No
sé si deba comenzar, como lo hacen a veces mis colegas, presentando
mis excusas, al auditorio de maestros de escuelas elementales que
me escuchan, por no ser maestro primario yo mismo. Al aceptar la
invitación del decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de
la Educación, he pensado que, si carezco de experiencia personal
sobre la enseñanza en las escuelas comunes, si carezco de la experiencia
insustituible que se alcanza desde dentro como enseñante, y que
difiere en todo de la que se adquiere como alumno en la infancia
o como observador en la edad adulta, puedo en cambio ofrecer a mi
auditorio la contribución de mi experiencia en el colegio de la
Universidad. Con esa experiencia me he atrevido, años atrás, en
colaboración con mi amigo don Narciso Binayán, a ofrecer a las escuelas
primarias una obra para la enseñanza del castellano; y los resultados
obtenidos, gracias a la buena voluntad de los maestros, me autorizan
a creer que la atención que he puesto en observar las necesidades
y los procedimientos de la escuela primaria no ha ido enteramente
descarriada.
Quien
haya de enseñar a estudiantes de los años iniciales en la escuela
secundaria, y muy en particular del primer año, es por necesidad
juez de los frutos de la escuela elemental: es natural que el éxito
del profesor dependa, en gran parte, del éxito previo del maestro.
Somos jueces por necesidad, no por presunción, y nuestro juicio
no debe tener otro valor que el de una comprobación objetiva: más
que nuestra opinión individual sobre el éxito de tal o cual escuela
(me seria fácil, por ejemplo, hacer el elogio de la Escuela Primaria
anexa a esta Facultad de Humanidades, cuyos alumnos recibimos después
en el Colegio Nacional de la Universidad), debe interesar nuestra
impresión sobre los resultados de la enseñanza elemental en su conjunto
y las observaciones nuestras que puedan contribuir a hacer fáciles
y claras las relaciones entre los dos tipos de enseñanza.
Espero
que no parezca extraño el tema que he aceptado: Aspectos de la
enseñanza literaria en la escuela común. La literatura no existe
como asignatura especial en los estudios primarios, pero tiene gran
importancia en la enseñanza de la lectura y de la composición. Buena
orientación literaria debería ser, pues, una de las condiciones
del maestro. Buena orientación, nada más, pero nada menos; no se
puede exigir, dentro de la situación actual del magisterio, extensa
cultura, ni menos aún erudición, que estaría fuera de lugar en la
escuela primaria; pero no es demasiado pedir buen gusto y discernimiento
claro.
Quizás
en esa fórmula, buena orientación, podríamos compendiar todo
el secreto de la enseñanza literaria, tanto en la escuela emental
como en la superior. Quien haya adquirido en las escuelas normales,
o en los colegios nacionales, o en los liceos, o por propia cuenta,
la buena orientación, estará en aptitud de acertar siempre. Buena
orientación es la que nos permite distinguir calidades en las obras
literarias, porque desde temprano tuvimos contacto con las cosas
mejores. ¡Cuánta importancia tiene que el maestro sepa distinguir
entre la genuina y la falsa literatura; entre la que representa
un esfuerzo noble para interpretar la vida, acendrando los jugos
mejores de la personalidad humana, y la que sólo representa una
habilidad para simular sentimientos o ideas, repitiendo fórmulas
degeneradas a fuerza de uso y apelando, para hacerse aplaudir, a
todas las perezas que se apoyan en la costumbre! Bien se ha dicho
que el primero que comparó a una mujer con una rosa fue un hombre
de genio y el último que repitió la comparación fue un tonto. Toda
literatura genuina tiene sabor de primicia: aun cuando ninguno de
los elementos de que se compone resulta estrictamente nuevo, queda
la novedad de la manera, del acento, que nos revela cómo el escritor
ha sentido de nuevo las emociones que expresa, aunque sean eternas
y universales; cómo ha creado de nuevo sus imágenes, aunque surjan
de cosas vistas
por todos. Por eso, quien haya formado su gusto literario en la
lectura de obras esenciales, de obras que representan creación e
iniciación, discernirá fácilmente el artificio de las cosas falsas.
