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EL SENTIDO DE UNA POLÍTICA

Manuel Arturo Peña Batlle

 

Discurso en Villa Elías Piña el 16 de noviembre de 1942, en la manifestación en testimonio de adhesión y gratitud al Generalísimo Trujillo, con motivo del plan de dominicanización de la frontera.

Señores:

Las elecciones extraordinarias especiales que para elegir los funcionarios de la Provincia de San Rafael tendrán efecto en el mes de diciembre venidero, son motivo solemne para que los pobladores de esta región fronteriza contemplen el significado que el Generalísimo Trujillo ha querido atribuir a su bien loada iniciativa de crear en el extremo mismo de nuestra frontera una nueva jurisdicción provincial.

Después de largos años de alternativas y de constante labor logramos finalmente dejar solucionada, merced a la decisiva intervención del hombre que cumbrea nuestra historia contemporánea, la más vieja, difícil y complicada cuestión de Estado que haya ocupado jamás la mente y la atención de nuestros gobernantes: me refiero a la delicada cuestión fronteriza que desde 1844 nos dividió de Haití.

Cuando califico de tal manera aquel viejo asunto no lo reduzco, por supuesto, a la demarcación fronteriza propiamente dicha, a la demarcación geométrica de una línea divisoria de los dos Estados, sino que vinculo en el problema todo el conjunto de nuestras relaciones con el vecino Estado, usufructuario, junto con nosotros, de la isla maravillosa y encantada en que afincaron el genio de Colón y el de la España constructiva del siglo XVI, la conquista y la colonización del continente americano.

Al justo término de los cien años de independencia hemos podido eliminar la promiscuidad que hizo imposible la limitación geométrica de nuestro territorio. Desde el 1777, cuando los pareceres de España y de Francia se acordaron en Aranjuez para reconocer la existencia de la colonia que el genio aventurero de la última estableció en el oeste de la isla de Santo Domingo, así como para demarcar la extensión de sus respectivos dominios en la isla, no había sido posible repetir los hechos hazañosos de Choiseul y don Joaquín García.

A pesar de su extraordinaria significación técnica, la divisoria colonial del 1777 fue un fracaso. Pocos años después de terminada se convirtió en letra muerta. La España decadente y estadiza del siglo XVIII careció de las fuerzas necesarias para detener la penetración de occidente e igualmente para ofrecer el concurso económico, político y social que requería la demarcación técnica de Aranjuez. Sesenta y siete años después de efectuado aquel ímprobo trabajo, la República Dominicana, nacida al gobierno propio, heredaba una situación fronteriza mucho más complicada que la que creó Francia a España en la isla y hallaba mucho más al este, al propio tiempo, el ímpetu de las fuerzas que inútilmente quiso detener la metrópoli en el hueco tratado de Aranjuez.

En solo dos ocasiones ha sido factible trazar línea fronteriza en la isla; para ello se invirtieron mucho más de trescientos años de negociaciones y de diplomacia. La primera vez no tuvo resultado ni sentido social la demarcación; en la segunda vez, si nosotros los dominicanos no se los damos con el aporte de nuestras mismas entrañas, tampoco los tendrá, porque la penetración viene de oeste a este, y del otro lado de la raya no hay, ni habrá jamás, interés fundamental en contener y poner dique a la corriente de una expansión social y biológicamente encauzada contra nosotros: cada vez que se trace una nueva frontera, será en detrimento del territorio español de la isla y de las costumbres, sentimientos y recuerdos de los pobladores españoles de la misma. ¡No echéis en olvido esta advertencia!

Nosotros los dominicanos tenemos el deber de oponernos a que esta demarcación de ahora fracase como fracasó la de 1777. Para llegar a ello estamos obligados a realizar los más grandes sacrificios y a poner en juego todos los resortes de nuestra vitalidad colectiva, nuestros recursos más recónditos y el último aliento de la nacionalidad. No olvidéis que la situación tiene peculiaridades extraordinarias y que todas ellas conspiran contra nuestro destino: para los dominicanos la frontera es una valla social, étnica, económica y religiosa absolutamente infranqueable; en cambio, para los vecinos, la frontera es un espejismo tanto más seductor cuanto mayor sea el desarrollo del progreso y más levantado el nivel colectivo en la parte del este.

