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LA PATRIA NUEVA

Manuel Arturo Peña Batlle

 

El tema de esta disertación ha sido desenvuelto con frecuencia por publicistas y oradores de mucha más prestancia y autoridad que nosotros. Parece cosa difícil decir nada nuevo al respecto. Creemos, con todo, no perder el tiempo ni la intención si nos atrevemos, a nuestra vez, a interpretar una de las modalidades más fecundas y complejas de la acción política del más original y autodidacto de nuestros hombres de gobierno.

Es difícil enfocar adecuada y certeramente la política exterior de Trujillo, el sentido que él le ha dado a la postura del país en el campo de las relaciones internacionales, sin antes considerar y analizar con cuidado los caracteres de su ímproba labor de organización interna. Nadie podrá hacer juicio completo y exacto de la política exterior dominicana de estos últimos tiempos, si previamente no se da a la tarea de desentrañar la verdadera significación de los cambios que se han operado en los estratos de la conciencia colectiva de nuestro país. Por no haberse conducido de este modo han desacertado con harta frecuencia en sus juicios sobre la actual condición de la República Dominicana muchas personas, ignorantes de los factores que determinan, exactamente, las valoraciones de aquella condición.

Es tiempo ya de que el pueblo dominicano se entere de que está rodeado de enemigos, de que existe, concertada y desvelada, una constante actividad dirigida a dañarlo, a destrozar sus más íntimos entronques, a arrastrarlo por las más oscuras sendas del desorden y de la anarquía, a entregarlo al dominio de pasiones y apetitos que en poco tiempo devorarán su tranquilidad y sus riquezas, sus virtudes, sus sentimientos y su fe en el porvenir.

Ese concierto inconfesable nos tiene planteado una situación dilemática: o le damos paso a lo que se ha llegado a considerar como la obsesión de gentes y medios extraños a nuestros destinos nacionales, para tolerar que vengan de lejos ahundirnos en los abismos de una confusión política sin paralelos en la historia dominicana;  o nos decidimos a resistir los fines de la penetración y a mantener incólume nuestro derecho a dirigir nosotros mismos los destinos de este país, que vivió solo y olvidado sus horas de amargura, sin pedir recursos y apoyo a quienes nos dejaron perecer sin solventar deudas inolvidables.

En este momento es cuando con mejor oportunidad debe analizarse la labor política, el programa administrativo del Presidente Trujillo. Más que como trujillistas como dominicanos, más que para soliviantar una bandería para sostener con brazo firme los colores mismos de la enseña nacional. Si nos resolvemos a resistir, con firmeza y altivez, los propósitos desintegrantes de los enemigos confabulados, debemos conocer hasta el fondo el programa de reivindicaciones sociales y políticas realizado en nuestro provecho por el hombre que con el respaldo de su pueblo, ha construido las bases de una nueva actitud nacional.

La inmensa mayoría de los dominicanos somos solidarios con Trujillo; corresponsables de su obra, que ha venido cumpliéndose con la aprobación masiva de nuestros medios sociales y con la colaboración personal de todos aquellos que, por una u otra razón, pueden considerarse como elementos de orientación en el país. Muy pocas veces en la historia del mundo se ha producido el espectáculo de solidaridad y compenetración de miras que ofrecen el pueblo dominicano y su líder. El proceso de esa conjugación de sentimientos ha sido laborioso y ascendente: Trujillo es hoy más popular que cuando inició su carrera política. Ese proceso ha sido el resultado innegable de una serie de confrontaciones entre el político y el pueblo en las que, conociéndose recíprocamente, han podido aquellas dos fuerzas acoplar el ritmo de sus evoluciones en la obtención de metas insospechables hasta entonces. Los pueblos pueden engañarse al escoger a sus dirigentes, pero de su engaño se percatan muy pronto. La persistencia en el entendimiento es signo infalible de que la cópula ha sido feliz.