Hay estorbos
todavía, en la más de nuestras escuelas secundarias, para la enseñanza
útil de la literatura: el tiempo que se dedica a la preceptiva,
nombre nuevo, de apariencia inofensiva, detrás del cual se esconde
la vieja retórica. ¿Dónde está el mal? Está en que la asignatura
es inútil, porque la retórica se basa en el supuesto de que el arte,
la creación de la belleza, puede someterse a reglas, reducirse a
fórmulas. Y el supuesto es falso.
No sé
si entre mis oyentes haya quienes se asombren todavía de que sea
un catedrático de literatura quien confiese que el arte literario
no puede enseñarse. Como es posible que los haya, voy a explicarme.
Toda obra de arte implica una gramática y una retórica. La gramática
tiene que aprenderse y puede enseñarse; la retórica no debe enseñarse.
La gramática nos da las reglas sobre el uso del material con que
hemos de realizar nuestra obra: el material nos la impone. Así,
en pintura existen las reglas generales del dibujo, existen reglas
elementales sobre el óleo, y sobre el temple, y sobre la acuarela,
y sobre la aguada, y sobre el aguafuerte, y sobre la punta seca,
y sobre todos los demás procedimientos: tales reglas constituyen
la gramática del arte pictórico, y sin ellas no es posible comenzar
a pintar. Y ¿quién no sabe que la música es un lenguaje con una
gramática compleja? Para la literatura, la gramática del idioma
en que se escriba es aprendizaje previo. Todo artista, en arquitectura,
o en escultura, o en pintura, o en danza, o en música, o en literatura,
ha comenzado por adquirir el medio que ha de servirle para su expresión
y desembarazarse de los problemas gramaticales de su arte. Todos,
mal que bien, aprenden su gramática. Unos la aprenden solos, como
el músico que toca de oído y hasta compone sin conocer la escritura
musical; como el poeta campesino que improvisa coplas sin saber
leer ni escribir. La enseñanza ajena no tiene otro valor que el
de economizar tiempo: toda enseñanza compendia resultados de muchos
siglos y los transmite en pocos años, a veces en pocos días. Por
eso, el que aprende sólo marcha tan lentamente que raras veces llega
muy lejos: el músico que compone de oído, nunca pasa de composiciones
breves; el poeta que no sabe leer, difícilmente va más allá de las
coplas fugaces. Sus cbras pueden ser admirables (l'esprit souffle
où il vent), pero son siempre limitadas. En apariencia, la gramática
de la lengua literaria es la que menos se estudia entre todas las
técnicas previas al cultivo de las artes; pero no hay que engañarse:
si separamos, de la mera teoría gramatical de definiciones y clasificaciones,
las reglas sobre el uso, veremos que las reglas se imponen siempre.
La teoría gramatical de nuestros textos es el conato imperfecto
de la ciencia del lenguaje, que ha sobrevivido en la enseñanza común,
tanto primaria como secundaria, en espera de que la desaloje la
lingüística: consumación que devotamente debemos desear para cuanto
antes. Pero, al contrario de lo que sucede con las reglas sobre
los medios de expresión de las otras artes, las reglas sobre el
buen uso de los idiomas se pueden aprender con poca colaboración
de la escuela: se aprenden, sobre todo, prestando atención al habla
de las personas cultas y leyendo buenos libros. Los escritores que
más rebeldes a la gramática se declaran sólo son enemigos de la
arcaica nomenclatura y de las rutinarias clasificaciones que todavía
circulan en los manuales: el más revolucionario de los escritores,
en cualquier época, sólo toca mínima parte de su idioma, parte cuantitativamente
insignificante, aunque cualitativamente parezca enorme a los puristas.
La gramática,
así entendida, camino previo que atravesamos para llegar hasta la
literatura, ha de ser camino expedito para la poesía lo mismo que
para la prosa. En efecto, las reglas sobre el verso pertenecen estrictamente
a la gramática, y ya las incluyen muchos textos gramaticales, aunque
todavía no el de la Academia Española: era uno de tantos errores
tradicionales el situarlas dentro de la poética. La versificación
forma parte de la fonética o, como dicen nuestros manuales castellanos,
de la prosodia. Todavía en inglés se llama exclusivamente prosodia
a la versificación, según la tradición grecolatina, en que la prosodia
era el estudio de la cantidad de las sílabas, base de la métrica
en la antigüedad clásica.
Pero,
cuando hemos atravesado el camino gramatical, cuando nos sentimos
en posesión del instrumento de nuestro arte, ya sea el idioma hablado,
ya sea el lenguaje musical, ya sean los medios materiales de las
artes plásticas, todavía no estamos en situación de crear belleza.