La frontera, según la define el más notable de los geógrafos modernos, Ratzel, es un medio de transformación formado por la influencia conjugada de dos fuerzas opuestas; un cuerpo intermediario, que se constituye por la acción combinada de cada una de ellas. La frontera es un producto orgánico de vecindad. Por eso se explica su carácter esencialmente variable y su naturaleza como zona peculiar, animada de vida propia, diferente del interior y necesariamente compleja. La línea geométrica de demarcación, como tal, no tiene sentido ninguno de realidad, es una mera abstracción que sólo sirve para iniciar el proceso completo de la formación fronteriza, muy diverso, muy complicado y muy extenso.

Hasta hoy los gobiernos dominicanos no habían enfocado el problema fronterizo sino como una simple cuestión de límites, desprovista en absoluto del sentido esencial de relaciones ajeno a todo problema de vecindad y muy especialmente al problema de vecindad con que nos afrontamos los dominicanos. Fue necesaria la visión genial del Presidente Trajilio para que el Gobierno dominicano ponderara en todas sus consecuencias la cuestión y la presentara a los ojos del mundo tal como debía ser presentada, esto es, con toda su aplastante integridad social. El Generalísimo Trujillo comprendió que el trazado matemático de una línea fronteriza no resolvía sino uno solo, el más simple, de nuestros problemas de vecindad; comprendió que tal determinación del trazado de la línea no significa otra cosa que el comienzo de una larga y espinosa obra de construcción social en la frontera, obra que no podrá terminar mientras coexistan en los ámbitos arcifinios de la isla dos fuerzas opuestas e inconfundibles que pugnen por la superficie territorial en que el destino y los imperativos de la historia las han colocado.

No creo, señores, propicia la oportunidad para libertar la imaginación y encarecer con la belleza de frases más o menos bien hechas, el desconocimiento en que ha vivido la conciencia dominicana respecto del verdadero y hondo significado de nuestro problema fronterizo. Dejemos de lado la retórica para plantear sin rodeos la cuestión y llegar al fondo mismo de su genuino sentido realista.

Hasta ahora nuestras zonas fronterizas han permanecido abandonadas a su propia suerte, sin que en ellas se hayan manifestado los efectos de una bien concertada e inteligente acción gubernativa, la única capaz de afianzar intereses y crear economía en territorios que de por sí no ofrecen incentivo a la actividad privada; nunca nos hemos preocupado por repoblar estas inhóspitas regiones en la magnitud requerida por las circunstancias; todavía no hemos puesto verdadero empeño en crear y mantener los servicios públicos de carácter sui géneris que requiere la naturaleza fronteriza de estos lugares; hasta que el Generalísimo Trujillo advino al poder nadie se había preocupado por darle a la frontera el carácter esencialmente político con que todos los pueblos civilizados de la tierra contemplan sus problemas de este género. Hasta Trajillo, ningún otro gobernante dominicano había comprendido el fenómeno fronterizo dominicohaitiano como hecho de raíces triplemente prendidas en la vida jurídica, política y económica de la nacionalidad dominicana. El avisado estajista ha visto: de una parte la desolación y el abandono tradicionales, la negación total de una política fronteriza. Ese es el lado dominicano; y de la otra parte la desesperante realidad de un pueblo que infiltra, con persistente lentitud, pero seguramente, la influencia de sus fuerzas negativas en un medio idóneo para ello.

El Generalísimo Trujillo ha visto, con certera mirada de estadista, la alarmante progresión geométrica con que se multiplica la población vecina, cuyo poder fisiológico es, por diversas razones, excepcional. Ha visto el precario movimiento económico de nuestros vecinos y la falta palmaria de relación que existe entre la población haitiana y sus medios de subsistencia; ha visto la desproporción que existe entre la densidad de población extraordinariamente creciente y la exigüidad del territorio en que se asienta esa población. El insigne guía del pueblo dominicano ha considerado, en todos sus alcances e íntimos pormenores, las dificultades que rodean a aquella población en lucha perenne con terreno montañoso, así como la innegable, misteriosa influencia que ejerce sobre la constitución psíquica de los pueblos el medio físico en que viven y se desenvuelven; el determinismo geográfico que incuestionablemente pone de manifiesto la fatal influencia del suelo en la economía, la cual sólo deja de acrecentarse cuando el hombre, venciendo a la naturaleza, crea un medio artificial propicio. El Generalísimo Trujillo ha sabido ver las taras ancestrales, el primitivismo, sin evolución posible que mantiene en estado prístino, inalterable, las viejas y negativas costumbres de un gran núcleo de nuestros vecinos, precisamente aquel que más en contacto se mantiene, por sus necesidades, con nuestros centros fronterizos. El Generalísimo ha tenido intuición suficiente para caer en cuenta de que los dos medios sociales que se han conjugado en la formación fronteriza dominicohaitiana son muy disímiles en su origen, en su evolución, en su fenomenología característica y en su historia para que puedan consubstanciarse jamás en una unidad provechosa para la civilización: ha comprendido, con las lecciones elocuentes de los propios pensadores haitianos, que las peculiaridades étnicas de uno y otro pueblos no son armonizables, y ha decidido encarar el problema de la supervivencia de ambos en la isla, dentro de la única política posible: que cada uno haga su vida en el límite material de sus posesiones, sin que seamos nosotros los llamados a sufrir las consecuencias de la fatalidad geográfica e histórica del dualismo en que se reparte la isla, que una e indivisa halló y una e indivisa debió transmitirnos España.

