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Visiones del mestizaje en las Antillas hispanoparlantes: Pedro Pérez Cabral y su "comunidad mulata"*.

Pedro L. San Miguel

* Ponenencia presentada en el Seminario El Caribe: Visiones Históricas de la Región, Instituto Mora, México, 18-19 de octubre de 2006

 

En 1934, Antonio S. Pedreira, a la sazón una de las voces mayores de la intelectualidad puertorriqueña, publicó su obra magna, Insularismo, en la que se adentró en los escabrosos recovecos de la identidad.[1] En esta obra señera, Pedreira emitió juicios sobre temas diversos —carentes, según reconocimiento propio, “de un análisis científico”—, que abarcaban la historia, la cultura, la antropología y la geografía puertorriqueñas. Entre otros perentorios asuntos, Pedreira discutió los orígenes raciales de la sociedad isleña, tema sobre el cual emitió algunos de sus juicios más categóricos. En pasajes que evocan las no menos tajantes afirmaciones del letrado decimonónico Salvador Brau —una de las figuras fundacionales tanto de la sociología como de la historiografía puertorriqueñas—, Pedreira aludió a la formación racial de la sociedad isleña.[2] En esos pasajes, reprobó con especial intensidad el proceso de mestizaje que había ocurrrido a partir de la conquista española. En una breve oración, ampliamente citada, resumió de manera fulminante las implicaciones que, según él, había tenido el mestizaje sobre la “personalidad puertorriqueña” y, en consecuencia, sobre la formación nacional: “De esta fusión [de los españoles con ‘las demás razas’] parte nuestra con-fusión”.[3]

Las ideas de Pedreira han sido comentadas con relativa amplitud, razón por la cual las abandono por el momento, si bien en una versión futura de este trabajo espero regresar a ellas. Lo que quiero destacar ahora es que las mismas emblematizan una determinada concepción acerca del mestizaje en las Antillas hispanas. En dicha concepción, el mestizaje es denostado por haber producido unos tipos humanos que supuestamente congregaban las taras físicas y las tachas morales de los grupos étnicos o las “razas” que, en diverso grado, contribuyeron a la formación de la población antillana a raíz de la conquista. En pasajes no menos memorables que los ya citados, Pedreira vuelca todos sus prejuicios contra el “grifo”, ese tipo de mestizo que, de acuerdo a él, era “de más recia complexión y atrevimiento que ningún otro producto etnológico puertoriqueño” y que amparándose en “la poca sangre blanca que abona su derecho[,] aspira y ambiciona[,] y su resentimiento encuentra válvula de escape en la democracia”.[4]

Mucho menos conocida y comentada que la obra de Pedreira es la de Pedro A. Pérez Cabral titulada La comunidad mulata: El caso socio-político de la República Dominicana,[5] aparecida más de tres décadas después de haberse publicado Insularismo; pese a esto, entre ellas existen importantes vasos comunicantes en lo que respecta al mestizaje en las Antillas. En ambas obras, para decirlo de manera concisa, se realiza una interpretación racialista según la cual la existencia de la población mestiza se concibe como un lastre a los procesos de formación nacional en la República Dominicana y Puerto Rico, respectivamente.[6]

Pérez Cabral fue un antitrujillista que desde sus años estudiantiles, antes de exiliarse, se vio involucrado en varias actividades en contra del régimen dictatorial de Rafael Leonidas Trujillo. Por ejemplo, “por negarse a pertenecer a la Guardia Universitaria Presidente Trujillo, un grupo de encuadramiento político-ideológico cuyos fines se extendían a la vigilancia y el espionaje”, le fue negada la matrícula en la Universidad mientras cursaba la carrera de medicina.[7] Posteriormente sufrió prisión y, en 1939, se exiló en Venezuela, donde residió buena parte de su vida. En lo que a su obra escrita se refiere, Pérez Cabral incursionó en la poesía, la novela y el ensayo, aunque no se le reputa como un escritor destacado. Sus obras más significativas son Jengibre (Caracas, 1940), que según Diógenes Céspedes cierra el ciclo de la novela realista de tema social que se ubica en los años 1935-1940, y La comunidad mulata (Caracas, 1967), que se inserta en la tradición latinoamericana del ensayo de interpretación histórico-social y acerca de la identidad.[8] En general, la obra de Pérez Cabral ha tenido una escasa difusión en la República Dominicana por haberse publicado el grueso de ella fuera del país. Esto es así sobre todo respecto de La comunidad mulata, pese a que en los años ochenta se realizó una edición dominicana de esta obra.[9] Posiblemente sus polémicas posiciones han contribuido a que la obra haya permanecido al margen de las discusiones dominicanas acerca de la identidad y de la formación nacional.