No basta escribir con corrección la lengua culta para ser buen escritor,
ni menos basta conocer y aplicar bien las reglas de la versificación,
para ser buen poeta, como no basta saber dibujar correctamente y
manejar los colores para ser buen pintor. Donde termina la gramática
comienza el arte.
En otro
tiempo, donde terminaba la gramática comenzaba la retórica. Y se
me dirá: ¿cómo pudo la humanidad equivocarse tanto tiempo? Me apresuro a contestar que la
equivocación duró y se extendió mucho menos de lo que pudiera creerse.
Limitándonos a Europa vemos que, entre los griegos, el aprendizaje
del arte literario era una especie de aprendizaje de gremio y de
taller: los poetas aprendían unos de otros; en la escuela sólo se
aprendía a conocerlos, a leerlos, especialmente los poemas homéricos.
Durante la gran época helénica, se inicia y se extiende la enseñanza
de la oratoria —a la cual se dio, precisamente, el nombre de retórica,
limitada entonces al arte de persuadir— pero como enseñanza práctica.
El tratado más antiguo que conservamos es el de Aristóteles, quien
aplica al estudio literario sus dones prodigiosos de observación
científica. Pero la oratoria difícilmente florece como arle puro:
su origen, entre los griegos, fue forense, y su carácter utilitario
persistió hasta el final del mundo antiguo, aunque Lisias y Demóstenes
hayan sido grandes artistas del discurso.
Los romanos,
pueblo de organizadores y de legisladores, amigos de los sistemas
y de las reglas, fueron en literatura el primer pueblo académico
de Europa. Como en lugar de desenvolver su literatura autóctona
la abandonaron para adoptar las formas de la griega, tuvieron que
reglamentar el arte literario para facilitar su adquisición. La
retórica y la poética son para ellos asignaturas de escuela. Desde
entonces se perpetúan, con alternativas, a lo largo de la Edad Media.
Pero esta enseñanza de la retórica y la poética, en los siglos medievales,
se hace en latín: se enseña a escribir discursos y poemas latinos,
porque el latín es la única lengua culta de la Europa occidental.
Entre tanto, nace la literatura de las lenguas vulgares, y nada
tiene que ver con la preceptiva de las escuelas. Las Eddas,
las Sagas, el Cantar de los Nibelungos, la Canción
de Rolando, el Cantar de Mio Cid, el romancero español,
los poemas religiosos, las narraciones caballerescas, nada deben
a la retórica ni a la poética latina. Ni siquiera les debe nada
la poesía de los trovadores provenzales, ni la Divina Comedia, ni
los sonetos de Petrarca, ni los cuentos y novelas de Boccaccio.
En el Renacimiento, los humanistas tratan de imponer las reglas
de la antigüedad clásica a la cultura moderna, y en parte lo consiguen;
pero muchos escritores son rebeldes, y grandes porciones de la literatura
de Europa se producen enteramente aparte, cuando no francamente
en contra, de las reglamentaciones académicas: la epopeya fantástica
de Boyardo y de Ariosto; el teatro de Shakespeare y Marlowe; el
de Lope y Calderón; toda la novela, desde el Lazarillo y el Quijote
hasta el Gulliver y el Cándido... Cuando en las escuelas la preceptiva
empieza a trasladarse del latín a las lenguas modernas, justamente
le queda poco tiempo de vida: en el siglo XVIII se la suprime o
se la transforma. En Inglaterra, durante aquel siglo, dice Jebb,
"la función del conferenciante de retorica se transformó en
la corrección de temas escritos por los estudiantes, si bien el
título del catedrático persistió idéntico mucho tiempo después de
que el cargo había perdido su significación primitiva". En
las universidades de los Estados Unidos, como supervivencia, se
llama todavía profesor o instructor de retórica al que enseña la
composición inglesa, cuyo objeto es adiestrar al estudiante en el
buen manejo del inglés escrito; en Inglaterra se llama a esta asignatura
el "curso de Inglés". Y en la enseñanza francesa tampoco
se conserva la preceptiva, a pesar de que el penúltimo año de la
escuela secundaria conserva el nombre de clase de rhétrorique:
"Ya no se enseña retórica —dice Chaignet— en las clases
de retorica de los liceos de Francia: tanto vale decir que ya
no se enseña en ninguna parte". Pero sí: la preceptiva persiste
en países de lengua española; en muchos, no en todos. ¿Explicación?