Las razones fundamentales del acuerdo entre Trujillo y el pueblo son de carácter objetivo, pero no en un sentido meramente material,  sino en proporciones constitucionales.  Se ha dicho y se dice frecuentemente que Trujillo es el Padre, de la Patria Nueva. No son propiamente los edificios, ni los puentes, ni las carreteras, ni los canales de riego, ni los hospitales, ni las industrias, ni nada que tenga consistencia meramente material y tangible las características de la nueva patria dominicana. Todas estas manifestaciones estructurales del progreso son un aspecto, simples resultados concretos de una serie  de construcciones  políticas  que,  aunque objetivas,  no pueden, sin embargo, tocarse con la mano ni verse con los ojos de la cara. Todo cuanto materialmente ha avanzado la República bajo la administración de Trujillo no basta para caracterizar y definir la Patria Nueva. Si Trujillo se hubiera reducido  a  cumplir  un  programa  de  construcciones  materiales no habría edificado una patria nueva, ni habría trascendido a la historia como el padre de esa patria.

Nosotros creemos firmemente que sí existe un nuevo sentido de la patria entre los dominicanos. Creemos que es Trujillo el responsable de esa nueva postura política de los dominicanos, pero creemos también que la esencia y la raíz de la grandiosa construcción están firmados en el mundo inmaterial del pensamiento y de los sentimientos de nuestras masas. Lo que se ha transformado entre nosotros son la manera de vivir, la manera de pensar y la manera de sentir de la colectividad como expresión nacional. Lo que Trujillo ha cambiado sustancialmente es la constitución política de la República, no en sus modos externos, formales y escritos, sino en su contenido esencial, en su conformación íntima, viva y, si se quiere, biológica.

II

En 1821 surgió el sentimiento de la independencia política entre los dominicanos. A poco lo hicieron ineficaz la invasión haitiana y la usurpación de Boyer. Hasta 1844 se mantuvo ahogada la posibilidad de constituir un Estado independiente en la parte española de la Isla de Santo Domingo.

Desde febrero del 1844 hasta diciembre de 1856 estuvimos, en guerra con Haití, pendientes de la anexión a Francia, a Inglaterra o a España. Con la sola excepción de Duarte y de un pequeño grupo de sus amigos íntimos, el sentimiento de la independencia no polarizó en la mente de nuestros hombres de Estado y en la propia conciencia de nuestras masas, sino como creación puramente antihaitiana para mantener en efectividad, frente al sentido expansionista e imperialista de la política de Port-au-Prince, la dualidad étnica, idiomática y religiosa existente en la isla. Los sentimientos de libertad fueron entonces, salvo excepciones conocidas, correlativos al no dominio haitiano de la isla. Tan pronto como las circunstancias lo permitieron, Santana, líder integral de la época y representante de todos sus sistemas, concepciones y sentimientos políticos, desembocó, en 1861, en la anexión a España. Fue ésta, sin embargo, la solución más lógica y concordante con lo que hasta entonces había sido la germina constitución de la sociedad dominicana.

En 1863 se inicia la guerra de Restauración. Volvió a surgir el sentimiento de la independencia. España defraudó el sentido que de la anexión se habían formado los dominicanos. Tenía que ser así porque ya estaban muy lejanas las energías del Imperio y anacrónicas las hazañas de los siglos dorados. Monroe había interpuesto la eficacia de su doctrina exclusivista de las influencias europeas en las tierras indianas. Eran ya muy diferentes los tiempos y los poderes preponderantes. El eje de las influencias mundiales se había desplazado muy lejos del meridiano de Madrid. Con todo, el hecho de Santana tuvo una repercusión considerable en los sentimientos de independencia de los dominicanos; después de la anexión quedó definitivamente descartada la posibilidad de que Haití pudiera ocupar, por la fuerza, la antigua parte española de la Isla.

En 1865 se restableció, por tercera vez en espacio de algo más de cuarenta años, la independencia nacional. Santana había desaparecido de la escena, pero Báez, con el Partido Rojo, tuétano de la opinión dominicana, se llevó el primer puesto de la popularidad. Después de hecha la Restauración lo fueron a buscar al extranjero para que ocupara la Primera Magistratura del Estado. Báez no solamente había hecho nada para que el país volviera a ser libre sino que durante la guerra contra la anexión estuvo sonriendo a Isabel Segunda, de cuyas manos recibió la banda de Mariscal de Campo. El hecho insólito de la llamada provocó el discurso de Meriño, que todos conocemos, dicho en ocasión de tomarle juramento, como Presidente de la Asamblea Legislativa, al Presidente Báez, el 8 de diciembre del 1865.