Pérez Cabral inicia su obra realizando una crítica a unos comentarios realizados por el novelista Jorge Amado, quien alegó en una entrevista que Brasil era el único “país mulato” del mundo.[10] Amén de argumentar que la aseveración de Amado era incorrecta debido a que los mulatos,  los “descendientes de los grupos étnicos blanco y negro”, no constituyen “la mayor parte de la población de Brasil”. Ni este país, ni los Estados Unidos ni África del Sur, los tres países con “los mayores grupos mulatos del planeta”, podían conceptuarse de tal manera ya que en ninguno de ellos “el conglomerado descendiente de blancos y negros es el grupo demográfico cuantitativamente predominante ni, mucho menos, el que ejerce hegemonía determinante en la vida norteamericana, brasileña y surafricana”. Según Pérez Cabral, Brasil es “un enorme crisol étnico, pero no es la única nación mulata del mundo”. Tal calificativo, añade, “corresponde exclusivamente a la República Dominicana”.[11]

Mas tal condición no debe considerarse un motivo de orgullo ni de vanidad. Al contrario, Pérez Cabral afirma: “No creemos que la condición exclusiva de país mulato represente un privilegio muy digno de ser disputado”.[12] Y, en efecto, en su obra se dedica, primero, a trazar los orígenes históricos de la población dominicana, y, en segundo lugar, a tratar de demostrar cómo la constitución étnico-racial del país ha tenido repercusiones nefastas sobre su formación como nación. En lo que a su constitución étnico-racial se refiere, Pérez Cabral comienza destacando que en las Antillas la conquista implicó la desaparición de la “comunidad autóctona” y la eventual “transculturación a distancia” de “dos conglomerados étnicamente distintos, uno de migración voluntaria [los españoles] y de migración involuntaria el otro [los africanos]”. Este “fenómeno sociológico”, como lo designa el autor, no ocurrió en ninguna otra parte del Planeta, por lo que “constituye el signo supremo de la historia antillana”. El “hibridismo” en las Antillas se vio impulsado por diversos factores, entre ellos por lo que el autor denominada, en su peculiar estilo, “condición indiscriminatoria de algunos de los grupos invasores del Caribe”, es decir, “a la ausencia de discriminación étnica en los núcleos españoles, portugueses y —en menor grado— franceses como ingredientes humanos de la transculturación integral”.[13]

Aún así, en las Antillas se observan diversos grados de “hibridismo”. Fue en la República Dominicana donde esa propensión a la mezcla alcanzó proporciones más intensas: “Ninguna de las islas antillanas, ninguna de las regiones de la tierra firme americana ha ofrecido el espectáculo histórico de la libre mezcla de blancos y negros, sin cortapisas restrictivas de importancia y sin participación de otra variedad de mestizaje, propia de la actual República Dominicana”.[14] En Santo Domingo, el “hibridismo” no “tropezó” con los “escrúpulos y [los] prejuicios discriminatorios” existentes en Cuba, donde éstos “alcanzaron categoría verdaderamente obstructiva” a la mezcla entre los diferentes grupos étnicos.[15] La mezcla entre negros y blancos fue tan intensa en Santo Domingo que cincuenta años después de iniciarse la conquista, los mestizos que habían nacido de las relaciones entre los conquistadores y los aborígenes de la Isla se habían diluido en la creciente población mulata. “De este modo, los especímenes típicamente mestizos (de blanco e indio) y zambos (de negro e indio) son, dentro de la colectividad dominicana, ejemplos muy dispersos y carentes de influencia sicosocial.”[16]