Mera reliquia arcaica.
La retórica es un sistema de reglas y el vulgo supone
que el arte se hace con reglas, que todo arte implica algún "conjunto
de reglas". En realidad, confunden los requisitos de la gramática
con los del arte. Y el error proviene del doble uso que en el latín
y en las lenguas románicas se hace de la palabra arte: tanto llamamos
arte a la creación de belleza, que en esencia es libre, como a cualquier
técnica, que en esencia es reglamentación. Los griegos distinguían
claramente la poiesis, que es la invención estética, y la
tekhné, que es reglamentación práctica. La regla implica
repetición y la creación estética implica invención.
Y se me preguntará: ¿por qué, fuera de todo enseñanza
de colegio, se erigen reglas, se constituyen procedimientos que
se trasmiten, fórmulas de arte que se repiten? Ante todo, por la
inevitable tendencia humana a la imitación: no todos los escritores
tienen capacidad de inventar, y muchos se acogen a la imitación;
repiten, con ligeras variaciones, las primicias de los espíritus
originales. Y en épocas primitivas hay otro motivo fundamental,
cuyas consecuencias se prolongan hasta épocas de plenitud: las artes
nacen de la religión o unidas a la religión; en sus orígenes, muchas
formas artísticas son formas rituales. El rito implica la repetición.
De ahí, por ejemplo, las formas de la tragedia griega: el rito de
Dionisos exigía que el coro permaneciese en el teatro, cerca del
altar, desde que entraba; el desarrollo de la obra exigía como suceso
central una transformación o cambio, una peripecia; todo
obedecía a reglas fijas. Cuando las razones rituales desaparecen,
quedan las reglas. Y después, por el perdurable motivo de la imitación,
las formas de arte tienden a repetirse: así nacen las escuelas literarias;
así se propagan las modas. Los dramaturgos ingleses de principios
del siglo XVII no tenían ningún deseo de adoptar las reglas que
Castelvetro había dictado en nombre de Aristóteles (las tres unidades,
por ejemplo); en cambio, vaciaban sus obras en los moldes que Marlowe
y Shakespeare acababan de forjar, aunque sobre ellos no había tratado
ni reglamentaciones escritas de ninguna especie. Faltando los motivos
rituales para la perpetuación de las formas artísticas, la invención
y la imitación obran libremente. Es inútil legislar sobre ellas:
constantemente se renuevan los géneros y los estilos. Y desde los
últimos cien años con más rapidez que antes: cuando las formas literarias
se difunden hasta el punto de entrar en los tratados, es seguro
que están moribundas y que las generaciones nuevas las abandonarán.
Ábrase cualquier tratado de preceptiva: ¿Qué se encontrará en él?
Reglas para escribir obras que, en la mayoría de los casos, nadie
quiere escribir ya, formas muertas como la tragedia clásica, cuya
acta de defunción se levantó en 1830, como el poema épico, que dejó
de componerse en el siglo XVIII, como la égloga, que vio su última
luz en el XVII...
¿Cómo
habremos, entonces, de enseñar literatura en nuestras escuelas secundarias?
Del único modo posible: poniendo al estudiante en contacto con grandes
obras. Es así como se procede en Francia y en Inglaterra, en Alemania
y en Escandinavia. Es así como procedemos, desde 1925, en el Colegio
de nuestra Universidad; me contenta el no ser ajeno a la innovación.
En nuestros pueblos de la América española, esta manera de enseñanza
demanda gran atención del profesor: hay que acostumbrar al estudiante
a leer mucho y hay que comprobar que lee; hay que habituarlo a la
lectura de obras difíciles, allanándole la vía con explicaciones
y aclaraciones de orden histórico y lingüístico, pero también haciéndole
comprender que nada de sólido y de duradero se alcanza sin trabajo.
No hay
diferencia de forma entre la enseñanza literaria del colegio nacional
y la de las escuelas primarias: uno y otra se fundan en la lectura,
en el conocimiento directo de buenos autores. En el Colegio de la
Universidad, mediante otra innovación nuestra de estos últimos años,
la enseñanza literaria comienza desde el primer curso de idioma
castellano, con lecturas sistemáticas, unas que debe hacer el alumno
en la clase y otras en la casa; en los dos cursos posteriores, las
lecturas aumentan progresivamente (en el tercer año deben leerse
cuatro libros) hasta llegar a las puertas del primer curso de literatura.