El liderato de Báez se caracteriza por su intento de anexar la República nuevamente, pero esta vez a los Estados Unidos. Todos sabemos hasta donde avanzó el General Grant en este camino. La sangre que corrió para librarnos de España no fue suficiente a borrar de los cuadros de nuestra política exterior los sentimientos anexionistas de muchos de nuestros dirigentes. Técnicamente, en lo que se refiere a los dominicanos, la anexión a los Estados Unidos estuvo realizada. La frustró el Senado Americano a pesar de nosotros, que oficialmente hicimos todo cuanto estuvo en nuestras manos para dar efectividad al proyecto. También se distingue el liderato de Báez por los fines de su política financiera. Fue él quien concertó el famoso empréstito Hartmont, origen de ochenta años de desconcierto y atraso en el país y causa remota de la ocupación militar extranjera que padecimos desde el 1916 hasta el 1924.

Contra las influencias y decisiones políticas de Buenaventura Báez se levantaron las intenciones del denominado Partido Azul, que estuvo formado por los mejores hombres de la Restauración, con Cabral y Luperón a la cabeza.Este grupo, sin embargo sufrió de macrocefalia. No tuvo nunca la consistencia de un verdadero partido porque le hizo falta un jefe genuino. Sus hombres más importantes se repartieron, tal vez sin quererlo, el liderato del grupo, que, por otra parte, no estuvo galvanizado jamás por la mística de las masas. Este fenómeno dio por resultado que la maliciosa intuición de Ulises Heureaux, elemento notable del partido, lo tomara de escabel para instalarse, por su cuenta, a la cabeza del país después de la caída final de Báez. Antes de llegar a la Presidencia ya Heureaux había instaurado su dictadura, visiblemente apuntada por todos los Gobiernos derivados del Partido Azul. En el fondo de las cosas políticas de esta oscura y tumultuosa época de nuestra historia republicana sólo se ve el juego de dos fuertes temperamentos personales: el de Báez y el de Lilis.

Con la preponderancia de Heureaux se acentuaron dos tendencias funestas, de contenido negativo y de repercusión profunda en nuestros sentimientos de independencia: la influencia haitiana en nuestra política interna a través del problema fronterizo y el desquiciamiento financiero, el destronque catastrófico de la economía nacional, determinado por las maniobras de nuestros acreedores extranjeros y del propio gobierno dominicano. La historia de esta situación es muy complicada y nos ocuparía mucho tiempo ahora. A la muerte del Presidente Heureaux recibimos una herencia muy pesada, casi insostenible. Éramos un país desacreditado, que disfrutaba de una independencia tan precaria, que apenas podía considerarse como la sombra de una independencia.

La política negativa de Heureaux nos lanzó por los caminos de la anarquía. El pintoresco gobernante mantuvo un período de ahogada tranquilidad en el país, creó, sin disputa posible, la dictadura infecunda y vegetativa, sembrando, al propio tiempo, todos los gérmenes de la. descomposición que siguió a su muerte. Desde la caída de Heureaux hasta la ocupación norteamericana vivimos de la montonera, sin estabilidad, sin sosiego, sin responsabilidad de nuestros propios destinos. La afirmación es muy dura, pero muy cierta. Alguien dijo entonces que éramos un país fuera de la ley. Todo el proceso de nuestra insuficiencia política, se concertó en aquella época dolorosa y angustiada. Fue en estos momentos, en el 1900, cuando el señor Hostos, consternado ante las borrosas perspectivas del futuro de nuestro país, lanzó, en inolvidable artículo de prensa, su famoso apotegma: "civilización o muerte". Nos advirtió de que o nos decidíamos a realizar un poderoso esfuerzo de desviación para coger las vías razonables de la civilización o nos vería perecer entre las ruedas del carro del progreso. La advertencia del maestro resultó profética. En 1916 nos atraparon las necesidades políticas, la razón de Estado, implacable y sórdida, de una gran potencia para sumirnos en las torturas de una larga ocupación militar.