La mulatización del país fue abonada por una serie de procesos que, a lo largo de la historia dominicana, reforzaron la presencia de los mestizos de negro y blanco. Entre tales procesos se encuentran: 1) la ocupación haitiana de Santo Domingo entre 1822-1844, que produjo “el dominio total de la población negra en la Hispaniola” y que “durante 22 años, forzó evidentemente el ritmo del mestizaje mulato”; 2) “el estado de decadencia colonial” que “por mucho tiempo”, antes de 1822, había padecido la parte española de la Isla; y 3) la inmigración de trabajadores provenientes de Haití y de las islas británicas del Caribe, migraciones “que han rematado el decisivo predominio demográfico del mulato en la República Dominicana, mientras en Cuba el híbrido de blanco y negro ha conservado una proporción minoritaria”.[17] En este último país, además, la “mulatización […] careció de amplitud, profundidad y alcance suficientes para lograr una influencia determinante en la composición de la colectividad”.[18]

En Santo Domingo, por el contrario, la mulatización fue predominante en los siglos coloniales. Hacia mediados del siglo XVII, “el mulato era ya el dueño del escenario demográfico dominicano”.[19] Para entonces, las escasos prejuicios existentes no impedían “las relaciones carnales” entre los diversos grupos raciales que habitaban la Isla. La misma escasez de población generaba lazos de “interdependencia” que acercaban a los grupos raciales y propendía “a la supresión cada vez mayor de cualquier escrúpulo de naturaleza étnica”.[20] La mulatización se agudizó luego de 1822, al ocurrir la ocupación haitiana que duró hasta 1844. Entonces, el mero establecimiento de haitianos en Santo Domingo conllevó “un regreso violento a la africanización del mulato de la parte oriental” de La Española. Como consecuencia de esto y de la emigración, en ese periodo, de buena parte de la población blanca y de los “mulatos arianizados”, al proclamarse la República Dominicana en 1844, la “mulatización aparece oscurecida”, por lo que se “vio así acentuada su tendencia regresiva”, quedando “reducido el ritmo de blanqueamiento” que, según él, se había efectuado en las primeras dos décadas del siglo XIX.[21]

Hay que destacar que la interpretación que brinda Pérez Cabral acerca del mestizaje en la República Dominicana está fuertemente matizada por su visión acerca de las relaciones entre los géneros. En los inicios de la época colonial, cuando todavía existían amerindios en La Española, “[l]a generosidad de la india” —es decir, su disposición a tener relaciones sexuales— concordó “perfectamente dentro de la amplitud indiscriminatoria del hombre hispano del sur [de España], habituado ya […] a las prácticas y las sorpresas del hibridismo”. Esto, unido a la relajación sexual que se vivió durante la época de la conquista, propiciaron “el concubinato y la poligamia de ultramar”.[22] Con la desaparición de la población indígena y el aumento de la trata de esclavos, se acentuaron los privilegios de los españoles frente a los demás grupos étnicos que convivían en la colonia. En la parte temprana de la Colonia:

Rivalizaban y competían desigualmente, […], tres tipos de hombres (español, amerindio y africano) en pos y alrededor de dos tipos de mujeres (amerindia y africana). La lucha por el sexo se libró, desde luego, en favor del macho blanco, sin lugar a dudas, y en un plano de admisible selección, pero en cuanto a la concurrencia entre el amerindio y el negro, a éste pareció corresponder la mejor parte. El indio, sexualmente inferior y parcialmente deteriorado por el hábito sodomita, se vio condenado a la condición de un conformista consumidor de desechos sexuales. Así, […] al poco tiempo al aborigen sólo se le veía acompañado, si acaso, de mujeres desprovistas de mocedad y encantos, verdaderos desperdicios biológicos […]. Podría aceptarse que, como probable asiático, el indio es sexualmente un hombre aun más incapaz que sus congéneres de otros colores y procedencias, esto es, sujeto de orgasmo más acelerado e incontenible que el blanco y, sobre todo, que el negro, lo que, por supuesto, lo desprestigiaba frente a su lasciva compañera provista ya de implementos comparativos.[23]