Paralelamente, el ejercicio de la composición en clase, corregida
después por el profesor, lleva como propósito dar soltura al estudiante
en el manejo de su idioma. Concedemos, pues, toda su importancia
a la lectura literaria y al trabajo personal de composición, vale
decir, a la práctica del lenguaje culto, procurando que con ella
penetre la regla viva del buen uso y reduciendo a breves proporciones
la teoría gramatical. El enlace con la escuela primaria resulta
así muy fácil: la escuela primaria, por su naturaleza y por la edad
de sus alumnos, no puede hacer mucha teoría, tiene que apoyarse
en la práctica; la escuela secundaria, que va gradualmente iniciando
al estudiante en el conocimiento teórico, hasta llevarlo a las grandes
síntesis de la matemática, la física, la química y la biología,
no debe conceder igual atención a la teoría en cuestiones de lenguaje,
porque el problema práctico es siempre apremiante: nunca parece
que alcanza el tiempo para que el alumno se oriente en el revuelto
mar de la palabra.
Pedimos,
pues, a la escuela primaria que inicie con energía la tarea; que
acostumbre al niño a trabajar sobre su lenguaje; que despierte en
él el amor a la lectura; que comience a dirigir su gusto en el sentido
de las cosas genuinas y sobrias.
Temo
que en los tiempos actuales no se le dé al niño suficiente sentido
del trabajo como deber. La pedagogía romántica ha sido interpretada,
sobre todo en nuestros perezosos pueblos hispánicos, como sistema
que da al niño hechas todas las cosas: al niño no le queda otro
trabajo que el de irse boquiabierto hacia ellas, atraído por el
interés que el maestro sepa encender en él. Pero los románticos
no quieren recordar que la extrema facilidad no es siempre ventajosa
y que en los años finales de la escuela primaria urge despertar
el sentido de la responsabilidad personal, haciendo comprender que
la vida está llena de problemas difíciles cuya resolución dependerá
exclusivamente de nuestro trabajo y de nuestra capacidad. Entre
los niños a quienes enseño en los primeros años del colegio, hay
quienes traen el sentido del deber y de la disciplina mental y social
gracias a la confluencia feliz de la honesta familia y de la buena
escuela: ningún espectáculo vence en grave hermosura a la seriedad
del niño que empieza a sentir las responsabilidades del hombre,
porque la edad pone delicadeza en su viril decoro. Pero hay niños que llegan hasta nosotros
con pocos hábitos serios de trabajo: si cumplen con los requisitos
externos de su labor, no ponen interés en ella ni tratan de comprenderla.
Hasta parecen enfermos de la atención: sólo aquello que los hiere
bruscamente los despierta de su marasmo intelectual. Se han acostumbrado
a recibirlo todo hecho: así, cuando se les pide que escriban sobre
el primer día de clase o sobre el tiempo lluvioso, transcriben de
memoria una composición en que se advierten a cada paso los toques
de la maestra de la escuela primaria. Si el tema que les propongo
es nuevo, lo declaran "muy difícil'"... a reserva de darse
cuenta de que es fácil cuando se les hacen dos o tres indicaciones
sumarias sobre el modo de tratarlo.
Urge
que el niño, al iniciarse en el colegio, traiga siempre hábitos
de trabajo; que desee acercarse a las cosas y comprenderlas mediante
su propio esfuerzo; que sienta vergüenza de que no sea suyo, enteramente
suyo, el trabajo que tome a su cargo. Procurando despertar en mis
alumnos el sentido de la responsabilidad, les digo siempre en mis
clases: "Aquí aprenderá el que quiera aprender; mi tarea es
ayudar, pero yo no puedo enseñar nada a quien no quiere aprender".
En los Estados Unidos oí decir al presidente Wilson, que antes que
hombre de Estado había sido universitario, como todos saben: "La
mente humana posee infinitos recursos para oponerse al conocimiento'.