Por cuarta vez, desde 1821, quebraron los sentimientos de independencia de los dominicanos. Las causas y concausas de esta última caída pueden articularse en la siguiente forma: incapacidad de los grandes partidos de la época para disciplinar las masas y evitar la montonera como expresión de sus movimientos políticos; incapacidad de aquellos partidos para afrontar los agudos problemas financieros que heredáramos de la dictadura de Heureaux; (la Convención del 1907 es modelo de nuestra deficiencia constitucional); incapacidad de los grandes partidos para anular la penetración haitiana en nuestras luchas intestinas, mediante una adecuada solución del problema fronterizo. Pero estas causas, son, a su vez, efectos de causas más lejanas: política fronteriza de Ulises Heureaux cuajada de sombrías e inconfesables connivencias con los haitianos; política de Báez y Heureaux con los centros financieros de la época acreedores del país; política exterior de Báez y Santana fundada en fines de anexión pura y simple a una potencia extranjera. Todas estas circunstancias implican, desde luego, una causa primera y esencial: incapacidad colectiva, masiva, de los dominicanos para sostener el ideal de independencia. Al fin y al cabo Santana, Báez y Heureaux, Jiménez, Vásquez y Velázquez, los grandes dirigentes de nuestra vida republicana hasta 1930, no fueron otra cosa, que productos necesarios del medio ambiente, derivaciones seguras de la manera de vivir, de la manera de pensar y de la manera de sentir de las masas de donde habían surgido. Santanismo, baecismo, lilisismo, horacismo, jimenismo y velazquismo, expresión política de toda nuestra vida independiente hasta el 1930, son elementos solidarios de una misma postura nacional e innegablemente responsable de la quiebra reiterada del régimen a cuyo amparo quiso mantenerse el ideal de independencia de los dominicanos.

A pesar de todo este ponderoso lástre, los dominicanos, apenas un millón de seres, incomprensivos, escépticos, desacomodados, pobres e impersonalizados, seguíamos viviendo entre las bambalinas de una mediatizada y ridícula simulación de democracia que no alcanzaba a concretarse en ninguna realización visible. Vivíamos sin ejército, sin moneda, sin escuelas, agobiados bajo el peso de una deuda insaldable que, desde el 1869, corroía las entrañas de una incipiente economía colonial, mero pasto de capitales y mercados aduanales para asegurar así el pago de nuestras obligaciones. En 1916 bastó una simple orden, del Jefe norteamericano de la Receptoría para que, enajenándole las entradas normales de las aduanas, descontados los pagos de la deuda, se desplomara el Gobierno entonces, legalmente constituido y legítima expresión de la voluntad dominicana a gobernarse por sí misma. Todo esto, señores, todo este proceso de hondonada, de angustia, de descentralización, es lo que nosotros consideramos como la Patria Vieja, la que se perdió para siempre en la noche de un pasado que no debemos recordar, sino para dolemos de su tristeza y de su fatalidad.

III

En 1930 las circunstancias arriba descritas estaban vigentes y activas. Éramos en ese momento el mismo país que habíamos sido desde el 1821. El restablecimiento de los viejos partidos personalistas y facciosos como instrumento de la instauración de la tercera República, fue un indicio infalible de que el pueblo dominicano no había variado su íntima constitución política ni sus sentimientos generales. La tercera República inició sus destinos bajo la presión de las mismas fuerzas que determinaron el fracaso de los intentos anteriores. La democracia dominicana volvió a moverse sobre el podrido terreno de las negaciones pasadas.

El advenimiento de Trujillo al poder implicó la aparición de un nuevo líder, de una fuerza temperamental injertada en el proceso de la integración nacional dominicana. Trujillo es el político por naturaleza. Su aparición dejó sorprendida a la conciencia pública, porque nadie lo esperaba. Todos creyeron que sería material fácil de intencionadas influencias porque, lo suponían bisoño e inexperto en política. Pero se suplió con los jugos de su temperamento naturalmente dado al manejo de los hombres, de sus sentimientos, de, sus debilidades y de sus intenciones. La intuición genial lo hizo dueño de la situación tan pronto como la encaró, en momentos muy difíciles para él y para el país. Con visión certera de la realidad se dio cuenta de que para salvarse él mismo tenía que salvar al país. Si hubiera seguido las enseñanzas de la vieja escuela, de seguro que habría naufragado en el fracaso consuetudinario como naufragaron todos sus antecesores en el liderato. De él no quedaría ya sino el recuerdo. Trujillo encarnó, pues, la revolución, el cambio de los sistemas, el desarraigo de ideologías petrificadas a cuyo influjo habíamos vivido en un mundo de figuraciones insustanciales. Trujillo perdió el miedo medular de que fuimos víctimas desde los comienzos y dio la batalla con un denuedo tal que ya por sí era el éxito. La confianza en sí mismo lo condujo a la meta por caminos opuestos a los que hasta él se habían seguido.