Ya desde la época colonial, por otro lado, surgió “el complejo blanqueador”, que el autor define —siguiendo al intelectual dominicano Ramón Marrero Aristy— como el “empeño de los estamentos híbridos ‘para incorporarse a la esfera de los blancos’”.[24] Esta “sicosis” se manifestó de diversas formas, incluso mediante el surgimiento de la “haitianofobia”, “miedo cerval” a Haití que, según Pérez Cabral, aquejó de manera especial a los sectores oligárquicos de la sociedad dominicana en el siglo XIX.[25] El “gran miedo haitiano” llevó a las élites a claudicar todo empeño en forjar una nación independiente; en su anhelo por alejarse de Haití, los sectores dominantes se empeñaron en buscar protección entre las grandes potencias, lo que terminó destruyendo “la precaria dignidad colectiva”. En una imagen que sexualiza esta situación política, Pérez Cabral afirma: “La nación, como la mujer, se prostituye entregándose reiteradamente [a las potencias extranjeras]. Simultáneamente nacía en gran medida la entrega interna, doméstica, ante el energúmeno que de alguna manera simbolizaba el suficiente poderío para resistir la ya remota posibilidad de real amenaza haitiana.”[26]

El análisis de Pérez Cabral sobre la relación de la República Dominicana y Haití en el siglo XIX resulta doblemente interesante. Primero, porque se aparta de las interpretaciones canónicas prevalecientes en la República Dominicana sobre esta cuestión, las que tienden a demonizar el periodo de la Dominación Haitiana y a hiperbolizar el “peligro haitiano”.[27] En segundo lugar, porque, en ese contexto, su explicación se aleja del argumento central de su libro, que radica en el papel negativo que ha tenido el mestizaje. Sobre el particular, Pérez Cabral aduce que la población de la República Dominicana desarrolló formas particulares de “obrar, de reaccionar, de comportarse, de ofender, de defenderse, de atravesar las crisis sociales, de descomponerse”, determinadas en última instancia por la hegemonía de la “sicosociología mulata”. Realizar aseveraciones de tal índole, alega Pérez Cabral, no implica “compartir los dogmas del racismo”, como tampoco lo es afirmar “que las comunidades insulares tienen su particular caracteriología sicogeográfica”. Determinada la comunidad dominicana tanto por su condición mulata como por su carácter insular, ella posee una “biotecnia especial” que se evidencia sobre todo en las “situaciones extraordinarias de la vida en sociedad”. Es cuando ocurren “las alteraciones de la normalidad social” cuando resultan más patentes esos rasgos de comportamiento propios de la condición mulata de la sociedad.[28]

A tales argumentos subyace una concepción de la composición racial como una “enfermedad”, una infección, una anormalidad o una lacra, noción que posee una profunda arqueología en el pensamiento latinoamericano.[29] A tono con esta tradición, en el texto de Pérez Cabral proliferan los términos médicos (o seudo médicos); asimismo, su bibliografía se nutre de una abundante literatura científica, que abarca disciplinas tan diversas como la etnología y la antropología, la psicología y las ciencias sociales en general. De igual manera, recurre en ocasiones a algunas de las figuras más relevantes del pensamiento radical, tanto de los clásicos (Marx y Lenin, por ejemplo) como de algunos de los pensadores que estaban de moda en los años sesenta, como Frantz Fanon. A partir de tal registro ideológico y discursivo, la obra de Pérez Cabral pretende ubicarse en la tradición del nacionalismo radical y antiimperialista, llegando incluso a invocar el anticapitalismo y el socialismo. Este abigarrado conjunto de autores y de tendencias ideológicas queda encuadrado, no obstante, en su tesis central acerca de las consecuencias del mestizaje sobre la sociedad y la historia dominicanas.