Urge,
también, que el niño adquiera el amor a la lectura. Infundir ese
amor es tarea que requiere atención y perseverancia. Entre nosotros
requiere aún más: requiere sacrificio de tiempo y de actividad,
porque el desarrollo de las bibliotecas públicas y de las bibliotecas
escolares no permite todavía a los maestros disponer de la variedad
de libros que necesitarían para revelar al niño la multitud de cosas
interesantes que le brinda la lectura. Creo, naturalmente, que los
maestros no harían bien en limitarse a las lecturas del libro que
hayan adoptado para la clase; deben, de cuando en cuando, dar a
conocer a los alumnos pasajes de obras diversas que sirvan para
despertarles la curiosidad. Ofrezco mi propia experiencia: siempre
que en los cursos de castellano del colegio utilizo, para leer o
para dictar, pasajes interesantes de alguna obra desconocida para
los alumnos, cuatro o cinco de ellos, al terminar la clase, acuden
a la biblioteca para hacerse prestar el libro.
El hábito
y el amor a la lectura literaria forman la mejor llave que podemos
entregar al niño para abrirle el mundo de la cultura universal.
No es que la cultura haya de ser principalmente literaria; lejos
de eso: la cultura verdadera requiere la solidez de cimientos y
armazón que sólo la ciencia da. Pero el hábito de leer difícilmente
se adquiere en libros que no sean de literatura: el niño comienza
pidiendo canciones y cuentos orales; de ellos pasa a los libros
de cuentos: las obras narrativas constituyen su lectura principal
durante muchos años. El maestro puede ir ensanchando el círculo
de las lecturas infantiles: los temas científicos irán entrando
en él, pero la literatura de imaginación será siempre el centro
del interés. Es esencial mantenerlo agrupando a su alrededor la
mayor variedad posible de asuntos y hacer que la literatura se convierta
para el niño en hábito irreemplazable. Así en la adolescencia, la
familiaridad con los libros —fuera de los manuales de clase— hará
que el estudiante se acostumbre a estimarlos como la mejor fuente
de información, hará que aprenda a no contentarse con los datos
breves e incompletos, cuando no inexactos, de diarios y revistas.
Quien haya adquirido la costumbre de las obras literarias —sobre
todo si no son exclusivamente novelas— irá, por su propia cuenta,
extendiendo y ampliando sus lecturas.
Nadie
duda que la lectura del niño debe escogerse bien y, sin embargo,
con desoladora frecuencia se escoge mal. La enseñanza literaria
de los colegios, de los liceos y de las escuelas normales tiene
la obligación de encauzar el gusto de los futuros maestros: debe
ponerlos en contacto vivo, ya lo sabemos, con las grandes obras,
con la literatura genuina, la que es como planta perfecta, de flor
lozana y de fruto sazonado, enseñando a conocer en dónde hay exceso
y vicio de hojarasca. Pero además el maestro debe vencer el prejuicio
de que la buena lectura resulta siempre difícil para el niño y de
que sólo puede dársele la deplorable "literatura infantil",
en cuya fabricación —no hay otro modo de llamarla— se ha suprimido
todo jugo y todo vigor. Grandes escritores han sabido producir libros
que realmente interesan a los niños: ahí están los cuentos de Andersen;
ahí están los cuentos de Tolstoy para campesinos; ahí están los
cuentos que Charles y Mary Lamb extrajeron de los dramas de Shakespeare.
Ahí está el tesoro de las fábulas que heredamos de la India, de
Grecia, de la Europa medieval. Nuestras civilizaciones indígenas
de América nos ofrecen mitos llenos de color y sabor. Me complazco
en reconocer que el magisterio de La Plata sabe poner al niño en
contacto con obras admirables, como Platero y yo de Juan
Ramón Jiménez y Los pueblos de Azorín, como los Motivos
de Proteo de Rodó, los Recuerdos de provincia de Sarmiento
y los Juvenilia
de Cañé. Convendría que en la Argentina
se difundieran las Fábulas y verdades de Rafael Pombo y La
Edad de Oro, la incomparable revista que José Martí redactó
para los niños durante unos cuantos meses. Y recomiendo a los maestros,
muy especialmente, la conferencia que en estas mismas sesiones de
la Facultad de Humanidades pronunció, hace dos años, mi estimado
colega Arturo Marasso sobre La lectura en la escuela primaria.