En efecto, las leyes de emergencia del 1931 y del 1933, tienen una significación de primer orden en el establecimiento de una nueva política financiera dominicana. Al responsabilizarse con esas leyes nos enseñó Trujillo a actuar en los momentos angustiosos para no perecer. Nos enseñó a usar con energía y decisión de la regla suprema de la necesidad, de los principios intocables e indiscutidos del derecho natural, básicos de la conducta de todo hombre o de toda sociedad. Hasta ese momento ningún dirigente dominicano, ningún gobierno dominicano, habían sabido utilizar, con precisión, ese derecho inmanente y elemental de cada pueblo a vivir, a no perecer por efecto de intereses materiales y de situaciones imprevistas.

Desde luego, el simple pronunciamiento de las leyes de emergencia como expresión literal de no poder cumplir con determinados compromisos agobiantes, no valía en sí mismo para producir una revolución de la magnitud de la que de esas leyes dedujo Trujillo. El verdadero sentido de aquella posición decisiva estuvo en lo que significó el esfuerzo realizado por el gobernante para crear el clima necesario al cumplimiento, bona fide, de las medidas tomadas. Obligó a los dominicanos a conducirnos dentro del estado de necesidad que él había proclamado como justificativo de la emergencia. La labor fue compleja y dura pero con ella llevó Trujillo al país a la confianza universal y conquistó el respeto de quienes nos miraban como a gente inepta e incapaz de superarse. Eso era ya la Patria Nueva. Trujillo no propulsó las leyes de emergencia simplemente para dejar de pagar y aprovecharse de esa coyuntura con el sencillo propósito de mantenerse en el gobierno. No trató de conjurar, momentáneamente, una crisis, sembrando, al mismo tiempo, los gérmenes de una nueva quiebra de la nacionalidad, como antes se había hecho. Descubrió el evidente estado de necesidad en que nos encontrábamos y luego se encaró, frente a frente, con el país para inducirlo a vivir en consonancia con la medida exacta de sus posibilidades: de la disciplina y del orden que impuso, dedujimos el enorme beneficio del crédito público de que, por primera vez en su historia, disfrutó la República.

He ahí, señores, la primera de las grandes construcciones políticas realizadas por el líder del 1930. Ella sola supera todas las obras materiales que hasta ahora ha levantado nuestro estadista. Con esta base inicial fácil le fue, desde luego, desenvolver su programa de reconstrucción financiera hasta llegar en 1940, a la extinción de los vínculos mediatizadores y bochornosos del 1907; al pago total y adelantado de la vieja deuda, en 1947; y al establecimiento subsecuente de la moneda nacional, incondicionada, como corresponde a un país genuinamente soberano. Sin la previa edificación del crédito público y la confianza internacional todo este programa habría sido de realización imposible.

El reajuste de la deuda externa, terminado en agosto del 1934, cerró el primer ciclo de la administración reconstructiva del Presidente Trujillo. Por primera vez en la vida de la República se sometieron las exigencias y las extravagancias de nuestros acreedores a los moldes estrictos de las necesidades y las legítimas conveniencias del país. A los tenedores de los bonos de nuestra deuda externa no les quedó otro camino a seguir que el señalado por Trujillo como capaz de resguardar los verdaderos intereses del pueblo dominicano.

Este primer éxito político del Presidente es el núcleo, el corazón de la Patria Nueva. El reajuste final de la deuda externa mediante el imperio de una táctica netamente dominicanista constituye el surgimiento de la capacidad nacional para el gobierno irrestricto. Después de este acuerdo comenzaron a resaltar anacrónicos todos los vínculos de sojuzgamiento a que estuvo sometido el país por obra de su incapacidad para cumplir obligaciones irreflexivas e inconsultas.