La “mulatización” se dejó sentir con más intensidad en ciertas regiones del país, sobre todo en la zona fronteriza, en el este y en el sur, donde surgieron “verdaderos emporios de mulatos”. El Cibao, por su parte, “exhibió un índice inferior de mezclas”. En esta zona, “hasta recientemente”, había lugares que mantenían “un predominio de pobladores blancos más o menos desprovistos de razas negroides evidentes”. Pese a ello, alega Pérez Cabral, la “mulatización” había llegado a arropar al país, por lo que hasta las localidades que se habían destacado por su población blanca “se hallan hoy tan teñidas como las que gozaron de mayor fama de poblados híbridos”.[30] A esto han contribuido varios factores, como las migraciones internas, “que contribuyeron a extender el hibridismo”, y las guerras en que se vio involucrada la sociedad dominicana en el siglo XIX. Sobre esto último, señala Pérez Cabral:

Negros y pardos ascendieron a posiciones sobresalientes con la misma rapidez que el blanco, y el barniz épico, que en todas partes y siempre han lubricado las prerrogrativas sexuales de las montoneras, contó con especial vigencia donde la arianización de los coroneles y sus secuaces les impulsaba a escoger las hembras para el cruce.[31]

El resultado de todo esto fue una “democracia del color”, que en vez de frenar los “impulsos de la arianización”, sirvió de acicate a “la fuerza del blanqueo”, que no fue obstaculizado por “las inhibiciones que en otros medios limitan el hibridismo por propia iniciativa del marginado racial”. En la República Dominicana, por el contrario, “la ausencia de sanciones y desaires el individuo de color vio el camino abierto hacia la desafricanización”. Ese impulso fue especialmente fuerte entre los mulatos, más cercanos somáticamente al blanco, que entre los negros. En ese camino hacia la “arianización”, el mulato ya tenía recorrido un buen trecho, por lo que aumentaban “sus posibilidades de acercamiento y confusión” con los blancos. A este fin le servían el “desrizamiento del pelo, el retraro más blanco [y] la alquimia del cosmético”.[32] A diferencia del mulato, que se siente compelido al blanqueamiento, “el negro puro no padece el complejo de la arianización”. Este último permanece “en su puesto, en su extremidad, colocado racialmente de manera irremediable”, por lo que “[n]o experimenta la necesidad de arianizarse a través de una serie de etapas blanqueadoras”. Por tal razón, “las comunidades negras sin proceso de hibridismo con el blanco” no sufren los trastornos ni las confusiones que, según Pérez Cabral, aquejan a los sectores mulatos y que “emanan de la pretensión de arianizarse y de la frustración de no ser blanco”.[33]

Además, Pérez Cabral alega que este complejo es propio de las comunidades mulatas, no de las que están constituidas por mestizos de blanco e indio; en éstas, no “aparece en América [esa] perturbación dislocadora”. Ello se debe a que los “rasgos somáticos del mestizo” son “menos contrastastes respecto de los del progenitor blanco”, por lo que no producen las frustraciones y las sicosis que sí generan entre los mulatos. “La textura y flexibilidad del pelo, la semejanza cromática, la proximidad entre los rasgos faciales convergen a favor de la inexistencia del ansia arianizante.” A esto se suma el que los indígenas y los mestizos de indio y blanco pueden apelar al orgullo que se desprende de la “oriundez telúrica”, lo que no ocurre con los mulatos, cuyas raíces se ubican en África.[34]

Esa ausencia de “vinculación telúrica” es uno de los factores que, según Pérez Cabral, ha condicionado las actuaciones de los mulatos de la República Dominicana en aquellas coyunturas de crisis que hubiesen requerido un accionar más patriótico y desprendido. Pero por ser “hijo de dos huéspedes de ningún modo vinculados con anterioridad al territorio […], el mulato es un sujeto periféricamente afirmado sobre la tierra antillana”, que carece de una “penetración histórica retrospectiva”. Tal situación ha provocado deficiencias en aquellas “sensaciones y formaciones mentales que integran el más acabado patriotismo. Menos todavía se conformará el estado de conciencia del nacionalismo”.[35] Entre los negros antillanos y sus descendientes prevalece un “espíritu de retorno”, de vuelta a África, que se traduce en un frágil vínculo con el país natal, con el lugar del nacimiento.[36] Además, los esclavos negros provenían de un continente, pero “fueron trasladados a pequeños territorios insulares” que carecen de las dimensiones del lugar de origen, “cambio de habitat” que no dejó de tener su influjo “sobre las oleadas humanas de seres continentales introducidos por la fuerza en porciones pequeñas de tierras circundadas por el mar”. A esto se aunó “la disolución familiar y tribal que aparejó la trata”.[37]