Y por
último la composición: también en ella es indispensable alejar al
niño de la hojarasca y acercarlo a la claridad y a la sencillez;
enseñarle, no a imitar la literatura florida a que pudieran tener
afición los adultos, sino a expresarse con sobriedad sobre cosas
que le sean bien conocidas. Naturalmente, al niño de imaginación
vivaz no debemos cortarle el vuelo; si espontáneamente su expresión
busca la imagen, no debe impedírsele. Pero a todos hay que enseñarles
precisión. Antes que galas de estilo, debemos enseñarles a observar,
a dominar las cosas concretas, los hechos reales; el buen poeta,
el gran escritor, sólo llegan a la creación de imágenes complejas,
de esas que abren perspectivas nuevas al espíritu del lector, gracias
al conocimiento agudo de la realidad.
En nuestro
Libro del idioma, mi compañero Binayán y yo hemos ofrecido
observaciones que quiero recordar:
Es cosa frecuente en la escuela señalar como temas
de composición asuntos difíciles para los alumnos, sea por la rudimentaria
aptitud de observación que estos tienen, sea porque el tema carezca
de la precisión que la mente del niño exige como condición en lo
que ha de aprender... Temas como "el cisne" o "el
amanecer", que la mayoría de los niños no ha podido observar
atentamente, conducen a una simulación de saber o de sentir en que
ciertamente no incurre el buen escritor, para cuya inteligencia
desarrollada o para cuya sensibilidad educada pueden ser esos temas
fuentes de reales sugestiones poéticas. Las palabras que el poeta
emplea para cantar al cisne o a la mañana corresponden a reales
sentimientos que en ellos despiertan esos asuntos. El niño, al escribir
sobre ellos, repetirá lugares comunes, frases que haya escuchado
en su casa o en la escuela... Con ser bastante graves las consecuencias
que de esto se derivan para la buena o mala redacción, son más graves
aún las deplorables consecuencias que tiene para la educación del
carácter. Note el maestro que tales errores vendrán a constituir
un curso de insinceridad...
Es muy
útil que el maestro haga escribir en el pizarrón uno de los trabajos
de los alumnos y lo haga analizar buscando ante todo la idea esencial
y luego las accesorias o explicativas, señalando cuáles de ellas,
y por qué, no debió incluir el alumno, señalando cuáles son las
ideas superfluas, y aún cuáles son parásitas.
El maestro
debe insistir con ahinco en la crítica negativa, verdadera campaña
de estilo contra todas estas inclusiones indebidas. En esta campaña
debe poner toda la valentía necesaria para combatir contra los múltiples
efectos que los diarios de las localidades, los manifiestos políticos
y la redacción de los anuncios de casas comerciales pueden ejercer
en los alumnos y en quienes los rodean.
Los maestros
deben cuidar de no ser ellos mismos los modelos de falta de concisión
que los niños imiten ... Los alumnos no deben imitar la literatura
de los maestros; los maestros no deben hacer composiciones modelos
en que se inspiren los alumnos. Los maestros han terminado un proceso
de desenvolvimiento mental que los alumnos deben cumplir tan gradualmente
como lo cumplieron ellos. Los alumnos deben comenzar escribiendo
en la forma simple que corresponde a la simplicidad de sus conocimientos
y sentimientos. Después vendrá el desarrollo espiritual, y con él
el desarrollo del estilo. Entonces "la mañana" y "el
cisne" podrán ser motivos de efusiones líricas que se expresarán
en forma literaria. Hasta que ese momento no llegue, la descripción
del banco en que el alumno se sienta será un tema de valor educativo
mucho mayor que el de aquéllos.
Sintetizando,
pues, diré para terminar que la literatura, desempeñando función
tan importante como la que desempeña en la escuela primaria, es
elemento de que el maestro debe sacar todo el partido posible: por
una parte, orientando el gusto del alumno hacia las obras mejores
del espíritu humano; por otra parte, enseñándole el manejo exacto
de su idioma, educándole el don de expresarse; por otra parte, en
fin, formando en él la costumbre de la buena lectura, que es uno
de los principales caminos para mantenerse en contacto viviente
con la cultura universal.
Publicado
en "Cuadernos de Temas para la Escuela Primaria, 20; Facultad
de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional
de La Piala, La Plata, 1930. Parte de este trabajo, con el título
"Letras y normas" se reprodujo en La Nación, Buenos Aires,
18 de enero de 1931. Reproducido en Revista
de Educación IV, núm 16., , Santo Domingo, 1932, pp. 60-71.