La formación programática de esta política fronteriza del Gobierno Dominicano no puede ni debe tomarse como actitud agresiva ni como intención de ofensa contra nuestros vecinos. Tratamos simplemente de remover los elementos de una situación fundamental que hasta ahora no ha dado sino resultados contraproducentes; queremos, con ello, cambiar una actitud por otra, para completar los relieves de una nacionalidad que no es nuestra, sino de lo futuro.

El Generalísimo Trujillo, que nació para construir y que vive construyendo, no desea otra cosa ni busca otros fines que los de iniciar la reconstrucción de la frontera dominicana poniendo en ello todos los factores de orden interno e internacional que estén a su disposición: si la naturaleza no lo ayuda, está dispuesto a vencer a la naturaleza para crear a los dominicanos un medio adecuado de vida en estas regiones. No hay obstáculo que pueda, autorizadamente, interceptar su camino. Nadie puede inducirlo a él ni inducir al pueblo dominicano a que miren con resignación el que las fuentes de nuestra nacionalidad se contaminen irremediablemente de elementos extraños a su naturaleza y a su constitución. No olvidemos que esta nación española, cristiana y católica que somos los dominicanos, surgió pura y homogénea en la unidad geográfica de la isla y que así se hubiera conservado hasta hoy a no ser por el injerto que desde los fines del siglo XVII se acopló en el tronco prístino para inficionar su savia con la de agentes profunda y fatalmente distintos de los que en el principio crecieron en La Española.

De entonces acá ha venido resistiendo el tronco maestro la penetración, y nuestro programa de hoy no puede mirarse sino como un esfuerzo nuevo en la vieja lucha cuyo término nadie está en condiciones de predecir. Nosotros, los dominicanos ponemos a prueba en esa lucha el sentido de una civilización, de un capítulo principalísimo de la historia humana. El problema no es, por tanto, todo nuestro; con nosotros está comprometido el valor entero de los vínculos de la solidaridad interamericana que se fundan en la identidad de origen de los pueblos del continente y en el sentido homogéneo de su civilización común.

Nuestros vecinos no pueden alarmarse si al fin los dominicanos, incitados por el espíritu y la acción de un hombre decidido, sacudimos una actitud impropia y unificados nos avenimos a recorrer el solo camino aconsejable y sensato: el de oponer a la penetración inconveniente el legítimo valladar de intereses y creaciones económicas y sociales que pueda en definitiva mantener el entronque de la nacionalidad. De no ser así, demos por descontado que a la larga pereceremos en nuestra significación actual.

No hay sentimiento de humanidad, ni razón política, ni conveniencia circunstancial alguna que puedan obligarnos a mirar con indiferencia el cuadro de la penetración haitiana. El tipo-transporte de esa penetración no es ni puede ser el haitiano de selección, el que forma la élite social, intelectual y económica del pueblo vecino. Ese tipo no nos preocupa, porque no nos crea dificultades; ese no emigra. El haitiano que nos molesta y nos pone sobreaviso es el que forma la última expresión social de allende la frontera. Ese tipo es francamente indeseable. De raza netamente africana, no puede representar para nosotros, incentivo étnico ninguno. Desposeído en su país de medios permanentes de subsistencia, es allí mismo una carga, no cuenta con poder adquisitivo y por tanto no puede constituir un factor apreciable en nuestra economía. Hombre mal alimentado y peor vestido, es débil, aunque muy prolífico por lo bajo de su nivel de vida. Por esa misma razón el haitiano que se nos adentra vive inficionado de vicios numerosos y capitales y necesariamente tarado por enfermedades y deficiencias fisiológicas endémicas en los bajos fondos de aquella sociedad.