Por todo lo anterior, resultó natural que el mulato, como estrategia defensiva, tomara “el partido de su ascendiente blanco”, y que “el proceso de mulatización” haya engendrado una “comunidad mulata desorganizada, desorientada, atemorizada y macerada”.[38] Ahí radican los orígenes de la “blancofilia”, cuyos componentes son la “ansia de congraciarse con el representante superior de la balanza opresiva, [la] propensión a la arianización somática, [y la] falta de solidaridad con el representante inferior de la relación esclavista”.[39] Por otro lado, los múltiples y diversos cruces entre los heterogéneos tipos de mulatos se traducen en “una amplia variedad de actitudes y conductas” debido a que “las combinaciones de genes influyen o determinan la conducta personal y social”.[40] En el caso de los mulatos, su “tendencia a la arianización” está motivada en buena medida por un mecanismo de autodefensa, evidente en su “comportamiento colectivo en las agudizaciones de la crisis política”. En ellas, reluce el “espíritu paraservil” del mulato, que es su “sello de identidad puesto por la estructura étnica específica, armazón del complejo mulato”.[41] Según Pérez Cabral, esto explica que la sociedad dominicana se comporte de manera diferente a como lo hacen otros “conglomerados” nacionales. Su empeño por “descubrir las explicaciones pertinentes” le llevan a formular su tesis acerca de la “comunidad mulata”, de ese conglomerado humano que carece de una raigal vinculación con la nación y con el territorio dominicano en virtud de sus (confusos) orígenes étnicos.

Así, Pérez Cabral concluye que, a lo largo de su historia, “el pueblo dominicano ha dado inconfundibles y pronunciadas denotaciones de un execrable servilismo político tanto en el plano internacional como en el nacional”.[42] En el ámbito internacional, ese servilismo ha implicado “la sujeción al poder foráneo a través de las continuas gestiones de sumisión y protectorado”. Pese a lo repugnante de tal comportaniento, a Pérez Cabral le interesa resaltar ante todo “las manifestaciones del servilismo interno” ya que son expresiones directas de “las peculiaridades intrínsecas del ser mulato”. Al respecto, señala:

A partir de la separación [de Haití] de 1844, el servilimo político campea en la historia dominicana de manera ininterrumpida y creciente a lo largo de las agudizaciones críticas, vale decir, en los períodos regidos por los hombres fuertes, hasta culminar horriblemente en la máxima crisis de la tiranía trujillista. La forma abyecta del halago y de la rendición, el endiosiamiento y el halago feminoide sobrenadan en el ambiente nativo cada vez que el energúmeno de horca y cuchillo se enseñorea.[43]

Dicha depravación fue especialmente indignante durante la dictadura de Rafael L. Trujillo (1930-1961), cuyo régimen autocrático, alega Pérez Cabral, “se debió en parte a las peculiaridades del tirano, pero, en parte —y no pequeña—, a las características del pueblo dominicano”. Abundando sobre el particular, agrega: “las realmente espantosas aristas y facetas del tirano deben interpretarse a la vez como emanaciones de su carácter y temperamento y como expresión de la comunidad donde se desarrolló el fenómeno”. El dictador mismo es visto por Pérez Cabral a la luz de su concepción sobre el mulatismo y sus efectos malignos; Trujillo “era un arquetipo mulato presa del típico complejo de la ascención social y de la arianización”, evidente, por ejemplo, en “la tendencia del energúmeno al disfraz y al cosmético en busca de la apariencia blanca”.[44] Pese a la extravagancia del personaje, durante la Era de Trujillo “[l]a pleitesía y la divinización de la bestia ridícula, [fueron] practicadas en escala feminoide”, cultivadas por las masas del país debido a su “imperativa necesidad de sumisión”.[45]

