturo Marasso sobre La lectura en la escuela primaria.

Y por último la composición: también en ella es indispensable alejar al niño de la hojarasca y acercarlo a la claridad y a la sencillez; enseñarle, no a imitar la literatura florida a que pudieran tener afición los adultos, sino a expresarse con sobriedad sobre cosas que le sean bien conocidas. Naturalmente, al niño de imaginación vivaz no debemos cortarle el vuelo; si espontáneamente su expresión busca la imagen, no debe impedírsele. Pero a todos hay que enseñarles precisión. Antes que galas de estilo, debemos enseñarles a observar, a dominar las cosas concretas, los hechos reales; el buen poeta, el gran escritor, sólo llegan a la creación de imágenes complejas, de esas que abren perspectivas nuevas al espíritu del lector, gracias al conocimiento agudo de la realidad.

En nuestro Libro del idioma, mi compañero Binayán y yo hemos ofrecido observaciones que quiero recordar:

Es cosa frecuente en la escuela señalar como temas de composición asuntos difíciles para los alumnos, sea por la rudimentaria aptitud de observación que estos tienen, sea porque el tema carezca de la precisión que la mente del niño exige como condición en lo que ha de aprender... Temas como "el cisne" o "el amanecer", que la mayoría de los niños no ha podido observar atentamente, conducen a una simulación de saber o de sentir en que ciertamente no incurre el buen escritor, para cuya inteligencia desarrollada o para cuya sensibilidad educada pueden ser esos temas fuentes de reales sugestiones poéticas. Las palabras que el poeta emplea para cantar al cisne o a la mañana corresponden a reales sentimientos que en ellos despiertan esos asuntos. El niño, al escribir sobre ellos, repetirá lugares comunes, frases que haya escuchado en su casa o en la escuela... Con ser bastante graves las consecuencias que de esto se derivan para la buena o mala redacción, son más graves aún las deplorables consecuencias que tiene para la educación del carácter. Note el maestro que tales errores vendrán a constituir un curso de insinceridad...

Es muy útil que el maestro haga escribir en el pizarrón uno de los trabajos de los alumnos y lo haga analizar buscando ante todo la idea esencial y luego las accesorias o explicativas, señalando cuáles de ellas, y por qué, no debió incluir el alumno, señalando cuáles son las ideas superfluas, y aún cuáles son parásitas.

El maestro debe insistir con ahinco en la crítica negativa, verdadera campaña de estilo contra todas estas inclusiones indebidas. En esta campaña debe poner toda la valentía necesaria para combatir contra los múltiples efectos que los diarios de las localidades, los manifiestos políticos y la redacción de los anuncios de casas comerciales pueden ejercer en los alumnos y en quienes los rodean.

Los maestros deben cuidar de no ser ellos mismos los modelos de falta de concisión que los niños imiten ... Los alumnos no deben imitar la literatura de los maestros; los maestros no deben hacer composiciones modelos en que se inspiren los alumnos. Los maestros han terminado un proceso de desenvolvimiento mental que los alumnos deben cumplir tan gradualmente como lo cumplieron ellos. Los alumnos deben comenzar escribiendo en la forma simple que corresponde a la simplicidad de sus conocimientos y sentimientos. Después vendrá el desarrollo espiritual, y con él el desarrollo del estilo. Entonces "la mañana" y "el cisne" podrán ser motivos de efusiones líricas que se expresarán en forma literaria. Hasta que ese momento no llegue, la descripción del banco en que el alumno se sienta será un tema de valor educativo mucho mayor que el de aquéllos.

Sintetizando, pues, diré para terminar que la literatura, desempeñando función tan importante como la que desempeña en la escuela primaria, es elemento de que el maestro debe sacar todo el partido posible: por una parte, orientando el gusto del alumno hacia las obras mejores del espíritu humano; por otra parte, enseñándole el manejo exacto de su idioma, educándole el don de expresarse; por otra parte, en fin, formando en él la costumbre de la buena lectura, que es uno de los principales caminos para mantenerse en contacto viviente con la cultura universal.

 

Publicado en "Cuadernos de Temas para la Escuela Primaria, 20; Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Piala, La Plata, 1930. Parte de este trabajo, con el título "Letras y normas" se reprodujo en La Nación, Buenos Aires, 18 de enero de 1931. Reproducido en Revista de Educación IV, núm 16., , Santo Domingo, 1932, pp. 60-71.



[1] José Enrique Rodó, en su artículo „La enseñanza de la literatura“ (1909), recogido en su libro El mirador de Próspero (Montevideo, 1913), censuraba este peculiar arcaísmo de los tratados. Desgraciadamente, no se atrevió a declarar la inutilidad esencial de la preceptiva.

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