Ninguna circunstancia hizo aconsejable que el pueblo dominicano no reincidiera, en los comicios de ese año 1934, en la elección de su líder para un nuevo período constitucional. Hubiera sido, por el contrario, error imperdonable realizar el cambio en momentos en que acababa de hacerse evidente la voluntad creadora de un temperamento excepcionalmente dotado para encauzar la transformación de nuestras condiciones de vida. El pueblo quiso seguir aprovechándose de su Jefe, y lo reeligió en 1934.

Ese período 1934-1938 lo invierte Trujillo en la realización de dos nuevas etapas fundamentales: despejado el camino de las finanzas, se lanza al cumplimiento de un vasto programa de obras públicas dirigido a combatir la miseria y a ensanchar los horizontes de la producción nacional. Un país miserable no tiene poder adquisitivo, y un país sin consumo no aumenta su riqueza. La lucidez y la lógica de la política económica del Presidente no admiten reparos. Se consagró a invertir los remanentes de que disponía en obras destinadas a levantar el nivel de la producción. Este programa podría caracterizarse como una verdadera cruzada contra la miseria congénita de los dominicanos. Aseguró, de ese modo, fuentes permanentes de trabajo al proletariado, y, en consecuencia, fuentes de consumo a lo que se producía. Los beneficios comenzaron a hacerse visibles en progresión geométrica. El primer jalón de este programa fue la estructura del puerto de esta ciudad. Los resultados de esta medida son incalculables en la evolución del comercio y aún de la industria. Vino luego el desarrollo de un madurado proyecto de aprovechamiento de nuestras aguas fluviales con fines agrícolas, que nos ha convertido en país exportador de productos que por toda la vida estuvimos consumiendo por vías de importación. Los canales de regadío construidos por el Estado para servir y ensanchar los intereses privados e impulsar, desde luego, el coeficiente de la producción agrícola, han sido factor principalísimo en el aumento de la riqueza pública y de la capacidad, administrativa del Gobierno. El examen concienzudom de esta sola fase de la influencia política de Trujillo requiere muchas páginas y mucha reflexión. No podemos hacerlo en esta oportunidad. El programa de expansión iniciado por Trujillo en el 1934, se mantiene en movimiento, como en movimiento se mantiene el espíritu creador del hombre que lo ejecuta. Lo que en este orden de cosas se ha realizado desde entonces hasta hoy no es susceptible de recuento. La obra debe apreciarse en conjunto, en sus grandes lineamientos. Tómese, por ejemplo, como simples referencias, para aquilatarla, el dato de que hoy es corriente en Jimaní y en Comendador, en Dajabón y en Pedernales el uso de inodoros, de pianos y de bombillas incandescentes y juzgúese si somos o no una cosa nueva, un país distinto.

La segunda de las grandes realizaciones iniciadas por nuestro líder en su período 34-38, se refiere al problema y a la situación fronterizos. Sobre esta materia no insistiremos aquí para no repetirnos. Nuestras ideas sobre la labor fronteriza de Trujillo son muy conocidas. Reenviamos el asunto, especialmente, a nuestro discurso del 16 de noviembre del 1942, pronunciado en Elías Piña. Sin embargo, no está demás insistir en un punto. El porvenir entero de la República, la suerte sustancial de nuestro pueblo dependen de sus fronteras. Los trabajos de afianzamiento nacional realizados allí por el Presidente Trujillo, y los que todavía está llamado a realizar envuelven, en nuestro humilde concepto, su más alto timbre de gloria, su más brillante fuente de prestigio. Por esos trabajos debemos estarle agradecidos los dominicanos, más que por cualesquiera otras de sus realizaciones. La Patria Nueva vive antes que en ninguna otra parte, en las nuevas fronteras.