Feminizado por Pérez Cabral, el pueblo dominicano, debido a su condición de “comunidad mulata”, termina adoptando una posición sumisa y subyugada ante el “autócrata mulato”,[46] que funge, en esa narrativa testosterónica, de macho imperioso y vanidoso que somete a la hembra por la fuerza pero con su anuencia. Esa “inter-relación entre el déspota mulato y la mulata comunidad” explica incluso la naturaleza criminal y corrupta del sistema político dominicano durante la Era de Trujillo, en especial de sus “áulicos y verdugos”.[47] La corrupción y el crimen compendian “el proceso dominicano de envilecimiento”, otra de cuyas vertientes es la “vocación servil” de la comunidad, propensión que “tiene raíces étnicas […] en el seno de la única comunidad mulata de la [T]ierra, todo de conformidad con el complejo síquico del híbrido de negrero y esclavo”.[48] El resultado de esa hipertrofia, de ese síndrome, ha sido “una necesidad de entrega servil que encuadra perfectamente dentro de la específica sicosemiología mulata”.[49] Esa “sicosemiología” —whatever that means— ha propiciado “el relajamiento espiritual y ético” y “la tremenda disolución de los resortes morales”, “características del ente social híbrido de blanco y negro, integrante de una comunidad que se defiende mediante el halago al poderoso”.[50] Aunado a lo que Pérez Cabral denomina “desamparo insular”, que agudizó “la conducta constitutiva de la comunidad mulata”, esa peculiar sicología servil “predispuso [al mulato] en favor de la entrega sexualoide ante el amo todopoderoso”.[51]

Y lo que era peor. Luego de la caída de la dictadura de Trujillo, la sociedad dominicana continuaba evidenciando su incapacidad para actuar en sentido nacional.[52] Ello como producto de toda una historia que había hecho que los dominicanos actuaran como “robots movidos por fuerzas causales insoslayables. Hijos del absurdo, mulatos, insulares, mal parados en un punto desafortunado del [P]laneta”.[53] Como el Minotauro, ese otro monstruo producto de la hibridez, engendro de un ayuntamiento aberrante y anómalo, el pueblo dominicano estaría condenado a vagar perennemente por un insondable y recóndito laberinto.



[1] Antonio S. Pedreira, Insularismo: Ensayos de interpretación puertorriqueña (San Juan: Biblioteca de Autores Puertorriqueños, 1957). La obra de Pedreira, y en particular su Insularismo, ha generado una literatura relativamente abundante. Entre sus lecturas recientes más sugerentes se encuentran: Juan Flores, Insularismo e ideología burguesa (Nueva lectura de A.S. Pedreira) (Río Piedras: Huracán, 1979); Rafael Bernabé, La maldición de Pedreira (Aspectos de la crítica romántico-cultural de la modernidad en Puerto Rico) (Río Piedras: Huracán, 2002), 38-57; y José Juan Rodríguez Vázquez, El sueño que no cesa: La nación deseada en el debate intelectual y político puertorriqueño, 1920-1940 (San Juan: Ediciones Callejón, 2004), 35-152.

[2] Las afirmaciones de Salvador Brau sobre la formación racial se encuentran en su ensayo “Las clases jornaleras de Puerto Rico”, en: Ensayos (Disquisiciones sociológicas) (Río Piedras: Edil, 1972), 14-15.

[3] Pedreira, Insularismo, 22. Itálicas en el original.

[4] Pedreira, Insularismo, 26-27.

[5] Pedro Andrés Pérez Cabral, La comunidad mulata: El caso socio-político de la República Dominicana (Caracas: Gráfica Americana, 1967). Las referencias y las citas de esta obra provienen de esta edición.

[6] Empleo el término “racialismo” tal como se usa en Tzvetan Todorov, Nosotros y los otros: Reflexión sobre la diversidad humana (México: Siglo XXI, 1991). En esta obra, Todorov distingue entre “racialismo”, que se refiere a las doctrinas, y “racismo”, que se refiere a las prácticas.

[7] A menos que se indique lo contrario, los datos biográficos sobre Pérez Cabral provienen de: Diógenes Céspedes, “El sentido de la responsabilidad frente a la escritura: Un estudio de Jengibre”, en Pedro A. Pérez Cabral, Jengibre (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1978), 5-37 (cita de la p. 10).