Párrafo aparte nos merece el sentimiento religioso de aquellas gentes. No quiero ni debo pasar de los límites de un examen objetivo de nuestro problema vital. Prefiero que sean los autores haitianos más respetables los que tracen el cuadro de lo que ellos mismos consideran un irremediable mal para su país. Quiero hablar por boca de los Price-Mars, los Dorsainville, los Bellegarde y los Holly. No me satisface, en este caso, ni aún el testimonio de los extranjeros que como Paul Morand y Seabrook se han dado a la tarea de estudiar las características sociales de lo que es para nosotros amenaza alarmante.

Todos los grandes escritores haitianos convienen en que el vaudou o culto popular haitiano, inmemorialmente profesado por una inmensa mayoría de nuestros vecinos, constituye una psiconeurosis racial de orden religioso. El vaudouista es un paranoico del más peligroso tipo. La educación es ineficaz para aniquilar el poder de la herencia y según Dorsainville, el vaudou "responde a un hábito nervioso racial establecido por la creencia, por prácticas seculares de numerosas familias haitianas".

El culto de los muertos lo ejerce un gremio de brujos y hechiceros que practica ceremonias increíbles con los cadáveres humanos según la propia expresión del doctor Arthur G. Holly, eminente médico haitiano: "esas gentes son nigrománticos; seres que emplean los cadáveres con fines mágicos". El doctor Price-Mars, príncipe de los hombres de ciencia haitianos, enseña que el vaudou es una innegable supervivencia del fetichismo y del animismo africano, y que en Haití lo practica la inmensa mayoría de la población rural. Según afirma Price-Mars, "el lúa o el misterio preocupa al pueblo haitiano de una manera inexplicable". Para este notabilísimo escritor, la crisis vaudoística tiene todos los caracteres de una crisis histérica exenta de toda simulación, que debe considerarse como un estado místico caracterizado por el delirio de la posesión teomaníaca y el desdoblamiento de la personalidad. El doctor Price-Mars define la mentalidad constitucional de los servidores del vaudou, como de naturaleza esencialmente hereditaria que se transmite de familia en familia. Su libro "Ainsi parla l’oncle" es una verdadera cantera de enseñanzas sobre la práctica religiosa sui géneris del pueblo haitiano.

Dantés Bellegarde, en su notable, obra "La Nation Haitienne" también caracteriza el vaudou como supervivencia en el pueblo haitiano del animismo africano.

Los citas podrían prolongarse indefinidamente. George Sylvain, Hannibai Price, todos los grandes pensadores haitianos, según hemos afirmado más arriba, concurren en definir Ja práctica religiosa popular de Haití como meros desprendimientos de la superstición y el fetichismo de las tribus de África.

El espacio de este discurso no me permite extenderme en la consideración de un tema que requiere volúmenes. El mismo Dorsainville conviene, sin embargo, en que la única manera de abolir el ejercicio de cultos tan dañinos al sano desenvolvimiento del sentido religioso de un pueblo es la de una organización gubernamental civilizada que permita la más rigurosa aplicación de las leyes de policía contra las prácticas del rito. Para prevenirnos de la paranoja religiosa occidental, nosotros, los dominicanos, no podernos hacer otra cosa sino seguir los consejos de haitianos tan eminentes, haciendo de nuestros servicios de policía el uso que las circunstancias nos reclamen. Con dureza y sin miramientos sentimentales. Hasta hace veinticinco años el pueblo dominicano mantenía inalterada la unidad católica pura de sus sentimientos religiosos. Si nos ponemos a considerar ahora el arraigo creciente que va tomando en nuestros medios bajos de población el ejercido de la monstruosa práctica fetichista del vaudou, caeremos en la cuenta de que si no actuamos con mano dura y ánimo fuerte, llegará el momento en que el mal será irremediable entre nosotros, tal como lo es del otro lado. No hay gobierno en el mundo genuinamente culto y civilizado, que no tome providencias decisivas contra amenaza tan seria, tan vital. ¿Es posible que se nos censure a nosotros los dominicanos el que, urgidos por un simple dictado de propia conservación, nos dediquemos a combatir elementos subversivos de nuestra misma esencia nacional?