En 1938 se retiró del poder el Presidente. Pero como la fuerza de su prestigio estaba intacta, activa y vigilante, se mantuvo su influencia en los destinos políticos del país. Aún fuera del gobierno puso en juego esa influencia para negociar con Washington la abrogación del convenio financiero del 1907 y su secuela de sujeciones. Aquí se puso nuevamente a prueba el sentido político de Trujillo. La oportunidad era de oro y la aprovechó hasta el fondo en interés de su país. Estratega de primer orden, planteó el asunto en la ocasión precisa en que debió hacerlo. Ni un día antes ni un día después. Ya no escapaba a nadie, en vista de las nuevas condiciones en que se encontraba el país, que la existencia de una Receptoría de Aduanas manejada por funcionarios norteamericanos en la República Dominicana, era un anacronismo. Los americanos se entendieron con Trujillo. No pudieron dejar de hacerlo y la Convención del 1907 dio paso al Tratado Trujillo-Hull del 24 de septiembre del 1940. No queremos tampoco repetirnos sobre esta materia que tratamos detenidamente en nuestro discurso del 24 de septiembre del 1941.

En diciembre de este mismo año entraron los Estados Unidos en la guerra. Trujillo comprendió de inmediato que nuestro puesto en el conflicto estaba junto a la gran potencia del norte. Nadie podía prever en ese momento cuál sería la suerte de la tremenda lucha empeñada. La posición del Eje era muy consistente y hasta entonces se mantuvo triunfante. El golpe de Pearl Harbor desconcertó a muchos espíritus templados, pero Trujillo no vaciló un solo momento y se comprometió en estrecha alianza con ingleses y norteamericanos en los momentos más difíciles y oscuros de la contienda, cuando todavía era una angustiosa incógnita el resultado de la misma. Declaramos la guerra el 9 de diciembre del 1941, dos días después de ser agredidos los Estados Unidos.

A poco, en mayo del 1942, fue nuevamente el pueblo dominicano a los comicios para elegir al dirigente del período 1942-1947. No era posible pensar en elegir a otro que a Trujillo. Más que una selección era un imperativo de las circunstancias. ¿Cómo hubiéramos podido nosotros sustituir a Trujillo en aquellos días? ¿Con quién lo hubiéramos sustituido, si él era, sin disputa, el resorte responsable de todo el equilibrio del país? La elección fue obligada. Si en aquel momento hubiera él querido retirarse nuevamente, hubiera traicionado su historia política y derribado su propia obra. Habría sido cobarde y egoísta.

Las proyecciones políticas de este período están todavía muy viables para que insistamos en recordarlas. La riqueza nacional ha crecido en proporciones inusitadas. La deuda pública ya no existe. Ganamos la guerra con nuestros aliados. Somos el país latinoamericano de economía mejor balanceada. Hay muchos capitales seguros en el país. Las clases sociales han ocupado sus posiciones respectivas y el progreso material que por todas partes nos rodea, no tiene precedentes no sólo en nuestra historia, sino en la historia de nuestra América. La obra política y reconstructiva del impulsor de la Patria Nueva ha llegado a un plano de seguridad, permanencia y madurez que la hace ya prenda del porvenir. Las proyecciones de esa obra recorren desde las raíces hasta el pináculo de la conciencia dominicana. Nadie tendrá fuerza suficiente para desandar el largo trayecto recorrido por este hombre extraordinario. Es imposible deshacer lo que él ha construido, so pena de incurrir en responsabilidades aplastantes y de sumir nuevamente la República en la miseria de su triste pasado.

Desde fines del año 1945 comenzó el Presidente a considerar un plan para retirarse del poder, no concurriendo a las elecciones del 1947. Con insistencia planteaba la cuestión a sus amigos más allegados, tanto dominicanos como extranjeros. Nosotros fuimos opuestos desde el primer momento a esta determinación. Asistentes a la Conferencia de San Francisco, allí nos dimos cuenta de cuál sería el curso de la política internacional de los años inmediatos. La actitud de Rusia en la gran Asamblea no dio germen a ninguna fundada esperanza sobre la posibilidad de un entendido entre las grandes potencias para resolver los problemas de la postguerra. El triunfo de los soviéticos en la guerra contra el Eje abrió las puertas más anchas a la penetración comunista en el mundo. Todos los países, grandes y pequeños, estaban llamados a sufrir los efectos de la nefasta influencia. Estas circunstancias hacían aconsejable, por muchas razones, el mantenimiento en nuestro país de una dirección que, como la de Trujillo, era capaz de sostener el equilibrio de las distintas fuerzas sociales despertadas por la guerra. Esta manera de pensar la expusimos con claridad al Presidente a nuestro regreso de San Francisco de California.

