José Joaquín Pérez
(Santo Domingo, 27 de abril 1845 - 6 de abril 1900)

 

EL JUNCO VERDE


"Jueves 11 de Octubre... Vieron pardelas y un
junco verde junto a la nao...
Con estas señales respiraron y alegráronse todos".
DIARIO DE NAVEGACIÓN DEL ALMIRANTE.


I

Fugaz sobre el cerúleo Mar Caribe,
al soplo inquieto de la brisa, vuela,
y el dulce rayo matinal recibe
del inmortal Colón la carabela.

Él, de pie y en la proa, absorto mira
en lontananza vago punto verde,
que, cual juguete de las ondas, gira,
y en la vasta extensión del mar se pierde.

-"¡A virar!", grita trémulo, agitado,
con la emoción del que, temiendo, espera,
y ve en el porvenir ya realizado
lo que un sueño falaz tan sólo era.

Dócil cede la nave; en pos se lanza
de eso que informe en el abismo vuela;
¡dulce y vago vislumbre de esperanza
con que el alma del nauta se consuela!

En febril ansiedad Colón suspira,
sus ojos el espacio devorando
y ya, a la luz crepuscular, se mira
cerca el objeto ante la proa flotando...

-"¡Hosanna! ¡Gloria!" -de rodilla entona.
"Oh, bendito el Señor por siempre sea!"
Y a un éxtasis de dicha se abandona
aquel genio inmortal que un mundo crea.

Agrúpase la turba que, insolente,
sacrificarlo a su furor quería
y dobla humilde, con fervor, la frente
ante el noble coloso que la guía...

Pero... ¿qué ha despertado así el delirio
de esos hijos del mar? ¿Cuál es el bello
talismán de esa fe, cuando el martirio
graba en sus almas tan horrible sello?...

-"¡Mirad -dice Colón- he aquí mi gloria!"
Y del océano su potente mano
recoge un junco verde cuya historia
guarda un profundo y misterioso arcano.

Aquel junco, viajero solitario
en la vasta extensión del mar,
encierra el fíat fecundo, poderoso y vario:
la esperanza inmortal de luz -¡la Tierra!

Reliquia del amor que la ígnea zona
ofreciera al intrépido marino;
rico florón de la primer corona
que sonriendo le ciñe ya el destino.

Por eso él a su seno lo comprime,
y en él sus labios afanoso sella;
pues ese junco el corazón redime,
donde el pesar profundizó su huella.

II

Mientras la brisa nocturnal soplando
rauda empuja la frágil carabela,
el extenso horizonte contemplando
en dulce insomnio, el Almirante vela.

¡Noche de sombras, de perenne anhelo,
en que cada celaje que fulgura
-débil reflejo de la luz del cielo-
el nuevo mundo que soñó le augura!

La sutil, vaporosa y áurea niebla,
nuncio del alba, en el espacio gira,
y el mar y el aire y los confines puebla
y todo aliento de placer respira.
Del tope de La Pinta, que se avanza,
"¡tierra!", dice una voz; y el eco vibra;
y ese grito sublime de esperanza
conmueve el corazón en cada fibra...

Allá -entre la infinita muchedumbre
de las galas que espléndida atesora,
tras la bruma lejana- enhiesta cumbre
surge el beso del rayo de la aurora.

"¡Mundo de amor, risueño paraíso,
verde oasis de luz en mi desierto
yo te bendigo, porque en ti Dios quiso
brindarme al fin de salvación el puerto!"

Así exclama Colón; y en la ribera
de esa ignota región de maravilla,
en el nombre de Dios, con fe sincera,
tremola el estandarte de Castilla.

La hermosa Guanahaní, donde el lucayo
en su cabaña, que ceñía de flores,
viera pasar en lánguido desmayo
una vida de paz, dicha y amores,

fue la primera do la ruda planta
estampó esa falange triunfadora
que -al dulce amparo de la fe- levanta
suplicio vil junto a la cruz que adora.

III

Después que de Colón y de Castilla
la fama el triunfo por doquier pregona,
y ya Quisqueya, conquistada, brilla c
ual joya de la ibérica corona;

Colón regresa a sus antiguos lares,
y al pie de los monarcas protectores,
de sus conquistas en lejanos mares
depone los magníficos primores.

Pero en su pecho, y recamado de oro,
de ricas perlas y coral, se mira
portentoso y espléndido tesoro,
reliquia santa que entusiasmo inspira.

Es un pedazo de aquel junco verde
que en las aguas del mar vio confundido,
y que allí guarda, porque allí recuerde
que está su corazón agradecido.

Con él lleva doquiera vinculado
un mundo de esperanzas y delirio;
con él la adversidad ha consolado
cuando la ingratitud le dio el martirio.

En la prisión, en el fatal camino
de su infortunio, lo llevó a sus labios;
con él lloró su singular destino:
la gloria que a la envidia causó agravios.

Y cuando aquella frente victoriosa,
donde un mundo encerró la Omnipotencia,
al rudo peso de calumnia odiosa,
sobre un lecho de mísera indigencia,

el reposo encontró que nunca hallara
en el seno radiante de su gloria,
fue su tumba del junco verde el ara
donde el mundo hoy venera su memoria.

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