La institución Brooklings, dedicada al servicio público por medio de investigación y educación en las ciencias sociales e incorporada en los Estados Unidos de Norte América, realizó recientemente, bajo la dirección del señor Dana G. Munro, Director de la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad de Princeton, profundos estudios sobre las condiciones sociales de la República Dominicana. Los resultados de estos estudios han sido publicados en voluminoso informe del cual tendremos los dominicanos que hacer uso continuo, si es que nos decidimos a tomar una actitud definitiva frente a la penetración de que venimos siendo víctimas.

Las cifras que suministra el mencionado informe son desoladoras y advierten una muy sombría perspectiva. para el futuro de nuestro país. De ese trabajo son los siguientes párrafos: "He aquí una ola de color que aumenta y que ha de arropar cualquier colonia de blancos que no esté cuidadosamente preparada y protegida. En muchas de las antiguas comunidades el ennegrecimiento de los blancos es casi total, y con raras excepciones la absorción y la mezcla de las razas está convirtiendo el color de aquellos grupos blancos que todavía existen en el área del Caribe. La colonización moderna continúa ignorando este aspecto del problema de colonización". "Según señala A. Grenfell Price, muchas de las partes más ricas de los trópicos contienen una alta densidad de gentes de color de bajas normas económicas, y en la mayoría de los trópicos las gentes de color con sus bajas normas de vida y de cultura están absorbiendo a los blancos. El sugiere el funcionamiento de una ley racial de Gresham en virtud de la cual una gente preparada para aceptar un nivel bajo de vida y la falta de comodidad de familias numerosas generalmente echará o absorberá gentes de un nivel más alto, a menos que estas últimas aumenten sus números mediante la inmigración o se protejan por la supremacía política, barreras sociales o leyes".

Ese es el camino porque nos conduce ahora el Presidente Trujillo, en cuanto se refiere a la creación de barreras sociales y legislación adecuada para salvar de la influencia vecina el origen indiscutido de la nacionalidad dominicana. No debe perderse de vista el que ningún país de los que se asientan en la cuenca del Caribe está tan expuesto a la contaminación ni ha sufrido sus efectos como el nuestro, por virtud precisamente de la existencia de esta frontera en mal hora arrancada a la debilidad, al descuido y a la falta de visión administrativa de España.

Nadie puede sorprenderse de que nosotros advertidos por la fuerza misma de hechos verdaderamente sombríos, nos decidamos a combatir el mal de la manera como nos aconsejan que lo hagamos observadores y estudiosos imparciales y objetivos.

Es obvio aclarar que nuestro punto de vista de ahora no implica ni puede implicar cambio apreciable en las relaciones con los poderes constituidos allende la frontera, cuya buena amistad trataremos de mantener por todos los medios posibles. El hecho de que el Generalísimo Trujillo se haya decidido a nacionalizar y reconstruir las regiones fronterizas de su país no puede influir directa ni indirectamente en el mantenimiento de los vínculos de solidaridad política e internacional que deben mantener los dos gobiernos que se reparten el dominio de la isla para bien y felicidad de sus pueblos respectivos. Nosotros los dominicanos no podemos alentar fin ninguno de penetración ni de ingerencia en el libre desenvolvimiento de las instituciones del pueblo vecino y si al fin hemos decidido preservar las nuestras de la incontrolable penetración de que han venido siendo motivo desde que nacimos al concierto de las naciones libres, no nos han movido a adoptar semejante actitud otras intenciones que las de preservar nuestro futuro de los efectos deletéreos de una política visiblemente encaminada a nuestro daño.

Sólo el creador de esta nueva actitud nacional dominicana está autorizado a delinear y precisar el sentido completo de su programa de reconstrucción; mi palabra no puede servir sino de glosa a los fines que él busca y propugna. Pero no vacilo en declarar ante la conciencia del país que cuando el Presidente Trujillo haya dado cima a su nueva postura nacionalista habrá cumplido obra de arraigo secular en la vida dominicana.


Manuel Arturo Peña Batlle: “Política de Trujillo”. Prefacio de Emilio Rodríguez Demorizi, Impresora Dominicana, Ciudad Trujillo, 1954  pp.59-72.