[8] Su obra ensayística incluye un libro titulado El preimperialismo norteamericano (Caracas: s.e., 1965).

[9] La comunidad mulata: El caso socio-político de la República Dominicana, 2ª ed. (Santo Domingo: Editora Montalvo, 1982).

[10] Citado por Pérez Cabral, Comunidad, 9. La entrevista apareció en la revista estadounidense Ebony (julio de 1965).

[11] Pérez Cabral, Comunidad, 9 y 11.

[12] Pérez Cabral, Comunidad, 9.

[13] Pérez Cabral, Comunidad, 16 y 17.

[14] Pérez Cabral, Comunidad, 19.

[15] Pérez Cabral, Comunidad, 18.

[16] Pérez Cabral, Comunidad, 19.

[17] Pérez Cabral, Comunidad, 18.

[18] Pérez Cabral, Comunidad, 102.

[19] Pérez Cabral, Comunidad, 99.

[20] Pérez Cabral, Comunidad, 105.

[21] Pérez Cabral, Comunidad, 107. Itálicas en el original.

[22] Pérez Cabral, Comunidad, 78.

[23] Pérez Cabral, Comunidad, 79.

[24] Pérez Cabral, Comunidad, 108. La obra de Ramón Marrero Aristy citada por Pérez Cabral es: La República Dominicana: Origen y destino del pueblo cristiano más antiguo de América, 2 vols. (Santo Domingo: Editora del Caribe, 1957-1958), I: 202.

[25] Lo siguiente se basa en: Pérez Cabral, Comunidad, 43-69.

[26] Pérez Cabral, Comunidad, 46.

[27] Ver: Pedro L. San Miguel, “Discurso racial e identidad nacional: Haití en el imaginario dominicano”, en: La isla imaginada: Historia, identidad y utopía en La Española (San Juan y Santo Domingo: Isla Negra y La Trinitaria, 1997), 59-100; y “La importancia de llamarse República Dominicana, o de por qué nombrarse de otra forma que no sea Haití”, ponencia en el Coloquio Internacional «Creando la Nación. Los Nombres de los Países de América Latina: Identidades, Política y Nacionalismo», auspiciado por la Secretaría de Relaciones Exteriores, El Colegio de México y la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, México, DF, 28-30 de junio de 2006.

[28] Pérez Cabral, Comunidad, 19-20.

[29] Michael Aronna, “Pueblos Enfermos”: The Discourse of Illness in the Turn-of-the-Century Spanish and Latin American Essay (Chapel Hill: Department of Romance Languages, University of North Carolina, 1999); y Benigno Trigo, Subjects of Crisis: Race and Gender as Disease in Latin America (Hanover, NH: Wesleyan University Press y University Press of New England, 2000).

[30] Pérez Cabral, Comunidad, 132-133.

[31] Pérez Cabral, Comunidad, 133. Itálicas en el original.

[32] Pérez Cabral, Comunidad, 134.

[33] Pérez Cabral, Comunidad, 136.

[34] Pérez Cabral, Comunidad, 136-137. Itálicas en el original.

[35] Pérez Cabral, Comunidad, 138-139.

[36] Pérez Cabral, Comunidad, 139-141.

[37] Pérez Cabral, Comunidad, 140-141.

[38] Pérez Cabral, Comunidad, 141.

[39] Pérez Cabral, Comunidad, 157.

[40] Pérez Cabral, Comunidad, 161.

[41] Pérez Cabral, Comunidad, 162-163.

[42] Pérez Cabral, Comunidad, 163.

[43] Pérez Cabral, Comunidad, 164.

[44] Pérez Cabral, Comunidad, 185.

[45] Pérez Cabral, Comunidad, 187.

[46] Pérez Cabral, Comunidad, 189.

[47] Pérez Cabral, Comunidad, 191. Itálicas en el original.

[48] Pérez Cabral, Comunidad, 218 y 220.

[49] Pérez Cabral, Comunidad, 251.

[50] Pérez Cabral, Comunidad, 309.

[51] Pérez Cabral, Comunidad, 317.

[52] Pérez Cabral, Comunidad, 345-348.

[53] Pérez Cabral, Comunidad, 214.