En octubre del 1945 tuvo efecto en Venezuela la revolución comunistoide que llevó a Rórnulo Betancourt al poder. La rapidez con que fue reconocido el régimen de facto surgido en aquel movimiento nos dio la medida de cuál era el clima político imperante en el Hemisferio. Uno de los móviles del triunfo del comunismo venezolano fue el de su intervención en los asuntos interiores de la República Dominicana para propiciar el derrocamiento del Gobierno legítimamente constituido, con el fin de enrolarnos en el movimiento de la expansión soviética en América. El juego era muy claro, y, desde luego, muy peligroso para nosotros. El temperamento sedicioso y desintegrante de Betancourt se convirtió en centro de la visible conspiración contra los dominicanos. Juan José Arévalo y Ramón Grau San Martín se comprometieron en la asonada, cuyos pormenores, ya a mediados del año 1945, estaban en conocimiento de nuestro Gobierno. En octubre de ese mismo año la Cancillería dio noticia de la situación al Cuerpo Diplomático aquí  acreditado.  Para esa época habían llegado a su climax las ramificaciones internas del movimiento  sedicioso, perfectamente  acopladas  con las diligencias realizadas en el exterior. Todos veíamos con alarma el sentido francamente comunista que en los centros industriales del país cobraba la labor de nuestros enemigos. Elementos diputados por diversos centros sediciosos del extranjero vinieron a encauzar la conspiración.

La suerte del pueblo dominicano estuvo entonces en manos de Trujillo. Él no podía en el momento decisivo, desentenderse de sus compromisos con el país ni éste hubiera tolerado la ausencia de su más experimentado líder en ocasión tan expuesta. Nosotros, la mayoría de los dominicanos, no nos hemos percatado todavía de la magnitud de los peligros y contingencias que se cernieron sobre la República. De haberse llevado a efecto con éxito los planes de Cayo Confites, sería ahora muy lastimosa la situación en que estuviéramos sumidos.

Todo este conjunto de sombrías prevenciones determinaron la final decisión del Presidente de aceptar una nueva postulación para el período 1947-1952. No pudo hacer otra cosa, las circunstancias lo hicieron prisionero de sus grandes deberes, y, una vez más, asoció su destino al destino de su pueblo.

La misión de Trujillo en este nuevo período de gobierno está esencialmente circunscrita a una finalidad: la lucha contra el extremismo que nos asecha y nos mide. Según nos condujo hacia el éxito de la contienda con el nazi-facismo, tendrá que orientarnos también en las lides abiertas ya contra el comunismo. Su gran misión está frente a una nueva prueba. Él ha invertido toda su carrera política en la restauración de las auténticas raíces de nuestro espíritu nacional, de nuestras esencias históricas, de nuestro angustiado sentimiento de libertad y de independencia. Toda esa labor está ahora amenazada por la desconcertante acción de fuerzas imponderables, de la que son y han sido meros instrumentos las pasiones y los designios dislocadores de Rómulo Betancourt, de Juan José Arévalo y de Ramón Grau San Martín. Al enfrentarse al empuje de aquellas fuerzas ocultas, ha puesto nuevamente Trujillo, con su acostumbrada visión política, la suerte de nuestro país junto a sus aliados de ayer. Mientras muchos de los Gobiernos del Continente abandonan las normas básicas del sistema político del Hemisferio, Trujillo sigue aferrado a los grandes principios de la democracia como régimen indeclinable de gobierno en América y en el mundo. El tiempo nos enseñará hasta donde ha sido sabio y certero nuestro gran líder del 1930.

Como se vé, la política exterior de Trujilío es una consecuencia lógica y obligada de su política interna. La política consistente que siguió en la reconstrucción de la República es unitaria y homogénea. Consecuente con la lucidez y claridad de su mente creadora, nos mantiene en un plano de equilibrio y de disciplina, tan efectivo en nuestras relaciones como en nuestra propia vida interior.

(1948).

 


Manuel Arturo Peña Batlle, “Política de Trujillo”, Impresora Dominicana, Ciudad Trujillo, 1954, pp. 103-122.